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Archive for the ‘Cine’ Category

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Monsieur Thomasson (Eric Elmosnino) está a punto de acariciar al piano los primeros compases de «Je vais t´amier» convencido de que la joven Paula Bélier (Louane Emera) tiene el corazón suficiente como para interpretar la volcánica declaración de amor que haría «ruborizar a las putas del puerto» (Michael Sardou dixit).

» A faire pâlir tous les Marquis de Sade / A faire rougir les putains de la rade / A faire crier grâce à tous les échos / A faire trembler les murs de Jéricho / Je vais t’aimer…« (Je vais t´amier, Michael Sardou)

Mis amigos se ríen cuando les digo que, quizá, no deberíamos haber ganado la Guerra de la Independencia y ahora este país tendría una pátina afrancesada que no nos vendría nada mal, sobre todo en el universo de la Cultura. Quién sabe si el curso de la historia no hubiera jugado a nuestro favor dejando a Fernando VII como un noble jubilado en la dulce Valençay y evitando así que nos sumiera en la más absoluta oscuridad tras las luces ilustradas que ya se habían encendido en Cádiz.

Esta es una de mis boutades favoritas, sobre todo cuando veo una película como La familia Bélier y compruebo, una vez más (aunque ya lo he disfrutado, en vivo, en muchas ocasiones) que en las granjas francesas las vallas no se improvisan con viejos somieres oxidados; que los escombros no se esconden a pie de camino rural; que pasear en bici no es un deporte de alto riesgo, o que a los profesores de música, aunque lleven un foulard de colorines, se les tiene el respeto que merece cualquier profesor y (casi) toda la música… Claro, no todo es así de bonito e idílico, pero se le parece bastante.

Y para colmo, la peripecia familiar se adorna con las viejas canciones del controvertido Sardou y descubro a Louane, una nueva voz femenina francesa (que se une a mis adoradas Piaf, Soha o ZAZ), decidida a pellizcarme hasta la médula en la estremecedora Je vais t´amier. Pero, ¿de dónde viene ese estremecimiento? Mi cerebro funciona de forma caprichosa pero a veces, sólo a veces, si le das un poquito de tiempo termina por enlazar las neuronas necesarias y bucear, a pulmón, en esos recuerdos que se han escondido allí abajo, en las mismísimas fosas abisales de la memoria, a donde apenas llega la luz y, aún así, se mantiene la diminuta llama del sentimiento que un día alumbró aquel instante. Y allí estaba Je vais t´amier, sonando en el comediscos de mi tía Juana un día de verano de finales de los setenta (sí, del siglo XX…), con un fondo de guitarras aflamencadas (¿?) y la voz profunda de un Sardou encanallado. Mi tía no sabía francés y yo debía tener, como mucho, trece o catorce años (de los de entonces…), y creo que si los dos hubiéramos sabido traducir la letra de esa canción se nos hubieran puesto los pelos de punta… Ahora, cuarenta años después, al estremecimiento del recuerdo adolescente se une el sentido de la incontinencia poética, irreverente, que Sardou derrocha para describir lo indescriptible con una precisión que sólo conocen algunos amantes.

 

 

Ariel

Cada cosa en su sitio: las entradas, y sus correspondientes notas al margen, siempre terminan guardadas en la carátula de un CD. Así es mi particular archivo…

Mucho más sencillo me resultó interpretar lo que aquel mismo verano (porque no me extrañaría nada que estuviéramos hablando del mismo verano, ¿1978?) escuché en una verbena de Cerro Muriano (Córdoba). En un escenario improvisado con cuatro tablones viejos y mal puestos (efectivamente, perdimos la Guerra de la Independencia y eso se nota), y mientras esperábamos alguna aburrida actuación folclórica al uso, alguien pinchó, para entretener al respetable, un disco que en pocos minutos provocó, a partes iguales, las protestas de los adultos y el frenesí de los adolescentes. El disco se llamaba Matrícula de honor y el grupo que lo firmaba era Tequila. El frenesí duró poco porque otro alguien (lo imagino, no sé por qué, con bigotillo y gomina) se encargó de cortar por lo sano cuando sólo había sonado el primer tema (precisamente el imitadísimo Rock & roll en la plaza del pueblo). Pero… el veneno ya había pasado del oído al cerebro y de allí al corazón. No, no había antídoto ni cura posible.

Foto a Ariel

Aunque el tiempo pasado es una guerra perdida (lo que fue… ya no es) la imagen de Ariel Rot, esa noche, quedará atrapada para siempre en nuestra memoria y en la pantalla de un móvil…

Seguí a Tequila y luego me enganché a Los Rodríguezy entre unos y otros he ido recorriendo, con verdadera devoción, el enorme patrimonio rockero argentino, disfrutando por igual con los que allí se quedaron (el incombustible Charly García, mi querida Fabi Cantilo o la rotunda Bersuit Vergarabat) que con los que vinieron a fertilizarnos, porque el rock de este país no sería el mismo sin las semillas decisivas de Ariel Rot, Andrés Calamaro, Sergio Makaroff, Moris o Alejo Stivel.

«Hay veces que te dejas arrastrar / por la corriente sur / prefieres no pensar / Una  carcajada y te vas / viajando sin saber con quien te encontrarás…» (Colgado de la luna, Ariel Rot)

Desde que escuché aquella primera canción de Tequila la música de Ariel Rot (que firmaba con Stivel aquel rock&roll interruptus) forma parte de la banda sonora de mi vida, hasta el punto de que hay recuerdos que no existirían, o se habrían extinguido, si sus acordes y su voz no les hubieran imprimido sentido y eternidad. Por eso entiendo que el pasado viernes hubiera quien se asomó al Malandar buscando a Tequila o a Los Rodriguez y se quedara con esa sensación de agridulce vacío que deja el tiempo pasado que se niega a volver aunque sea en forma de canciones. Esa sí que es una guerra perdida: lo que fue ya no es, y hasta el propio Ariel se resistió a devolvernos aquellos tragos de Tequila, o los metió de nuevo en el alambique para deconstruirlos y transformarlos en una bebida irreconocible y absurda.

Yo me asomé buscando a Ariel Rot, sin más, y disfruté de algunas de esas canciones difíciles de corear, porque no están en la lista de los grandes o los viejos éxitos, pero que forman parte esencial de mi manera de entender, o no explicarme, los vericuetos de la vida, sus maravillosas sorpresas o sus curvas peligrosas. Y otra vez el azar, y el empeño, me regalaron la mejor compañía, esa que convierte la música en un idioma en el que nos reconocemos.

El del viernes no fue un concierto extraordinario, es cierto, pero la noche fue bonita y la celebramos con la felicidad de siempre, la que nos viene acompañando desde aquel Madrid de los ochenta y a la que no pensamos renunciar mientras tengamos amig@s que la alimenten con sus sonrisas y esparzan las cenizas, todas las cenizas, en el aire de la madrugada.

«Hay ofertas que no puedo rechazar / hay pactos que jamás voy a romper…» (Cenizas en el aire, Ariel Rot)

PD: Pues sí, acabo de darme cuenta que he terminado por hilar un cancionero espontáneo de Ariel Rot: pinchando en la palabra o en la frase adecuada podéis recorrer parte de esa banda sonora de mi vida…

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Quien ha escrito la reseña afirma, con acierto, que «en pocas ocasiones [Truffaut] dejó entrever tanta pasión como en Jules et Jim»

Aunque sea a alta velocidad, el AVE que hoy me lleva a Barcelona me regala el suficiente tiempo como para preparar el trabajo, dormitar un poco y encontrar, hojeando el periódico, un guiño inesperado que me devuelve a otro tiempo y, sobre todo, al placer (ese sí, intemporal) que brindan algunas películas.

No creo que esté en el hotel a esa hora, pero disfrutaría viendo por ¿enésima vez? Jules et Jim, una de mis películas favoritas (hoy, quizá, mi película favorita, aunque hay tantas que mañana podría alzar a otra sin que esta joya francesa, en riguroso blanco y negro, se retirara de mi terna imprescindible).

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¿Quién puede permanecer invulnerable a ciertas sonrisas, incluso en los días nublados?

Cuando la vi por vez primera me enamoré (inevitable) de Jeanne Moreau y de la forma en que recita, en un fundido a negro, estos cuatro versos agridulces: «Me dijiste: te amo. Te dije: espera. Iba a decirte: tómame. Respondiste: vete«. Y de la forma en que sonríe en mitad de la tormenta o a pleno sol, con ese aire tan francés en donde se mezclan la sofisticación y la inocencia.

Me enamoré de una forma de entender el amor y la amistad que sólo unos cuantos entienden, que muchos condenan, que algunos ridiculizan y que pocos, muy pocos, tienen la fortuna de vivir. No es tan dulce como lo pintan los poetas ni tan trágico como lo describen los románticos más fatalistas, pero ese territorio incierto en el que a veces se aventura el corazón humano nos reserva algunas de las mejores sorpresas con las que se construye la vida, al menos ese tipo de vida, intensa, que se entrega a lo inevitable sin falsas expectativas, que huye de la rutina y que le sonríe al dolor para engañarlo.

No sé por dónde andaréis a las 23:40 h. pero cruzar la medianoche viendo Jules et Jim es una muy buena forma de despedir un martes de otoño.

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Mirando, desde la Alpujarra, cómo el amanecer ilumina la Sierra de Gádor. Y muy al fondo… el Mediterráneo. Sí, aún existen lugares como éste…

Tengo la mala costumbre de salir al campo y, a veces, como este fin de semana, hasta cometo la imprudencia de perderme en algún lugar remoto en donde no hay carreteras, ni luz eléctrica, ni cobertura de móvil, ni televisión, ni radio… Sí, de verdad, esos lugares aún existen en Andalucía, aunque cada vez sea más difícil encontrarlos (adjunto, como prueba, una foto).

Lo malo de esos paraísos, si es que tienen algo malo, es que hay que volver, y regresar a la ciudad y sus fantasmas.

La primera mañana después del retorno es particularmente difícil porque uno se enfrenta de nuevo a la gran urbe como el que se enfrenta a un monstruo capaz de devorar, en pocos minutos, toda la paz que hemos ido atesorando, poco a poco, en las montañas.

Dentro de esa cápsula de metal por la que transito, camino del trabajo, entre el ruido y el humo, no suena el monótono informativo que habla de elecciones, crisis y fútbol (la triada del aburrimiento y la desesperanza) sino que, para sobrevivir al atasco, siempre suena algo de música. Con ella amanso a la fiera y vuelvo a las montañas, aunque en el horizonte sólo se dibujen farolas y asfalto.

Hoy he elegido a Marketa Irglova y Glen Hansard, los protagonistas de “Once”, la sencilla película irlandesa que habla de la esperanza en una ciudad, Dublín, que entonces (2006) comenzaba a ser devorada por los tiburones de las finanzas (los mismos que ahora nos rondan a nosotros).

En mi coche, hoy, suena “If you want me”, y vuelvo a las montañas, y a Dublín…

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Como algunos nos temíamos esa calma chicha que se instaló durante algunos días de agosto (pocos, para que nos vamos a engañar) sólo era un intermezzo, un breve respiro en el frenesí de un año en el que los equipos de demolición no paran de arrearle martillazos al Estado del Bienestar y al Estado de Derecho.

“Tensa un arco hasta su límite… y te arrepentirás” dicen los maestros Zen, y algo así parece que pueda ocurrir en este otoño-invierno en el que el arco de la desesperanza va a seguir tensándose desde Madrid, desde Bruselas, desde Berlín…

A veces un intermezzo es el preludio de una tormenta mayor, la antesala de una tragedia tejida con paciencia y ceguera. Justo como lo planteó Coppola en la secuencia final de El Padrino III con la que hoy adorno este blog (porque llevaba tiempo sin traer algo de música); aunque, como digo, el Intermezzo de la Cavalleria Rusticana, de Pietro Mascagni, sirva en este caso como paisaje sonoro de una cuenta que se salda de manera sangrienta, y que pagan los más inocentes (como es habitual), porque alguien tensó demasiado el arco de la injusticia…

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Cuando hace unos días escribí a propósito de la voz desnuda (post del 19 de junio)  me olvidé de una tercera mujer, de un tercer ejemplo que ilustra, de manera contundente, esa manera de hacer música en la que el sonido se engancha en la boca del estómago, te eriza el vello y termina tejiendo un nudo en la garganta que te deja casi sin aliento.

Jocelyn Pook (Londres, 1964) ya era una compositora y una intérprete soberbia cuando la descubrió el director de cine Julio Medem. Él mismo confiesa que al escucharla por vez primera sintió “una auténtica sacudida emocional”. Por eso le pidió que se ocupara de la banda sonora de “Caótica Ana” (2007) y también de “Habitación en Roma” (2010).

De esta última película os regalo hoy el tema “Libera me”, inspirado en el Réquiem de Verdi y que se convierte, paradójicamente, en un canto a la vida y a la sensualidad. Casi coincidiendo con la noche de San Juan, que es cuando suena en la película, la disfrutamos, bebiendo sangría, en el jardín de Javier, Olga y Alba.

Para qué describir esta joya si ya Medem lo hizo de manera magistral: “La música de Jocelyn Pook parece surgir de las mujeres que hablan desde el fondo del tiempo…”.

Libera me Dominede morte aeterna (Líbrame Señor / de la muerte eterna)


La web de Jocelyn Pook: http://www.jocelynpook.com/

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En el alféizar de la ventana de la cocina, la que mira al olivo, ya han florecido los narcisos que compró Maite y están a punto de hacerlo los tulipanes que Paca nos trajo de Amsterdam.
El periódico que anoche olvidé en la encimera está abierto y anuncia, en página par, que la casa de “Vacaciones en Roma” (la de via Margutta, a la que peregriné un sábado de marzo) se encuentra en ruinas.
Y en la memoria todavía lucen frescos los recuerdos, y las risas, que ayer, en Córdoba, empapamos en cerveza. Fue en el viejo camino de las ermitas, cerca de nuestro territorio infantil, y fueron Alberto y Paco, cómplices en una patria que sólo es nuestra, los que convocaron aquellos días felices.
Con estos materiales, y la nostalgia que habita en ellos, me pongo a cocinar. De Amsterdam tomo los aromas, sencillos, de aquella sopa que un día, entre copos de nieve, saboreamos en el Bazar de Albert Cuypstraat (www.bazaramsterdam.nl). De Roma el genuino bullicio latino, y ese caos ordenado , de Casa Luzzi (Via di San Giovanni in Laterano, 88). Y de Córdoba, los fogones, casi siempre encendidos, de mi casa, o de la casa de mi abuela, donde tantos caldos caseros alimentaron mi desgana.
Hoy voy a regalarle a Sol una sopa Minestrone (algo heterodoxa, pero Minestrone). Las verduras nos las dicta la temporada, y siempre se puede improvisar con el fondo de frigorífico (aunque a mí la col rizada nunca me puede faltar en este plato). La Minestrone de este domingo de marzo lleva una cebolla pequeña, un puerro, una vara de apio, una zanahoria, media col rizada, una patata pequeña, un tomate bien maduro, un trozo de careta de cerdo (hay quien usa bacon o un trozo de jamón con veta de tocino, pero yo tiro de los restos de careta de cerdo, salada y ahumada, que compré en un viejo colmao de Oporto, y así incorporo una cuarta ciudad a la receta), queso parmesano, perejil fresco y unos dos litros de caldo (ligero) de pollo (un sustituto de tienda que no desmerece: caldo Aneto, de pollo, en tetrabrik).
Picamos en trozos pequeños la cebolla, el puerro, el apio, la zanahoria y la careta de cerdo. Todo estos ingredientes los ponemos, con un chorreón de aceite de oliva, en una olla bien grande, de fondo grueso, donde se irán mareando a fuego mediano. Cuando estén tiernas estas verduras añadimos (también picados en trozos pequeños) la col rizada, la patata y el tomate. Añadimos un trozo, generoso, de queso parmesano (si puede ser con costra, con corteza, mejor). Salpimentamos y seguimos mareando, a fuego medio, durante unos 15 minutos. Entonces añadimos el caldo y llevamos a ebullición. Dejamos hervir, a fuego suave, durante unos diez minutos y ya está lista la sopa. Servimos cada plato con un poco de queso parmesano rallado (se prescinde del trozo que coció en la olla) y perejil fresco bien picado.
Los hay que gustan de añadir un poco de pasta (unas conchitas, por ejemplo) a esta sopa, dejándola hervir justo hasta que las conchitas estén al dente.

Aunque Sol aún no puede beber vino (todo se andará) me da que esta sopa está pidiendo un Sauvignon Blanc. Algún blanco de Rueda debe andar escondido debajo de la escalera, y con él brindaré por aquella patria escondida en la memoria, aquella a la ayer volví con Alberto y Paco.

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