Una desordenada despensa en la que puedo almacenar caracteres para escabullirme de las 140 pulsaciones a las que me obligan en Twitter. PD: También se me quedan cortas 280 pulsaciones…
De vuelta a casa, en la ruralidad menospreciada del Aljarafe, sorteando a las bellísimas oportunistas. Foto: José María Montero
No es un prólogo al uso, puede que incluso resulte algo incómodo para quien espera una loa a la jardinería periférica, pero cuando desde el Ayuntamiento de Mairena del Aljarafe (Sevilla) me pidieron que escribiera la introducción a la Guía Visual de la Biodiversidad del Parque Periurbano de la Hacienda Porzuna, al que tanto cariño tengo, pensé que era una buena oportunidad para reflexionar sobre el valor del entorno natural de nuestras ciudades, elogiar la delgada (y menospreciada) línea que separa lo urbano de lo rural y, sobre todo, defender la belleza, caótica e inesperada, que aún se conserva en estos espacios aparentemente domesticados.
Este post es un fragmento de ese prólogo. La guía completa, de distribución gratuita, la podéis descargar aquí:
“En un mundo completamente descubierto, la exploración no se detiene;
simplemente, hay que reinventarla”
(Fuera del mapa, Alastair Bonnett)
Durante décadas nuestras ciudades han crecido atendiendo, como único referente, a los dictados del mercado inmobiliario. De acuerdo a estos criterios, el patrimonio rural y natural que rodea a las grandes urbes no tiene valor, son terrenos rústicos, baldíos, no urbanizables. Cercados por el asfalto y el hormigón, muchos de estos territorios han acabado convirtiéndose en basureros o escombreras, incapacitados para cumplir los servicios ambientales (ocultos y gratuitos) que nos brindaban y perdiendo hasta el humilde atractivo paisajístico que un día tuvieron.
Estos cinturones de tierras rústicas se convirtieron en los grandes suministradores de suelo urbanizable, alimentando un crecimiento difuso y desordenado que en pocos años originó un deterioro en la calidad ambiental tan grave como el que se registraba en el centro de la gran ciudad, aquel territorio que parecía tan lejano y hostil cuando comenzó la colonización de las afueras. ¿Qué ventajas obtiene el ciudadano que huye de la urbe cuando finalmente termina en otro paraje consumido por el tráfico, el asfalto y el ruido? Tan obvio resulta el sinsentido que en pocos años algunos de esos municipios, los más sensibles a las demandas vecinales, redescubren el valor de la naturaleza perdida y se lanzan a salvar las escasas parcelas de paisaje, más o menos humanizado, que habían sobrevivido al tsunami del ladrillo y el progreso mal entendido. Vuelve el aprecio al campo, aquel tesoro que a casi nadie interesaba, y aparecen así los parques periurbanos, una fórmula que salvaguarda lo que nunca debió desaparecer, una figura que señala los oasis en los que reconciliarnos con nuestro origen. ¿Acaso no somos, nosotros también, naturaleza?
Lástima que, con frecuencia, este esfuerzo bienintencionado sucumba ante el empuje de la utilidad, esa tentación, tan humana, que empobrece la diversidad inesperada y caótica que nos regala la naturaleza cuando la dejamos ser y estar a su manera. Admito que no es fácil ofrecer a los ciudadanos espacios de ocio en donde se cumplan las infinitas normas que regulan la convivencia, en donde sea posible organizar el mantenimiento de los recursos naturales y, al mismo tiempo, en donde la vegetación y la fauna puedan expresarse de manera espontánea. En la búsqueda de ese equilibrio se suele sacrificar lo asilvestrado, y así el campo se convierte en jardín o en zona verde, parcelas útiles y previsibles, cómodas, que son el triste remedo de un bosque o un soto.
También es cierto que son pocos los urbanitas, aunque sean de extrarradio, que elogian una pradera salpicada de malas hierbas, unas veredas tortuosas e irregulares, los matojos que adornan las lindes, los insectos que se atrincheran en cualquier recodo, los charcos y barrizales que deja el aguacero, la espesura del matorral que nos impide avanzar,… Pero es que a mí, quizá saturado de tanta civilidad, no me gustan los jardines donde todo obedece a un plan y lo imprevisto se considera molestia, y por eso, tal vez, la virtud que más aprecio en el parque de la Hacienda Porzuna sea precisamente su rusticidad, un margen de espontaneidad suficiente como para creernos en el campo.
El asombro no necesita de ninguna erudición. Sólo hay que saber mirar y poner en esa mirada algo de sentimiento, una cierta empatía con todo lo vivo. La belleza sería, así, el único reclamo del paraíso perdido, la llamada de un mundo que nos es propio y que, sin embargo, hemos convertido en ajeno. A diferencia de lo que ocurre con alguno de los múltiples objetos, hermosos, que los humanos somos capaces de crear, la belleza que nos sorprende en el errático vuelo de un gorrión, en el rumor vegetal que el viento provoca al agitar las hojas, en el lento discurrir del sol en un crepúsculo, en las sombras que proyecta el amanecer entre los árboles o en las caprichosas formas que las nubes dibujan en su tránsito…., lo que diferencia a todas estas sorpresas es que no necesitan de explicaciones. Podemos percibir la belleza sin saber nada a cuenta de lo que estamos contemplando. Podemos prescindir de la razón, y hasta de la memoria. Sobran las palabras (nunca mejor dicho) o hacen falta muy pocas. Algo, profundo y antiguo, nos dice que ahí habita la belleza y, a veces, también, nos advierte de su enorme fragilidad.
Pero no siempre el asombro aparece de manera espontánea, y casi me atrevería a decir que la rutina de lo urbano nos incapacita para esa mirada desnuda de juicios y prejuicios con la que acercarnos a lo natural. Es entonces cuando el conocimiento puede venir en nuestra ayuda. La guía que tengo el placer de prologar es justamente eso, una cuidada invitación al asombro, si es que nunca hemos pisado el parque de la Hacienda Porzuna; las lentes que nos ayudarán a enfocar lo que aparece borroso por desconocido, una brújula precisa con las que poder internarnos en este vergel en el que, quizá, hemos paseado distraídos, encadenados a nuestros pensamientos, pero ajenos a todo lo vivo que nos rodeaba.
Con este mapa entre las manos será más sencillo nombrar la belleza y saber de qué manera se manifiesta, en qué estación del año se decide por una señal y cuáles elige para hacerse presente en otro hito del calendario. Los sonidos, y el movimiento fugaz, también tendrán su nombre: visitantes alados, huidizos reptiles o discretos insectos. El verde, los ocres, las hojas y troncos, los tallos, las flores…, ocupan, asimismo, su lugar en este inventario, el de un paraíso cercano. Y, a modo de resumen, la combinación de elementos botánicos y faunísticos se nos revelará como una fértil y compleja comunidad, en la que podemos ser discretos espectadores o incorporarnos a ella, como una pieza más de ese entramado biológico. Tiene el parque, como deberían tener todos los parques públicos, espacios reservados a la convivencia y la celebración, lugares donde, desde el respeto y el civismo, podemos sumarnos a esa fiesta a la que siempre invita el contacto con la naturaleza.
Llevo muchos años visitando el parque de la Hacienda Porzuna y os confieso que algunas de las maravillas que atesora, esas que escasean en la ciudad, no suelen mencionarse en una guía al uso, y por eso me atrevo a sugerir que una vez identificados los árboles y arbustos, los invertebrados y las aves, los accesos y los horarios, os detengáis también en la discreta contemplación de las gotas de rocío, los hormigueros, las hojas muertas o las telas de araña. Que disfrutéis de la flora oportunista (qué acertada definición) a la que acuden orugas y mariposas; del canto de las ranas anunciando la primavera o del vuelo de los murciélagos que nos rondan, sigilosos, en el ocaso. Deteneros en el desorden y en la inutilidad de la vida, miradla como la miran los niños, sin expectativas.
Lo que sabemos con certeza de este gran universo cambiante es muy limitado. No todo obedece a un plan. Casi nada es previsible. En la naturaleza la exploración no se detiene nunca, sólo hay que reinventarla. Esta es una guía viva, como el propio escenario que describe, en la que cada visitante curioso se convierte también en autor.
Un universo tan complejo como inasible se manifiesta al lado de casa, fuera de esas cuatro paredes que nos aíslan de los otros, en los tentadores paisajes, algo domesticados pero vivos, que nos regala el parque de la Hacienda Porzuna. Ahora, además, tenemos un mapa del paraíso con el que perdernos, sin renunciar al asombro, sabiendo en dónde y con quién estamos.
Las redes sociales están bien surtidas de científicos de alpargata, meteorólogos aficionados, físicos diletantes y, sobre todo, cambioclimatólogos de pacotilla. Una de las clásicas gracietas de estos gurús es considerar que las olas de calor que estamos sufriendo no son más que las clásicas manifestaciones de un verano cualquiera. “Llámalo verano”, dicen entre risas, pero como explica la propia Agencia Estatal de Meteorología (AEMET), “en verano es normal que haga calor, pero este calor no es normal”. La de junio fue una de las olas de calor más tempranas desde que existen registros y la que estamos padeciendo estos días, advierten desde este organismo oficial, reúne todas las condiciones para convertirse en una de las peores de la historia en los tres parámetros decisivos: extensión, intensidad y duración.
El vínculo entre olas de calor y cambio climático es muy sólido desde el punto de vista de las evidencias científicas, de manera que estos episodios anormales serán cada vez más frecuentes y no, no son propios del verano, ni siquiera del verano sureño. En España las olas de calor se han duplicado en la última década (efectivamente, sigo citando a la AEMET) al pasar de 11/12 por década a 24 entre 2011 y 2020. “En los años ochenta y noventa, había seis días al año bajo situación de ola de calor y en la década pasada subió a 14″, precisa Rubén del Campo, uno de sus portavoces. Y añade: “las olas de calor están aumentando y van a aumentar aún más”.
Hasta que el cuerpo aguante
El cuerpo es capaz de hacer frente a una elevación de la temperatura ambiental disipando con variados mecanismos el calor sobrante. Los más efectivos son la dilatación de los vasos sanguíneos (aparece el característico enrojecimiento de la piel), la sudoración y el descenso de la actividad muscular.
Aunque la adaptación al calor depende de múltiples factores individuales, tanto fisiológicos como psicológicos, suelen manejarse de forma orientativa algunos puntos termométricos de agrado. Así, un individuo desnudo y en reposo suele estar cómodo entre los 24 y 26 ºC; vestido y realizando un trabajo sedentario la temperatura agradable baja hasta los 20-22 ºC, y si además de estar vestido se ejecuta un trabajo rudo, el termómetro no debería sobrepasar los 16-18 ºC.
Cuando la temperatura ambiente comienza a subir por encima de estas cifras de agrado, el cuerpo, en personas jóvenes y sanas, se prepara para enfrentar la situación. En el plazo de una semana se manifiesta un proceso de aclimatación. Se modifican las frecuencias cardiaca y respiratoria, baja la temperatura corporal, aumenta el volumen de sudoración (hasta tres litros por hora) y se incrementa la eficacia muscular (a igual trabajo se genera menos calor). Sin embargo, cuando las condiciones ambientales adversas se prolongan en el tiempo (temperatura superior a 35 grados y humedad por encima del 60 %), los mecanismos de adaptación comienzan a fallar y el organismo puede terminar por colapsarse, apareciendo el temido golpe de calor. En este vía crucis tienen especial relevancia las temperaturas nocturnas, ya que la sensación de calor es más acusada si durante la madrugada la temperatura se mantiene por encima de los 20-25 Cº, la famosa “barrera del insomnio” (esa que estamos superando estas noches tórridas).
La disposición psicológica influye en esa capacidad de adaptación. Enfrentarse a una ola de calor con el convencimiento de que puede controlarse la situación ayuda al organismo a hacer frente a un ambiente hostil. Los aumentos moderados de temperatura aumentan la activación, con lo que mejoran los rendimientos en las tareas fáciles y empeoran relativamente en las difíciles. Pasado un cierto punto, en torno a los 35 grados, la activación comienza a disminuir y se hacen cada vez más difíciles tareas como la vigilancia, la conducción de automóviles o el cálculo mental.
En personas sensibles, las habituales conversaciones recurrentes en las que se magnifican los niveles y efectos de las altas temperaturas dificultan la aclimatación psicológica.
Aunque lo afirman en sentido figurado, nos les falta razón a aquellos que aseguran que el calor los vuelve locos. Además de la salud, también las altas temperaturas pueden alterar la conducta y convertirnos en sujetos irritables, asociales o violentos.
Algunos estudios llevados a cabo por psicólogos norteamericanos en la década de los 70 del pasado siglo demostraban que la pericia en la conducción de automóviles disminuye conforme aumenta la temperatura y que, sistemáticamente, solemos calificar peor a desconocidos cuando se sobrepasa en exceso la temperatura de confort, situada en torno a los 20-25 ºC. Incluso hubo quien, analizando datos históricos y estadísticos, encontró una correlación entre las olas de calor y el inicio de motines y otros desórdenes. Si bien las relaciones entre agresividad y temperatura son complejas, parece que los ambientes calurosos favorecen las conductas agresivas en individuos que habitualmente no son irritables y las reducen en personas más temperamentales.
La conducta social, en definitiva, también resulta modificada en estas circunstancias meteorológicas. Es habitual que aumente la distancia física interpersonal porque buscamos apartarnos de otros individuos como defensa contra el calor que producen.
En Andalucia, una ola de calor sirve también para poner en evidencia los diferentes mecanismos de apoyo social que funcionan en áreas urbanas y rurales. Los fallecimientos por golpes de calor se concentran en las grandes ciudades y en personas mayores, mientras que en los pueblos, donde existe un mayor control y apoyo de la colectividad, la tasa de mortalidad suele ser menor.
Nota al pie:
Miércoles, 13 de julio de 2022. Previsión oficial de temperatura máxima:
– Sevilla 45 ºC – Badajoz 44 ºC – Bagdad 44 ºC – Córdoba 43 ºC – Zaragoza 42 ºC – Riad 42 ºC – Tombuctú 39 ºC – El Cairo 36 ºC Cada vez menos Sur de Europa y más Norte de África…
Muchachos trepando a un árbol, 1791-92, óleo sobre lienzo. Francisco de Goya. Museo del Prado (Sala 090).
¿Por qué a los niños le gusta subirse a los árboles? Gracias a la invitación de la doctora Concha Villaescusa, el pasado 11 de junio tuve ocasión de hacerme esta pregunta, y tratar de responderla, frente a más de un centenar de pediatras reunidos en el evento de formación Growth22, que se celebró en Madrid. Mi ponencia, que era la de clausura, se dictaba desde el mismo corazón de una gran ciudad, convertida, como tantas otras, en un medio hostil donde la contaminación, el ruido, la escasez de zonas verdes o el individualismo erosionan nuestro bienestar. En el caso de los niños la vida en estos territorios, alejados de la naturaleza, puede terminar provocando importantes alteraciones en su salud física y emocional. Cada vez se suman más evidencias, y esas fueron las que compartí, en torno al trastorno por déficit de naturaleza y al carácter reparador que la simple contemplación de un espacio silvestre tiene en los humanos.
A escasos diez minutos andando del hotel en donde nos reuníamos se encuentra el Museo del Prado y allí se conserva el óleo Muchachos trepando a un árbol, de Goya, obra que transmite el delicado encanto de las escenas que el artista denominaba “asumptos de cosas campestres y jocosas”. Es una variación de otro cuadro, Muchachos cogiendo fruta, que pintó algunos años antes. En ambos casos un grupo de niños se ayudan para encaramarse a un árbol, acción que entonces debía ser tan cotidiana como lo ha sido hasta hace muy poco tiempo. Ahora, hoy, que los niños se suban a un árbol es una rareza, sobre todo en entornos urbanos, donde incluso esta práctica se llega a sancionar con severas multas.
La nuestra es una especie acostumbrada a subirse a los árboles, donde siempre hemos encontrado alimento y refugio, frutos para sortear el hambre y altura suficiente para escapar de algunos predadores. Existe, pues, una íntima relación biológica, que con el tiempo ha derivado en un poderoso vínculo emocional, entre humanos y árboles, hasta el punto de añorar esas acciones primarias que nos devuelven a la vida en la naturaleza. ¿Quién no ha fantaseado con una cabaña en la copa de un árbol?
La hipótesis de la biofilia, expuesta por el entomólogo Edward O. Wilson en 1984, habla precisamente de esta tendencia innata a sentirnos en comunión con la naturaleza y a tener incluso marcado en nuestros genes el aprecio por un ambiente natural semejante al de las sabanas, el ecosistema en donde habitaron los primates de los que procedemos, espacios salpicados de árboles, elementos vivos indispensables para procurarnos sustento y otear, de manera segura, el entorno y sus amenazas.
La vida en la ciudad ha ido deteriorando este vínculo, ocultando que es una necesidad y no un capricho, y llegando, incluso, a generar falsos miedos con los que justificarnos. En cualquier servicio de urgencia saben que son más frecuentes en niños las lesiones provocadas al caerse de una cama que las que tienen su origen en la caída de un árbol, por no hablar de otros accidentes domésticos que lideran las más sombrías estadísticas (intoxicaciones con productos químicos, quemaduras en la cocina, descargas eléctricas…). El psicopedagogo italiano, famoso por sus tiras cómicas dedicadas a la infancia, Francesco Tonucci lo explica de manera contundente: “El lugar más peligroso para un niño es su casa y el coche de sus padres”. Y por eso mismo llega a invertir el argumento más convencional en donde se apoyan los miedos injustificados: “Dejar a los niños salir de casa es una forma de cuidarlos”.
Diferentes grupos de trabajo, compuestos por especialistas en variadas disciplinas científicas, llevan años estudiando los riesgos que plantean determinadas sustancias químicas en la salud infantil. Entre otras preocupan las dioxinas, los bifenilos policlorados (PCB), los metales pesados y los disruptores endocrinos. Estos últimos, presentes en multitud de elementos de uso cotidiano, actúan como falsas hormonas alterando el correcto funcionamiento del organismo.
Pero la amenaza de estas y otras sustancias nocivas no sólo está presente en el aire contaminado de las grandes ciudades o en espacios abiertos sometidos a un intenso deterioro atmosférico. El interior de los edificios y viviendas también acumula concentraciones notables de agentes tóxicos. Los europeos pasamos entre un 85 % y un 90 % de nuestro tiempo en espacios cerrados, y aunque en ellos se crea la falsa sensación de estar a salvo de las agresiones ambientales, varios estudios amparados por las autoridades de Bruselas revelan cómo los niveles de contaminación en el interior de inmuebles pueden llegar a duplicar las cantidades medidas en el exterior. Primera evidencia importante: nuestras casas, como asegura Tonucci, no siempre son más seguras que el ambiente exterior.
Todas estas amenazas podrían minimizarse reduciendo lo que Richard Louv describió en 2008 como “trastorno por déficit de naturaleza”, una consecuencia de ese progresivo alejamiento de lo natural hasta el punto de llegar a provocar un “uso disminuido de los sentidos, dificultades de atención e índices más elevados de enfermedades físicas y emocionales”.
Las evidencias en torno a este trastorno no dejan de multiplicarse en diferentes escenarios. En España, por ejemplo, han resultado reveladores los estudios del Instituto de Salud Global (ISGlobal) que han demostrado cómo los niños que tienen una exposición continuada a espacios verdes cerca de sus viviendas presentan mejores resultados en pruebas que miden su capacidad de atención. “Los espacios verdes en las ciudades”, concluyen los especialistas de este centro de investigación con sede en Barcelona, “promueven vínculos sociales y actividad física, así como también disminuyen la exposición a la contaminación del aire y el ruido. Por tanto, son imprescindibles para el desarrollo de los cerebros de las nuevas generaciones”.
Pero, ¿puede evaluarse ese impacto beneficioso en la propia anatomía del cerebro infantil? El ISGlobal quiso profundizar en ese elemento, de manera que volvió a embarcarse en una nueva investigación, en la que también colaboraron el Hospital del Mar y la UCLA Fielding School de Salud Pública. De forma resumida, la principal conclusión de este nuevo estudio es que “los niños y niñas que se han criado en hogares rodeados de más espacios verdes tienden a presentar mayores volúmenes de materia blanca y gris en ciertas áreas de su cerebro”. Esas diferencias anatómicas están a su vez “asociadas con efectos beneficiosos sobre la función cognitiva”.
En este último trabajo participaron 253 escolares de Barcelona. La exposición a lo largo de la vida a espacios verdes en la zona residencial se estimó utilizando imágenes vía satélite de todas las direcciones de los participantes desde su nacimiento hasta el momento del estudio, y la anatomía del cerebro se examinó por medio de imágenes por resonancia magnética tridimensional (IRM) de alta resolución. “Este es el primer estudio que evalúa la asociación entre la exposición a largo plazo a los espacios verdes y la estructura del cerebro”, afirma Payam Dadvand, investigador de ISGlobal y autor principal del estudio. “Nuestros hallazgos sugieren que la exposición a espacios verdes de manera temprana en la vida podría resultar en cambios estructurales beneficiosos en el cerebro”, concluye.
Adonina Tardón, directora del Área de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Oviedo, tampoco tiene muchas dudas con respecto a esta relación entre salud y espacios verdes en el caso de los más pequeños, algo que han corroborado realizando el seguimiento de casi 500 madres y sus nacidos, hasta los 14 años, en una zona industrializada de Asturias. En este caso la investigación reveló que “a los cuatro años ya existe en los niños una alta prevalencia de metales pesados en la orina, y un importante déficit de vitamina D en sangre, lo que afecta al sistema inmunitario”. Y el motivo de este déficit “podría ser la falta de paseos o juegos al aire libre” entre otros factores. La doctora Tardón expone en sus conclusiones que “es altamente recomendable que los niños paseen al aire libre lo máximo posible, y que se haga una ventilación forzada de los hogares”.
Quizá el especialista que lleva más años involucrado en esta defensa de la vida al aire libre, basada en evidencias científicas, sea José Antonio Corraliza, catedrático de Psicología Ambiental en la Universidad Autónoma de Madrid. Sus trabajos demuestran que “la naturaleza cercana incrementa los recursos con los que somos capaces de enfrentarnos a eventuales situaciones estresantes, que los niños y niñas que asisten a clase en colegios cuyos patios tienen mayor cantidad de naturaleza son capaces de sobrellevar mejor el estrés y que la exposición y el contacto con elementos naturales o naturalizados está en relación directa con las actitudes y el comportamiento a favor del medio ambiente que manifiestan los niños”. Explicado de otra manera, y recurriendo al concepto acuñado por Louv, el trastorno por déficit de naturaleza, sostiene Corraliza después de una extensa revisión de estudios realizados en diferentes ciudades, se manifiesta “en un déficit de atención e hiperactividad, obesidad, ausencia de creatividad y curiosidad, analfabetismo natural, falta de conexión e identidad con el entorno, individualismo y escaso sentido de comunidad”.
Para escapar de esta trampa de asfalto y hormigón Corraliza sugiere que se abra un triple debate, en el que se revise la agenda infantil de vida diaria, donde hay que reducir el uso de tecnología y la vida sedentaria en espacios cerrados; se repiensen los centros escolares, apostando por una naturalización de estos espacios, y, finalmente, se diseñen las ciudades mejorando la calidad de los espacios públicos y la naturaleza urbana. “El contacto con lo natural”, concluye este psicólogo, “no es un entretenimiento, sino algo crucial para nuestro equilibrio psicológico y nuestra salud”. Subirse a los árboles, en definitiva, es algo más que un juego de niños.
Que te arrastre un viento huracanado, micrófono en mano, no te convierte en meteorólogo ni hace de ti un experto en cambio climático. No, el periodismo (especializado) no funciona por ósmosis.
A lo largo de mi vida laboral he tenido el privilegio de aprender junto a algunas excelentes profesionales, periodistas que han modelado mi manera de entender este oficio. Desde Carmen Yanes, mi primera jefa (una teresiana comprometida y seria) en el extinto Nueva Andalucía, hasta Sol Fuertes y Soledad Gallego-Díaz, cuando ambas me ofrecieron escribir una página semanal de medio ambiente en la edición andaluza de El País (1992-2007).
De esta última recuerdo una conversación que terminó por convertirse en uno de mis mantras, un consejo que, al cabo de los años, y en lo que se refiere al periodismo especializado, ha ido creciendo en su acierto. Me lamentaba yo un día en su despacho al comprobar que un diario de la competencia se me había adelantado en la publicación de un tema que yo andaba preparando para mi «Crónica en verde» (el clásico síndrome de la «exclusiva» pisoteada). Soledad fue rotunda:
– Nunca debes preocuparte porque alguien se adelante. Preocúpate de que tu reportaje sea mejor. Si necesitas más tiempo, tómatelo, y demuestra que la calidad de tu trabajo ha merecido la espera.
Cuánta razón tenía. ¿De qué sirve correr cuando lo que nos piden nuestros lectores, nuestra audiencia, es entender? Lo triste es que, casi tres décadas después, todavía hay quien en este oficio cree que lo importante es ser el primero aunque la precipitación nos impida interpretar con acierto cuestiones complejas: el espectáculo por encima de la información, las prisas como un supuesto valor añadido (aunque nos conduzcan al descrédito). Y no me refiero a dejar que la actualidad deje de serlo y que lleguemos tarde, cuando ya no se nos requiere como periodistas, me refiero a aplicar cierta calma, la imprescindible para hacer bien nuestro trabajo. Y para que esa calma tenga su justa medida, y no se eternice (que tampoco se trata de eso), lo que se necesita es formación, capacidad de análisis, estudio, manejo rápido y certero de las fuentes apropiadas, uso preciso del lenguaje, cultura, contención, y, sobre todo, conocimiento del tema que vamos a abordar.
Uno de los argumentos más perversos que se ha ido imponiendo en el oficio periodístico es aquel que sostiene que uno sabe de algo al estar en el sitio donde ese algo se está produciendo (el mítico «conocimiento por ósmosis»). Es decir, si a uno lo envían a pie de incendio forestal, de volcán en erupción, de huracán, de pandemia o de vertido tóxico, automáticamente se convierte en un experto en incendios, volcanes, fenómenos meteorológicos extremos, pandemias o vertidos contaminantes, cuando el proceso debería ser justamente al contrario: uno sabe de incendios, volcanes, meteorología, pandemias o vertidos, y es por eso que lo envían a pie de suceso. Esto no pasa ni en política, ni en deportes, ni en economía, o pasa poco, pero en ciencia, y en medios generalistas, es el pan nuestro de cada día. Por eso tenemos especialistas en cualquier asunto que requiera conocimientos científicos, porque adquieren esa condición sencillamente, y de manera milagrosa, al recibir el encargo de hablar/escribir del asunto (y no digamos si te nombran enviado especial, circunstancia que de inmediato te catapulta al doctorado, sin tesis ni nada, en la disciplina correspondiente).
Creemos estar informados, dice Rosa María Calaf, cuando en realidad estamos entretenidos. Y no, la misión de los periodistas no es entretener, es informar. La función debe estar por encima de la forma. Stephen Few, uno de los pioneros en reflexionar sobre los principios de eso que ahora llamamos visualización de datos, lo explica de manera muy clara refiriéndose al periodismo escrito, aunque puede aplicarse a cualquier medio: «…muchos profesionales toman los datos y se dedican simplemente a buscar una forma divertida y original de mostrarlos, en vez de entender que el periodismo consiste -una vez reunidas las informaciones- en facilitar la vida de los lectores, no en entretenerlos. El trabajo del diseñador de información no es encontrar el gráfico más novedoso, sino el más efectivo…».
Claro que es más fácil envolver en papel de celofán la nada: gesticular con aplomo, tener el nudo de la corbata bien hecho, lucir un maquillaje apropiado, sonreir (mucho), bromear (mucho), hablar alto y de forma atropellada… Y así se nota menos que, en realidad, no tenemos mucha idea de lo que estamos hablando, o tenemos una idea demasiado superficial y, por tanto, inapropiada para un (verdadero) periodista.
Una de las mayores pérdidas que ha sufrido este oficio es la desaparición de las maestras, de los maestros, cada vez más escasos, cada vez más arrinconados, devorados por esas mismas prisas, por esos fuegos de artificio que algunos tratan de defender como la quintaesencia del periodismo. Los jóvenes periodistas necesitan dónde mirarse, para no perderse y, extraviados, caer en la trampa del «aprendizaje por ósmosis», que no digo yo que no funcione para otras virtudes que tienen que ver más con el espíritu que con el intelecto (la bondad, la templanza, la empatía…) pero que en lo que se refiere al conocimiento no merece más consideración que algún programa de Iker Jiménez.
Todo empezó en el Lagar de La Primilla, donde después de brindar con Rocío me asomé a la tinaja que me abrió Charo para descubrir, una vez más, este tejido vivo, el delicadísimo velo de flor (Fotos: José María Montero).
“La conversación, la risa y el vino están conectados de un modo especialmente íntimo y profundamente humano” (Sobrebeber. Kingsley Amis)
Es como un delicado encaje. Tiene la enigmática belleza de una remota galaxia salpicada de nebulosas y cúmulos estelares, la algodonosa textura de una nube caprichosa, la chispeante vitalidad de la espuma que corona una ola, la inesperada urdimbre de un tejido vivo.
Hay un íntimo diálogo entre el mosto y la tinaja, entre los hongos y el aire que se cuela en el lagar desde la sierra (Foto: José María Montero).
Una copa de vino de tinaja, una sencilla copa de vino, esconde estos paisajes alucinantes, los del velo de flor haciendo su trabajo; las levaduras, arropadas en un lípido que les permite flotar, tejiendo la red que, a oscuras y en silencio, se ocupará de proteger el mosto de la oxidación, iniciándose así un complejísimo proceso de transformación en el que la glicerina de ese zumo de uva, que ya tuvo su primera fermentación tumultuosa, acabará convirtiéndose en alimento del hongo (para que el trago sea amargo y seco), el acetaldehído residual se evaporará (para que nos cautive el olor a frutos secos) y, finalmente, las propias levaduras, agotadas, se depositarán en el fondo de la tinaja impregnando el elixir de esos inconfundibles aromas a panadería de pueblo.
Hay quien se asoma a un telescopio, quien bucea en busca de paraísos submarinos o quien utiliza un microscopio para identificar las claves de la vida. Yo me asomo a una tinaja de vino, a ojo descubierto, y me asombro contemplando este microcosmos (Foto: José María Montero).
Todas estas cosas, y muchas más, ocurren dentro de una rústica tinaja. La vida, en sus infinitas manifestaciones, también está presente en una bebida que es alimento para el cuerpo y el espíritu. Quien en una copa de vino sólo es capaz de ver un trago de vino simplifica la existencia hasta convertirla en intrascendente.
No toda la naturaleza que atesora un buen vino llegó desde la viña, aunque sea ese el escenario en donde nace su buen carácter o su mal humor. El suelo, la humedad, el sol, una poda sensata, una recolección delicada… todo suma antes de que el racimo termine en el lagar, pero en él, en esa sacristía laica, aún quedan por manifestarse otros tantos milagros espontáneos para los que existen pocas reglas, escasos mandamientos y casi ninguna enmienda. La naturaleza sabe muy bien lo que tiene que hacer, y el vino no es sino el reflejo de ese microcosmos y su ordenado caos.
El ordenado caos del velo de flor, la urdimbre de unos hongos unicelulares que saben lo que tienen que hacer (Foto: José María Montero)
El domingo tuve el privilegio, gracias a Rocío Márquez y a Charo Jiménez, de visitar el Lagar de La Primilla, en la Sierra de Montilla, venenciar uno de sus extraordinarios vinos y asomarme, curioso, a una tinaja para descubrir, acercando un poco la mirada y a ojo desnudo, estos paisajes hermosos y vivos, donde el caldo de las Pedro Ximénez se entrelaza con las Saccharomyces en un diálogo primitivo y fértil.
Prólogo inexplicable: el borrador de este post lo escribí hace justamente un año, en pleno confinamiento. No es la primera vez que a la urgencia por expresarme le sigue el olvido de quien acumula demasiados textos. Este se quedó rezagado, oculto en un rincón del portátil, pero lo cierto es que hoy, doce meses después, sigue siendo, creo, oportuno.
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Enfrentarnos a una emergencia global del calibre de esta pandemia pone a prueba la resistencia de algunos de los pilares en los que se sostienen las sociedades democráticas, esas que aspiran al bienestar de sus ciudadanos. La sanidad pública o la investigación son los ejemplos más llamativos, por cruciales, de estas demoliciones para las que no hace falta, en algunos casos, demasiada dinamita.
Cerca, muy cerca, de esta primera línea, de esas vigas maestras, está el buen periodismo, sobre el que también descansan muchas de nuestras conquistas, muchos de nuestros derechos, muchas de nuestras garantías ciudadanas. Quizá no haya mejor momento, que este que nos brinda un diminuto patógeno, para hablar de la credibilidad de los medios de comunicación, porque la infección también ha servido para revelar la inquietante fragilidad de esta virtud innegociable.
“El reto de la credibilidad” ha sido el título elegido por el vicedecano de Comunicación de la Universidad San Jorge (Zaragoza), Pepe Verón, para convocarnos a un oportunísimo webinar en el que he compartido cartel con mi buena amiga la politóloga Cristina Monge, asesora ejecutiva de ECODES, y el periodista, y editor del Área Digital de la Corporación Aragonesa de Radio y Televisión, Jorge San Martín. Y como en estas difíciles circunstancias somos muchos los que mantenemos la esperanza de mejorar espoleados por la emergencia, pocas horas después era APIA (Asociación de Periodistas de Información Ambiental) quien nos convocaba a un curso del Google News Lab sobre verificación digital, a cargo del periodista Pablo Sanguinetti.
Ambas circunstancias me permitieron ordenar algunas ideas personales sobre esta cuestión, la de la credibilidad de los medios, ideas que traigo a este blog para que no queden extraviadas en las profundidades de la selva de papel que estos días tapiza mi estudio. No sé si a estas reflexiones me ha movido el más desapasionado interés profesional o ha sido el asombro, la indignación y el desaliento que me está causando la producción, consumo y defensa de ciertas informaciones de bajísima calidad (o directamente falsas) con las que se está generando un clima de peligrosa turbidez y crispación social. Y no, no son desconocidos e iletrados los que se alimentan de estas patrañas. Muchas de ellas llegan a lasmejores familias, a gente sensata, a ciudadanos responsables, a buenos amigos, a personas sencillas a las que infectan con esa otra enfermedad que sólo conduce al descrédito, la mala baba y el enfrentamiento estéril.
El descrédito no es nuevo.- La crisis de 2008 impactó con tal virulencia en la profesión periodística (sobre todo en nuestro país) que las cifras de destrucción de empleo y desaparición de medios de comunicación resultan demoledoras (mejor no pensar en los cálculos que haremos post-pandemia): en sólo cinco años, entre 2008 y 2013, se destruyeron en España más de 11.000 empleos periodísticos y se cerraron más de 280 medios de comunicación. En un escenario así el discurso dominante insistía en la urgente necesidad de “un nuevo modelo de negocio” para nuestro oficio, pero lo cierto es que yo, y quizá este sea un defecto generacional o vocacional, siempre he pensado que “negocio” y “periodismo” son dos conceptos que casan regular. Tiendo a creer, y quizá esta sea una manifestación de corporativismo, que los problemas de supervivencia en los medios de comunicación comenzaron cuando los periodistas cedieron el gobierno de las redacciones a gerentes, publicistas, financieros, empresarios, políticos encubiertos, analistas de audiencias… La supervivencia, directamente vinculada a la credibilidad, comenzó a resentirse porque el negocio y la información, el showbiz y el rigor, el interés partidista y el servicio público, el balance de resultados y el periodismo… casan regular.
Es decir, estoy convencido de que arrastrábamos, antes de 2008, una severa crisis de credibilidad que es uno de los valores con que mejor se defiende un medio de comunicación. Estábamos sumidos, hacía ya unos cuantos años, en una terrible paradoja: jamás habíamos consumido tanta información pero jamás habíamos desconfiado tanto de la información consumida. Y en vez de poner remedio a este disparate, reparando las grietas de la credibilidad, nos lanzamos a levantar nuevos modelos de negocio sobre unos cimientos cada vez más frágiles. Buscábamos una respuesta empresarial a un problema cuyas causas están sobre todo vinculadas al propio ejercicio de este oficio, a una buena praxis periodística.
El espacio de la mentira.- La credibilidad perdida no sólo deja un terrible vacío en los medios de comunicación que padecen esta merma sino que, además, provoca el crecimiento de los bulos, las mentiras y las informaciones de pésima calidad. El espacio que no es ocupado por el periodismo creíble está siendo ocupado por el periodismo increíble (aunque este carácter no lo adviertan muchos receptores). Lo que nosotros no seamos capaces de narrar de manera rigurosa y fiable (y la pandemia es un ejemplo terrible de este fenómeno) será narrado, por otros, de manera engañosa y falsa. La mentira tiende a ocupar todas las grietas que va dejando una credibilidad mermada. El espacio de la mentira va creciendo y cada vez resulta más difícil de reconquistar.
Ciencia de saldo.- Si hay que hablar de política se busca a un periodista de política. Si hay que hablar de deporte se busca a un periodista de deporte. Si hay que hablar de virus, de vacunas, de cambio climático… cualquiera vale. La ciencia, más presente que nunca en nuestra vida cotidiana, sigue siendo una información de saldo en muchos medios de comunicación. Alucino con esos debates periodísticos sobre la COVID en manos de todólogos incapaces de distinguir un virus de una bacteria. Todólogos alimentados por los propios medios de comunicación para que pontifiquen con soltura y sin freno (en RRSS el desmadre no tiene límites). Y luego nos quejamos de que los ciudadanos estén atemorizados, confudidos, cabreados…
¿Cómo es posible que la mayoría de los responsables que gobiernan los medios de comunicación sean unos analfabetos científicos y que presuman de esta carencia en un momento en el que la ciencia es la materia prima con la que se construye gran parte de la actualidad? Importa más la audiencia que el rigor, el espectáculo contamina la información, los sucesos se imponen a los procesos, vale más correr que entender… No, todo lo que nos ofrecen los medios de comunicación no es periodismo, aunque se le coloque ese disfraz para así dignificar la morralla y el ruido.
Los límites de la libertad de expresión.- Entre las pequeñas conquistas que hemos podido anotar en este escenario de algarabía y confusión está la que pone límites a la libertad de expresión. Sí, límites a lo que algunos creían ilimitado o, más bien, defendían como ilimitado para poder así violentar la propia esencia de este derecho. Ya era hora de que abandonáramos ese falso pudor por el que estábamos dispuestos a defender lo que no merece ser defendido en un verdadero Estado de derecho.
La libertad de expresión no puede amparar la mentira y los bulos malintencionados, sobre todo en situaciones de alarma en las que la población es particularmente vulnerable a las informaciones tendenciosas. Las críticas no deben tener límites, revelar datos incómodos pero veraces no debe tener límites, pero la mentira sí, la mentira no puede estar amparada por ninguna ley y menos cuando busca enturbiar la vida pública. Una colega defendía esta tesis recurriendo a un ejemplo clásico bastante elocuente, un ejemplo que tiene como protagonista a Oliver Wendell Holmes Jr., juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, quien en 1919 escribió: “La protección más rigurosa de la libertad de expresión no protegería a un hombre que gritara falsamente <fuego> en un teatro provocando el pánico”. Hoy, ahora, en plena crisis sanitaria hay quien grita falsas consignas de alarma con la única intención de generar (más) pánico, y en vez de censurarlo, o silenciarlo, desde los medios de comunicación le prestamos un peligroso altavoz. Y así nos va.
Periodismo digno en condiciones indignas.- Nunca he entendido cómo es posible embarcarse en sesudos análisis sobre el futuro del periodismo sin pasar, aunque sea de puntillas, por las condiciones laborales de los periodistas. Antes de la crisis de 2008 referirse, en público, a los horarios, sueldos, tipo de contratos o arbitrariedades contractuales, que sufrían, que sufren, que sufrimos, la mayoría de los periodistas era casi un tabú. Ahora ya no sentimos aquel pudor, aquella vergüenza o aquel miedo, pero nada ha mejorado porque un día nuestros receptores supieran en qué condiciones se trabaja en este oficio.
¿Cómo se hace periodismo digno en condiciones indignas? ¿Cómo ser creíbles si trabajamos en condiciones increíbles? ¿Con qué profundidad nos vamos a acercar a temas complejísimos si apenas disponemos de tiempo, de reposo, de medios? ¿Qué está ocurriendo en la situación actual, en qué condiciones están, estamos, trabajando los periodistas en la vorágine de esta pandemia? ¿Qué está ocurriendo con el periodismo de proximidad, el más valioso en situaciones de alarma pero también el más frágil por su pequeño tamaño? ¿Cuántos medios, cuántos periodistas, van a sobrevivir a la pandemia? ¿En qué condiciones se trabajará en esos medios capaces de sobrevivir?
¿Y los medios públicos? ¿Qué papel desempeñamos, qué papel deberíamos desempeñar, qué papel vamos a desempeñar el día después? Se nos vuelve a conceder una nueva oportunidad, otra oportunidad más, para defender la virtud más valiosa en situaciones de emergencia: el carácter de servicio público. Pero ese carácter sólo puede defenderse desde la credibilidad, una virtud de muy difícil (pero no imposible) conquista en un medio público, una virtud que se adquiere con muchísimo trabajo y muchísima dificultad y muchísimo tiempo y que, sin embargo, se pierde en un instante, y lo peor es que una vez perdida puede que jamás vuelva a recuperarse por mucho empeño que pongamos en ello.
Diario YA, 24 de mayo de 1986. Sí, el pipiolo de las gafas es un servidor, defendiendo en la prensa nacional, hace 35 años, el valor ambiental de los olivares andaluces y su papel, decisivo, en la supervivencia de un nutrido grupo de aves. Entonces era predicar en el desierto, pero ahí estábamos, esperando que el tiempo nos diera razón.
En la primavera de 1986 firmé un artículo en el desaparecido Diario YA destacando el valor ambiental de los olivares andaluces y, en particular, su papel en la conservación de una nutrida comunidad de aves; una manera poco convencional de defender un cultivo que se enfrentaba, por primera vez, a la incomprensión de Europa.
Hacía menos de un año que España había ingresado en la Comunidad Económica Europea y todavía se rumoreaba, y así lo denunciaban algunos medios de comunicación, que nuestro país tendría que arrancar una gran superficie de olivar para plegarse a las exigencias de Bruselas. Se llegó a hablar de un millón de hectáreas, lo que suponía una catastrofe económica y social. Científicos y ecologistas prepararon un manifiesto en defensa de este cultivo, alertando sobre las graves consecuencias ambientales que tendría tal decision.
Uno de los más reputados ecólogos de este país, impulsor de la educación ambiental en el ámbito universitario, el desaparecido Fernando González Bernáldez, lo explicó entonces de manera contundente: «Si la superficie de olivar se reduce en España, muchos millones de estas aves insectívoras desaparecerán y, sin proponérselo, países como Suiza, Suecia o Alemania, tendrán que incrementar de manera importante los gastos en insecticidas para sus cosechas, con las consecuencias contaminantes que todos conocemos«. La Unión Europea debería ser, por tanto, la principal interesada en mantener este singular ecosistema, razonaba el catedrático de Ecología. Hubo incluso quien propuso, para evitar el problema de los excedentes que se esgrimía como excusa, incentivar el consumo de aceite en el continente apelando a la elevada sensibilidad ambiental de algunos países, incluyendo en las botellas de este producto una etiqueta que dijera: «Consumiendo aceite de oliva español está Vd. favoreciendo la supervivencia de las aves insectívoras«.
Recordé aquella primitiva batalla hace unos días, cuando desde SEO Birdlife me pidieron que moderara el encuentro virtual en el que se daban a conocer los magníficos resultados del LIFE Olivares Vivos. Llegaba, por fin, la evidencia, subrayada por la comunidad científica y el apoyo de numerosos agricultores, de que llevábamos razón. Han pasado 35 años, un suspiro en la escala de la naturaleza, pero el tiempo, afortunadamente, ha jugado a nuestro favor y, sobre todo, a favor de un nuevo modelo de agricultura donde la producción y la conservación no sólo son compatibles sino que al ir de la mano generan beneficios mutuos: una agricultura sensata multiplica la biodiversidad, y una biodiversidad sana incrementa la producción y la rentabilidad.
Merece la pena dedicar unos minutos a este encuentro virtual para saber de qué estamos hablando, para celebrar que una nueva agriucltura no solo es posible sino que ya existe.
Mi intervención, de la mano de SEO Birdlife, se produjo pocos días después de recibir una invitación similar, en este caso de mi amiga Astrid Vargas, para que tejiera un diálogo, un Agrocafé, con los emprendedores de AlVelAl y A Regenerar, al que se sumaron comunicadores agroambientales de toda España y también los amigos de Climate Reality. Una tarde repartidos entre Madrid, Palomares del Río (Sevilla), Amsterdam, La Junquera (Murcia) y Vélez Rubio (Granada), entre otros muchos puntos de conexión.
En ese encuentro, dedicado a la agricultura regenerativa (un paso más en este esfuerzo por cambiar de modelo productiva para garantizar nuestra propia supervivencia), destaqué, como hice en el encuentro de SEO Birdlife, el valor del tiempo, pero en otro sentido: ya no era sólo celebrar la razón que venía del pasado sino evitar la cómoda referencia al futuro. En el caso de AlVelAl y A Regenerar uno de los elementos más valiosos es que esta experiencia, con enormes dosis de atrevimiento, se está ejecutando ya, ahora, con resultados tangibles. Claro que miran hacia el futuro, pero los pies los tienen en el presente: una invisible red cooperativa está construyendo, en el altiplano de Granada, Almería y Murcia, una comunidad con nombre y apellidos, donde encajan la tierra, la agricultura, la ganadería, la apicultura, la biodiversidad, la cultura, el arte…
Hay que escapar de la excusa del futuro (“esto lo hacemos por nuestros hijos…”; “estamos trabajando para nuestros nietos…”; “construimos un futuro mejor…”). Decía Ángel González, el poeta: “te llaman porvenir / porque no vienes nunca”. Pues eso, el futuro nunca llega y es peligrosamente consolador (“a veces la esperanza son ganas de descansar”, dice la milonga) pero el único territorio de la acción es hoy (“si no es ahora, ¿cuándo?”, asegura el Zen).
La metáfora es una de las herramientas más valiosas en el periodismo científico, un recurso muy poderoso cuando se trata de divulgar, a públicos no especializados, cuestiones complejas, fenómenos abstractos o procedimientos sofisticados, asociándolos, con imaginación y algo de humor, a objetos o circunstancias de nuestra vida cotidiana, a elementos que sí nos resultan familiares.
Revisando la Retórica de Aristóteles, donde la metáfora ya aparece entre las virtudes de todo buen orador, la colombiana Clarena Muñoz, en su artículo El rol de la metáfora léxica en la divulgación científica, explica que “las metáforas facilitan la persuasión a partir de un doble efecto: por un lado dan la impresión de que el discurso es natural y lo natural es verosímil; y por otro, causan asombro dado que el discurso resulta ingenioso. Con lo anterior, la metáfora logra llevar al oyente, de una disposición de ánimo contrario, a aceptar el punto de vista del orador. La persuasión requiere conmover y explicar, enseñar y las metáforas, según el filósofo, incitan a la indagación y ello torna agradable el aprendizaje”. Hay en esta herramienta, por tanto, tanta razón como emoción, tanto corazón como cerebro, algo que ya se sabía, y se aprovechaba, en la retórica ateniense de hace más de dos mil años.
Son infinitas las metáforas que han triunfado en la comunicación científica, desde el árbol de la evolución de Gould, al sistema planetario con el que Bohr explica su modelo del átomo, pasando por la escalera de mano con la que Sampedro se acerca a la estructura del ADN o la imagen de uninvernadero que encontramos en los escritos de Fourier referidos al calentamiento de la atmósfera. En definitiva, añade Clarena Muñoz, el uso de metáforas “implica una fuerza comunicativa que lleva a la realización de variados roles funcionales que van más allá de la explicación de conceptos: sirven para expresar actitud emocional, cultivar la intimidad, crear efectos humorísticos, argumentar por analogía, sostener ideología, hacer llamados metafóricos a la acción y destacar y poner en primer plano. Precisamente, esta variedad de funciones son las que, en su realización, contribuyen a la estructuración de textos más cercanos y familiares para el lector no experto”.
La búsqueda de metáforas es una de mis ocupaciones profesionales favoritas, sobre todo cuando me llaman los compañeros de los Informativos Diarios de Canal Sur Televisión para que acuda a explicar alguna noticia de actualidad vinculada a la información científica o ambiental. El público en este caso no es el que visita un programa especializado, donde un porcentaje importante de espectadores están familiarizados con estos temas, sino que se trata de la audiencia heterogénea que busca estar informada de todo lo que ocurre en el mundo, en su mundo más cercano pero también en el que más se aleja de su entorno inmediato y de sus conocimientos.
¿Qué ocurrió en Estados Unidos con el sarampión cuando llegó la vacuna?
Una de las palabras que más estamos oyendo estos días, que más vamos a oír en las próximas semanas y meses es “vacuna”. Un recurso que la Medicina viene utilizando con éxito desde finales del siglo XVIII y que ha servido para erradicar la viruela y mantener a raya otras terribles enfermedades como la difteria, el tétanos, el sarampión o la poliomielitis. Ahora toca combatir la COVID y la vacuna, las vacunas, se presentan de nuevo como el mejor recurso para domar la pandemia.
Y así es como apareció el ladrón como figura metafórica. ¿Qué ocurre cuando nos infectamos con un patógeno, en este caso con el virus de la COVID? Pues que un ladrón se nos cuela en casa y comienza a hacer de las suyas. Con un poco de suerte nos daremos cuenta de la intrusión y pondremos en marcha todos los recursos posibles para defendernos: gritaremos, llamaremos a la policía, cerraremos todas las estancias que podamos, agarraremos el palo de la fregona para hacerle frente, azuzaremos a nuestro perro… Es posible que poniendo en juego un buen número de mecanismos de defensa consigamos que la intrusión se quede en un susto y alguna que otra molestia pasajera (una ventana rota, unos cajones abiertos…), o, tal vez, no consigamos, a pesar de todo, evitar que la cosa llegue a mayores y la pérdida de bienes valiosos y los destrozos sean cuantiosos e irreparables. Así actúan los ladrones cuando consiguen entrar en casa y así les hacemos frente, con resultados, eso sí, desiguales.
¿De qué manera actúan las vacunas para defendernos ante este tipo de intrusiones? De manera simplificada las vacunas tratan de engañarnos haciéndonos creer que un ladrón ha entrado en casa para que, de esa manera, pongamos en juego todos los mecanismos de defensa que nos serán muy útiles cuando el verdadero ladrón aparezca. Simplificando: si le soltamos la correa al perro ya estará listo para atacar al primer intruso que aparezca (y si lo ha olido antes lo reconocerá de inmediato).
¿Todas las vacunas actúan igual, todos los engaños son similares? No, existen diferentes tipos de vacunas que ofrecen distintos engaños, algunos muy simples y otros muy sofisticados. En el caso de la COVID estamos usando desde las más sencillas trampas hasta las más avanzadas y complejas. Volvamos a nuestro ladrón para que nos ayude a entender las características de este catálogo sanitario con el que vamos a convivir durante los próximos meses:
* Vacunas elaboradas a partir de virus vivos atenuados, inactivados o muertos, o bien usando fragmentos de virus. Todas las alarmas de nuestra casa saltan cuando vemos entrar al ladrón, pero el ladrón viene esposado de pies y manos, viene drogado y apenas se tiene en pie, o le han amputado brazos y piernas. De acuerdo que es un ladrón y ha entrado en casa pero poco daño nos puede causar en las lamentables condiciones en las que aparece, aún así le azuzamos el perro, llamamos a la policía y lo mantenemos a raya con el palo de la fregona. Todos estos recursos (anticuerpos elaborados por nuestro sistema inmunológico) quedan activados y listos para frenar a un posible ladrón en plenitud de facultades (un virus con capacidad para enfermarnos). De este tipo son algunas de las vacunas para la COVID que se están desarrollando en China (Coronavac y Sinopharm), aunque estas muy posiblemente no lleguen a usarse en Europa.
* Vacunas de vector recombinante. Usamos a un intruso que no es peligroso para que lleve al interior de nuestro domicilio el mensaje, inquietante, de un ladrón al que somos capaces de reconocer. Es decir, entra en casa el cartero, sin llamar, y aunque nos sorprende no vemos en ello una amenaza (el cartero no viene a hacernos daño). Sin embargo, el cartero trae un telegrama que nos avisa de la llegada inmediata de un ladrón, de hecho el propio cartero nos enseña una foto que le ha hecho con su móvil cuando se lo ha encontrado en el portal de nuestra casa. Vemos la imagen y concluimos que es, sin duda, un ladrón. Ponemos en marcha, de inmediato, todos los mecanismos de defensa y esperamos a que llegue, si es que llega, para hacerle frente bien preparados.
Este tipo de vacunas usan un “vector” amigable, un elemento, inocuo, que sirva para trasladar al interior de nuestro organismo la información de un virus que sí es dañino, de manera que nuestro sistema inmunológico lo reconozca y se ponga en guardia para recibirlo (si es que finalmente llega). Así trabaja la vacuna COVID que ha desarrollado la Universidad de Oxford con la farmacéutica británico-sueca AstraZeneca: usando (a modo de cartero) un adenovirus inactivado que causa el resfriado común en los chimpancés, inocuo para los humanos y sin capacidad para reproducirse, introducimos en el organismo el gen capaz de producir la proteína característica del virus de la COVID (la foto del ladrón), haciendo que nuestro sistema inmunológico la reconozca y se ponga en guardia para recibirlo como merece (si es que finalmente llega).
«La picadura de la vaca» es el título de esta viñeta satírica que ponía en cuestión la vacuna contra la viruela descubierta por Jenner.
¿Suena muy sofisticado lo de usar otro virus como vector? ¿Nos causa inquietud esta fórmula? Pues se basa en el mismo principio con el que Edward Jenner desarrolló la primera vacuna de la historia en 1796, aunque en realidad el médico británico no sabía exactamente cómo funcionaba el remedio que había descubierto para frenar la viruela. El caso es que aquellas personas que eran expuestas a la viruela bovina (por eso vacuna viene de vaca) no desarrollaban la viruela humana o la sufrían de una manera mucho más leve. El virus bovino, que apenas causaba daño a los humanos, servía para conducir información suficiente de aquel otro virus que sí resultaba peligroso, de manera que el sistema inmunológico se preparaba para su posible llegada. Hay que recordar que a Jenner lo tomaron por un médico extravagante, por no decir un loco peligroso. A pesar de su descubrimiento la viruela se calcula que mató a unos 300 millones de personas a lo largo del siglo XX (en 1980 se declaró oficialmente desaparecida en todo el planeta, siendo la única enfermedad infecciosa humana que hemos logrado erradicar, y lo hemos conseguido gracias a las vacunas).
¿Qué ocurrió en Suecia con la viruela cuando llegó la vacuna?
* Vacunas de ARN mensajero (ARNm). Aquí es donde está la auténtica revolución y también el miedo a lo desconocido. Nunca, hasta que apareció el virus de la COVID, se habían desarrollado vacunas para humanos aplicando esta técnica. ¿Cómo funciona? Sigamos con la misma metáfora: para engañar a nuestro sistema inmunológico no hace falta que entre un ladrón mermado a nuestra casa (virus atenuado), ni necesitamos que el cartero nos avise de su llegada y nos enseñe su foto (vector recombinante), basta con saber escribir un mensaje que cause la alarma precisa y añada las instrucciones necesarias para que su destinatario (nuestro sistema inmunológico) actúe como si el mismísimo ladrón estuviese delante de sus narices. Ningún enemigo ha cruzado la puerta de casa, ha bastado con que deslicen bajo el umbral un sobre con las señas de identidad del intruso (que en realidad no ha entrado en casa) y las actuaciones recomendadas para neutralizarlo.
Recurriendo a un artículo de Maldita Ciencia no es difícil explicar este mecanismo a escala celular: “En cada célula de cada organismo vivo hay una molécula de ADN que contiene la información genética de ese ser vivo. Está compuesta por una serie de cuatro bloques, y esa secuencia da instrucciones para fabricar proteínas. Para que este proceso se lleve a cabo hace falta un intermediario, el ARN, que lleve la información genética del ADN a la maquinaria celular responsable de sintetizar las proteínas”. En el caso de estas nuevas vacunas se trata de fabricar en laboratorio un ARN mensajero que, una vez inyectado, sea capaz de engañar a nuestras células pidiéndoles que fabriquen las proteínas características del virus de la COVID. Una vez estas proteínas se han generado el sistema inmunológico las reconoce (son las señas de identidad de un patógeno que en realidad no ha entrado en nuestro cuerpo) y obra en consecuencia: genera los anticuerpos específicos para ese virus, de manera que ya estamos listos para defendernos de una posible infección.
Salgamos, por último, de la metáfora del ladrón para usar una metáfora culinaria con la que completar la explicación. «Por utilizar una analogía que se entienda”, detalla este artículo publicado en la web de la Universidad de Harvard, “el ADN sería como un libro de recetas en una biblioteca: en él están las recetas almacenadas pero no se utilizan. Los pinches de cocina entonces hacen una copia de una receta concreta (este sería el ARNm) y la llevan a la cocina (la maquinaria celular) donde el chef va añadiendo los ingredientes en el orden y cantidades que marca la receta y así hace la tarta (estas serían las proteínas)«.
Así funcionan las vacunas de Pfizer-BioNtech y de Moderna. La primera de ellas ya se está administrando en el Reino Unido y ha logrado autorización de uso en Estados Unidos.
Por cierto, y en lo que se refiere a los miedos que esta vacuna provoca, las moléculas de ARNm son muy frágiles y desaparecen una vez que han cumplido su misión. En ningún caso entran en el núcleo de la célula, donde está el ADN; en ningún caso lo modifican, y en ningún caso se quedan en nuestro cuerpo. En definitiva, no tienen capacidad alguna para alterar nuestro ADN, nuestro genoma, nuestro perfil genético. Es cierto que este tipo de vacunas necesitan ser evaluadas con mucha precisión por su novedad, y por los posibles efectos secundarios que puedan originar, como todas las vacunas o cualquier otro medicamento novedoso o no (1), pero es falso atribuirles la capacidad de modificar genéticamente a los individuos que las reciban.
Durante los próximos meses habrá que estar muy atentos a la efectividad real de todas estas vacunas y a cómo van frenando la expansión de la pandemia. Jamás en la historia de la humanidad se ha realizado un esfuerzo científico de este calibre en pocos meses, pero la urgencia no significa que se estén violando los mecanismos de seguridad: si estamos avanzando más rápido que nunca es porque nunca se han dispuesto tantos medios humanos y tantos recursos económicos en tan poco tiempo, porque nunca ha funcionado con tanta intensidad la cooperación internacional y porque ya llevamos un largo recorrido científico en la lucha contra todo tipo de patógenos y en el desarrollo de todo tipo de vacunas. No hagamos de una buena noticia una amenaza cuando, con todas las cautelas, nos brinda algo de esperanza en esta difícil situación.
(1) En 2017 un equipo de investigadores de la Universidad de Oxford publicó en The Lancet un artículo en donde se asegura que el riesgo a largo plazo de hemorragias graves y de muerte causado por el consumo de aspirinas es mucho mayor de lo que se pensaba, sobre todo en personas mayores de 75 años. En concreto, el estudio indica que sólo en el Reino Unido se contabilizan unas 20.000 hemorragias y alrededor de 3.000 muertes al año causadas por este tipo de medicamentos.
ACTUALIZACIÓN (a 13.12.20). La ciencia española también está presente en este reto planetario, y lo cierto es que la vacuna que se está desarrollando en el Centro Nacional de Biotecnología es de las más avanzadas y prometedoras. Quizá esté disponible a finales de 2021. El virólogo Luis Enjuanes, que lidera el equipo que está trabajando en ella, explica sus ventajas y también aclara los temores que asaltan a algunos ciudadanos. Una buena entrevista de Irene Fernández Novo en Nius Diario.
También, y gracias a un oportuno comentario de mi amiga Isabel López, catedrática de Genética (Universidad de Sevilla) siempre atenta a la divulgación, he podido precisar un poco mejor el procedimiento de la vacuna de la Universidad de Oxford y AstraZeneca. Aunque su matiz aparece ya en el texto, creo que merece la pena leer su comentario literal porque concluye añadiendo un elemento que parece ajeno a la ciencia pero que a mi también me resulta fundamental: la belleza.
«… el virus vector de la vacuna de Oxford no lleva la proteína de la espícula en sí misma, sino el gen que la produce, inserto en el ADN viral. Dado que el material genético (el “libro de recetas”) del virus está escrito en lenguaje de ARN, previamente e “in vitro” ha habido que “traducir” el mensaje a lenguaje de ADN. Una vez dentro de la célula humana el vector y su carga, la maquinaria celular vuelve a “traducir” el gen a ARN y este sirve para fabricar la proteína S que ahora va desencadenar la respuesta inmunológica ….. esperemos. Un poco mas complejo pero muy hermoso también. Como un encaje de bolillos«. (Isabel López)
ACTUALIZACIÓN (a 26.12.20). Como en las redes abundan los especialistas que escudándose en cualquier titulación en Ciencias opinan, sin rigor ni mesura, sobre el origen de la COVID, la incidencia de la pandemia o la efectividad de las vacunas, lo que provoca adhesiones ciegas de quienes necesitan certezas y dudas razonables en quienes necesitan explicaciones sensatas, he creído útil añadir el enlace a un artículo de Miguel Pita (Universidad Autónoma de Madrid) sobre el método científico. El comienzo, en pocas palabras, explica una cuestión decisiva: «En ciencia todas las opiniones valen lo mismo: nada, incluso las de los científicos».
Los post colaborativos son maravillosos, por eso recomiendo leer los comentarios que se van añadiendo al texto principal y que figuran al pie de este párrafo final.
Nuestra memoria es débil, pero ya se ocupan las hemerotecas de recordarnos lo que no debería causarnos sorpresa. En la imagen (de la Biblioteca Nacional) algunos titulares de prensa a propósito de la «gripe española» de 1918.
Hace 15 años en este país los virólogos estaban escondidos, trabajando en sus cosas, investigando en silencio. Hoy los encuentras en la cola del supermercado, en las redes sociales y en las tertulias de radio y televisión. España se ha llenado de resueltos virólogos, aunque los de verdad, los que se dedicaban a estos patógenos hace 15 años, siguen trabajando en la sombra y (la mayoría) se cuidan mucho de opinar, sin fundamento ni rigor, en mitad de esta emergencia.
Este país se ha llenado de resueltos virólogos, y donde más abundan los todólogos, seamos sinceros, es en los medios de comunicación…
No es la primera vez que presumo en este blog de hemeroteca doméstica. En ella vuelvo a sumergirme hoy, aprovechando las muchas horas de encierro a la que nos obliga el coronavirus, para rescatar algunos párrafos de aquellos textos en los que ya aparecía el temor a una pandemia, la necesidad de controlar el salto de patógenos de animales silvestres a humanos, los riesgos de la globalización en la dispersión de virus a escala planetaria, el vínculo de estas enfermedades con el cambio climático o la atención prioritaria que debería prestarse al trabajo científico y, en particular, al desarrollo de vacunas. Todo suena muy actual, ¿verdad?, pues como veréis lo escribí hace más de 15 años. ¿En qué hemos empleado el tiempo en estos tres largos lustros?
“Virus con alas”. Crónica en verde. El País, 12 de septiembre de 2005
La FAO ha advertido que las aves infectadas [por gripe aviar] en Siberia y Kazajstán pueden alcanzar fácilmente zonas del Caspio, el Mar Negro y los Balcanes, extendiéndose por algunos enclaves del sureste europeo en donde, precisamente, los ejemplares del centro y norte de Europa se mezclan con los de Asia, y el contacto de ambos grupos facilitaría la extensión de la epidemia hacia territorios aparentemente a salvo.
[…]
La Organización Mundial de la Salud, en su último informe sobre la cuestión, fechado el 18 de agosto, admite que “es imposible controlar la gripe aviar en las aves salvajes, y ni siquiera vale la pena intentarlo”. Al igual que la FAO, la OMS recuerda que el papel de estos animales en la propagación de las cepas más agresivas del virus “sigue siendo en gran parte desconocido”.
“La salud incierta”. Crónica en verde. El País, 24 de octubre de 2005
La crisis sanitaria desatada en torno a la gripe aviar ha puesto de manifiesto un conjunto de patologías que afectan a la salud humana y que, en gran medida, están determinadas por las condiciones ambientales y las perturbaciones que hemos ido introduciendo en ellas. Enfermedades exóticas, o erradicadas hace tiempo de determinados territorios, se hacen presentes debido, por ejemplo, al cambio climático, a las migraciones animales o al trasiego de personas y mercancías entre puntos geográficos muy distantes.
[…]
Los especialistas de la OMS que estudian el problema de la gripe aviar consideran que si el temido virus consigue finalmente mutar y adquiere la capacidad de transmitirse de persona a persona, el escenario más peligroso, en la más que probable pandemia estarían implicados los modernos sistemas de transporte. Es decir, el virus no llegaría a destinos alejados del sudeste asiático por medio de las aves migratorias si no que, muy posiblemente, alcanzaría enclaves remotos, como Europa, por medio de personas infectadas que tomaran, por ejemplo, un avión.
“Los orígenes del virus”. Crónica en verde. El País, 23 de enero de 2006
Precisamente este virus, el de la gripe española, ha podido reconstruirse gracias a un complejo proyecto científico en el que ha participado un español, el microbiólogo Adolfo García-Sastre, profesor en la Facultad de Medicina Monte Sinaí, de Nueva York. Un especialista que acaba de visitar Sevilla para reunirse con sus colegas de la Estación Biológica de Doñana, dedicados a la identificación de virus en poblaciones de aves silvestres, cuestión que podría resultar decisiva a la hora de prevenir la temida pandemia.
Pregunta. ¿De qué manera están relacionados los virus de la gripe presentes en aves y aquellos otros que son propios de la especie humana?
Respuesta. Los virus de la gripe que afectan a humanos son virus muy determinados, de los que, en la actualidad, sólo existen dos tipos. Estas dos variantes también están presentes en las aves que, además, se ven afectadas por otros 16 tipos de virus de la gripe. Los virus pandémicos aparecen cuando un virus propio de aves es capaz de infectar a humanos. Este salto no es fácil, porque cada virus está adaptado a su propio huésped y no se propaga con facilidad en otro.
P. Sin embargo ese salto es posible, y ha podido incluso certificarse en el virus de la gripe española de 1918, que usted, junto a otros especialistas, ha sido capaz de reconstruir.
R. El virus de 1918 tiene unas secuencias muy parecidas a las que encontramos en virus de aves, aunque ambos son un poco distintos porque aparecen ciertos cambios que diferencian a uno y a otros. Es muy posible que en esas secuencias, que hemos identificado en algunos genes, se encuentre la clave que explique por qué un virus propio de aves es capaz de cambiar lo suficiente como para adaptarse a los humanos. Estamos, por tanto, tratando de precisar las características de esas secuencias porque así sabremos hasta qué punto un virus de aves será capaz de infectar a humanos. ¿Se necesitan diez cambios?, ¿veinte cambios?, ¿cuarenta cambios? Cuantos más cambios hayan de producirse en el perfil genético del virus menor riesgo existe de que sea capaz de saltar a humanos.
P. ¿El virus de 1918 fue capaz desaltar directamente de aves a humanos?
R. Sabemos que en otras pandemias, como la de 1957, lo que ocurrió es que un virus de gripe humana fue capaz de adquirir un par de genes de virus propios de aves. En el caso de 1918 no podemos asegurar que se produjera un salto directo de aves a personas, porque no tenemos muestras de virus de humanos que circularan antes de esa fecha, pero debido a las similitudes que este virus presenta con respecto a los que afectan a las aves esta es una hipótesis en la que estamos trabajando. Es posible que un virus aviar, después de una serie de cambios, sea capaz de saltar directamente a humanos.
P. ¿Es posible anticiparse a ese salto? ¿Podemos identificar a los virus candidatos a producir una pandemia?
R. Si somos capaces de identificar las secuencias que en determinados genes explican el éxito de un virus a la hora de infectar a humanos, propagarse a gran velocidad y causar enfermedad, podremos reconocer virus que, con las mismas secuencias, se encuentren en la naturaleza, o bien virus que estén cerca de adquirir esas secuencias, virus que necesiten pocos cambios para convertirse en pandémicos. Esos virus serían los que tendríamos que vigilar de cerca porque, potencialmente, son los más peligrosos. Al mismo tiempo, estamos investigando los mecanismos que, a nivel molecular, se desencadenan a partir de esas secuencias genéticas, mecanismos que hacen que la enfermedad sea más severa, porque el conocimiento de estos mecanismos nos permitirá desarrollar fármacos específicos capaces de neutralizarlos. Y esas mismas herramientas moleculares nos van a servir también para diseñar vacunas más efectivas.
P. ¿Los virus H5, que ahora concentran el temor de todos los especialistas, terminarán por convertirse en virus pandémicos?
R. Las pandemias han existido siempre, y cuando se producen la mortalidad se dispara, como ocurrió en 1918, cuando la tasa de mortalidad, en una circunstancia extrema, llegó a alcanzar el 2 %. Las pandemias ocurren a intervalos de entre 10 y 90 años, y la última que tenemos registrada es la de 1968. Lo que sí sabemos ahora, y no sabíamos antes, es que los virus proceden de las aves y por eso hay que evitar el contacto entre aves silvestres y domésticas, y entre aves y humanos, como factor de prevención. De todas maneras, no es tan fácil decir que los virus H5 van a ser capaces de producir una pandemia, y si lo fueran tampoco parece probable que sean tan letales una vez que comiencen a propagarse de humanos a humanos, ya que en la actualidad sus tasas de mortalidad rozan el 50 %.
P. ¿Disponemos de tiempo? ¿Será posible contar con esas nuevas herramientas de prevención y tratamiento antes de que aparezca una pandemia?
R. La cuestión del tiempo no es fácil de predecir, pero si para algo ha servido el miedo, quizá exagerado, que ha producido toda esta situación, es para que los gobiernos tomen conciencia de lo grave que resultaría una pandemia y preparen la infraestructura necesaria para fabricar vacunas con rapidez y contar con suficientes antivirales, recursos de los que ahora mismo no disponemos.
Al mismo tiempo que se diseña este sistema de alerta temprana hay que estar preparados para interrumpir la cadena de transmisión del virus. Ya que no es fácil que el patógeno salte directamente de aves silvestres a humanos, hay que concentrar la atención en los huéspedes intermedios, las aves domésticas, a las que hay que sacrificar en cuanto existan indicios de un brote infeccioso. La última barrera de contención habría que levantarla en el caso de que la enfermedad se transmitiera entre humanos, y en este caso habría que recurrir a vacunas específicas y antivirales efectivos, dos elementos, insiste García-Sastre, “que sólo pueden obtenerse fomentando la investigación y disponiendo de la infraestructura necesaria para actuar con rapidez”.
“Enfermedades sin fronteras”. Revista Estratos, otoño 2006
El sur de España, por el que discurren las rutas migratorias que usan las aves que van y vienen a África, es, en el caso del virus del Nilo, una zona de alto riesgo, como aseguran Rogelio López-Vélez, especialista de la Unidad de Medicina Tropical del Hospital Ramón y Cajal de Madrid, y Ricardo Molina, especialista de la Unidad de Entomología Médica del Instituto de Salud Carlos III. Y no se trata de un riesgo potencial sino que ya se tienen evidencias de la llegada del patógeno a tierras españolas, puesto que estudios realizados entre 1960 y 1980, detallan estos expertos, “demostraron la presencia de anticuerpos en la sangre de los habitantes de Valencia, Galicia, Doñana y delta del Ebro, lo que significa que el virus circuló en nuestro país por entonces.
[…]
Algunas de las alteraciones ligadas al cambio climático, como un cierto aumento de la temperatura media, incrementarían el riesgo de transmisión de esta enfermedad, circunstancia que afecta a otras muchas dolencias, exóticas o ya erradicadas en territorio español, circunstancia que han puesto de manifiesto en sus trabajos de investigación los doctores López-Vélez y Molina y que también se incluye entre las advertencias recogidas en el documento “Evaluación preliminar de los impactos en España por efecto del cambio climático”, publicado por el Ministerio de Medio Ambiente. Recurriendo a una explicación simplificada, se puede decir que pequeñas variaciones en la temperatura, las precipitaciones o la humedad podrían afectar a la biología y ecología de ciertos vectores, como los mosquitos, y afectar también a los hospedadores intermediarios de dichas enfermedades o a sus reservorios naturales.
Revista Sierra Albarrana, octubre 2006
Entrevista a Adolfo García-Sastre, profesor de Microbiología en la Facultad de Medicina Monte Sinaí (Nueva York).
P. ¿Disponemos de tiempo? ¿Será posible contar con esas nuevas herramientas de prevención y tratamiento antes de que aparezca una pandemia?
R. […] Siendo optimista, podemos decir que hoy estamos mejor preparados que hace cinco años, pero siendo pesimista creo que es necesario advertir que tenemos los conocimientos adecuados para enfrentarnos a una emergencia de este tipo pero, sin embargo, aún no hemos desarrollado las capacidades suficientes para hacerlo. Y tanto en lo que se refiere a conocimientos como a capacidades hay que insistir en el hecho de que cualquier acción debe plantearse a escala planetaria, porque de poco sirven los esfuerzos de un grupo de países frente a enfermedades que no saben de fronteras.
Revista Estratos, invierno 2006
Entrevista a Adolfo García-Sastre, profesor de Microbiología en la Facultad de Medicina Monte Sinaí (Nueva York)
P. ¿Qué evidencias científicas se han obtenido a partir del estudio de anteriores pandemias?
R. Sólo hay dos pandemias de gripe, la de 1957 y la de 1968, de las que conocemos exactamente cuál fue la composición del virus que las provocó, y en ambos casos el patógeno, sobre un total de ocho genes, tenía de cinco a seis genes que ya estaban presentes en virus de la gripe que afectaban a humanos, virus que ya estaban circulando. Es decir, sólo dos o tres genes cambiaron para adquirir determinantes genéticas procedentes de algún virus de aves. ¿Cómo se originó, pues, el virus pandémico? Nuestra hipótesis es que tuvo que originarse por co-infección en algún huésped que fue infectado, al mismo tiempo, por un virus de aves y un virus humano. Ese huésped pudo ser un cerdo pero también pudo ser un humano. Además de esa co-infección fue necesario que el virus resultante incorporara algunos cambios más hasta lograr transmitirse entre humanos con eficacia. Así se generó la pandemia, y por eso ahora ponemos tanto el acento en la necesidad de prevenir infecciones en los animales domésticos, sacrificando de inmediato a los ejemplares que estén afectados por la enfermedad, ya que estos son el paso intermedio necesario para que finalmente se genere un virus pandémico. En resumen, hay que estar preparados para interrumpir la cadena de transmisión del virus. Ya que no es fácil que el patógeno salte directamente de aves silvestres a humanos, hay que concentrar la atención en los huéspedes intermedios.
P. Cuando se desató el temor a una pandemia de gripe aviar se dispararon las ventas de ciertos antivirales. ¿Serían realmente efectivos ante una enfermedad de estas características?
R. Los antivirales son efectivos, bajo ciertas circunstancias, de un modo profiláctico, de manera que, en caso de pandemia, pueden evitar la infección. Pero, aún así, su uso generalizado podría, en algunos casos, fomentar, de manera muy rápida, el desarrollo de virus mutantes resistentes al antiviral, y esto causaría un problema añadido. Además, si una persona quiere estar protegida durante el desarrollo de la pandemia necesitaría tomar una dosis continuada mientras el virus esté circulando, lo que supone medicarse durante, por ejemplo, tres meses, y en la actualidad no existe capacidad para producir tal cantidad de antivirales, si lo que realmente queremos es proteger a toda la población.
P. ¿Serían entonces las vacunas el único recurso capaz de proteger a la población a gran escala?
R. No puede existir una vacuna hasta que no sepamos exactamente cuál es el virus que causa la pandemia. A partir de ese momento se inicia una auténtica carrera para producir la vacuna, distribuirla y vacunar a los ciudadanos. Por tanto, lo que debemos hacer ahora es engrasar ese mecanismo, a escala internacional, de manera que los plazos se acorten al máximo. Además, debemos potenciar la investigación en busca de vacunas más eficientes, vacunas que sean capaces de ofrecer protección con una dosis diez veces más baja que la que ahora venimos utilizando. Si somos capaces de lograr esta reducción en la dosis habremos resuelto el problema de la producción, seremos capaces de cubrir a mucha más población con los medios disponibles.
Cuando una emergencia (climática, sanitaria…) se niega con ferocidad, a golpe de opiniones y a pesar de las evidencias, es lícito pedir, al menos, una alternativa, una solución razonable que también se apoye en evidencias. En ciencia todas las opiniones valen lo mismo (incluidas las de los propios científicos): nada.
No debemos dejar de ser críticos ni siquiera en las peores circunstancias. Sólo se avanza cuando se cuestiona, se reformula, se revisa, se discrepa. No me gusta el pensamiento único pero no termino de entender cuál es el propósito último de los que en redes sociales, y desde cualquier otro púlpito, andan rebelándose contra todo (TODO) lo que gira en torno a la COVID. Me vais a perdonar (algunos son amigos y por eso me permito el tuteo), pero sigo sin saber cuál es vuestra alternativa a ese «perverso-pensamiento-único», cuál es vuestra solución a esta emergencia.
¿Que el virus no existe? ¿Que el virus ha sido fabricado? ¿Que todo es una conjura para dominar el mundo? ¿Que tampoco es para tanto, que la gripe mata más? ¿Que no hay que usar mascarillas? ¿Que el gobierno -cualquier gobierno- nos quiere engañados y sometidos? ¿Que no es necesario respetar la distancia de seguridad y las medidas de contención razonables en cualquier epidemia? ¿Que no hay que ponerse ninguna vacuna? ¿Que la economía es más importante que la salud? ¿Que la libertad es más importante que el virus? ¿Que el sistema sanitario siempre está colapsado con o sin COVID? ¿Que la pandemia remitirá en poco tiempo de manera espontánea? ¿Que los científicos y los medios de comunicación han urdido, juntos, una gran mentira en torno a esta enfermedad? ¿Que los periodistas, así en general, somos unos trápalas y unos ignorantes? ¿Que las farmacéuticas se están forrando a cuenta de vender humo?
La discrepancia no sólo es necesaria, es imprescindible, por eso los resultados de las investigaciones científicas se someten a falsabilidad, reproducibilidad, repetibilidad, revisión por pares y publicación. Es decir, se someten a la discrepancia. Por ejemplo, desde que en diciembre The Lancet publicó la primera revisión independiente de la vacuna de la Universidad de Oxford y AstraZeneca toda la comunidad científica puede revisarla y someterla a falsabilidad (cosa que ninguno de los que discuten el «pensamiento único» hacen: ¿existe alguna prueba publicada, y sometida a todas las garantías del método científico, que sostenga estas teorías radicalmente críticas?). Las evidencias científicas no son opinables, por eso no es opinable el hecho de que la tierra sea redonda o que exista la fuerza de la gravedad (sí, hay quien lo discute porque… hay gente pató). Y eso no quiere decir que sepamos todo sobre esta pandemia, que estemos seguros de que las acciones para combatirla sean las mejores, que ignoremos el coste social, económico y emocional de todas esas acciones o que tengamos la absoluta seguridad de que todos los gobiernos están actuando con sensatez y que las vacunas y tratamientos van a funcionar sin anomalía alguna. Nadie tendrá nunca esas certezas como absolutos indiscutibles, pero eso no otorga credibilidad a lo que sólo es una opinión, respetable (siempre que no cause daño, porque ese es el límite, el daño al otro, de la tolerancia), pero opinión, únicamente opinión. En ciencia, dice Miguel Pita, «todas las opiniones valen lo mismo: nada, incluso las de los científicos”. Tener una opinión no es tener una solución. Ser una excelente investigadora, haber sido distinguido con un Nobel, ocupar un cargo de responsabilidad en una farmacéutica o en un hospital puntero, haber escrito docenas de libros, tener un programa de televisión o una columna semanal en prensa, lucir un par de doctorados en disciplinas científicas, haber descubierto un patógeno desconocido o un tratamiento milagroso… ninguna de estas virtudes hace que tus opiniones adquieran una cualidad extraordinaria: seas lo que seas (o hayas sido lo que hayas sido) tus opiniones, en lo que respecta a la COVID, valen, en términos científicos, lo que vale cualquier otra opinión: n-a-d-a.
Lo de inventarse una pandemia con más de dos millones de muertos (a día de hoy) resulta difícil de creer. Pero bueno, hay quien cree que la tierra es plana…
PD: Ya lo he contado en otro post, pero, insisto, como es mi costumbre: en el Reino Unido mueren todos los años unas 3.000 personas por usar aspirina, y se producen unas 20.000 hemorragias graves a cuenta de este medicamente tan antiguo, tan testado y tan «inocuo». El riesgo cero no existe, pero la ciencia trata de minimizarlo hasta donde sea posible. Exponerse a este virus sin hacer caso a las evidencias científicas es de una enorme irresponsabilidad porque el precio, muy doloroso, lo pagamos todos. Una cosa es la libertad de expresión y otra la libertad de infección. La discrepancia es necesaria, pero hay que sostenerla en argumentos fiables. El cabreo lo entiendo, la irresponsabilidad no. Los aplausos en redes son inocuos (sólo alimentan el ego de algunos de estos gurús de lo insostenible), pero si de ellos se deriva el convencimiento de que aquí no pasa nada, y esta idea se traduce en acciones que a todos nos ponen en riesgo (sobre todo a los más vulnerables), los aplausos dejan de ser inocentes. Entiendo el miedo, pero si nos equivocamos en la dirección en la que debemos correr para escapar del peligro, porque quien nos señala el camino es un irresponsable, es posible que terminemos por correr en la dirección equivocada, hacia el abismo del que queremos librarnos. Dicho lo cual reparto abrazos a los amigos discrepantes, para que este cruce de posturas no nos haga perder las buenas formas, el debate sensato y la amistad (que están por encima de virus y pandemias).
Periodista científico y ambiental, todoterreno y multimedia. Dirijo "Tierra y Mar" y "Espacio Protegido" en la televisión pública andaluza (Canal Sur Televisión). Cuando no escribo... cocino (y viceversa).