
Virginia Nölting y Elena De Cara son las actrices que prestaron su voz a Louise Bourgeois en un delicadísimo equilibrio entre la emoción y la contención, entre lo dicho y lo sugerido, entre el silencio y la palabra. La belleza no requiere de muchos artificios.
«En la música o en la voz de alguien, un eco puede reproducir una emoción que formaba parte de un pasado lejano. Estas instancias fugaces de la memoria pueden ser también un tipo de belleza«(Sobre la belleza: una conversación con Bill Beckley, Louise Bourgeois)
Las manos. El secreto está en las manos. Recogidas, sin tensión ninguna, a la altura del corazón, se abren despacio para que los dedos, en un instante fugaz, peinen el aire, acentúen una palabra o un gesto y, despacio, vuelvan al regazo del pecho. El secreto está en las manos, como si las palabras antiguas de Louise Bourgeois las dictaran ellas, las manos, y no la voz, precisa y preciosa, de Virginia y Elena.
Se han mezclado entre el público y no las he reconocido hasta que han dado un paso al frente para hablar, y entonces me he fijado que el secreto, también, estaba en los pies, en la forma de caminar, pausada, contenida. Antes que el ritmo de las palabras de Louise lo pusieran los labios de Elena y Virginia sus pies, casi imperceptibles, ya habían marcado el tempo que requieren estos fragmentos del pasado para convertirse en un tipo de belleza.
«El movimiento repetitivo de una línea, la caricia de un objeto, lamerse las heridas, el ir y venir de una lanzadera, la interminable repetición de las olas, mecer a una persona para que se duerma, lavar a alguien que quieres, un infinito gesto de amor» (Apuntes 1988, Louise Bourgeois)

El secreto está en las manos, como si las palabras antiguas de Louise Bourgeois las dictaran ellas, las manos, y no la voz, precisa y preciosa, de Virginia y Elena.
Hay momentos en que la palabra es tan poderosa, hay tanta densidad en la frase con la que Louise habla del miedo o de la sublimación, que la voz se hace la dueña de la estancia y borra el llanto, lejano, de algún niño, el rumor de los visitantes, ajenos a este ritual, y hasta la respiración del pequeño grupo que rodea, que rodeamos, a Virginia y Elena. Un instante después, como en un vaivén, la tensión verbal se reduce y aparece la mirada. Ya no está perdida ni ensimismada. Ahora los ojos de Elena y Virginia buscan al espectador y cuando lo encuentran, cuando encuentran sus ojos, hay un chispazo de complicidad.
«Hoy día todo se reduce a un asunto de miradas y palabras, como se puede observar. Las miradas nos resultan bastante más importantes que las palabras. Las miradas no pueden engañar» (Miradas y palabras, Louise Bourgeois).
Y todo esto que escribo, a vuelapluma, una mañana de domingo, son apenas unas pinceladas borrosas de lo que ayer tuve el privilegio de disfrutar en el Museo Picasso de Málaga. «Habla Louise Bourgeois» fue un recorrido por la exposición de esta artista para convertirla, así, en otra exposición diferente a la que ya había visto a finales de agosto. Ahora, ayer quiero decir, la obra de Louise estaba habitada por Louise gracias al hechizo (esa palabra que tanto gustaba a la artista) que tejió Isabel Hernández con la ayuda de Enrique Mellado, los promotores de esta maravillosa idea, a la que se sumó Alejandra Carazo, educadora del Museo Picasso, que añadía el dato justo, el matiz oportuno, la fecha, el material, la técnica, la intrahistoria…
Confieso que cuando me acerqué a Isabel y Enrique para felicitarlos había en mi celebración más íntima un punto de egoísmo porque resultaba inevitable pensar en el privilegio que había supuesto asistir a esa representación sabiendo que era única, que no volvería a repetirse, que nadie, más allá de las veinticinco personas que rodeábamos a Virginia y Elena, iba a disfrutar, nunca, de ese momento. Un regalo para almas inquietas. Un bálsamo, el del arte, que cura casi todas las heridas.
Virginia Nölting y Elena de Cara son las actrices que prestaron su voz a Louise Bourgeois en un delicadísimo equilibrio entre la emoción y la contención, entre lo dicho y lo sugerido, entre el silencio y la palabra. La belleza no requiere de muchos artificios.
Y todo esto ocurrió un mediodía de sábado, el primero del otoño, en Málaga.
«El arte consiste en un sacrificio de la vida misma. El artista sacrifica la vida en nombre del arte no porque así lo quiera, sino porque no puede hacer otra cosa» (Apuntes 1988, Louise Bourgeois)

En la foto, bajo la araña protectora de Bourgeois, sonrío, feliz, junto a Isabel, Virginia, Enrique y Elena. Nada menos que ocho mujeres y un hombre (¡menuda desproporción!) se entrelazaron, de manera azarosa, para que yo, ayer, viajara desde Sevilla hasta Málaga; para que el primer sábado de otoño volviera a la exposición de Louise Bourgeois, la artista que descubrí gracias a Esther Lazo (id contando: esta es la segunda mujer… después de Louise) y su encendida descripción de lo que vio y vivió en Nueva York. Después llegó Angelines Belmonte que, como siempre, aparece en el momento oportuno y me lanza, provocadora, la invitación: dos líneas que me conectan con Isabel Hernández, directora de la Casa del Libro de Málaga y promotora de esta idea maravillosa que pone voz a la artista (¡qué poco tardamos en reconocernos!). Gracias a Teresa Cruz y su ímpetu (¿cuántas mujeres llevamos?) conozco a Lucía Vázquez, la responsable del área de Educación del Museo Picasso de Málaga que, amabilísima, me proporcionó el salvoconducto (por si el tren se retrasaba…). Y ya en las salas del museo, en el momento de las felicitaciones, se incorpora Enrique Mellado, el cómplice de Isabel Hernández en este montaje. Y aún me quedaba el placer de darles la enhorabuena a las dos actrices que, poseídas por la Bourgeois, prestaron sus manos y su voz para hacerla presente: Virginia Nölting y Elena De Cara. Lo dicho: ocho mujeres y un hombre.
Esos son los momentos que dejan huella y gusta recordar. Gracias por compartirlo. Un abrazo
[…] Habla Louise / lunes, 28 de septiembre de 2015 […]
[…] El arte se crece en la adversidad y, lo que es aún más sorprendente, con frecuencia permanece al margen de la tristeza, la oscuridad, el dolor o la desesperanza que proyecta la propia adversidad. El arte es entonces lo único que nos salva del horror; ni siquiera una oración, que apenas es una mano tendida al incierto más allá, nos conduce a lo mejor de nuestra condición humana. Sólo el arte nos devuelve al lugar en el que realmente existimos, a ese diminuto rincón del universo en donde, aunque todo se derrumbe a nuestro alrededor, habita la belleza. El territorio íntimo en el que somos. Y esta noche, como en aquellas otras noches a las que Ute nos conduce, somos música. Quizá sólo lo advierta nuestro corazón pero hoy, ahora, en esta noche de otoño, somos música, nada más que música. […]