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Archive for the ‘Arte’ Category

La sumiller dijo «Cámbrico» y quise imaginar las viñas que crecen, sin prisa, sobre las rocas de granito, el magma que hace 500 millones de años se enfrió en las laderas más escarpadas de la Sierra de Francia.

«Está pasando un minuto en la vida del mundo. Píntalo como es» (Paul Cézanne)

En la escala temporal del Universo somos una anécdota. Y aún así, cuando renunciamos al orden y a la razón, cuando nos entregamos a lo inesperado y abandonamos el parloteo del intelecto, cuando solamente escuchamos el rumor primitivo de ese caldo arcaico en el que flotan las neuronas, el eco de todo lo que fuimos y seremos, entonces, y sólo entonces, tenemos la rara capacidad de convertir en infinito un instante diminuto. Así de raros somos los humanos: efímeros chispazos en mitad de la oscuridad y, a un tiempo, dueños (inconscientes) de la única eternidad posible.

«Ya no soporto ningún discurso racional, todo lo que ha hecho que el mundo sea el mundo, todo lo que ha sido bello y grande en este mundo, no ha nacido nunca de un discurso racional« (Arte, Yasmina Reza)

La amistad, incluso sometida a la cruel sinceridad con la que juega Yasmina, también es una rareza de la condición humana. Una forma de amor que es más compleja que el mismo amor (por eso necesita tanta atención y cuidados). Un vínculo tan frágil que puede quebrarse con una sola palabra (una sola). Un lazo tan poderoso que suele permanecer inalterable sin que medie la voluntad de los amigos (la encontramos, intacta, justo en el lugar en el que la abandonamos, distraídos). Un pequeño triunfo frente al dolor de lo absurdo, porque en la amistad todo tiene sentido (todo). Un quiebro, travieso, a la razón y a lo razonable, a la posesión, al miedo y a la soledad. Una tímida victoria frente al paso del tiempo, porque la amistad es uno de los pocos lugares en donde no nos abruma la eternidad.

Si nos alcanza el infinito que sea con una sonrisa y en buena compañía…

La mano del hombre sólo puede llegar en este proceso –es casi una cuestión de fe – hasta un discreto límite de vigilancias y enmiendas. Lo demás, el recóndito carácter del vino, su personalidad propia, el más vivificante secreto de sus virtudes, se hace sólo con el tiempo o no se hace nunca  (Breviario del vino, José Manuel Caballero Bonald).

La sumiller dijo «Cámbrico«, sin vacilar, y añadió algunas virtudes a las que, creo recordar, no prestamos especial atención, convencidos, o dudosos (vaya usted a saber), de que el guiño geológico no desentonaba con las rocas, la madera y las caracolas; el apunte prehistórico era oportuno y la rotundidad de una palabra que prometía tiempo, mucho tiempo, era el complemento perfecto para una noche en la que, una vez más y sin expectativas, íbamos a saldar nuestras cuentas de esa forma desordenada, divertida y cálida que espantaría al mejor contable.

Estaban los viejos granitos, el rumor de las caracolas, el tintineo del vidrio, el eco de nuestras palabras…

Las viñas crecieron, sin prisa, sobre las rocas de granito, el magma que hace 500 millones de años se enfrió en las laderas más escarpadas de la Sierra de Francia. Las raíces, tozudas, sortearon durante más de medio siglo las trampas del cascajal para lamer, sin prisa, el agua escondida. El mosto también fermentó sin prisa y, sobre todo, sin que nadie tuviera que dictarle las reglas de ese milagro que sólo necesita tiempo. Y así, con calma, el vino llegó a la botella, y la botella a la bodega de ese rincón de Santa María y, por fin, una noche cualquiera, o mejor dicho, la única noche posible, alcanzó nuestras copas y se agitó, para despertar, justo antes del brindis, como aquel magma primigenio que burbujeaba en el Cámbrico, hace 500 millones de años, cuando no éramos nada, ni éramos nadie y lo éramos todo.

«La nada en si misma — en vez de ser un espacio vacío, como en occidente– vibra de posibilidades. Es un mundo aparte: ningún lugar, cualquier lugar, todos los lugares» (Wabi Sabi para Artistas, Diseñadores, Poetas y Filósofos, Leonard Koren)

La deuda sólo quedó saldada unos minutos. En nuestras manos el equilibrio, afortunadamente, dura poco, muy poco…

 

El trazo de una pluma (azul eléctrico) subraya palabras y salpica resplandores aquí y allá, humanizando decretos y sonriéndole al mañana. Hay planes, procedimientos y proyectos que reclaman, al fin-por fin, la armonía y los compases de una vida propia. En las agendas, esas en donde el porvenir descansa en sillas escondidas, brillan citas posibles e imposibles, sin que seamos capaces de distinguir unas de otras. Es el tiempo el que nos llama, el que nos lleva, el mismo que apagó el sol de mediodía, el que nos regaló esta tarde de verano, el tiempo que nos condujo, sin prisa y a media luz, junto a una ventana, un guijarro y una caracola.

Nunca calculamos, no hacemos números ni previsiones. Desconocemos el saldo. Ignoramos el debe y el haber. No sabemos restar y tenemos cierta tendencia al derroche, así, en general. Creo que somos los peores contables del Universo, quizá porque en nuestras manos, siempre ocupadas en detener el tiempo, el equilibrio, afortunadamente, dura poco, muy poco.

Conocemos el nombre exacto de las cosas, aunque a veces se nos olvida. Celebramos todas las coincidencias y quizá por eso las multiplicamos de manera misteriosa. Y siempre, siempre, damos las gracias, da igual si es porque nos sorprende lo inesperado o porque lo esperado tiene el valor de lo que somos capaces de reconocer sin muchas explicaciones (o ninguna).

No tenemos prisa. Nunca hemos tenido prisa, ni siquiera cuando la sumiller dijo «Cámbrico«, con rotunda seguridad, y nosotros, a lo nuestro (palabra va, palabra viene), nos tomamos todo el tiempo del mundo para decidir si esos 500 millones de años serían suficientes.

 

«La historia triunfa sobre el olvido, la música ofrece un centro, el dibujo supone un reto a la desaparición» (Dibujado para ese momento, John Berger)

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«Pueden los que creen que pueden» (Eneida, Virgilio)

Después de horas y horas usando el lenguaje de la manera más formal, exprimiendo el significado de cada palabra, modelando las frases para que dibujen la realidad tal y como yo la veo, descifrando el discurso incomprensible de una notaría o el mensaje aburridísimo de un banco, puntualizando la nota que causó inquietud, subrayando la indicación que soluciona, destacando el adjetivo que colorea… Después de horas y horas tecleando en la redonda más neutra y contenida, colocando comas en el lugar exacto y tildes sobre las vocales perezosas… Después de tanto tiempo sin concederle una travesura al castellano se agradece que alguien llame a la puerta y pida una ración desordenada de MAYÚSCULAS, de negritas, de cursivas. Sobre todo que pida cursivas, muchas cursivas

Me gustan las cursivas porque con una simple inclinación distraída son capaces de añadir movimiento al trazo inanimado, poque crean un delicado metalenguaje otorgando a esas palabras que se arrastran otro sentido que no es el propio, el establecido, el previsible. Leo en cursiva e imagino lo que se ocultaba en el ánimo de quien me escribió. Escribo en cursiva y dejo a la imaginación de quien me lee lo que ni yo mismo he llegado a imaginar.

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¿Por qué en el paraíso de El Bosco algunos placeres se esconden en burbujas translúcidas?

“Empecemos diciéndonos para nuestro fuero interno, y convenciéndonos bien, que no tenemos nada que hacer en este mundo, sino procurarnos sensaciones y sentimientos agradables. Los moralistas que dicen a los hombres: reprimid vuestras pasiones y domeñad vuestros deseos si queréis ser felices, no conocen el camino de la felicidad. Sólo somos felices gracias a las inclinaciones y las pasiones satisfechas; digo inclinaciones porque no siempre somos lo bastante felices como para tener pasiones, y a falta de pasiones, bien está contentarse con las inclinaciones. Pasiones tendríamos que pedirle a Dios si nos atreviéramos a pedirle alguna cosa, y Le Nôtre tenía mucha razón al pedirle al Papa tentaciones en lugar de indulgencias”

(Discurso sobre la felicidad, Émilie du Châtelet) – (*)

No importa si la pieza es desconocida o si la he oído cientos de veces. Ni siquiera importa si esas notas adornan un recuerdo, bueno o malo, o las asocio, con o sin razón, a una persona o a un deseo. Suenan, y suenan por vez primera, limpias, inocentes, sin pasado ni futuro. Están vivas, han nacido en ese justo instante de los dedos de Sol y Bertrand, no estaban encerradas en ningún otro sitio que no fueran esos dedos virtuosos desde los que cruzan, lentamente (¿a qué velocidad viaja el sonido?), el breve espacio que nos separa del escenario.

Uno se despide de ella pensando que, caprichosa, volverá cuando quiera o, quien sabe, que tal vez no vuelva jamás, pero ahí está otra vez, luminosa en la penumbra de la Sala de Cámara, poderosa en los silencios del Auditorio. Sí, es la belleza, y por eso, porque está ahí, presente y armónica, es por lo que todo, objetos y personas, adquieren esa vitalidad alegre y voluptuosa que andaba dormida, mojada y fría, en una tarde de lluvia.

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Se que está ahí porque ilumina la escena con un resplandor desproporcionado cuando Sol y Bertrand entrelazan los dedos.

Se que está ahí porque, sin darme cuenta, suspiro en los silencios. Porque cierro los ojos para ver mejor. Porque sonrío a contratiempo.

¿En qué se inspiró Schumann cuando compuso la primera de sus cinco piezas sobre temas populares, las únicas en las que dialogan violoncello y piano, para nombrarla con la sentencia bíblica Vanitas, vanitatum? Esta noche, mientras sigue lloviendo ahí afuera, quiero creer que no es la vanitas de la soberbia o el orgullo, sino la vanitas de la vacuidad, de lo superfluo y lo insignificante. Es la vanitas de lo breve y lo efímero sobre la que reposa la música, cualquier música; la vanitas de la belleza a la que hay que entregarse, cuando se presenta (fugaz), para así engañar a la muerte y a la tristeza.

Se que está ahí porque el Largo de Chopin se nos hace corto, cortísimo. Porque un folio, distraído entre los macillos y las cuerdas, se convierte en la traviesa percusión de Falla. Y porque sonreímos a un tiempo. Casi siempre sonreímos a un tiempo.

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Tres colores, cinco dedos, dos entradas, un pianista, una violoncellista, un observador solitario, un pasa-partituras ausente, una noche de lluvia, un mapa…

Salimos a la noche y a la lluvia y aún conociendo el camino, aún habiendo transitado por él unas cuantas veces, a pesar de que, en silencio, reconocemos los baches, las curvas peligrosas y las rectas infinitas, buscamos un mapa para no perdernos. Y lo encontramos, semicerrado y a media luz, pero lo encontramos. Un mapa que a ratos nos recordó la cartografía colorista de El Jardín de las Delicias, donde reina la felicidad, y a ratos la grisalla de su trasera, en la que El Bosco imagina el tercer día de la Creación, cuando las aguas se abrieron y se creó el Paraíso, ese paraíso en donde las cosas, animadas e inanimadas, aún no tenían nombre ni recibían la luz del Sol. Pero, ¿quién se atreve a nombrarlas ya de madrugada?

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Creo que el tercer tiempo de Chopin casa bien con ese tercer día de la creación que, en triste grisalla, El Bosco dibuja en la trasera de El Jardín de las Delicias. Aquel tiempo en el que, incapaces, aún no habíamos encontrado el nombre exacto de las cosas…

El tercer tiempo (Largo) de la Sonata de Chopin quizá sea el anuncio de ese tercer día de la Creación que, en triste grisalla, dibuja El Bosco, porque sino ¿a cuenta de qué he amanecido en El Prado buscando el tríptico más famoso de la historia del arte? ¿Qué ando buscando en ese mapa, en su lado luminoso y, sobre todo, en ese otro oscuro? ¿Dónde se esconde el lenguaje –nuestro lenguaje– que no encuentro, las palabras que no me atrevo a pronunciar, los adjetivos que permanecen intactos pero callados, los sustantivos –cobardes– de lo realmente sustantivo?  ¿Hay algo más triste que no saber el nombre exacto de las cosas, que no poder nombrar, nombrarte, la alegría, el miedo, el amor, la luz, la amistad o el dolor?

 

«¡Inteligencia, dame

el nombre exacto de las cosas!

… Que mi palabra sea
la cosa misma
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas…
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo
y suyo, y mío, de las cosas!

(Juan Ramón Jiménez, Eternidades, 1918)

Todo, todo pasa, y quizá por eso en el paraíso de El Bosco algunos placeres se esconden en burbujas translúcidas, un elemento que en el arte también suele remitir a lo efímero. Todo, todo pasa. Sean placeres terrenales que hay que rechazar (como siempre se ha concluido a partir de la sentencia del Eclesiastés elegida por Schumann) o sean los brillantes dones que regala esta vida y que hay que gozar sin culpa (una interpretación que se ajusta mejor a la más antigua tradición hebrea), el caso es que, Vanitas, vanitatum, Caronte aguarda, y, más pronto que tarde, hará su trabajo con la neutra diligencia que retrató Patinir (mucho más discreto, en una sala contigua a la que ocupa El Bosco). Me da a mí que ahí, en el centro de la laguna Estigia, lejos ya de la orilla, es en donde todo concluye… y los únicos que lo sabemos, ahora, somos nosotros.

«Los vivos, en efecto, saben que morirán /
pero los muertos no saben nada»

(Eclesiastés)

Me gusta cómo todo se entrelaza (Châtelet, Schumann, Chopin, El Bosco, Juan Ramón, Patinir, Jacqueline du Pré…) en esta visita relámpago a Madrid, en la que, como siempre, la belleza, a pesar de la lluvia y el frío, ha vuelto a manifestarse, y ha hecho (muy bien) su trabajo: engañar a la muerte y a la tristeza. Una visita en la que no nos hemos perdido (el mapa, la memoria, la lealtad…), a pesar de que atesoraba, por fin, el difícil encargo de buscar el nombre exacto de las cosas…

PD: Jacqueline du Pré & Daniel Barenboim // Chopin, Sonata para violoncello y piano Op. 65, III Largo // 1972

(*) No, Émilie du Châtelet (1706-1749) no era precisamente una artista de vida disoluta, sino una matemática y física francesa, traductora de Newton y pionera en la defensa del papel de la mujer en la educación y la ciencia

 

 

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Hay un cordón, casi invisible, que une la tierra y el mar. Un cordón que dibuja extraños jeroglíficos sobre el agua. Los habitantes del gran azul no saben que es el dibujo de una trampa. Un cordón, casi invisible, en el que queda atrapada la vida.

PD: Javier Hernández me invitó a que sumara un texto, un pie de foto, a su magnífica exposición de imágenes aéreas del litoral andaluz. Así conté lo que vi. «El vuelo del alcatraz» fue una muestra atípica, una visión inusual de un territorio frágil.

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Songs for Eternity. Ute Lemper. Sala de Cámara del Auditorio Nacional. Viernes, 11 de noviembre de 2016.

«Hay muchos tipos de música. La que yo canto refleja nuestro mundo y los conflictos y dolores esenciales de la vida. Ese ha sido desde siempre mi interés: escarbar en el corazón y el alma humanas como una búsqueda de la verdad» (Ute Lemper)


Hay muchos tipos de música, tantos, sospecho, como tipos de personas. Por eso hay una música para cada momento y una persona con quien compartirla. La conjunción de estos elementos no es fácil, y en esa coincidencia, como en casi todos los propósitos que buscan la belleza y la luz, pesa más el azar que el cálculo. Se necesitan más sonrisas que argumentos, y mucha más imaginación que juicio, para tejer canción, momento y compañía.

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Ute Lemper es capaz de detener los relojes, o, lo que es más difícil aún, consigue hacerlos retroceder.

Cuando se apagan las luces y Ute Lemper camina hasta el centro del escenario el tiempo no se detiene, como solemos escribir cuando algo nos conmueve con la intensidad que lo hace la música de esta alemana atípica. No, el tiempo no se detiene, sino que comienza a correr en sentido inverso, a retroceder, a caminar a contramano hasta detenerse en aquel periodo oscuro en el que el hombre, como acostumbra, fue el lobo para el hombre.

» Nuestro tango de esclavas/ bajo el látigo de los opresores / Oh, el tango de las esclavas / del campo de Auschwitz, / espuelas de acero de esas bestias, nuestros guardianes / Oh, libertad, los días de la libertad nos reclaman« (Auschwitz Tango, Anónimo)

El arte se crece en la adversidad y, lo que es aún más sorprendente, con frecuencia permanece al margen de la tristeza, la oscuridad, el dolor o la desesperanza que proyecta la propia adversidad. El arte es entonces lo único que nos salva del horror; ni siquiera una oración, que apenas es una mano tendida al incierto más allá, nos conduce a lo mejor de nuestra condición humana. Sólo el arte nos devuelve al lugar en el que realmente existimos, a ese diminuto rincón del universo en donde, aunque todo se derrumbe a nuestro alrededor, habita la belleza. El territorio íntimo en el que somos. Y esta noche, como en aquellas otras noches a las que Ute nos conduce, somos música. Quizá sólo lo advierta nuestro corazón pero hoy, ahora, en esta noche de otoño, somos música, nada más que música.

“La música, única entre todas las artes, es a la vez completamente abstracta y profundamente emocional. No tiene la capacidad de representar nada particular o externo, pero sí una capacidad única para expresar estados o sentimientos interiores. La música puede atravesar el corazón directamente; no precisa mediación” (Musicofilia: relatos de la música y el cerebro. Oliver Sacks)

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El arte caminó entre los moribundos y los condenados como un ángel redentor.

Algunas de las canciones que los prisioneros llegaron a componer en los campos de exterminio nazis (sí, habéis leído bien, el arte caminó entre los moribundos y los condenados como un ángel redentor) son las que esta noche de noviembre, en la Sala de Cámara del Auditorio Nacional, interpreta Ute Lemper. Su voz, poderosa, viene desde muy lejos, desde ese lugar antiguo al que nos trasladamos juntos, sin pensar, con la respiración contenida y el corazón encogido. Pero lo cierto es que, conforme van desgranándose las estrofas, sin esfuerzo aparente, en un alemán indescifrable pero preciso, o en un yiddish tan melancólico y ronco como el violín de Daniel, nos damos cuenta que hay más dramatismo en el contexto en el que nacieron esas melodías que en las canciones mismas, algunas de ellas, muchas de ellas, repletas de luz.

¿Quién, hacinado en un frío barracón de Theresienstadt, pudo escribir una ópera imaginando bosques cuajados de margaritas «como pequeños soles»?

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Kurt, Alek, Shmerke, Rikle, Hermann, Hanah, Ilse, Viktor, Johanna, Jascha, Willy, Ute, Vana, Daniel, Víctor, Romain, Pilar, Jesús… El programa, con todos los nombres, los colores, las sombras… y una silla, ya está en el Sur.

¿Quién, tras las alambradas de Westerbork, fue capaz de organizar un grupo de teatro denominado «Humor y Melodía»?

¿Quién tuvo el coraje de componer una nana con la que acompañar a los niños que caminaban hacia las cámaras de gas en Auschwitz?

Viktor Ullman, Willy Rosen, Ilse Weber… Aunque resulte inconcebible, cuando Ute los va presentando, como si fueran viejos amigos, no hay lugar para la tristeza. Sus nombres se quedan flotando en el auditorio, como tantos otros nombres ocupan los teatros del mundo, impregnando de humanidad estos templos laicos en donde es posible el perdón y la eternidad sin que medien sacerdotes, religiones ni plegarias.

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En primer término Palir, con su mano de pianista generosa sosteniendo el programa azul, y allí al fondo, Ute, con su traje de noche, elegante sobre el escenario del Auditorio Nacional. Ese es el orden correcto. [De la mítica serie culturetadas-con-Palir+Intermezzo]

La emoción no es tristeza, ni tan siquiera melancolía, y menos aún cuando quien te acompaña, esa persona que estaba destinada a ese momento y a esa música, es de las que, como yo mismo, no evita el buen humor en ninguna coyuntura por turbia que se presente. ¿Cabe un mayor respeto que el que brinda la alegría compartida? ¿Existe un mejor antídoto para la mordedura del olvido?  Contenemos la respiración, claro, pero en los intermezzos, nos miramos y sonreímos, agradecidos, felices de estar felices, sin mayores aspavientos, cómplices en el privilegio de estar vivos y en la coincidencia (una más) por el gusto, delicado, de esa September Song que nos traslada al hedonismo despreocupado del Broadway de entreguerras.

 «September, November

and these few precious days

I spend with you.

These precious days

I spend with you…«

(September song, Kurt Weill & Maxwell Anderson)

527984Sonó Septemberg song y sólo por eso la noche, que aún estábamos estrenando, mereció la pena. Hay cosas, aseguran Weill y Anderson, que únicamente ocurren entre septiembre y noviembre, noches de otoño en las que te guía, sorteando la oscuridad, cualquier oscuridad, una persona luminosa. Una cita con la belleza. Un encuentro con la generosidad. Un espacio para la esperanza y la resistencia. Un dedo que señala el porvenir, una mano que te conduce a la eternidad. Somos nosotros, y somos música. Ahora.

A veces todo es tan sencillo como una noche, una canción y una persona…

 

 

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«¡Por San Cupido, pues! ¡Soldados, al campo de batalla!» Longaville, Dumaine, Berowne y Fernando, rey de Navarra, en el momento crucial del perjuro… (Trabajos de amor perdidos, William Shakespeare)

«Así, antes que halléis la luz en el seno de las tinieblas, vuestra luz se tornará obscura por la pérdida de vuestros ojos. Estudiad, más bien el medio de regocijar vuestros ojos fijándolos en otros más bellos, que aunque os deslumbren, al menos os servirán de gula y os devolverán la luz que os hayan robado»

(Berowne, Acto I-Escena I, «Trabajos de amor perdidos», William Shakespeare)

Un Shakespeare ligero, sí… Un poco farragoso, vaaale… Distraído en ocasiones, también…. pero Shakespeare-Shakespeare, con esos fogonazos de lucidez que salpican un parlamento frenético en el que se mezclan la poesía, el humor, el amor, la melancolía…

Anoche, para celebrar… esto… ¿qué celebrábamos?

Anoche, celebrando el verano y sus encuentros imprevisibles, disfrutamos de un Shakespeare ligero, sí… pero Shakespeare-Shakespeare.

Anoche, celebrando la madrugada madrileña, tan fresca y revoltosa, nos llevamos a Shakespeare hasta la azotea del Círculo de Bellas Artes y allí lo olvidamos, en las sencillas copas de vino y en los platos más sofisticados, porque, como siempre, nos pudo la urgencia de narrar, la intensidad de narrarnos. Y también las risas, también nos pudieron las risas que siempre adornan nuestros encuentros

Anoche, celebrando que el tiempo y la salud a veces son benevolentes, nos asomamos, sin vértigo, al filo de la madrugada. ¡Qué bonita lucía la gran ciudad, con sus luces y sus sombras! ¡Qué suerte poder compartir una manera de mirar al mundo en la que manda la alegría y no la pesadumbre, en la que improvisar es vivir! Un paréntesis en donde no hay sitio para la melancolía, esa señora, gris, que nos paraliza y aburre.

«La convirtió en melancólica, triste y apesarada, hasta que murió. De haber sido tan ligera como vos, de un humor tan alegre, vivo y revoltoso, no hubiera muerto sin ser abuela. Lo que os sucederá a vos, pues un corazón encendido vive mucho tiempo»

(Catalina a Rosalina, Acto V-Escena II, «Trabajos de amor perdidos», William Shakespeare)

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De la ya mítica serie «he-pillado-dos-entradas-con-la-remuneración-de-la-chapa» (yo me entiendo), adjunto la imagen probatoria correspondiente a la función shakesperiana/madrileña que tuvo su prólogo/jamonero en Príncipe y su epílogo/cool en la azotea del CBA. Ahí es ná…

¡Qué tipo más listo era Shakespeare! En cualquier obra, por intrascendente que parezca, encuentras una perla en mitad del océano, una luz en la niebla, una explicación, un argumento, un consuelo…

Podría pasar por una típica comedia dedicada a los embrollos del amor, una de las obras más extravagantes y menos conocidas de Shakespeare o un simple entretenimiento, jocoso, sin mayores pretensiones. Pero no, todo eso es verdad y serviría para explicarnos a otros muchos autores pero, cuidado, estamos hablando de Shakespeare que, una vez más (aunque sea de forma un tanto distraída y ligera), se asoma, como nosotros mismos, al filo del balcón desde donde se contemplan las luces y las sombras de la condición humana: el amor frente a la erudición, el final feliz que no termina de ser ni final ni feliz, el misterioso pulso vital que enfrenta a mujeres y hombres, las leyes del corazón (y sus caprichos), la cobardía vencida, la falsa valentía, el poder, la mentira, la inútil inteligencia sin sabiduría, el absurdo amor sin juego, y la risa, claro, la risa que todo lo entiende y todo lo explica…

¿Cómo es posible que alguien te hable desde el pasado sabiendo lo que habrá de ocurrir en el futuro? ¿Cuántas personas distintas, con sus miedos y sus esperanzas, habitaban en la imaginación de William? ¿Por qué nos conocía a todos?

¡Qué tipo más listo era Shakespeare!

«Tal es la doctrina que extraigo de los ojos de las mujeres, que centellean siempre como el fuego de Prometeo. Ellas son los libros, las artes, las academias; que enseñan, contienen y nutren al universo entero. Sin ellas nadie puede sobresalir en nada. Por eso erais unos insensatos al abjurar de las mujeres, y lo seríais más aun si mantuvierais vuestro juramento. En nombre de la sabiduría, palabra que todos aman; en nombre del amor, vocablo que a todos gusta; en nombre de los hombres, autores de las mujeres; en nombre de las mujeres, por quienes han sido engendrados los hombres, olvidemos una vez más nuestros juramentos para acordarnos de nosotros mismos, si no queremos olvidarnos, guardando nuestros votos. La religión pide que perjuremos de esta suerte. La caridad colma la ley. Y ¿quién podría separar el amor de la caridad?

(Berowne, Acto IV-Escena II, «Trabajos de amor perdidos», William Shakespeare)

 

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Con Shakespeare todavía en el paladar nos asomamos, sin vértigo, al filo de la madrugada. ¡Qué bonita lucía la gran ciudad, con sus luces y sus sombras! ¡Qué suerte poder compartir una manera de mirar al mundo en la que manda la alegría y no la pesadumbre, en la que improvisar es vivir! Así lucía Madrid, desde la terraza del Círculo de Bellas Artes, una noche de julio, una noche de verano…

 

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Casi todo el mundo admira la creatividad, pero luego la castiga, la castigamos, sobre todo si cuestiona nuestras creencias. Nos gustan, no nos engañemos, los cerebros grises y ordenados…

Hace algunos días disfruté presentando en la Casa de la Ciencia de Sevilla el último libro de Pere Estupinyá («El ladrón de cerebros. Comer cerezas con los ojos cerrados», Editorial Debate). Como en asuntos de literatura, aunque sea científica, nunca pacto con la impostura me leí el libro hasta la última línea y, de manera inconsciente pero constante, fui tejiendo las infinitas conexiones que el ensayo de Pere me sugería. Confieso que lo que realmente me apetecía del acto, curado ya de la simplona vanidad del estrado, era conocer a Pere y charlar un rato con él a propósito de esas conexiones, de esas inquietudes comunes, del compromiso, compartido, que nos arrastra a contar lo complejo de una manera asequible y divertida. Y hacerlo, además, en buena compañía.

Hablamos del ¿interés? que la divulgación científica suscita en las librerías y bibliotecas españolas; de la imaginación y de la filosofía aplicadas al quehacer de los científicos; del fracaso y del idealismo en un terreno en el que ambos elementos se juzgan ¿inútiles?; del morbo mediático que tienen las certezas y la inquietud que nos causan las incertidumbres; de la estéril, y tramposa, ciencia low cost; del asombro, el placer de aprender y el optimismo (no ingenuo, como precisó Pere) con el que deberíamos lanzarnos a explicar todo lo que nos rodea; de la Ciencia del sexo y el amor, y de cómo es posible que exista tal disciplina sin traicionar la poesía… Hablamos, en fin, de la Ciencia vivida, de la  pasión, y el vértigo, con los que nos asomamos a lo desconocido para tratar de contarlo y así compartirlo.

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Con Pere y Quique Figueroa, en la entrada de la Casa de la Ciencia (Sevilla), antes de conversar a propósito de la creatividad y otras fantasías propias de la juventud…

Es difícil sorprender a Pere, «consumidor omnívoro de Ciencia», con una apreciación o un dato del que no tenga referencia y que, además, despierte su curiosidad (e, inmediatamente después, su voracidad ). Pero ocurrió.

Una de las cuestiones que vengo rumiando desde hace tiempo tiene que ver con las vocaciones científicas y los múltiples elementos que influyen en ellas. En realidad me interesa ese chispazo, aparentemente primario, que nos hace decantarnos por una tarea u otra, por un porvenir u otro; un chispazo en el que hay elementos imponderables, claro que sí, pero en el que influyen, a veces de manera determinante, otros muchos factores que sí podemos precisar (y alabar o lamentar). Hay magia en esa decisión, con frecuencia temprana, pero también hay cálculo y, lo que es peor, oscuras determinaciones.

Lo que sorprendió a Pere fue el estudio que cité para apuntalar mi tesis a propósito de lo que podríamos llamar la paradoja de la creatividad alabada pero perseguida, un problema que penaliza cierto tipo de vocaciones poco convencionales. Es decir, casi todo el mundo admira la creatividad, pero luego la castiga, la castigamos (sobre todo si cuestiona nuestras creencias). El sistema educativo, no nos engañemos, premia la imitación, la uniformidad, la memorización, el orden… Y penaliza la intuición, la individualidad, la diferencia, el riesgo, el atrevimiento… Y así ocurre en cualquier orden de la vida, da igual si estamos tratando de resolver un problema matemático o si no sabemos cómo enfrentar una crisis de pareja. La creatividad, si va a contramano, no está bien vista.

Hasta aquí Pere y un servidor, además de la selecta audiencia que acudió a la Casa de la Ciencia, estábamos más o menos de acuerdo pero, fiel al espíritu del acto que nos congregó, decidí aportar algunas evidencias científicas que fueron las que, en definitiva, sorprendieron al divulgador. En un artículo de Gonzalo Toca a propósito de esta paradoja, se cita un estudio, muy llamativo, de dos psicólogos norteamericanos que viene a reforzar la susodicha tesis:

«A los psicólogos estadounidenses Valina Dawson y Erik Westby se les ocurrió en 1995 la genial idea de cruzar los datos de los alumnos creativos de una clase y los de los favoritos de los profesores. Entonces descubrieron que los maestros dicen admirar la creatividad, pero prefieren a los niños obedientes. Se comportan como los jefes que esos mismos niños encontrarán cuando tengan que trabajar. El mensaje que reciben desde la infancia es claro: el reconocimiento y la estima de la autoridad dependen de la habilidad con la que ejecutemos sus órdenes. Nos pagan para pensar, no para discrepar«.

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Despacho de Albert Einstein (1955). Se ve un poquito desordenado… Así no hay quien formule la teoría de la relatividad… o sí…

Vaya, la Ciencia ha puesto el dedo en la llaga… ¿Qué hacemos para defender la creatividad en una sociedad así, en un sistema educativo así, en unas empresas así, en unas parejas así, en unas familias así? ¿Quién protege a los creativos? ¿Quién los defiende de la rutina y el orden? ¿Quién se ocupa de estos exploradores  sin los que resultará imposible descubrir soluciones a los grandes problemas de la humanidad, desde el cáncer hasta la depresión pasando por el cambio climático? ¿Quién, sin entenderlos, juzgará imprescindible su manera de hacer, heterodoxa y hasta caótica? ¿Cómo sobrevivirán a los mediocres y a los estúpidos, siempre conspirando en contra de la diferencia?

«Quizás lo más misterioso de las personas creativas -concluye Toca- no sea ni la fuente de su inspiración ni su manera de surfear —o de ahogarse ocasionalmente— en la adversidad, los grandes planes o las pasiones extremas. Lo más fascinante es la forma en la que resurgen y sienten sus pensamientos y sus emociones, por dolorosas o alegres que sean, como un continente por explorar, por imaginar, por intuir. Son los exploradores de un pequeño planeta… y ese planeta no es otro que su mirada. Una mirada de infinita curiosidad«.

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¿Quién es este hippy? Perdón, es Le Corbusier en el estudio de su «cabanon de vacances» (Roquebrune-Cap Martin, Francia, 1951)

Cuando yo mismo, en mi papel de padre sobrepasado, me debatía en ese monólogo interior en el que se enfrentan la tranquilizadora (y aburrida) llamada al orden con la silvestre (y peligrosa) inclinación a la creatividad, mi amiga Palir Paroa sacó de su chistera, siempre repleta de bromas inteligentes, un sencillo párrafo que resuelve el dilema:

«Señores Da Vinci, su hijo no tiene remedio. No se centra. Ahora pinta, ahora esculpe o inventa máquinas voladoras. Les paso a la psicóloga«.

 

 

 

 

 

 

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De abajo a arriba, y de izquierda a derecha, Coque, Venus y Júpiter. Al fondo el castillo de Santa Catalina y las olas de La Caleta. Y sonando… una canción (casi) a capella, jugando con el poniente y la luna menguante, enredándose como un rizo (rebelde), como un (invisible) hilo rojo…

«Dinos nuestro nombre verdadero /

enséñanos el fuego /

Líbranos del tiempo /

líbranos del miedo…«

(Santo, SantoCoque Malla).

 

Portada

En la foto de Palir, como en todas las buenas fotos, pesa más lo invisible que lo visible…

Los invitados se marcharon al jardín y en el salón, ya vacío, sólo quedaron las luces, tendidas y encendidas, una guitarra muda y seguramente el germen, invisible, de lo que estaba por venir… Es lo que veo en la foto de Palir Paroa, y también lo que adivino. Quiero creer, con esa fe radical de los ateos, que en ese salón, esa noche, justo cuando Palir disparó su cámara, estaban tejiéndose, lejos de todos y en silencio, algunas de las canciones que cuatro años después, también en noche (casi) cerrada, yo mismo reconocería, como íntimas, frente al poniente del Atlántico, en cuarto menguante, junto a las cristaleras cómplices de una azotea gaditana.

Hay discos, hay canciones, que sin empeño alguno, sin voluntad por parte del que las disfruta, deciden, con criterio propio, acompañarte en un determinado tránsito. Son la banda sonora que alguien compuso para ti con inquietante y risueño tino. Las mujeres de Coque aparecieron en Córdoba, en la Navidad de 2014, y se subieron a mi coche, y en él se quedaron, rodando camino a Algeciras, a Medina Azahara, a Noudar, a Júzcar… Se dejaron tararear en mitad de la lluvia o en plena madrugada, siempre en el momento oportuno, porque todos aquellos momentos fueron oportunos y fugaces (como todos los momentos que son hermosos).

Las que estaban por venir, las que flotaban entre las luces del salón de Coque, las vimos nacer, al fin, en aquella azotea de julio donde, una vez más, quise parar el reloj. Despertaron, acústicas,  junto al Campo de las Balas, sobre La Caleta, al filo de la medianoche, allí donde quisimos librarnos del miedo y del tiempo. Y allí se quedaron, ingrávidas y luminosas, como las bombillas que Palir retrató en el salón de Coque.

«Me encantaba comer y beber /

no pensar qué decir ni qué hacer /

Cada minuto, cada segundo /

infinito, infinito…«

(El último hombre en la Tierra – Coque Malla).

Y allí seguían cuando, pasado el invierno, nos reconocieron, cuando las reconocimos, cuando volvieron a subirse a mi coche y se dejaron tararear. De Cádiz a Cádiz. Y el mismo poniente, o uno parecido. Y el mismo atardecer, o uno parecido. Y los esteros, y las nubes, y las risas, y las gaviotas, y la sal, y las manos…

Todo igual y todo diferente. Como la primera noche: sin miedo y sin tiempo…

 

 

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Bis Jansen

Cuando es poseída por la música Janine Jansen se despeina, hace saltar las crines del arco, se agita buscando la mejor expresión del sonido, sonríe en mitad de un torbellino de dolor ajeno…

La he llamado para que se acercara a mi portátil y lo viera con sus propios ojos. Que no mediara palabra, ni juicio. Que no tuviera que enfrentarme a la dificilísima tarea de escoger un adjetivo, o varios, para describir una de las virtudes nucleares de la existencia, uno de los dones que multiplican la intensidad de la vida hasta hacerla extraordinaria o trágicamente insoportable.

La he llamado para que viera a Janine Jansen al violín; apenas unos fragmentos del ensayo de un concierto de Shostakóvich, en el Auditorio Nacional de Madrid, bajo la batuta de Valeri Gergiev. El director, con esa gravedad y ese timbre de voz tan ruso, va relatando el desagarro del compositor y cómo esa carga emocional, que se esconde en las partituras, necesita ser expresada. Es algo más que técnica y comunicación, es pasión, pura pasión.

(Aquí está el vídeo de Janine Jansen y Valeri Gergiev)

He llamado a mi hija Sol para que viera como Janine Jansen es poseída por la música; cómo se despeina, como hace saltar las crines del arco, cómo se agita buscando la mejor expresión del sonido, cómo sonríe en mitad de ese torbellino de dolor ajeno… Sí, ya se que a Janine le han colocado ese adjetivo, algo malicioso, con el que ahora se tiñe casi todo lo que circula por las redes: mediático, mediática… Sí, Janine Jansen es muy mediática y por eso, afortunadamente, puedo traerla a casa, y que la vea mi hija, sin necesidad de viajar al Auditorio Nacional de Madrid o al Barbican Centre de Londres (que tampoco estaría mal, dicho sea de paso…). (*)

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Basta con mirar esta foto de Jacqueline du Pré para saber que en ella también habitaban la pasión y la alegría…

Me gustan estos ejemplos y la casualidad, que nunca es causal del todo, ha querido que justo cuando este blog cumple cinco años lo celebre de la misma manera con que lo inicié: con el ejemplo de mujeres apasionadas. En aquella ocasión (un 5 de febrero de 2011) conté cómo de la mano de Luz Casal llegué, hace bastantes años, hasta Jacqueline du Pré, la extraordinaria violonchelista británica que con sólo 28 años tuvo que retirarse de la interpretación aquejada de esclerosis múltiple. La foto en blanco y negro que ilustra este párrafo lo dice todo a propósito de Jacqueline, igual que ocurre en el vídeo de Janine Jansen.

¿Qué mejor manera de explicarle a mi hija Sol cómo se manifiestan la pasión y la alegría, esas virtudes esquivas e imprescindibles?

(Aquí está el video de Jacqueline du Pré interpretando una sonata de Brahms con Daniel Barenboim)

(*) Efectivamente no estuvo nada mal ver a Janine Jansen, a finales de mayo, en el Auditorio Nacional, con Palir Paroa y su, nuestro, Intermezzo. Uno de los regalos, inesperados, de 2016.

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A esta distancia mínima, y aún bajo los efectos de un Bartók espectacular, pude ver, en buena compañía, cómo Janine agitaba su melena…

 

 

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Cuando hice esta foto en Málaga, en el patio del Museo Picasso, no sabía que el azar me llevaría, en 2015, de las manos de Bourgeois (10 am When You Come to Me) a los amantes de Chagall (Les mariés de la tour Eiffel). Y entre una y otro: la luz, el agua, las flores… Es una buena foto, es una buena metáfora, para resumir un año intenso…

«La vida es corta, no la hagamos también pequeña»

(pensé que era una hermosa y espontánea confesión al oído pero descubrí, con pena, que era una cita de Goethe 😉 )

Es un empeño absurdo, un consuelo imposible, pero cuando se acaba el año y hago balance resulta inevitable pensar si aquello que pasó hubiera sido mejor evitarlo, si lo que no ocurrió quizá debería haber sucedido, si realmente (casi) todo fue inevitable o si lo (poco) que evitamos tendríamos que haberlo permitido. Y la conclusión a la que llego, sin pensar mucho, es… siempre la misma: bendito destino, bendito azar que me llevas y me traes regalándome un año, otro año, intenso, sin que pueda hacer otra cosa que celebrar lo inesperado, sea lo que sea.

¿Todo fueron buenas noticias? ¿Todo fueron aciertos? No. Las malas noticias no faltaron a la cita, y los errores, de los que aprender y también de los que no aprenderemos nunca, salpicaron la agenda (ese monstruo que pone orden donde sólo debería habitar el caos) en la dosis adecuada.

Desperté en lugares desconocidos. Crucé bosques al anochecer. Me interné (sin miedo) en las tormentas, buscando un arcoiris. Canté en el coche, al otro lado de la frontera. Descubrí palabras ocultas en las calles de Barcelona, en los escaparates de Estrasburgo, en las azoteas de París, en los acantilados de Swanage, en las bodegas de Valladolid, en las cristaleras de Cádiz, en los portales de Madrid… Cociné, leí, escribí. Regalé. Sonreí. Lloré. Confesé lo que sentía. Escuché. Agarré trenes que me llevaron hasta Bourgeois y Munch. Me entregué a un chaparrón de madrugada. Amé. Descorché cientos de botellas de vino. Cité a Sacks, a Robe, a Patti, a Stevenson, a Benedetti, a Frida, a Catulo… Susurré. Acaricié. Desaparecí en una fiesta. Me hiciste madrugar. Me hiciste reir. Respiré. Volé. Dormí. Soñé.

No, no me he aburrido, pero, eso sí, me he pasado el año huyendo de los aburridos y de los salvapatrias, corriendo en la dirección contraria. Tratando de evitar a los desleales y a los egoístas que, disfrazados, te esperan en cualquier revuelta del camino como bandoleros. No tengo tiempo para ellos, ni para ellas, lo siento. La vida es corta y con personajes así se hace, además, pequeña, muy pequeña, e innecesariamente retorcida.

Y al final (siempre ocurre así) he llegado a vosotr@s, a mis amig@s, a los que no tenéis que mirar el reloj para saber si me podéis dedicar un minuto o toda una vida. Si en los vaivenes del destino caprichoso estáis vosotr@s, cerca o lejos (¿quién dijo distancia?), no necesito cambiar el rumbo, aunque a veces parezca que lo he perdido sin remedio.

Un año más en manos del destino…, como debe ser.

PD: Hoy es 21 de diciembre y, por tanto, la Tierra, como en aquel pequeño vals, ha dado una vuelta completa alrededor del Sol para dejarme exactamente en el mismo lugar. ¿Somos nosotros los que, de manera mansa e imperceptible, volvemos al punto de partida, una y otra vez, o es el universo entero el que gira para regalarnos una segunda oportunidad? Convencidos de que el curso del tiempo es lineal e irreversible no admitimos esos misteriosos bucles a los que tanto esfuerzo dedican poetas y físicos, emparejados, aunque resulte extraño, en la búsqueda de una explicación a esa paradoja que traiciona los relojes, los calendarios y las agendas.

Vuelvo al mismo lugar pero… ya no soy el mismo.

«Tenía los años, los rasguños y la perspicacia suficientes como para saber que la vida es corta, y que cada uno de nuestros titubeos la acorta un poco más»

(Los cuerpos extraños, Lorenzo Silva)

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