Hubo un tiempo en el que el calendario mandaba en los fogones. Se cocinaba, sin discusión, lo que correspondía a cada época del año, ya fuera porque la naturaleza iba proporcionando la materia prima de acuerdo a las estaciones o porque las convenciones religiosas y festivas obligaban a consumir (o dejar de consumir) determinados manjares.
La Semana Santa era una de esas épocas en las que la cocina debía someterse a las estrictas reglas que dictaba la iglesia católica. Lástima que hoy esos mandamientos se hayan relajado hasta el punto de liberar a los cocinillas de algunas benditas esclavitudes, como la que tenía por protagonista al bacalao, ingrediente fundamental en los potajes de Cuaresma.
En mi casa se cocinaba un potaje de garbanzos, acelgas (o espinacas) y bacalao, capaz redimir todos los pecados, ya fueran veniales o mortales (bastaba con ajustar la dosis de potaje a la gravedad de la falta).
Es un guiso sencillo en donde prima, más que la técnica, la materia prima y, sobre todo, la paciencia y el cariño, como ocurre en casi todos los guisos.
400 gramos de garbanzos.
700 gramos de acelgas o espinacas.
150 gramos de bacalao desalado y desmigado.
Caldo de pescado (o media pastilla de caldo de pescado).
2 cebollas.
1 tomate maduro.
Laurel, ajos, pimentón dulce, harina y perejil.
Los garbanzos se dejan bañados en agua con sal desde la noche anterior, y también un día antes se inicia el desalado del bacalao (en agua fría que cambiaremos, al menos, cuatro veces).
Escurrimos los garbanzos y los ponemos en la olla a presión con agua caliente (un litro de agua caliente + un litro de caldo de pescado caliente, o, si no tenemos caldo, dos litros de agua caliente). Añadimos media cabeza de ajos sin pelar, una hoja de laurel, la cebolla entera y una pizca de sal (cuidado con la que aporta el bacalao y el caldo de pescado). Cerramos la olla, la ponemos al fuego y cocinamos los garbanzos hasta que estén en su punto (depende del tipo de olla y de la variedad de garbanzos pero, como referencia, podemos tomar unos 20-30 minutos de cocción, es decir, desde que la válvula de la olla comienza a expulsar vapor y bajamos el fuego). No nos conviene que se queden excesivamente blandos, porque la olla aún estará al fuego un buen rato y siempre podemos corregir la cocción si se ha quedado corta.
Abrimos la olla y, aún en el fuego (medio), añadimos el bacalao. Dejamos cocer otros quince o veinte minutos. Si no pusimos caldo de pescado ahora podemos añadir media pastilla de caldo de pescado y las acelgas (o espinacas) lavadas y troceadas. Dejamos cocer otros quince minutos.
En una sartén freímos una cebolla muy picada hasta que esté ligeramente dorada (no dejamos que se tueste). Añadimos el tomate bien maduro, pelado, sin pepitas y troceado (también podemos usar un buen tomate de lata, al natural y triturado) y sal. En otra sartén tostamos, con el fuego bajo, una cucharada de harina y la añadimos al sofrito de cebolla y tomate. Por último ponemos media cucharadita de pimentón dulce, y dejamos que el sofrito se haga a fuego suave. Finalmente lo pasamos por la batidora y lo añadimos a la olla del potaje. Corregimos de sal y dejamos cocer todo junto otros quince minutos.
No se si este potaje está más rico en el mismo momento en que se cocina o al día siguiente.
Si los pecados que tratamos de redimir con este guiso celestial son de extrema gravedad podemos añadir unas bolitas de perejil que aportan unas cuantas indulgencias más al potaje. Este complemento se obtiene a partir de una masa elaborada con huevo batido, miga de pan, perejil picado y ajo picado, que moldeamos formando bolitas (del tamaño de una canica). Las freímos en aceite muy caliente y cuanto estén doradas y crujientes las ponemos a disposición de los comensales, que las añadirán a sus platos de potaje a discreción.
Soberbio tiene que estar, pero después de eso a ver quien es el guapo que se enfunda la túnica de nazareno. Yo le añadiría una pizca de pimentón picante.
Las túnicas hay que comprárselas dos tallas por encima de lo normal, porque la Semana Santa es muy mala para la gula (después del potaje hay que arrearse unos pestiños y unas buenas torrijas). Y en lo del pimentón picante coincido contigo, pero por ese lado siempre se me va la mano y por eso ni lo cito… Buenas vacaciones.
Querido Monti, eres un artista, sólo tú sabes provocar el estruendo de mis recuerdos. Permíteme compartir contigo lo que ha surgido cuando te he leido. De acuerdo, que viva el Bacalao, las tradiciones genuinas y tu pluma.
Los miércoles de ceniza anunciaban el inicio del ritual con la Cuaresma. Cuaresma era sinónimo de vigilia. Los viernes se debía comer pescado. Y ahí mi madre, como siempre, rascando el monedero. “Que caro se pone el pescado en estas fechas”, se quejaba cada año. Así que caldito de cabeza de pescado con mucha verdura, su tomillo y su toque de chipotle adobado con pedacitos de pan blanco dorado en aceite de oliva al servirse. Sardinas o atún de lata en ensaladas diversas, croquetas de papa con atún empanizadas. Tortitas de harina de arroz, chiles rellenos, huautzontles, coliflores, tortitas de calabaza o peneques, todos estos platillos rellenos de queso, capeados y sumergidos en caldillo de jitomate. Mi madre también preparaba entre lo que recuerdo omelet de espinacas, acelgas, jitomates rellenos de ensalada de atún, tortitas de charales en salsa verde. Realmente en su ardua tarea por economizar, mi madre se convirtió en una extraordinaria cocinera de delicias vegetarianas, que en nuestros días es tan apreciada.
Desde entonces se empezaba a trabajar en los preparativos para cocinar el bacalao, el rey de los platillos.
Ese sí que costaba mucho en México y en casa sólo se comía en Semana Santa y en Navidad.
Un abrazo enorme desde el Norte del continente Americano.
La comida tiene una gran capacidad de evocación. La voz latina evocare, de la que nace este verbo, hace referencia a ese curioso sortilegio por el que los humanos somos capaces de colocar ante nuestra imaginación sucesos o escenarios que, en ese momento, no están al alcance de nuestros ojos, bien porque fue en otro tiempo cuando los contemplamos o, sencillamente, porque nunca pusimos sobre ellos nuestra mirada. La evocación es, al mismo tiempo, recuerdo y descubrimiento, nostalgia y sorpresa. Causa, por ello, una notable movilización de los afectos. Requiere más del corazón que del cerebro y, por tanto, suele ser muy poderosa cuando lo que buscamos es tomar conciencia de algo, ser sensibles ante una realidad terrible o hermosa.
Me alegro que este potaje de Semana Santa te haya evocada aquella cocina mexicana de la infancia, con platos cuyos nombres rozan la poesía.
Un abrazo desde el otro lado del Atlántico.
Estoy a punto de vender mi «unigenitura» por ese potaje de garbanzos con bacalao…
Hay quien vende su alma… La carne es débil, y el pescao… también
Monti, qué sabia receta, y ¡qué bien adobada la pluma (de escribir), maestro! Siempre es un placer leerte.