Hace diez o quince años un panel titulado “El periodista ambiental: los pioneros” hubiera sido una magnífica excusa para lanzarnos al relato de unas cuantas batallitas, de esas que invitan a la risa, sacándole de paso un poco de brillo al ego, ese monstruo al que tanto cuesta dominar en este oficio de locos. Pero hoy, en los últimos días de 2013, un panel con ese título obliga a domar la nostalgia y, sobre todo, la melancolía, para que no se desaten más allá de lo razonable.
Acabo de terminar mi intervención en la mesa de los “pioneros”, el panel al que me invitó el comité organizador del X Congreso Nacional de Periodismo Ambiental que estos días se celebra en Madrid convocado por APIA (Asociación de Periodistas de Información Ambiental). Creo que he conseguido escapar de la melancolía, quizá porque ésta es incompatible con la rabia que uno siente cuando ve lo que está ocurriendo con el periodismo, con cualquier periodismo, en este país, y lo compara no ya con las ilusiones –intactas- con las que comenzamos sino con las conquistas, reales, que fuimos atesorando en desiguales batallas.
La melancolía la he dejado a un lado, pero ¿quién se resiste a la nostalgia? Soy periodista vocacional (perdón por la redundancia). Con 17 años, cuando llevaba un mes en la Facultad de Ciencias de la Información, agarré un autobús que me dejó en el más allá, en el extrarradio desconocido de Sevilla, en el polígono de la Carretera Amarilla, justo enfrente de la cárcel, donde se levantaba el destartalado edificio de Editorial Sevillana. Y allí, con la osadía de la juventud, llamé a las puertas de un periódico y dije que quería ser periodista. Mi primer reportaje se publicó el 3 de diciembre de 1981 (a punto está de cumplir 32 años) y ocupó una doble página del querido Nueva Andalucía, el único vespertino que existió en mi comunidad autónoma. Escribí de las amenazas que planeaban sobre el Brazo del Este, en el Bajo Guadalquivir, un humedal que hoy es espacio natural protegido. Después vino una página semanal pionera (Página verde), que firmé en El Correo de Andalucía entre 1982 y 1985, y luego pasé al otro lado de la trinchera para convertirme en el primer director de Comunicación de la recién nacida Agencia de Medio Ambiente (AMA) de la Junta de Andalucía (organismo que también fue pionero en el panorama de la administración ambiental española). Aprobé las oposiciones en la Radio Televisión de Andalucía (RTVA) y seguí haciendo periodismo ambiental en radio, en televisión, en prensa escrita, en revistas especializadas, en Internet, en las redes sociales, en universidades…
Cualquier tiempo pasado es… anterior. Hace treinta años no todo era maravilloso en el mundo del periodismo patrio, pero lo mejor de aquellos años, lo que sí que ha desaparecido casi por completo, es la posibilidad de aprender de los mayores, de los periodistas más veteranos. Nuestra generación desembarcó en las redacciones con todo el atrevimiento del mundo, como debe ser, pero los que nos enseñaron el oficio fueron los hombres y mujeres (algunas había) que entonces bregaban en los medios. El relevo generacional existía y se respetaba a rajatabla: la mayoría de nosotros aprendimos lo mejor de nuestro oficio, los valores esenciales de nuestra profesión, de aquellos viejos periodistas que, en la mayoría de los casos, no habían pisado una universidad (ni falta que les hacía). Aún hoy siguen siendo mis maestros y los trato con el mismo respeto y admiración que entonces, cuando sólo tenía 17 años.
Ahora, los mejores, los que atesoran mayor experiencia, son las primeras víctimas de cualquier ajuste, de cualquier regulación insensata. Y los que quedan, los nuevos periodistas que se van incorporando a esta máquina de picar carne (humana) sólo cuentan con su atrevimiento (que no es poco) y la más que discutible formación que han recibido en las facultades de Periodismo. Quizá por eso algunos novatos, unos pocos salvapatrias de medio pelo y los acostumbrados visionarios de siempre, andan deslumbrados con los nuevos periodismos, los que nos van a salvar de la quema, esos a los que debemos entregarnos sin reservas porque en ellos habita el futuro. Seguramente si tuvieran cerca a un perro viejo, uno de esos que han sido víctimas de los ERE después de haberse dejado el pellejo en una redacción cualquiera, la solución no les parecería tan sencilla.
Hace pocos días reflexioné sobre estas mismas cuestiones en el Congreso Internacional de Comunicación CICOM2013, y mi conferencia, y el post en el que la resumí, sirvieron para abrir (quizá por lo descarnado de mis testimonio) un interesante debate al que hoy, tecleando desde el AVE que me devuelve a casa antes de lo deseable, aporto nuevos elementos.
Para empezar por lo obvio (o sea, por lo que primero se oculta o se olvida) conviene advertir que cualquiera no puede ser periodista, os lo aseguro, aunque las nuevas herramientas parezcan posibilitar lo contrario. El periodismo ciudadano, por poner un ejemplo de ese futuro que algunos defienden, tiene todas las virtudes de los movimientos sociales multiplicadas por la potencia de las nuevas tecnologías, pero muy pocas de las virtudes del periodismo real (¿cómo contrastar la información que circula, a borbotones, por las redes?). Su éxito depende, en gran medida, de la traición que hemos ido perpetrando los propios periodistas y que nos ha ido alejando de nuestros receptores. Los ciudadanos están cansados de discursos (que es lo que solemos ofrecer en los medios convencionales) y lo que quieren son conversaciones, pero no todas las conversaciones que encontramos en las redes sociales se ajustan a esas reglas éticas que son esenciales en el ejercicio del periodismo (tenga éste el apellido que tenga).
¿Qué queremos ser? ¿Sismógrafos? ¿Simples herramientas que amplifican cualquier señal, se manifieste en casa o a miles de kilómetros, y la hacen visible a propios y extraños? ¿O preferimos ser sismólogos?, auténticos especialistas que son capaces de interpretar esas señales, que son capaces de discriminar lo intrascendente de lo realmente importante (porque no es lo mismo un terremoto en Filipinas que la caída de un armario en el salón de casa). Las redes sociales, esas en las que habitan los nuevos-periodismo- que-nos-van-a-salvar-de-la-crisis, son magníficos sismógrafos que no están atendidos por ningún sismólogo.
En los medios convencionales algunos llevamos décadas luchando contra la dictadura de los sucesos y ahora queremos entregarnos de nuevo a ella, porque, no nos engañemos, la dictadura de los sucesos se ha hecho fuerte en las redes sociales (así es la condición humana). ¿Qué es lo que prima en Twitter o en FB? ¿Qué es lo que provoca más actividad, más interacción, más comunicación? ¿La empatía o la agresividad? ¿La cooperación o el insulto? ¿Las buenas prácticas o las catástrofes? ¿La denuncias o los anuncios -parafraseando a María Novo-?
Como nos recordaba María Novo las redes sociales están llenas de revolucionarios de salón. Todo el mundo se indigna, todo el mundo expresa su inquietud, todo el mundo llama a las barricadas. ¿Pero quiénes están, de verdad, en las barricadas? ¿Quiénes han pasado de la opinión a la acción?
Las redes sociales nos proporcionan excelente materia prima para hacer nuestro trabajo. Las redes sociales nos proporcionan el acceso, inmediato y sin intermediarios, a valiosas fuentes de información. Las redes sociales nos permiten interactuar con nuestra audiencia (al fin podemos comunicarnos de verdad, en las dos direcciones y en igualdad de condiciones). Todo eso ha revolucionado nuestro oficio, está revolucionando nuestro oficio, pero todo eso, en si mismo, no es periodismo. El periodismo está por encima de todo eso y requiere (insisto) un código ético inquebrantable, unos valores que no deben modificarse y una capacidad de análisis que se lleva muy mal con la inmediatez y con el ruido.
Lo importante ya no es correr, como hace treinta años, lo importante es pensar. Este ya no es un oficio de «exclusivas», entre otras cosas porque vivimos atrapados en la perversa rueda de la información convocada (notas de prensa, ruedas de prensa –sin preguntas–, comunicados…). Si queremos sobrevivir vamos a necesitar ofrecer lo que pocos tienen (capacidad de análisis) y lo que ya comienza a ser un bien escaso (serenidad, educación y respeto).
Me has recordado un artículo de Goytisolo en El País hace tiempo que relataba la visita de un bloguero de éxito, y como éste alucinaba de que escribiera a mano, fuera a bibliotecas y leyera libros. ¡Si hoy todo está en internet ¡ le decía el bloguero ¡ ¿y como te formas una opinión le preguntó Goytisolo?
[…] No caigamos en la trampa de la televisión low cost, ese modelo que algunos gurús quieren vendernos como solución a la crisis: la especialización no es barata, la calidad no es barata, el rigor no es barato. Es imposible un periodismo digno en condiciones indignas. […]