
Por encima de los manuales, de los autores a los que venero, de aquel Kitchen Notebook que Carmela me trajo de Londres (y que no he dejado de manchurrear), por encima de todo, de todos, está el recetario manuscrito de mi madre. La cocina es memoria, y respeto a esa memoria.
«Pensado como un objeto transgeneracional y actualizado durante décadas, el cuaderno de cocina posee un valor que trasciende al mero registro de un paso a paso culinario: cómo un libro de cocina fue marcado o modificado por notas o cómo se fue ensuciando es una evidencia física de que las recetas fueron preparadas una y otra vez. La mancha tiene aquí un valor; es un indicio del uso, una huella de la preparación e indica la vida del mismo cuaderno, especialmente de aquellas recetas que forman parte de la memoria alimentaria de una familia» (Páginas sucias: recetarios y cuadernos de cocina. Begoña Alberdi)
En mi cocina tengo una pequeña biblioteca en la que reposan, al alcance de la mano, mis manuales de cabecera, esos que consulto cuando me pierdo haciendo-de-comer (es decir: casi siempre), y también una desordenada colección de cuadernos, bien manchurreados, en los que he ido anotando recetas, trucos, fracasos, ideas que no llegaron a ningún sitio, hallazgos inesperados, minutas para días de fiesta, menús para jornadas grises, vinos, postres… En uno de ellos, a punto de la desintegración a pesar de su robusta encuadernación británica, guardo algunas de las recetas que me transmitieron, hace décadas, mi madre y mi suegra (que a su vez las recibieron de sus madres y abuelas). Es decir, un hombre ha venido a interrumpir esa cadena de mujeres, esa red histórica de saberes femeninos, y se ha infiltrado en un género que hasta hace bien poco nos era ajeno (los hombres firmaban –incluso cuando nada tenían que ver con la verdadera autoría– los libros, los manuales, los tratados de cocina… pero los recetarios de andar por casa, los de batalla, los que de verdad resuelven la intendencia de una familia tirando de imaginación, técnica y buena administración, los que no salían de las cuatro paredes de la cocina, los que se manchaban sin pesar, esos eran los únicos de cuya autoría podían presumir las mujeres). Así es que, mi hijo o mi hija, o ambos, heredarán parte de los saberes culinarios de sus abuelas, bisabuelas y tatarabuelas a través… de su padre.
Dicho lo cual, y lleno de indisimulado orgullo, vuelvo a ese Kitchen Notebook que mi amiga Carmela me trajo de Londres (vaya, otra mujer se suma a la cadena). En él hay recetas que ocupan varias páginas, a pesar de conducirnos a platos de apariencia sencilla, y otras que se resuelven en unas líneas, aún cuando el resultado sea de una riqueza extraordinaria. Dentro de estas últimas destaca una categoría fascinante: esa que agrupa las elaboraciones que una madre resuelve mediante la expresión «todo-en-crudo». Vale, es verdad que esas tres palabras son tan engañosas como otras temibles afirmaciones de cocineras curtidas («lo-que-te-va-pidiendo» o «se-hace-en-un-momento» son trampas mortales para el cocinilla inexperto) pero es cierto que son recetas poco sofisticadas para el resultado que podemos obtener, procedimientos básicos con los que fracasar se hace difícil (aunque no existe un lugar -la cocina- en donde sea más fácil fracasar con independencia del grado de soltura que hayamos alcanzado, ojo).
Una de esas recetas, (casi) en crudo, es este rabo de toro (perdón, quise decir cola de vaca) que mi madre bordaba para alegría de la familia. Un plato muy cordobés, aunque se haya extendido, o esté presente, en otros territorios. Así lo cociné esta semana, entre semana (ya sabéis de mi batalla contra los cocineros de weekend: hay que comer bien los siete días de la semana, oiga).
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Así quedó la cosa, un miércoles cualquiera, sin más motivos que comer bien.
Kilo y medio de rabo de toro troceado a cuchillo (o, más bien, cola de vaca, porque no es fácil conseguir el primero; y a cuchillo porque los cortes a máquina pueden originar molestas, y hasta peligrosas, astillas en el hueso).
- Una cebolla grande
- Tres tomates maduros
- Un pimiento morrón (rojo) y una ñora (pimiento choricero) pequeña.
- Una cabeza de ajos
- Una punta de jamón serrano.
- 1 litro de caldo de pollo (o una pastilla de caldo de carne).
- Aceite de oliva Virgen Extra (AOVE), media copa de vino blanco (amontillado u oloroso, si es posible), una hoja de laurel, una guindilla, una pizca de azafrán en hebra, un poco de tomillo, media cucharilla de comino molido y unos granos de pimienta negra
En una olla amplia ponemos un chorreón generoso de AOVE, que cubra bien todo el fondo, y disponemos en ella los trozos de rabo y la cebolla troceada. A fuego medio-alto doramos el rabo y la cebolla, mojamos con el vino y dejamos que este evapore el alcohol. Pelamos y troceamos los tomates, troceamos también el pimiento (quitándole rabo y pipas) y los añadimos al guiso junto con la guindilla. Mareamos un poco esos ingredientes y entonces sumamos la ñora (troceada y quitándole rabo y pipas) y la cabeza de ajos (tal cual). Mareamos un par de minutos y añadimos el resto de ingredientes. Cubrimos con caldo y agua, o bien sólo con agua enriquecida con una pastilla de concentrado de carne (cuidado con la sal: la presencia de jamón y caldo puede jugarnos una mala pasada). Que el líquido –importante- sobrepase con generosidad a todos los ingredientes. Ajustamos la temperatura para que el guiso burbujee de forma moderada y lo mantenemos así alrededor de tres o cuatro horas (o hasta que comprobemos que la carne está blandita y jugosa), añadiendo caldo/agua si fuera necesario para que termine con una cantidad de salsa suficiente (en este plato lo de mojar pan se convierte en ley, por no hablar de las patatas fritas…). Nada de usar harina para espesar: ya se ocupa el colágeno del rabo de darle el necesario punto meloso al guiso.
Variantes. Podemos sustituir el rabo de toro por callos/menudo, o por manitas de cerdo, sin modificar el resto de la receta (quizá sólo cabría ajustar los tiempos de cocción y añadir, según los gustos, un trocito de chorizo decente o una morcillita fresca).

En la etiqueta de este Sandogal Nº 3 hay dos guiños que añaden un plus de belleza a este tinto: la silueta de un pato colorado al que identifican por su nombre científico (Netta Rufina) y la referencia a la Reserva Natural de la Laguna de Manjavacas (Mota del Cuervo, Cuenca).
A mi este plato me gusta comerlo con un tinto que no sea demasiado expresivo, para que las florituras de la salsa, bien especiada, no se vean eclipsadas. Cuando lo cociné (este miércoles) se emparejó, de manera espontánea, con un tinto ecológico de Mota del Cuervo que se vino con nosotros en nuestra última visita a Cuenca (Sandogal Organic Nº 3, un Tempranillo & Petit Verdot sencillo, con un fondo de especias y mucha fruta negra, honesto y a un precio excelente). Claro que si no queremos equivocarnos, y somos lo suficientemente atrevidos, yo lo comería (casi) siempre, y sin dudarlo, con un amontillado que tenga la personalidad adecuada (en casa, el amontillado de referencia, imbatible en precio viendo la calidad que te ofrece, es Amanecer, de las montillanas Bodegas La Aurora, un elixir cordobés que en su Tierra de Vinos me descubrió mi amiga Carmen).
Reafirmo, la mancha es un indico de uso. La “Cola de Vaca”, espero probarla de primera mano un día. Un abrazo.
Cuando quieras cocino para buenos amigos. Hoy me he puesto con un menudo con manitas y garbanzos. Ahí lo dejo…