
Así lucía el Pago de Cerro Encinas, muy cerca de Montilla, en la media tarde del pasado sábado. Al fondo, las Subbéticas cordobesas.
“¿Estás preparado para meter tus manos en la tierra? ¿Tienes tiempo para hornear el pan, para fermentar el vino, para compartir tus platos con tu familia y tus amigos? Si no tienes tiempo para cocinar y para comer adecuadamente, es que no tienes tiempo para vivir”.
(Satish Kumar, Earth Pilgrim)
Aunque se convirtió en el más inusual anuncio del fin de las vacaciones a mi aquel olor me encantaba. Durante varios veranos, en los últimos días de agosto, la robusta DKW de mi padre olía a uvas fermentadas, un aroma agrio y dulzón del que se reían mis amigos pero que a mi (supongo que en secreto) me encantaba.
No era un olor nuevo, porque mi padre, en las visitas familiares a Montilla o La Rambla, siempre me llevaba a alguna bodega donde, sin remilgos, el bodeguero me servía, para mojarme los labios, un dedo de vino en la misma copa que usaban los adultos. Y allí, aunque de forma menos rotunda y primitiva que en esa furgoneta que servía para acarrear uvas durante la vendimia, dominaba el mismo olor inconfundible.
Tendría por entonces ocho o diez años pero ya me gustaba el silencio húmedo de las bodegas. El suelo de tierra en penumbra. Las venencias de barba de ballena. Las barricas señaladas con tiza. Y, sobre todo, las crujientes codornices a la plancha con las que, en temporada, solíamos rematar la escapada a la campiña. Pero lo que se me quedaba fijado en la memoria hasta la siguiente excursión era aquel olor a vino vivo, aquel perfume que, desde entonces, me ata a la tierra de mi padre, de mis abuelos, de mis bisabuelos…
No había ningún artificio en aquellos placeres. Nadie ponía los ojos en blanco y recitaba, copa en mano, una larga lista de aromas y sabores imposibles. Los que sabían beber, aquellos de los que yo mismo aprendí a beber, lo hacían despacio, con respeto, celebrando sin aspavientos cada sorbo. Supongo que en ellos también, adultos entonces, el olor del vino abría la puerta de la memoria donde habitaban, intactos, aquellos primeros tragos de infancia. Celebración y ritual.
Y todo esto, que me ha ocupado un puñado de líneas y más adjetivos de los que hubiera querido usar, andaba agazapado, un mediodía de enero, en la bodega de Panrallao, en donde celebramos la segunda edición de esa gastroexperiencia que llamamos “come y comparte”. Allí probé mi primera copa de Cerro Encinas, la que despertó todos esos recuerdos, y escribí, sin pensar demasiado (el vino no se piensa): “De nuevo el respeto a un tiempo pasado encima de la mesa; la memoria emboscada en un tinto amable, sincero, del que siempre te parece que has bebido poco”. O sea, que me quedé con ganas de más; con un pellizco de curiosidad por saber quién estaba detrás de ese vino limpio que, siendo tinto, se producía en Montilla, en la misma Montilla de mis recuerdos de infancia.
Me asomé a la web de la bodega y entonces me encontré con otra sorpresa. Si no todos los bodegueros, por el hecho de serlo, saben hacer un buen vino, aún más difícil resulta que, además, sepan describir el vino que hacen, cómo lo hacen y, sobre todo, por qué lo hacen.
Sin rodeos. Sin convencionalismos. A contracorriente pero sin trampas. Así hace vino José Miguel Márquez y así escribe de sus vinos y de su aventura vital (que son casi la misma cosa). Sin literatura de cartón piedra.
Una boda en Montemayor me ha regalado, este pasado sábado, la oportunidad de conocer a José Miguel, de asomarme a sus viñedos (uno de los pagos más hermosos que he visto nunca), de entrar en su bodega, de probar sus vinos, de escuchar sus inquietudes. Marqué el teléfono móvil con el convencimiento de que un Sábado Santo no era el mejor momento para atender el deseo de un desconocido que, a las cinco de la tarde, pregunta si es posible visitar la bodega, pero… me equivoqué.
Cuando descorchemos las cuatro botellas de vino que ya están en casa, y que compré dejándome llevar por las recomendaciones de José Miguel, os hablaré de lo que contienen, pero ahora, en este adelanto, os tengo que hablar de la persona que hace esos vinos, porque no es un tipo corriente.

No hace falta mucho espacio, y nada de artificio, para disfrutar haciendo vino. José Miguel en el rincón más íntimo de su bodega.
Espero que mi hija, con trece años recién cumplidos, se diera cuenta de que más allá de todo ese ruido que nos acompaña en la gran ciudad, y con el que nos prometen el paraíso, hay personas que son profundamente felices trabajando en contacto con la tierra. Personas que hablan del pasado, de esa tierra de sus antepasados, con un profundo respeto, y que se proyectan hacia el futuro con la sonrisa del que sabe que está transitando, con atrevimiento, por un terreno desconocido y quiere que el viaje sea divertido.
En este bodeguero atípico hay una determinación rocosa que convive con una franca hospitalidad. Si de verdad te gusta el vino su casa se convierte en tu casa. Lo que hay es lo que se ve, y hasta lo que no se ve (como su mujer o sus hijas) está presente.
En Marenas hay autenticidad (uso poco esta palabra tan manida, pero hay veces que debo usarla porque no hay otra más precisa) y un gusto, muy poco frecuente, por el detalle. El nombre de cada vino, la selección y proporción de las uvas, los dibujos que ilustran las etiquetas, el corcho,… todo responde a una intención, todo encaja en un proyecto, en una forma de beber y de vivir. ¿Y cómo no se va a reflejar todo esto en el vino?
El vino de José Miguel es un vino vivo, como aquel de mi infancia, como ese que me gustaría beber todos los días con mi familia y con mis amigos.
Lástima que ya no se le nombre así, pero incluso para los que no somos creyentes hay sábados que sólo pueden ser sábados de gloria.
Querido José Máría, hace un rato, mientras cortaba unas lascas de jamón, fui degustando en Pedro Ximenez que traje de Córdoba hace tres años; de barrica provenía y su solera ha aumentado con el tiempo. Ello, unido a la sabrosa fabada que ha preparado Lola, nos ha permitido recuperar la «siesta» perdida que tanto añoraba. Un día tranquilo de Sábado de Gloria, ante la lluvia moderada que ha cubierto los cielos de Andalucía en esta Semana Santa.
Da gusto leerte amigo, y confirmar, una vez más, que, a pesar del ruido, hay gente que sabe vivir. Un abrazo.
La mañana de mi sábado de gloria transcurrió en el mercado de Triana, mientras la Esperanza regresaba por el puente, en silencio, como si llegara tarde a casa. En fin cosas de los que mandan en la Semana Santa de Sevilla, o lo pretenden. Después de la compra, a la abacería casa Zapato, en la esquina de San Jorge con Callao, que desde aquí recomiendo de corazón, por el trato, el ambiente, sus viandas y su vino de la casa (un tinto extremeño de agradabilísimo sabor). Rematé el día, recogiendo las túnicas sin usar de mis niños de la hermandad de la O y rebozando en azúcar los rosquillos fritos que iba haciendo mi mujer. Dada la tregua de la lluvia, rematamos el sábado viendo a la Soledad de San Lorenzo, dejar atrás a la Giralda, las nubes, el viento, las sillitas portátiles de las narices, las latas, las cáscaras de las pipas y el acoso de los 7 millones de dispositivos electrónicos (esmarfones y demás) que pretendían enlatar digitalmente y colgar en 40.000 redes sociales lo que únicamente puedes ver, oir y sentir.
[…] me ocurrió con el fabuloso Cerro Encinas, e inspirado por el largo idilio que mantengo con Barbazul, a la segunda botella de Garum ya estaba […]
[…] a la Montilla de mi infancia, la que retraté en Vino Vivo. Regresé a las bodegas de Moriles en las que mi padre me dejaba mojar los labios en un medio y […]
[…] Vino vivo / domingo, 31.3.13 […]