
La cocina es una actividad con una gran carga meditativa: si dejamos que la mente se pierda en sus laberintos, si cocinamos con los pensamientos y las preocupaciones alborotando, terminaremos cortándonos un dedo, quemando las albóndigas o estropeando la salsa. (Foto: JMª Montero)
Todas las recetas responden a un estado de ánimo. Hay platos alegres y otros que destilan una cierta melancolía. Guisos para cuando estamos pletóricos y alimentos para los días oscuros. En la cocina se expresan los sentimientos de manera natural porque es un territorio primario, donde la mente suele quedar en reposo y son los sentimientos, y un cierto oficio que se manifiesta de manera casi irracional, los que gobiernan la acción. La cocina es una actividad con una gran carga meditativa: si dejamos que la mente se pierda en sus laberintos, si cocinamos con los pensamientos y las preocupaciones alborotando, terminaremos cortándonos un dedo, quemando el arroz o estropeando la salsa.
Los que me conocen saben que hay ciertos platos que cocino cuando estoy muy relajado o, en el otro extremo del ánimo, cuando mi mente está inquieta y los pensamientos saltan de rama en rama como un mono loco. Son recetas que requieren de una cierta elaboración, de diferentes manipulaciones, de tacto y paciencia. Recetas para recrearse en la calma de una mañana tranquila o para aquietar la mente evitando que se haga la dueña de la casa con sus infinitas disquisiciones (casi siempre sin solución, dicho sea de paso…).
Las albóndigas de choco pertenecen a esa categoría de recetas-para-mentes-inquietas y son, por tanto, alimento y terapia a partes iguales. Hace unos días las cociné como el que elabora un delicado bálsamo para el corazón (o para el alma, no sé…), convencido de que al mismo tiempo que me aliviaban en mis pesares terminarían convirtiéndose, gracias a la alquimia de la cocina, en un plato con el que disfrutaron la docena de amigos que se sentaron a la mesa. Los sentimientos también se cocinan y por eso se transforman. En la masa se mezcla todo, lo visible y lo invisible, y en el fuego se consume lo tangible y lo intangible. Y así, lo que empezó siendo de una manera termina convertido en otra cosa, y no es raro que no sepamos muy bien cuál es el origen y cómo será el final.
No soy persona religiosa, pero si tuviera que elegir una religión sería la cocina, el único lugar en donde mi fe encuentra siempre respuesta, y en donde los pecados, si es que existen los pecados, sólo admiten indulgencias. Hay algo sobrenatural en este rincón de la casa siempre abierto a la sorpresa, la transformación y la calma.
Yo, lo confieso, cocino para salvarme…
Albóndigas de chocos y gambas (para diez personas)
3 chocos limpios (alrededor de medio kilo cada uno)
Medio kilo de gambas
Seis cebollas grandes
Un litro de caldo de pescado
Pan rallado
Cinco rebanadas de pan Bimbo
Ajos, pimienta negra, cayena, perejil, leche, azafrán, harina y vino blanco
Como bien sabéis los que frecuentáis este blog apenas uso máquinas en la cocina, así es que olvidaros de que en esta receta use la diabólica Thermomix o algún otro aburrido robot de cocina. Una sencilla batidora para triturar la salsa y lo demás todo a mano y despacio. Disfrutando.
Con un cuchillo decente y bien afilado troceamos los chocos dejándolos en porciones no más grandes que un guisante (y eso ya es mucho). Pelamos las gambas (reservando las cáscaras para el caldo) y las troceamos con idéntico tamaño. Mezclamos chocos y gambas, añadimos seis o siete dientes de ajo muy picaditos, perejil también picadito, algo de sal y un poco de pimienta negra recién molida. Comenzamos a elaborar, con un cucharón, la masa de las albóndigas añadiendo pan rallado (aproximadamente un cuarto de kilo, aunque lo mejor es ir añadiendo hasta conseguir una masa consistente pero no muy espesa) y la miga de las cinco rebanadas de pan Bimbo, sin corteza, mojadas en un poco de leche. Mezclamos todo bien y dejamos reposar la masa.
Con las cáscaras de las gambas y otros despojos de pescado (yo suelo tener congeladas raspas y cabezas de rape) cocinamos un litro o litro y medio de caldo ligero (fumet).
En una olla amplia y profunda ponemos un chorreón generoso de aceite de oliva virgen extra y cuando esté caliente freímos ocho o nueve dientes de ajo picados y una cayena pequeñita. Cuando estén dorados añadimos las cebollas muy picadas. Dejamos que el sofrito se dore, a fuego medio, hasta casi tostarse y entonces añadimos una copa de buen vino blanco (yo usé un Montilla-Moriles de las Bodegas Delgado). Cuando se haya evaporado un poco el alcohol ponemos el caldo de pescado, le damos un par de pases con la batidora, y, a fuego lento, dejamos que la salsa vaya reduciendo. Tostamos en una sartén varias hebras de azafrán y las añadimos a la salsa. Cuando ya haya reducido la salamos sin abusar.
Preparamos un plato hondo con harina y empezamos a elaborar las albóndigas. Amasamos, con las manos humedecidas en agua o en vinagre, porciones no muy grandes, como del tamaño de una cereza grande o una ciruela pequeña (en estos de los tamaños las comparaciones son complicadas), y las pasamos por la harina. En una sartén amplia, con abundante aceite bien caliente (para saber cuándo está a la temperatura adecuada podemos poner un trocito de pan en el aceite y cuando se empiece a freír flotando y burbujeando… es el momento), vamos friendo las albóndigas. Tienen que quedar bien doradas. Las vamos apartando a una bandeja con papel de cocina que empape el aceite sobrante.

Los sentimientos también se cocinan y por eso se transforman. En la masa se mezcla todo, lo visible y lo invisible, y en el fuego se consume lo tangible y lo intangible. Toda la alquimia de la receta se resume en esta imagen sencilla… (Foto: JMª Montero)
Servimos varias albóndigas en cada plato y ponemos por encima un poco de salsa bien caliente.
El mismo vino que usé para la salsa habría servido para acompañar este plato, pero alguien, con buen criterio y paladar, había traído unas botellas de Vinea y de Pago de Capellanes, así es que mojamos las albóndigas en tinto. No me santigüé, aunque debería haberlo hecho, porque el santo sacramento de la cocina había vuelto a funcionar: los pesares se consumieron en los fogones y a la mesa sólo llegó la alegría de comer, beber y compartir.
PD: Quizá porque ha sido uno de los momentos gloriosos del verano (una noche en la isla de San Fernando), en la faena de esta receta, o ya con las albóndigas en la mesa, me gustaría escuchar “Compromiso”, de Antonio Machín, en la versión flamenca, por bulerías, de Mayte Martín. Caprichos que tiene uno…
Epílogo: En la cocina los errores o los olvidos pueden convertirse en hallazgos que a lo peor no mejoran una receta pero que, al menos, no la estropean. Cuando escribí esta receta la masa de las albóndigas la cociné sin huevos porque… no tenía. Y la escribí tal cual, prescindiendo de los huevos que nunca participaron en la elaboración del plato. Pero, siendo sincero, la receta gana mezclando en la masa cuatro o cinco huevos bien batidos… para que nos vamos a engañar. Lo curioso es que nadie se dió cuenta en la mesa… ni en el blog 😉
Querido amigo y vecino- lo primero incondicional y lo segundo estacional
Un placer volver a leer una de tus recetas. No tardaré en copiártela a sabiendas de que el resultado será una mala imitación,
Un abrazo
Rafa
(tengo para tí una botella de txakolí de Guetaria por si quieres acompañar uno de tus originales platos)
[…] tomate y cerezas (algo me sobró) y unas avellanas picaditas. Esta receta es una adaptación de mis albóndigas de choco, que ya habitan en este […]
[…] rape, otros en los que dominan los guisos de raya, o las calderetas, o el sushi-a-la-andaluza o las albóndigas. Y lo mismo que cambio de recetas cambio de vinos, imprescindibles mientras cocino, transitando […]