En un guiño que no se cómo interpretar (porque no creo que el azar sea tan azaroso) el cartel aparece colocado junto a la entrada de la farmacia del pueblo. Anuncia un «besamanos» (y una «presentación de niños«) al término de la misa dominical. En letra pequeña el opúsculo detalla que la imagen se expondrá en «devoto besamanos a aquellos fieles que deseen besar su bendita mano» (valga la redundancia). Seguro que he leído el cartel otros años, y seguro que a lo largo de mi vida he visto carteles similares por toda la geografía española, pero nunca había establecido una relación tan inquietante entre esta piadosa costumbre y la propagación de un virus. Fue leerlo y recordar el divertido párrafo en el que Gerald Durrell se adelanta (1956) al pánico que está originando el Covid-19, y a lo complicado que resulta frenar la propagación de un coronavirus en sociedades como la mediterránea, tan propensas al achuchón y el besuqueo. ¿Que nos mantengamos a un metro de distancia? ¿Que evitemos las fiestas multitudinarias? ¿Que se prohiban los besamanos? Ni que esto fuera la Carelia rusa, oiga (estará pensando, seguro, el autor del cartel).
Cuando volví a casa rebusqué en mi biblioteca y encontré el párrafo de mi adorado Durrell, con el cómico besapiés en la isla griega de Corfú, de nefastas consecuencias para su presumida hermana Margo.
Ahí va el relato, por si resulta de utilidad a algún epidemiólogo que quiera combatir los besamanos, los besapiés y los besos (así, en general) en esta tierra:
«La corriente nos arrastró en dirección opuesta al coche, hasta embutirnos en medio de un enorme gentío que se agolpaba en la plaza mayor del pueblo. Le pregunté qué sucedía a una anciana campesina que tenía cerca, y se volvió hacia mí radiante de orgullo.
—Es San Spiridion, kyria —explicó—. Hoy se puede entrar en la iglesia a besarle los pies.
San Spiridion era el santo patrón de la isla. Su cuerpo momificado se veneraba en la iglesia en un ataúd de plata, y una vez al año era sacado en procesión por el pueblo. Era muy milagrero, y podía conceder favores, curar enfermedades y obrar otros mil portentos si la petición le pillaba de buen ánimo. Los isleños le adoraban, y uno de cada dos hombres de la isla se llamaba Spiro en su honor. Hoy era un día especial; al parecer, se abría el ataúd y se permitía a los fieles besar los pies embabuchados de la momia, y hacerle las peticiones que quisieran. La composición del gentío mostraba cuánto le amaban los corfiotas: allí estaban las ancianas campesinas vistiendo sus mejores ropas negras, y sus maridos encorvados como olivos, con sus anchos bigotes blancos; los morenos y musculosos pescadores, tiznadas sus camisas de la oscura tinta de las sepias; y también los enfermos, los retrasados mentales, los tísicos, los inválidos, viejos que apenas podían andar y niñitos envueltos y liados como gusanos en su capullo, con sus caritas pálidas como la cera congestionadas de tanto toser. Había incluso unos cuantos pastores albaneses, mocetones bigotudos de aspecto salvaje, con el cráneo pelado y enfundados en grandes pieles de borrego. Esta sombría y variopinta cuña de humanidad avanzaba lentamente hacia la negra puerta de la iglesia, arrastrándonos consigo como pedruscos incrustados en un río de lava. Ya a Margo la habían llevado muy por delante de mí, mientras Mamá quedaba a igual distancia a mis espaldas. Yo estaba firmemente atrapado entre cinco gordas campesinas que se apretaban contra mí como almohadones despidiendo olor a sudor y ajos, y Mamá estaba empotrada sin remedio entre dos enormes pastores albaneses. Poco a poco nos hicieron subir los escalones y entrar en la iglesia.
Dentro la oscuridad era casi total, sólo interrumpida por una ristra de cirios que brillaban cual amarillos crocos a lo largo de un muro. Un sacerdote barbudo y vestido de negro, con un alto sombrero, aleteaba como un cuervo en la penumbra, canalizando al gentío en una fila que recorría el interior del templo hasta pasar por detrás del gran ataúd de plata y salir por otra puerta a la calle. El ataúd, puesto en pie, era como una crisálida de plata, y en su extremo inferior se había abierto un segmento por el que aparecían los pies del santo, envueltos en babuchas ricamente bordadas. Al llegar al ataúd cada persona se agachaba, besaba los pies y murmuraba una oración, mientras al otro extremo del sarcófago la cara negra y consumida del santo se asomaba a través de un cristal, con un gesto de aguda repugnancia. Era evidente que, quisiéramos o no, tendríamos que besarle los pies a San Spiridion. Mirando hacia atrás, yo veía a Mamá debatirse frenéticamente por acercarse a mí, pero su guardaespaldas albanés no cedía un milímetro y sus esfuerzos resultaron vanos. Al fin atrapó mi mirada y empezó a hacer muecas señalando el ataúd, mientras sacudía enérgicamente la cabeza. Esto me dejó bastante perplejo, lo mismo que a los dos albaneses, que la observaban con aprensión mal disimulada. Creo que temían que Mamá estuviera a punto de sufrir un ataque, y no sin razón, pues se había puesto roja y sus muecas eran cada vez más alarmantes. Por fin, desesperada, renunció a toda cautela y me bisbiseó sobre las cabezas de la multitud:
—Dile a Margo… que no lo bese… que bese al aire… al aire.
Me volví para transmitir a Margo el mensaje de Mamá, pero era demasiado tarde: allí estaba, agachada sobre los embabuchados pies, besándolos con un entusiasmo que encantó y sorprendió grandemente a la concurrencia. Cuando me llegó el turno obedecí las instrucciones de Mamá, besuqueando sonoramente y con considerable alarde de devoción un punto situado a unos quince centímetros por encima del pie izquierdo de la momia. De allí fui empujado y expelido por la puerta del templo a la calle, donde la gente se iba disgregando en corrillos, riendo y charlando. Margo nos aguardaba en los escalones, visiblemente satisfecha de sí misma. Al momento apareció Mamá, catapultada desde la puerta por los morenos hombros de sus pastores. Tambaleándose como un trompo bajó los escalones y se nos unió.
—Esos pastores —exclamó débilmente—. Qué modales tan zafios… salgo casi asfixiada del tufo… una mezcolanza de incienso y ajos… ¿Qué harán para oler así?
—Es igual, ya pasó —dijo Margo alegremente—. Habrá valido la pena si San Spiridion me concede lo que le he pedido.
—Un sistema muy poco higiénico —dijo Mamá—, más apropiado para sembrar enfermedades que para curarlas. Me aterra pensar lo que podríamos haber cogido si llegamos a besarle los pies.
—Pues yo se los besé —dijo Margo, sorprendida.
—¡Margo! ¡No será verdad!
—Bueno, era lo que hacían todos.
—¡Después de decirte expresamente que no lo hicieras!
—Tú no me dijiste nada de… ‘./>
Interrumpí para explicar que la advertencia de Mamá había llegado demasiado tarde.
—Después de que toda esa gente ha estado rechupeteando las babuchas, no se te ocurre nada mejor que besarlas.
—Me limité a hacer lo que hacía todo el mundo.
—Es que no comprendo qué pudo impulsarte a hacer una cosa así.
—Pues… pensé que quizá me curaría el acné.
—¡El acné! —dijo Mamá con sorna—. Date por contenta si no coges algo además del acné.
Al día siguiente Margo cayó en cama con un fuerte gripazo, y el prestigio de San Spiridion a los ojos de Mamá quedó a la altura del betún. Spiro fue despachado urgentemente al pueblo en busca de un médico, y regresó con un hombrecito esferoidal de acharolados cabellos, leve indicio de bigote y ojillos de botón tras gruesas gafas de concha.
Era el doctor Androuchelli: una persona encantadora, con incomparable estilo para sus enfermos.
—Po—po—po (1) —dijo, mientras irrumpía en la alcoba mirando a Margo con aire guasón,
¡po— po—po! Poco inteligente ha sido usted, ¿no? ¡Besarle los pies al santo!
¡Po—po—po—po—po!
Casi podría haber atrapado algunos bichos desagradables. Tiene usted suerte: es gripe. Ahora hará lo que yo le diga, o me lavo las manos. Y, por favor, no aumente mi trabajo con estupideces semejantes. Si vuelve a besar los pies de algún santo no seré yo quien venga a curarla… Po—po—po… qué ocurrencia.
Y mientras Margo languidecía en cama por espacio de tres semanas, con Androuchelli pepeándola cada dos o tres días, los demás nos acomodamos en la villa.
(1) Todavía se mantiene en algunas partes de Grecia la costumbre clásica de repetir la sílaba «po» para contrarrestar el mal de ojo y otras influencias nocivas (N. de la T.) «.
(Mi familia y otros animales, Gerald Durrell).
Querido amigo, bien claro lo has dicho, “como frenar la propagación de un coronavirus en sociedades como la mediterránea”. No me imagino a nuestras autoridades cancelando las Fallas, las procesiones de Sevilla o la Fiesta del Orgullo Gay… y aquí da igual el color con se miren, ¡¡somos así!!, al menos hasta que el coronavirus lo permita.Un abrazo
[…] antes de que nos alcanzara la pandemia, y oliéndome la que se nos venía encima, recurrí a Gerald Durrell para contar, en este mismo blog, lo que suele ocurrir en un país latino cuando aparece un agente infeccioso. El relato del cómico […]