
«La vida sería trágica sino fuera graciosa», aseguraba Stephen Hawking. Su extraordinaria inteligencia se adornaba con un luminoso sentido del humor.
La ciencia se moldea con los mismos materiales con los que se construye la más apasionante de las hazañas o el más fabuloso de los sueños. En ese territorio que algunos contemplan con la indiferencia, o el miedo, que nos provoca lo incomprensible hay enormes dosis (ocultas) de aventura, acción y misterio. Stephen Hawking supo conducirnos a los escenarios más complejos de la física poniendo el acento en esas virtudes tan cinematográficas, revelando ese guión donde la ciencia es la protagonista de una gran epopeya, la heroína de una odisea, repleta de incógnitas, que habla de nuestro propio origen y de nuestro incierto destino.
Hawking aseguraba que la ciencia no es sólo “una disciplina de razón, sino también de romance y pasión”. Su propia vida fue un ejemplo de esa contagiosa vitalidad con la que igual se enfrentaba al reto de una nueva ecuación, capaz de ayudarle a resolver la teoría del todo, que sorteaba los estragos de una enfermedad a la que burló en sus peores pronósticos.
Aún atrapado por la esclerosis, prisionero de una silla de ruedas y esclavo de un sintetizador de voz, Hawking fue un seductor, el más libre y elegante de los seductores, ese que nos cautiva, como un Cyrano contemporáneo, sin más barreras que las que dibuja el ingenio. ¿De qué otra manera puede explicarse el fenómeno editorial de aquella “Breve historia del tiempo” de la que se han vendido más de 9 millones de ejemplares? ¿Cuántas personas se acercaron por vez primera a la divulgación científica gracias a aquel libro que nos llevaba del Big Bang a los agujeros negros? ¿Cuántas vocaciones científicas nacieron de sus escritos o de sus conferencias?
De Hawking nos gustaba esa manera tan mediática de acercarse a la ciencia más árida. Algunos puristas criticaban ese gusto por el espectáculo, pero lo cierto es que el espectáculo ya estaba en la ciencia y él sólo se ocupó de revelarlo. Y claro, necesitó un discurso apasionado, un relato en el que no faltaran ni el humor ni el amor, como en las mejores películas. Quizá esa difícil combinación de sentimientos y razones, sin acudir al recurso fácil de alguna divinidad todopoderosa, esa mezcla de corazón inquieto y cerebro privilegiado, sea la única manera (humana) de entender el universo, de entendernos a nosotros mismos, de entenderlo todo.
Nota: Este es el apresurado editorial que esta tarde he colgado en la revista iDescubre, donde seguiremos añadiendo materiales a este particular homenaje a un divulgador excepcional.
Ya no te tenemos entre los “vivos”, has iniciado el tránsito hacia ese desconocido mundo que estudiaste, quizás ahora tengas respuesta a tu supuesto ateísmo y la lástima es que no nos puedas transmitir si has encontrado a Dios.
Que en Paz Descanses, querido Stephen.