
«Bosque quemado en invierno», acrílico de C Bentabol (http://bentabol.artelista.com/)
Es posible, advierten algunos especialistas, que si del cómputo total de incendios forestales que se registran en nuestro país se restaran los fuegos provocados por la mano del hombre la naturaleza estaría en condiciones de asumir el impacto de las llamas, puesto que es un elemento característico de los ecosistemas mediterráneos, perfectamente adaptados a esta contingencia. “Los incendios”, explica Eusebio Cano, catedrático de Geobotánica de la Universidad de Jaén, “son tan viejos como la propia vegetación, y el que nos preocupen hoy más que en el pasado se debe al espectacular incremento de su frecuencia, simplemente porque a las causas naturales han venido a añadirse los siniestros provocados por el hombre”.
La gran alarma social que producen algunos incendios forestales, y los temores difundidos en gran medida por los medios de comunicación de que en estos siniestros se pierde un patrimonio natural insustituible, no siempre se corresponden con los procesos de recuperación espontánea, y a veces sorprendente, propios de los ecosistemas mediterráneos. No hay que dar todo por perdido sería, en resumen, la conclusión de los expertos que, en nuestro país, han evaluado, a corto y medio plazo, cómo responde la naturaleza a la agresión del fuego.
Uno de los primeros trabajos que se realizaron sobre este particular lo firmaron, a finales de los años 90 del pasado siglo, un grupo de biólogos catalanes que estudiaron durante tres años los mecanismos de supervivencia desplegados por animales y plantas en un amplio territorio (alrededor de 6.000 hectáreas en el macizo de Montserrat) afectado por el fuego. Sus observaciones, extrapolables a siniestros similares en otras zonas del país, han servido para corroborar, con datos rigurosos desde el punto de vista científico, lo que algunos expertos ya suponían: las formaciones vegetales tienden a la autosucesión, es decir, a autoreconstruir el paisaje anterior a partir de las mismas especies.
Esta tendencia natural depende de muchos factores, entre los que destaca la gestión que se haga en las zonas quemadas, y variará enormemente a escala temporal según se trate de áreas más o menos complejas. «Un prado, incluidas sus poblaciones de aves, se regenera en poco más de un año, un bosque tardará mucho más, y en los peores casos no tendremos la oportunidad de verlo con nuestros propios ojos», explica Francesc Llimona, uno de los autores de aquel trabajo.
El primer invierno es el más duro pero, si las condiciones climatológicas acompañan, en primavera la vegetación dará muestras de su vitalidad. Las encinas, alcornoques y robles, y la mayoría de arbustos como durillos, brezos o madroños, perfectamente adaptados al fuego, se regeneran rápidamente por rebrote, y no dejan mucho lugar para la entrada permanente de nuevas especies. En los pinares el proceso es más complejo, y aunque por germinación también comienzan a recuperarse, a lo largo del primer año aparecen con mayor frecuencia especies vegetales nuevas que aprovechan las especiales condiciones de luz y falta de competencia para colonizar estas áreas.
Las altas temperaturas que pueden llegar a alcanzarse en un incendio forestal son las que, en primera instancia, causan graves daños a la vegetación y alteran la composición física y química del terreno. En uno de estos siniestros pueden llegar a superarse fácilmente los 600 grados centígrados, cuando bastan 70-75 ºC para que, en treinta segundos, mueran las células de la materia vegetal, y por encima de los 450 ºC comience la combustión de la materia orgánica que enriquece los suelos.
La vegetación autóctona de todas las zonas de clima mediterráneo está, sin embargo, adaptada a esta acción devastadora del fuego. Es lo que se denomina pirofitismo, que puede ser activo o pasivo, un mecanismo natural que le permite sobrevivir a los incendios o volver a colonizar fácilmente las zonas quemadas.
En Andalucía el ejemplo más representativo de pirofitismo pasivo es el desarrollado por el alcornoque, recubierto de una corteza protectora (corcho) poco combustible. Este tipo de árboles rebrotan con facilidad por la copa y en pocos años pueden recobrar su aspecto original.
Más complejo es el pirofitismo activo. Las plantas que han evolucionado siguiendo este mecanismo de adaptación se activan fisiológicamente una vez que han sido consumidas por el fuego o bien han acomodado su ciclo vital a los incendios. Entre las primeras se encuentra la jara, cuyas semillas resisten bien el fuego, las altas temperaturas y la luminosidad, germinando una vez que se ha extinguido el siniestro. Los brezos y acebuches, que pertenecen al segundo grupo de las pirófitas activas, mantienen sus yemas, raíces y brotes de crecimiento indemnes, ya que están bajo el suelo, por lo no encuentran muchas dificultades para recuperar su actividad.
El éxito o fracaso de estos recursos dependerá de la intensidad y frecuencia de los siniestros. Incendios de gran intensidad, en los que se alcancen temperaturas elevadas, pueden causar una brusca disminución de los nutrientes, con lo que raíces y semillas no podrán utilizarlos para rebrotar y germinar. Si el fuego castiga insistentemente una misma zona comenzaran a ser dominantes las plantas mejor adaptadas, desplazando a las restantes. La vegetación más exigente, la de mayor valor ecológico, se verá sometida a la ley del más fuerte y desaparecerá definitivamente de estas zonas.
Los animales sufren de manera desigual los efectos de un incendio, y su recuperación está estrechamente ligada a la de la cubierta vegetal. Las aves suelen ser las menos afectadas gracias a su movilidad y, en muchos casos, ni tan siquiera muestran un comportamiento nervioso ante las llamas. Llimona cita el caso de carboneros y herrerillos, «que suelen desplazarse pocos metros por delante del fuego, o golondrinas y vencejos que se acercan descaradamente sobrevolando el frente de llamas en busca de los insectos que se elevan entre la humareda».
Las aves que gustan de espacios abiertos ocuparan sin problemas los espacios calcinados, pero si se quiere conservar la avifauna forestal puede ser necesario, en tanto se regenera la vegetación, mantener un cierto número de árboles quemados en donde puedan posarse, nidificar o buscar alimento.
Entre los mamíferos, reptiles, anfibios e insectos la mortalidad achacable al fuego es mayor. No todos pueden escapar al desastre, y al efecto directo de las llamas y el humo hay que sumar las condiciones adversas que se producen después del incendio. El aislamiento, la falta de alimento y refugio, y el hecho de que muchos de estos animales no puedan responder con la emigración ante las nuevas circunstancias pueden mermar seriamente sus poblaciones.
Sin embargo, también en estos casos se inicia un lento proceso de recuperación. La abundancia de pastos primaverales en las zonas quemadas hace que sean rápidamente colonizadas por ungulados como ciervos o gamos. Mientras se deciden a retornar especies que, como el conejo, necesitan el monte cerrado para sobrevivir, aparecen otras, como la liebre, que no precisan de una gran cobertura vegetal. El ratón de campo, capaz de adaptarse a un sinfín de situaciones, será la avanzadilla del grupo de los pequeños mamíferos, convirtiéndose al mismo tiempo en una fuente de alimento para carnívoros y rapaces nocturnas.
Aparentemente serían los peces los únicos animales que permanecerían a salvo de las llamas, pero también los ecosistemas acuáticos sufren las consecuencias de los incendios al variar la vegetación de sus riberas, modificarse el caudal y la temperatura del agua, aumentar los sólidos en suspensión o alterarse la concentración de nutrientes. Sin embargo, no todos son efectos negativos, como señala Carlos Fernández Delgado, catedrático de Zoología de la Universidad de Córdoba, porque, a veces, «la adición de ingentes cantidades de restos de madera al cauce de un río puede aumentar la diversidad de hábitats y convertirse en una nueva fuente de nutrientes para la vida acuática».
Un bosque quemado resulta sin duda un paisaje triste pero, como concluye Francesc Llimona, no hay que dejarse llevar por el desánimo: «No se trata de una situación irreversible, lo único realmente irremediable son las recalificaciones urbanísticas que puedan producirse en las áreas incendiadas».
Hace pocos días un alto cargo del Servicio de Emergencias de Huelva me comentaba de un joven pirómano, que argumentaba su actuación porque le encantaba ver la descarga de agua desde los aviones. Ello unido a los intereses mediáticos de urbanizaciones, descatalogaciones de zonas protegidas, uso de madera quemada, incluso por mantener la necesidad de un puesto de trabajo de contraincendios, presenta un panorama bien distinto al de hace años cuando el peligro estaba en un cristal que hacía de lupa provocando el fuego. Dicen que el Gobierno acaba de intensificar la dureza de las penas por incendios provocados y que su aplicación será el próximo año; pues bien, confío en que entre ellas se haya contemplado el dejar desnudo e impregnado en miel al causante, en medio del bosque dañado, para que los animalitos den la respuesta debida y la vegetación concluya su obra regeneradora.
Si ustedes creen que me he «pasado», les pido disculpas por el uso invasivo que acabo de realizar en la Web de mi amigo José María.
Saludos
En este blog los amigos nunca hacen un uso invasivo: son bienvenidos. Y en cuanto a la pena que sugieres para los quemabosques, quizá te hayas quedado un poquito corto…
Excelente artículo.
Gracias !!!