
“La conversación, la risa y el vino están conectados de un modo especialmente íntimo y profundamente humano” (Sobrebeber. Kingsley Amis)
Es como un delicado encaje. Tiene la enigmática belleza de una remota galaxia salpicada de nebulosas y cúmulos estelares, la algodonosa textura de una nube caprichosa, la chispeante vitalidad de la espuma que corona una ola, la inesperada urdimbre de un tejido vivo.

Una copa de vino de tinaja, una sencilla copa de vino, esconde estos paisajes alucinantes, los del velo de flor haciendo su trabajo; las levaduras, arropadas en un lípido que les permite flotar, tejiendo la red que, a oscuras y en silencio, se ocupará de proteger el mosto de la oxidación, iniciándose así un complejísimo proceso de transformación en el que la glicerina de ese zumo de uva, que ya tuvo su primera fermentación tumultuosa, acabará convirtiéndose en alimento del hongo (para que el trago sea amargo y seco), el acetaldehído residual se evaporará (para que nos cautive el olor a frutos secos) y, finalmente, las propias levaduras, agotadas, se depositarán en el fondo de la tinaja impregnando el elixir de esos inconfundibles aromas a panadería de pueblo.

Todas estas cosas, y muchas más, ocurren dentro de una rústica tinaja. La vida, en sus infinitas manifestaciones, también está presente en una bebida que es alimento para el cuerpo y el espíritu. Quien en una copa de vino sólo es capaz de ver un trago de vino simplifica la existencia hasta convertirla en intrascendente.
No toda la naturaleza que atesora un buen vino llegó desde la viña, aunque sea ese el escenario en donde nace su buen carácter o su mal humor. El suelo, la humedad, el sol, una poda sensata, una recolección delicada… todo suma antes de que el racimo termine en el lagar, pero en él, en esa sacristía laica, aún quedan por manifestarse otros tantos milagros espontáneos para los que existen pocas reglas, escasos mandamientos y casi ninguna enmienda. La naturaleza sabe muy bien lo que tiene que hacer, y el vino no es sino el reflejo de ese microcosmos y su ordenado caos.

El domingo tuve el privilegio, gracias a Rocío Márquez y a Charo Jiménez, de visitar el Lagar de La Primilla, en la Sierra de Montilla, venenciar uno de sus extraordinarios vinos y asomarme, curioso, a una tinaja para descubrir, acercando un poco la mirada y a ojo desnudo, estos paisajes hermosos y vivos, donde el caldo de las Pedro Ximénez se entrelaza con las Saccharomyces en un diálogo primitivo y fértil.
Pura vida, puro vino.
Poético y real pero lo del «milagro espontáneo», solo para los crédulos . Ademas de los que mencionas, hay muchos más factores que influyen: la presencia de insectos en la viña que inoculen microorganismos buenos o malos en la uva, el que se abone con lías de fermentaciones anteriores …todo cumple un papel.
Para colmo, la Saccharomyces no es la única que lleva a cabo la fermentación y la maduración, sino que otros microorganismos la acompañan en ese fenómeno maravilloso que es la transformación de mosto en vino.
Me encantan cómo se enriquecen los textos con tus aportaciones. Gracias Isabel! Lo del «milagro espontáneo» es una licencia poética 😉 y todo lo que añades forma parte de esa complejidad que es imposible relatar en un blog si uno no quiere deslizarse demasiado desde la poesía a la enología. Precisamente hace pocos días he terminado el libro de Merlin Sheldrake, muy recomendable, cuyo subtítulo lo dice todo: «La red oculta de la vida. Cómo los hongos condicionan nuestro mundo, nuestra forma de pensar y nuestro futuro».
Ya en otro diálogo con mi amigo Carlos Herrera, de la EBD-CSIC, también recogido en este blog, hablaba de la complejidad que esconde la transformación del mosto en vino (https://elgatoeneljazmin.wordpress.com/2019/07/12/de-manzanillas-y-moscas/): «En la manzanilla sanluqueña, si uno se fija lo suficientemente bien, no sólo adivinará el interser que mantienen vino y levaduras, sino que también identificará la presencia de las microscópicas diatomeas (algas unicelulares que poblaban la Andalucía sumergida de hace más de 20 millones de años) que fertilizan los suelos de albariza, atisbará la humedad dulzona del Guadalquivir, los vientos caprichosos de levante y poniente, la sal del Atlántico, las bacterias lácticas y hasta la yema, callosa, del viticultor que acarició el hollejo de las palomino camino a la bodega».
Besos!!