Dicen, y mucho me temo que es cierto, que para conseguir tres opiniones que se contradigan entre sí basta con reunir a dos españoles. Y en algunos casos bastaría con uno sólo, seguro. Como consuelo, o coartada, y parafraseando a Walt Whitman, todos contenemos multitudes y, por tanto, nos contradecimos de manera casi inevitable.
Hace unos días tuve ocasión de participar como ponente en el taller de divulgación científica que organizó la Fundación OESA (http://www.fundacionoesa.es/ciencia-sector/talleres-acuired-divulgar-ciencia-en-el-siglo-xxi) y en mi presentación hablé de la “paradoja de Sábato” (no, no las busquéis en la Wikipedia porque la expresión es de mi propia cosecha y aún no he conseguido colocarla en los santuarios de Internet). Una paradoja que me permitió, con soltura y desparpajo, contradecirme a mí mismo una vez más. Cierto es que conté con la inestimable colaboración de Óscar Menéndez (@omenendez), que me ayudó a tomar conciencia de semejante ataque de esquizofrenia.
Ernesto Sábato, al que fácilmente identificamos como escritor y ensayista, defensor de los derechos humanos e, incluso, como pintor, fue, además de todo eso (o mejor dicho: antes de todo eso), físico. El polifacético argentino trabajó en el Laboratorio Curie, en Paris, y en el archifamoso Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), centros en los que desempeñó labores de investigador en el campo de las radiaciones atómicas, la relatividad y la mecánica cuántica.
Igual que hay crisis de fe que te apartan de la religión hay crisis de racionalidad que te apartan de la ciencia, y así le ocurrió a Sábato, como me contó por primera vez hace años mi amigo Miguel Delibes.
En su obra “Hombres y engranajes” (1951) Sábato explica de manera contundente este desencanto:
“La ciencia estricta –la ciencia matematizable– es ajena a todo lo que es más valioso para el ser humano: sus emociones, sus sentimientos, sus vivencias de arte o de justicia, sus angustias metafísicas. Si el mundo matematizable fuera el único verdadero, no sólo sería ilusorio un castillo soñado, con sus damas y juglares: también lo serían los paisajes de la vigilia, la belleza de un lied de Shubert, el amor. O por lo menos sería ilusorio lo que en ellos nos emociona ”.
Pero, al mismo tiempo, y aquí es donde nace la paradoja, Sábato admite que la utilidad de la ciencia “aumenta a medida que se vuelve más abstracta (…). Su poder se obtiene a costa de una progresiva evanescencia del mundo cotidiano”. La tesis la perfiló en algunos ensayos como “Poderío e impotencia de Einstein” (1955) donde asegura que “a medida que la ciencia se hizo más abstracta y, en consecuencia, más alejada de los problemas y palabras cotidianos, su utilidad y su poderío aumentaron en la misma proporción. Porque una teoría tiene más aplicaciones cuanto más abarca, cuanto más universal es; y, por lo tanto, cuanto más abstracta, ya que lo concreto se pierde con lo particular”.
Pues bien, a mi esta paradoja, que convierte la ciencia en un elemento que se va alejando de la comprensión y el aprecio de los ciudadanos conforme se vuelve más útil y poderosa, me sirve para hablar de las dificultades que entraña la divulgación científica, no sólo debido a los problemas que afectan a los comunicadores, a las fuentes que nos proporcionan las noticias o a la mismísima audiencia a la que nos dirigimos, sino también a la propia naturaleza de la delicada materia prima que manejamos.
Pero frente a esta paradoja se rebeló, con buen criterio, Óscar, y yo le di la razón, abonándome, en ese mismo instante, a la más flagrante contradicción. Porque es cierto que la ciencia estricta está alejada de aquellos territorios que el hombre considera más valiosos, como el de las emociones y el de los sentimientos, pero no es menos cierto que hasta la ciencia más estricta está cargada de misterio, de superación, de aventura,… y quizá el trabajo del divulgador, el reto del divulgador, sea localizar estos yacimientos cargados de emociones, que a veces se ocultan bajo espesas capas de fría racionalidad, para humanizar así la ciencia.

Antes de comérselos Verónica Fuentes tomó esta escalofriante imagen de los antozoos hexacorales, flanqueados por trozos de Galeorhinus galeus y pequeños especímenes de Alloteuthis media.
La paradoja y la contradicción la celebramos, al final del Taller, comiéndonos unas crujientes ortiguillas, que descritas de esta sencilla manera aparecen empapadas de las emociones que le son propias a la festiva gastronomía sureña, pero que si las identificáramos como antozoos hexacorales bañados en ácido 9-octadecenoico calentado hasta los 185 grados Celsius… perderían todo su glamour.
Maldita ciencia !!!
Yo que estaba allí (en la conferencia…) estuve mordiéndome la lengua al oír esas tesis de Sábato, sobre todo cuando en mi mente apareció parafraseada la gran cita de Charles Darwin y que él utilizó de réplica a quienes le acusaron de que su gran teoría hundía la grandeza del ser humano, me permito reproducirla aquí ya que el no haberla recordado literalmente y los miedos de hablar en público no me permitieron levantar la mano a tiempo para manifestar mi desacuerdo.
“Hay grandeza en esta visión de la vida, que con sus diferentes fuerzas, habiéndose originado de una o pocas formas; y que, mientras este planeta ha ido girando de acuerdo a la ley de la gravedad, desde un origen tan sencillo, hayan evolucionado, y sigan haciéndolo, una infinidad de las formas más bellas y más maravillosas”
Pues eso… «hay grandeza (y mucha) en esta visión de la vida»
Por cierto…, soy el que le estrechó la mano declarándose «fan» de blog 🙂
Saludos.
De esa grandeza tenemos que hablar. Esas maravillas que la ciencia desvela hay que ponerlas a disposición de los ciudadanos. La Ciencia no es aburrida, ni triste, ni incomprensible.
Gracias por seguir este blog en donde, como dije en Cádiz, casi hablo más de cocina y filosofía que de ciencia…
La ciencia solo es capaz de intentar explicar algo sobre la vida, y no todo lo que representa la vida se puede explicar con ciencia. Los científicos deben ser siempre seres humanos con sus imperfecciones consiguientes y, quien se crea divino, pues ya sabemos lo que es.
La ciencia siempre es evolutiva, pues cada vez que se descubre algo nuevo se genera un mayor número de dudas que debemos aclarar y es, simplemente, un sin fin de incertidumbres sucesivas esperando que alguien dotado las encuentre solución.
Plantearse que con la Ciencia podremos conocer los grandes misterios de la vida y sus orígenes, creo que es algo muy atrevido, propio de mentes endiosadas, por eso me quedo con las «ortiguillas» como muestra de una realidad tangible y extraordinariamente placentera y, máxime si la acompaño con un vaso de manzanilla en el restaurante Balbino, de Sanlucar de Barrameda.
La soberbia es mala en todos los oficios, y tanto periodistas como científicos estamos, a veces, bien despachados de soberbia. De todas maneras, no hay pecado que no se pueda redimir en el Balbino…
Pues yo, la verdad, no veo la contradicción. Comprender el mundo que nos rodea – y a nosotros mismos – me parece una de las más fascinantes aventuras en las que empeñar nuestros esfuerzos. Eso sí, entiendo perfectamente que muchísimas personas no compartan esta visión de la ciencia. Transmitirla quizá sea una de las tareas primordiales del divulgador, y me atrevería a decir que también del profesor.
Exacto. No hay contradicción. La emoción y la razón pueden convivir, aunque el esfuerzo de aplicar la primera a la segunda (sin caer en la banalidad) es una de las tareas más apasionantes del profesor y del divulgador.
Sí, «… la ciencia se hizo más abstracta y, en consecuencia, más alejada de los problemas y palabras cotidianos…» y del latido de otros seres -los que ella misma estudia-. ¿Qué opinas de la tesis de P. Singer sobre una «ética no especieísta»? Parece ser que se opone a lo que él considera un prejuicio ético no aceptable, consistente en entender que los miembros de la especie humana tienen más valor o dignidad que todos los demás seres vivos (leído en http://www.uca. edu.sv/facultad/chn/c1170/eticiani.html).
Una vez tuve en mis manos un libro que proponía, como posible solución a los problemas de la tierra (el hombre en la tierra), lo que llamaba «un nuevo paradigma» basado en una mayor interrelación entre las distintas disciplinas: (¿un humanismo más científico y una ciencia menos abstracta?; ¿simbiosis filosofía-ciencia? -no sé, no legué a leerlo, pero me daba buena espina y se lo regalé a un investigador de la EBD que has nombrado hace poco. Pero me da que cualquier nuevo planteamiento encuentra a los seniors demasiado ocupados… Espero que no se les quiten (ni a ellos, ni a ti ni a mí) las ganas de una anémona de mar de vez en cuando pues eso es vida, nos acercamos más cuando cumplimos con una de las funciones propias de las especies, comernos unos a otros.
Tanta filosofía para acabar hablando de comida… no tenemos remedio. De Singer, del Proyecto Gran Simio (http://www.proyectogransimio.org/), de ética darvinista… hablamos hace no mucho en el Seminario Internacional de Periodismo y Medio Ambiente que dirijo en Córdoba, en una mesa redonda apasionante. El debate da para mucho (tiene casi el mismo calibre que nuestra soberbia como especie).
[…] Pero la ciencia, impecable en sus postulados racionales, necesita de la emoción para buscar cómplices más allá de su burbuja endogámica, para hacer que sus alertas sean entendidas por los ciudadanos que nada saben del método científico y que son tremendamente vulnerables a las soflamas (esas sí, cargadas de calculada emoción) de los que ven amenazados sus negocios o comprometido el pago de sus deudas monumentales, y para salvarse hacen a la ciencia culpable de un alarmismo ciego que sacrificará el sacrosanto crecimiento económico y el bendito desarrollo. […]