
Quien se expresa de forma violenta es violento. Así de claro. La vehemencia o la pasión, tan sureñas, no tienen nada que ver con la peligrosa violencia verbal.
La violencia (aunque sólo sea la verbal) es el último recurso de los incompetentes.
Si bien la matización entre paréntesis es mía, la frase se le atribuye a Isaac Asimov, y resulta extraño que alguien no esté de acuerdo con ella (incluso los violentos, que raramente se reconocen en esa condición).
Sin embargo, a pesar de que la máxima es contundente y certera, no podemos despachar el asunto de la violencia, de la antipatía, de la mala baba, considerando que es una triste avería propia de los incompetentes y que no merece mayor atención.
En alguna otra entrada de este blog (Elogio de la amistad 2.0) me he referido al elogio desproporcionado que algunos hacen del mal rollo al considerar que es un elemento muy valioso en el desarrollo de múltiples actividades (“A ti te falta mala leche, no llegarás muy lejos”, es una máxima que todos hemos oído en alguna ocasión en boca de esos gurús del lado oscuro). Y lo peor es que esa mala leche no necesita alimentarse de sucesos objetivos o de afrentas incuestionables, le basta con su ración diaria de suposiciones y, para colmo, no es difícil disfrazarla de justicia o de santa indignación. Así es que el asunto es complejo y, como digo, no puede despacharse con una frase (aunque sea de Asimov).
De nuevo os propongo una visita a la filosofía buscando iluminación (o simple consuelo) en los que antes que nosotros se plantearon estas mismas preguntas: ¿Somos los humanos violentos por naturaleza? ¿La mala leche viene de serie? ¿Cuál es el verdadero motor de la supervivencia: la agresión o la simpatía?
A mediados del siglo XVIII al escocés David Hume le preocuparon estas interrogantes, y a propósito de ellas nos dejó reflexiones como ésta:
“Ninguna cualidad es más digna de aprobación y de buena disposición por parte de la gente que la benevolencia o la humanidad, la amistad y la gratitud, el afecto natural y la preocupación por la gente, o lo que proceda de la simpatía y la preocupación general por nuestros semejantes. En donde sea que estas cualidades aparezcan provocan en la gente los mismos sentimientos favorables hacia sus poseedores. Podemos observar que, cuando alabamos a cualquier hombre benevolente y humano, se da una circunstancia que nunca falla en ser reconocida: que en la sociedad a la cual sirve ese hombre aumentan la felicidad y la satisfacción”.
Sin duda influido por Hume (y quién sabe si tratando de humanizar la inquietante dictadura biológica de la evolución) el propio Charles Darwin consideró la simpatía como “el más noble atributo del hombre”. “Todos tenemos consciencia de que poseemos sentimientos simpáticos”, escribió y, con independencia de su origen, lo importante es que la simpatía, a juicio de Darwin, es producto de la selección natural, forma parte esencial de los instintos sociales y se refuerza mediante el hábito, la experiencia y la razón.

Cómo desentona una sonrisa cuando te rodean los antipáticos…
El psiquiatra Fernando Ruiz profundiza en esa explicación cuando, interpretando a Darwin, asegura que “la teoría de la evolución es incapaz de dar una explicación coherente y satisfactoria a la realidad del fenómeno humano si no se incluye en la tesis un elemento que suavice la ley de la selva de la selección natural. La consideración del instinto de simpatía es esencial para separar la teoría de la evolución, como la presenta Darwin, del darwinismo social que ignora o minimiza dicho instinto”.
Si a alguien le incomoda buscar respuestas en escenarios tan lejanos, convencido, quizá, de que el mundo en el siglo XXI se ha vuelto tan hostil que favorece los más bajos instintos, podemos cerrar este círculo en defensa de la simpatía acudiendo al economista británico Jeremy Rifkin, que, en 2010, nos brindaba nuevos argumentos en su artículo “La civilización empática”.
“Si la naturaleza humana es como indicaban los filósofos ilustrados, probablemente estemos condenados. Imposible concebir cómo podríamos crear una economía mundial sostenible y devolverle la salud a la biosfera si todos nosotros, en nuestra esencia biológica, somos agentes autónomos, egoístas y materialistas.
Sin embargo, los últimos descubrimientos sobre el funcionamiento del cerebro y el desarrollo infantil nos obligan a repensar esos arraigados dogmas. Los biólogos y los neurocientíficos cognitivos están descubriendo neuronas espejo, llamadas de la empatía, que permiten a los seres humanos sentir y experimentar situaciones ajenas como si fueran propias. Parece que somos los animales más sociales y que buscamos interactuar íntima y amigablemente con nuestros congéneres.
Por su parte, los científicos sociales están comenzando a reexaminar la historia con una lente empática, descubriendo así corrientes históricas ocultas que sugieren que la evolución humana no sólo se calibra en función del control de la naturaleza, sino del incremento y la ampliación de la empatía hacia seres muy diversos y en ámbitos temporales y espaciales cada vez mayores. Las pruebas científicas de que somos una especie básicamente empática tienen consecuencias sociales profundas y de gran alcance, y podrían determinar nuestra suerte como especie”.
¿Demasiado optimista? ¿Mejor con la mala baba?
Parafraseando al economista italiano Carlo M. Cipolla, cuyas Leyes Fundamentales de la Estupidez Humana son de lectura obligada en los tiempos que corren (y en los que nos esperan), si los estúpidos, los incompetentes, los violentos, han estado presentes, más o menos en la misma proporción, a lo largo de la historia y en todo tipo de escenarios, ¿por qué unas sociedades prosperan y otras entran en decadencia? Cipolla tiene la respuesta: “Depende exclusivamente de la capacidad de los individuos inteligentes para mantener a raya a los estúpidos”.
A los estúpidos va a ser difícil convencerlos, pero quizá sólo haga falta contenerlos… para sobrevivir.
P.D.: Una curiosa animación a propósito de la «civilización empática»:
La «violencia» ha sido la forma natural que las distintas especies animales y vegetales han tenido para ir prevaleciendo en el complicado mundo de la supervivencia. En un momento determinado de la existencia, el homo erectus cambia a «sapiens» y con ese escaso 7% de cerebro útil que se dice poseemos, perfeccionamos las técnicas de combate y las empleamos en dominar al adversario. La mujer nunca fue adversario reconocido, pues tenía su papel, pero en ciertas sociedades «civilizadas» en las que un miembro de la pareja prevalece, se despierta nuestro instinto primitivo para ejercer un dominio, aunque esté penado por la Ley.
Esa «dictadura biológica» se propaga por ese reflejo neuronal «espejo», y quizás acelerado por la «difusión mediática», llegando a sectores que aún necesitan prevalecer a costa de demostrar su «incompetencia». La violencia aparece contra la pareja, sea hombre o mujer, contra el comerciante que destaca y se convierte en competencia, contra el que posee las energías alternativas de las que yo carezco, etc. manteniendo el círculo histórico, quizás prehistórico, de conseguir el «poder» a través de la fuerza.
Filósofos, psicólogos,… intentarán explicarnos el por que de este comportamiento con terminología benévola, que también sirve para liberar al infractor de una pena justa, y que influye notablemente en ese reflejo neuronal «espejo» que permite seguir violentando la existencia, sin castigo.
Quizás la respuesta simple es, que nos hemos convertido en animales que ya han perdido ese instinto natural que facilita la supervivencia de la especie.
[…] Los maltratadores no son únicamente los que salen en los informativos cuando sumamos una víctima a esa macabra estadística. Los machistas no son únicamente los que pagan sus complejos, a golpe de amenaza, zancadilla o grosería, con aquellas mujeres que se cruzan en su camino. Los violentos no siempre usan un grito o un arma, los hay que ni siquiera levantan la voz para dejar en el aire, flotando como un gas venenoso pero invisible, una amenaza cierta. Y no, no me valen las disculpas de una vida difícil, una infancia tormentosa, unos mandamientos inq… […]
[…] No contaminemos con nuestro ego y nuestro cabreo la esperanza que representan Greta y millones de escolares europeos, no hagamos el gilipollas ni los convenzamos de que se conviertan en gilipollas para medrar. Ya hemos visto para que sirve la gilipollez que nos invade, esa que por no distinguir no distingue ni colores políticos. […]