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Archive for the ‘Documentales’ Category

Lo malo de las maravillosas estepas de Asia Central es que no hay manera de encontrar una sencilla fuente, una rústica ducha, un manantial silvestre… Esos dos puntitos en mitad de la infinita pradera son las dos camioneta soviéticas en las que durante un mes recorrimos el corazón de Kazajstán, pasando un poco de sed, pasando un poco de hambre, pasando un poco de miedo.

La sed era una sensación primitiva y casi olvidada, un eco lejano de aquellas tardes de verano en las que se te iba el santo al cielo jugando al fútbol o cazando lagartijas y, con la boca pastosa, tenías que buscar una fuente (el chorrito  que decíamos en el barrio) o el auxilio providencial del tabernero (cascarrabias) que estaba a medio camino de casa. Y el hambre ni eso, porque hambre, lo que se dice hambre, nunca llegamos a pasar, quizá, si me apuras, un poco de gazuza porque habíamos olvidado el bocadillo, se retrasó el almuerzo o el bar estaba cerrado.

De ciertas estrechuras vitales nuestra generación sabe poco (o nada). Y los que nada (o poco) sabemos de aquellas estrechuras poco podemos explicar de sus consecuencias; de poca pedagogía de posguerra podemos presumir para sobrellevar este confinamiento con templanza. Repetimos la cantinela que llegamos a repudiar en nuestros abuelos, hacemos nuestras aquellas calamidades que nos aburrían (por desconocidas). Seamos sinceros: no sabemos de sed, no sabemos de hambre, no sabemos de miedo.

Y lo peor de todo es que no queremos saber de sed, ni de hambre, ni de miedo. Por eso todos los gobiernos, y buena parte de los ciudadanos, se resisten a hablar de emergencia, y mucho menos a declararla. En nuestro mundo (casi) feliz no hay lugar para alarmas. Todo está (parece) bajo control. Aquí, ahora, no es posible la sed, el hambre, ni el miedo. Eso es algo antiguo, algo que, como mucho, le pasa a los otros, nunca a nosotros.

Algo parecido ha ocurrido con la tristeza. Una vez alcanzados por el tsunami vírico se impuso de manera espontánea una absurda celebración de todo lo que nos había traído la catástrofe, convirtiendo en una fiesta cualquier noticia (buena, regular o catastrófica). Aplausos, conciertos en azoteas, canciones machaconas que invitan a la resistencia, retos para compartir fotografías de infancia, tutoriales de cocina creativa, vídeos ridículos de gente haciendo el ridículo… Ruido, mucho ruido. En nuestro mundo (casi) feliz no hay lugar para la tristeza. Todo está (parece) bajo control. Aquí, ahora, no es posible la pena, ni el abatimiento, ni la nostalgia. Eso es algo antiguo, algo que, como mucho, le pasa a los otros, nunca a nosotros, entregados a la canción, la danza y el teatro, espontáneos.

Sin renunciar, con moderación, a ciertos bálsamos, y a una sensata vitalidad con la que poner algo de luz en medio de la tormenta, yo no tengo, en plena emergencia, el cuerpo de fiesta, y me alegro que alguien (Octavio Salazar, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba) se haya atrevido a explicar este derecho a la tristeza que muchos se empeñan en maquillar, convencidos, quién sabe, de que la fiesta y el alboroto son la mejor manera de combatir la pandemia y sus devastadores efectos. “Miro más allá de la emergencia sanitaria”, escribe Salazar, “y al vislumbrar el horizonte lamento no tener ni el cuerpo ni el alma para cánticos resistentes. Pasados ya más de 20 días en la jaula, reivindico ahora el silencio, la serenidad e, incluso, ese punto de espiritualidad que habitualmente esquivo”. Sí, el silencio, ese silencio que tanto nos espanta, es una poderosa medicina para no perder la consciencia.

No hay mala intención, tan solo desconocimiento. Por eso celebro a los que, sin quererlo, me enseñaron a entender lo que estaba por venir. Esa lección tan áspera, la lección de la escasez extrema aplicada a un hijo de la abundancia, fue una de las lecciones inesperadas, y maravillosas, de mi experiencia (extrema) con los especialistas de la Estación Biológica de Doñana (CSIC) durante el rodaje de la serie documental (para Canal Sur Televisión) que nos llevó a los rincones más agrestes de los cinco continentes. En mi memoria y, sobre todo, en el íntimo almacén de mi nostalgia, ocupan lugares de privilegio las estepas vírgenes de Kazajistán, las cantarinas ballenas patagónicas, los densos y primitivos bosques de Tasmania, las interminables playas desiertas del Banc d´Arguin mauritano, la explosión de biodiversidad en la desembocadura del río Senegal, los estromatolitos de Shark Bay en el índico australiano o los cocodrilos de un remoto oasis en el límite del desierto del Sahara, pero, sobre todo, el mordisco de la melancolía hace presa en el recuerdo edulcorado de aquella sed, de aquella hambre, de aquella falta de sueño, de la mugre que nos hacía suspirar por una ducha, del frío, del calor extremo, de la incertidumbre, del miedo…

Cuando te decides a comer armadillo cocido («peludo» en el argot argentino) es que la cosa se ha puesto realmente chunga…

HAMBRE.- A eso de las cuatro de la madrugada estábamos sorbiendo un mate tibio y masticando un trozo de bizcocho duro mientras esperábamos el amanecer en la linde de las redes que habíamos tendido junto a uno de los pozos de la hacienda “La Holanda”, en el corazón de la Pampa argentina. Diez horas después, sin otro alimento que aquel lejano mate y aquel dulce reseco que nos entretuvo el estómago mientras capturábamos churrinches, horneros o calandrias, volvíamos al galpón donde nos esperaba un peludo cocido (que levante la mano quien haya comido armadillo… no por curiosidad gastronómica sino por pura necesidad). Vale que nos reíamos esquivando a las tarántulas pampeanas (araña pollito –Grammostola rosea- ) o canturreando alguna milonga tristísima con Miguel Delibes y Martina Carrete haciendo los coros, pero teníamos hambre, hambre de verdad, hambre de esa posguerra que no conocimos, que no llegamos a padecer.

Al fin, una tarde de extrema desesperación, Chiqui y yo agarramos una de las furgonetas porteñas y nos fuimos, sorteando baches y barro, a hacer la compra a Toay, como quien se acerca al Mercadona del barrio. Unas tres horas después (porque en la Pampa todo está, como mínimo, a tres horas de camino) entramos a la tienda de comestibles de Toay como quien entra en la Capilla Sixtina: babeando, con la boca abierta y los ojos llorosos. Tirando de cartera, y presos de una excitación casi pornográfica, compramos y compramos y compramos. Llenamos la furgoneta de vituallas con la alegría sin freno de quien ha sido comisionado para resolver el hambre canina de una pandilla de investigadores que arrastran (casi) el mismo apetito feroz que un asilvestrado equipo de televisión.

Parados en mitad de un bosque de caldenes calcinados, en el corazón de la Pampa argentina, suspirando por un poco de comida decente y una Quilmes bien fría.

Del homenaje que nos dimos hay pruebas, fugaces, en el documental “Las alas de la Pampa”, justo en esa secuencia en la que suena Calamaro y se nos ve relajados en las hamacas, brindando con vino tinto frente a un abundante plato de pasta. Haciendo bromas, como si nunca hubiéramos pasado hambre o como si, de haberla pasado, la hubiéramos dado por buena, a modo de sacrificio menor en pos de la mejor ciencia y la más extraordinaria divulgación.

PD: Poco tiempo después de aquella expedición a Argentina se descubrió que el consumo de armadillo podía multiplicar el riesgo de contraer lepra. Otro susto más para la colección.

SED.- Con la despreocupación inconsciente del expedicionario bisoño partimos de Almatý en un par de desvencijadas camionetas soviéticas en las que se amontonaban pertrechos suficientes (suponíamos) para internarnos durante varias semanas en las estepas de Kazajistán.

La primera noche en el campo disfrutamos de la inquietante compañía de una manta de solífugos asiáticos a los que habíamos importunado arando, azadón en mano y casi a oscuras, el terreno imprescindible para plantar nuestras sencillas tiendas de campaña. Nos reunimos en torno a una hoguera, sentados en el suelo, a disfrutar de la remesa de Jack Daniel´s comprada en la Duty Free de Frankfurt, convencidos de que no había lugar ni compañía mejor en toda Asia Central. Mientras mordisqueábamos un infame embutido, de incierto origen y nula certificación sanitaria, nos enfrentamos, por vez primera, a la que la que pronto bautizamos como “duda kazaja”, un curioso rasgo en la personalidad de este pueblo mestizo, un atributo, desesperante, que se expresaba, de manera particularmente intensa, en nuestro guía Serguei.

Explicada de manera sencilla la “duda kazaja” consiste en la imposibilidad biológica, cultural o qué se yo, de decir “no”. Todas las negaciones desaparecen milagrosamente de la conversación que queda reducida a afirmaciones tajantes o a extrañas dudas que nadie sabe muy bien cómo interpretar. Ni siquiera una pregunta directa sirve para neutralizar la finta: si la respuesta al interrogante es “no” jamás escucharás ese “no” (ni nada que se le parezca). Así es que cuando le preguntamos a Serguei si teníamos agua suficiente respondió algo así como “bueno-en-realidad-el-agua-es-un-elemento-muy-importante-sobre-el-que-resulta -complicado-decir-si-disponemos-de-mucha-o-de-poca-más-bien-todo-lo-contrario-pero-en-cualquier-caso-sería-conveniente-considerar-el-carácter-indispensable-del-agua-en-un-territorio-donde-es-difícil-encontrarla”.

– ¿Un territorio donde es difícil encontrarla?  Pero, ¿cómo de difícil?

– Bueno-en-realidad-la-dificultad-puede-ser-variable-porque-dependemos-de-los-viejos-pozos-artesianos-que-llevo marcados-en-mi-mapa-y-que-a-veces-tienen-agua-potable-y-otras-tienen-agua-pero-poco-potable-y-a-veces-están-cerca-y-otras-lejos-o-a-medio-camino.

– Esto… ¿tenemos agua suficiente, Serguei? O mejor, para evitar dudas, ¿tenemos agua, Serguei?

– Bueno-para-mi-lo-suficiente-puede-ser-distinto-a-lo-que-vosotros-consideráis-suficiente-y-hablando-de-agua-uno-nunca-sabe-si-la-que-tiene-bastará-o-hará-falta-un-poco-más-para-lo-que-ciertamente-podemos-necesitar”.

Viendo nuestra cocina de campaña, en el interior de una de las camionetas soviéticas, cualquiera puede entender que en nuestra expedición a los confines de Asia Central no disfrutábamos de muchas comodidades ni de una higiene a prueba de patógenos surtidos.

No era un problema de traducción (a pesar de que Serguei manejaba el inglés con la misma soltura que nosotros el ruso) sino la primera embestida de la “duda kazaja”. Así es que de nada sirve reproducir la larga conversación con nuestro guía porque en ella no vais a encontrar, como nos ocurrió a nosotros, ni un minúsculo “no”. Como ya habréis imaginado, la serpenteante “duda kazaja” daba a entender, de manera concluyente, que no, que NO teníamos agua. Bueno, atesorábamos la ridícula cantidad que habíamos guardado en nuestras pequeñas cantimploras personales, esas a las que ahora cada uno miraba de reojo, con lujuria y miedo.

Primero apareció la sed psicológica, provocada por la simple idea de la escasez, y luego vino la sed física, la auténtica, la indomable (a la que contribuyó un tal Jack Daniel´s). Aunque las quisimos disimular, para no parecer expedicionarios bisoños, Serguei interpretó correctamente nuestras señales de pánico, así es que agarró su viejo Lada y se marchó en busca de agua. Imaginaros lo que pasa por la cabeza de un expedicionario bisoño, cuando, noche cerrada y en mitad de la nada, ves a tu guía perderse, solo, camino hacia esa nada en busca de agua. Sin teléfono móvil, con un viejo mapa de la época soviética lleno de garabatos y en un coche que en España llevaría años siendo carne de desguace. ¿Volverá? ¿Volverá con agua? ¿Cuándo volverá? ¿Traerá agua suficiente? ¿Será agua potable?

Racioné mi cantimplora, medida que incrementa hasta valores insoportables la sed psicológica y traté, sin conseguirlo, de evitar los malos pensamientos. En posición fetal, dentro del saco de dormir, me imaginé bebiendo el agua de los radiadores, chupando el rocío depositado sobre los rastrojos de la estepa, lamiendo las toallitas que nos servían para el aseo personal o sorbiendo la sangre de las marmotas que terminaríamos cazando para no morir deshidratados. Fue la noche en la que he pasado más sed en toda mi vida. Una noche de insomnio deseando oír el petardeo del viejo Lada en su regreso triunfal al campamento, con un Serguei sonriente (¿sonríen los rusos cuando están sobrios?) cargado de bidones de agua cristalina.

Serguei regresó muchas horas después (vale, lo mismo regresó a las seis o siete horas de irse, pero a mi aquella ausencia se me hizo eterna), con agua suficiente para todo el grupo. Nadie preguntó de dónde la había sacado pero yo la filtré (con la camiseta) y le apliqué mi mejunje para casos extremos, y así la potabilicé en mi cantimplora (lo que me obligó a otra espera -desesperante- mientras la química hacía su trabajo).

A partir de ese día, y durante las 24 jornadas (sí, casi un mes) que pasamos potreando en las estepas de Kazajistán, sin un mal grifo al que amorrarnos ni una primitiva ducha en la que ablandar nuestra roña, nunca nos faltó agua de boca, aunque Serguei aplicó la “duda kazaja” a otras muchas cuestiones de logística e intendencia, necesidades que tuvimos que ir sorteando con grandes dosis de resignación, abundantes raciones de incertidumbre y un poco de miedo.

 

Casi treinta días de estepa, en condiciones extremas, no pudieron con nosotros. Lo cierto es que los amigos de la Estación Biológica de Doñana (CSIC) nos lo pusieron difícil, pero el equipo de «Espacio Protegido» (Canal Sur Televisión) sobrevivió a la prueba.

 

MIEDO.- La mujer del patrón llamó al hotel a media tarde para comunicarnos que su marido había sufrido un infarto y que no podría hacerse cargo, tal y como habíamos acordado, de la embarcación que debía llevarnos hasta las islas Chafarinas. Como era el único civil autorizado a realizar este viaje la solución que nos propuso fue contar con un amigo de su marido, militar en la reserva, que tenía ciertos conocimientos naúticos y contaba con el beneplácito de las autoridades castrenses. No teníamos otra opción para cubrir las menos de 30 millas que separan Melilla del archipiélago así es que aceptamos la contraoferta y nos citamos en el puerto de la ciudad autónoma con las primeras luces.

El día amaneció desapacible, encapotado y con un arisco viento de levante, dos condiciones atmosféricas nada excepcionales en un mes de mayo pero, cuando menos, incómodas para un equipo de televisión. Al resto del pasaje (especialistas del Parque Nacional de Doñana y de la Estación Biológica de Chafarinas) tampoco le gustó cómo pintaba aquel sábado de primavera en la costa africana pero, siendo sinceros, ni unos ni otros supimos interpretarlo en clave naútica. Quien tenía que decidir si navegábamos o no era el patrón sustituto, que no parecía muy ducho, y, sobre todo, su grumete, un viejo lobo de mar al que nos entregamos con algo más de confianza que al primero.

– Vamos a cargar el barco y decidimos a lo largo del día –concluyó el patrón después de mirar al horizonte, simulando la característica pose del entendido, y conversar, simulando un cierto aire distraído, con su grumete – .

Nos volvimos a citar a primera hora de la tarde, después de comer, por si las circunstancias hubieran mejorado.

Quiero recordar que volvimos al puerto a eso de las tres o las cuatro, convencidos de que nuestro viaje se aplazaba porque, lejos de mejorar, el tiempo se había ido torciendo y el viento de levante, nuestro principal enemigo, seguía bravo. Además, las horas de luz disponibles menguaban hasta un punto que considerábamos arriesgado incluso para una travesía que, siendo optimistas, no debía ser demasiado larga.

– Nos vamos. La previsión meteorológica es mejor para esta tarde, el viento va a amainar y en el entorno de Chafarinas las condiciones no son malas. Llegaremos a la isla de Isabel II antes de que anochezca – sí, también en este caso nos habló con autoridad, simulando la característica pose del marino que ha sorteado temporales, galernas y tifones sin despeinarse -.

¿Os habéis confiado alguna vez a un marino que muestra evidentes signos de temeridad? ¿Os habéis embarcado alguna vez con un patrón cuyos conocimientos naúticos son muy básicos y, además, se le nota? ¿Habéis navegado alguna vez con un desconocido que patronea un barco que no es suyo en unas condiciones difíciles y con rumbo hacia una isla diminuta? Pues bien, ¿cómo es posible que siendo evidentes todas estas circunstancias nadie, absolutamente nadie, se negara a embarcar?

Lo bueno de este oficio es que el miedo, cuando aparece, se olvida pronto. Al día siguiente del susto ya estaba en faena, rodando con César y Fermín la colonia de gaviota de Adouin en la desierta isla del Rey Francisco. Al fondo, la isla de Isabel II.

Así funciona el miedo, supongo, cuando nunca has tenido esa clase de miedo y no sabes identificarlo. Así funciona nuestra pueril confianza en la tecnología, los conocimientos ajenos, el buen juicio de los que velan por nosotros y hasta el destino que, como todo el mundo sabe (el primer mundo, quiero decir), siempre juega a nuestro favor. Sólo son abandonados a su suerte, en un rincón del Mediterráneo, los otros. Sólo naufragan los otros. Sólo se ahogan los otros.

Con la inconsciencia de quienes no conocen esa clase de miedo y, por tanto (insisto en nuestro descargo), no saben interpretarlo, nos embarcamos en aquel pequeño yate rumbo a la isla de Isabel II, la única poblada (por un destacamento de Regulares) del archipiélago de las Chafarinas, una desapacible tarde de mayo.

Creo que el infinito respeto que le tengo al mar, a los barcos y a los marinos (a los marinos de verdad, quiero decir), nació esa tarde de mayo. No me arrugaron ni el viento ni las olas que no dejaron de zarandear el yate de manera violenta. No me asusté cuando llegó la noche, lejos aún de las Chafarinas. No me preocupó el mareo de algunos pasajeros, ni siquiera el inquietante silencio en el que fuimos cayendo todos. El miedo, el auténtico miedo, llegó cuando vi al patrón sustituto agarrado al timón, pálido, mirando-a-no-sé-dónde y discutiendo con su grumete.

– Tenemos que dar la vuelta. Hay que regresar a Melilla –vociferaba aquel grumete de pelo cano, visiblemente nervioso–.

– Ya no podemos volver. Es imposible. Corremos más peligro tratando de volver –le respondía, también a gritos, el patrón, visiblemente acojonado-.

Luego vinieron las llamadas por radio exponiendo nuestra delicada situación. La respuesta desde Chafarinas, donde aseguraban que no nos veían a pesar de que, al parecer, no estábamos demasiado lejos del archipiélago. Los mensajes de Melilla orientando como podían a aquel hombretón, pálido, aferrado al timón. Y el silencio del pasaje. El rugido del motor (¡por dios que no se pare!), los golpes del oleaje (¡por dios que paren un poco!) y el silencio, rotundo, del pasaje. Yo tampoco dije ni una palabra cuando me puse el chaleco salvavidas y me quité los zapatos (menuda estupidez: si terminaba en el agua iba a morir de frío, por mucho que pataleara sin el lastre de los zapatos, porque nadie iba a ir a buscarnos en plena noche, en pleno temporal de levante).

Si en vez de un reportaje sobre los valores naturales de las islas Chafarinas aquel despropósito hubiera formado parte del rodaje de un bonita película de aventuras juro que al desembarcar, dando tumbos, mitad sobrecogido y mitad indignado, hubiera besado a aquella soldado tatuada, natural de Monachil (Granada), que fue la primera persona a la que me agarré ya en tierra firme (y que luego se pasó unos cuantos días cachondeándose, cariñosamente, de un servidor). Y después hubiera besado el suelo de la isla de Isabel II, y el pan de la cena (en el comedor de oficiales), y la bandera de España, y la del Tercio de Regulares, y la almohada de la cama del barracón y el grifo del lavabo. Juro que hubiera besado las piedras, los palmitos, las gaviotas de Adouin y hasta las praderas de Posidonia (aún a riesgo de ahogarme).

Pasé miedo, mucho miedo. Creo que es la vez que más miedo he pasado en mi vida (o al menos la vez que he temido morir sin remedio, porque otros miedos he sufrido sin que en ellos peligrara mi vida o no lo hiciera de una manera tan evidente). Un miedo desconocido o, más exactamente, el miedo a lo desconocido. El miedo que nace de un peligro al que nunca te habías enfrentando y que no sabes cómo evitar. Un miedo repleto de interrogantes, un miedo para el que no sirven de solución ni el dinero, ni la tecnología, ni el lugar de residencia, ni la raza, ni los seguros a todo riesgo.

Sí, exactamente igual que nos ocurre ahora, cuando hay demasiadas dudas en torno a esta pandemia y no nos queda otra que esperar, con infinita paciencia, tratando de gobernar el miedo, la incertidumbre y la resignación, esa resignación, desconocida, de la que nos hablaban nuestros abuelos. Tratando de admitir que hemos pecado de soberbia. Convencidos, por fin, de que nuestro primer mundo es vulnerable y que su fragilidad no desaparece levantando muros. Haciendo un esfuerzo para que no nos secuestren los malos pensamientos, sorteando los zarpazos de la tristeza, la soledad o la amarga sensación de derrota. Pero si vienen, ojo, hay que dejarlos estar, porque esos sentimientos, en momentos de dolor e incertidumbre, son mucho más humanos que esa estúpida alegría, esa absurda celebración permanente a cuenta de nada, con la que algunos tratan de maquillar el miedo.

PD: ¿A qué viene esta parrafada, este tocho, este kilométrico e inútil post autobiográfico? Debe ser el miedo. Seguro que es el miedo: cuando tengo miedo mi terapia (pura consciencia) es cocinar o escribir. Cada uno sortea el abismo como puede… pero el abismo sigue ahí.

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Científicos y comunicadores en el desierto australiano (2009)

Desde 2002 la Estación Biológica de Doñana (CSIC) y la Radio Televisión de Andalucía (RTVA) vienen colaborando en el desarrollo y difusión de expediciones científicas a diferentes espacios naturales que, más allá de la Península Ibérica, mantienen algún vínculo ecológico con nuestro país. De esta manera, y en una experiencia pionera en España, un equipo de televisión (“Espacio Protegido”, Canal Sur Televisión / Andalucía Televisión) filma, en tiempo real, los avatares de un viaje de estas características, rodeado de dificultades pero, también, abierto a sorprendentes descubrimientos científicos. Aventura y rigor no son valores incompatibles en este producto televisivo.

Documentales atípicos que refuerzan el compromiso de la RTVA con la divulgación de la Ciencia y la difusión de aquellos proyectos que, desde instituciones de investigación radicadas en Andalucía, buscan mejorar el conocimiento y protección de nuestro patrimonio natural, haciendo atractivo este empeño para el gran público y, sobre todo, para los espectadores más jóvenes.

La iniciativa, a la que en 2006 se sumó el Parque de las Ciencias de Granada, se ha materializado, hasta la fecha, en cuatro series documentales: “El jardín de los vientos” (Expedición a Kazajstán, 2003); “Mauritania, tres colores” (Expedición a Mauritania, 2004), “El sur infinito” (Expedición a Argentina, 2006) y “Planeta Australia” (Expedición a Australia, 2009).

Aprovechando que los alumnos del Máster en Comunicación Científica de la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona) me han pedido que les facilite el visionado de algunos de estos documentales, cuelgo en este post los enlaces de aquellos videos que están disponibles en Internet:

· “El jardín de los vientos” Capítulo 1: http://www.youtube.com/watch?v=EFEtZDSHwGY&feature=mfu_in_order&list=UL

· “Mauritania, tres colores”. Capítulo 1: http://www.youtube.com/watch?v=kYwUl8CNVks&feature=youtu.be&a

· “Argentina: las alas de la Pampa”: http://www.youtube.com/watch?v=9GgM3elKtjY&feature=mfu_in_order&list=UL

· “Argentina: el sur infinito”: http://www.youtube.com/watch?v=c0puqGmA4_c&feature=mfu_in_order&list=UL

· “Planeta Australia: los archivos de la Tierra” : http://www.youtube.com/watch?v=N0tCCBGcc3k

· “Planeta Australia: la vida en las antípodas”: http://www.youtube.com/watch?v=ev5p8A6SvMM

También pueden verse en la CienciaTK del CSIC (www.cienciatk.csic.es).

Otros materiales de interés:

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Pensé que todos los periodistas eran como Miguel de la Quadra-Salcedo…

«Hay personas, profesionales, que no sólo destacan por la excelencia de su trabajo; que no sólo son extraordinarios porque fueron pioneros o porque se internaron en territorios desconocidos. Hay comunicadores sin los que hubiera sido muy difícil conocer, con rigor, el mundo que nos rodea. Comunicadores que relatan desde el conocimiento, desde la cercanía, desde la pasión y también desde el compromiso, los elementos con los que debería componerse cualquier reportaje, cualquier crónica, cualquier documental…

Pero además, y este es un valor particularmente valioso en los tiempos que corren, hay comunicadores que han alimentado cientos de vocaciones, profesionales que dignifican este oficio de locos hasta el punto de transmitir el amor a esta profesión a las nuevas generaciones. Son las semillas que evitan que el periodismo, el auténtico periodismo, se extinga.

Cuando siendo un niño vi en televisión a la persona que ahora vamos a ver todos en la gran pantalla me quedé fascinado, como otros muchos niños, y quizá me hice periodista porque pensé que todos los periodistas, que todos los comunicadores, eran como él… una persona extraordinaria… »

Buen viaje, Miguel…

PD: En noviembre de 2015 mis amigos Bienvenido León y Luismi Domínguez, directores del Festival Internacional de Cine y Televisión sobre Vida y  Ecología Urbana URBANTV, me regalaron la agradecida misión de conducir la gala de entrega de premios y presentar el homenaje, el último homenaje, a Miguel de la Quadra-Salcedo. Estos tres párrafos los he rescatado del guión que entonces escribí.

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Trapada90

Pues sí, el del chubasquero azul soy yo con 25 años menos… Con camiseta verde Jose Moreno, el operador de cámara (hoy en nuestra delegación de Málaga); junto a él, también de azul, Manolo Raya, el realizador (función que sigue desempeñando en el mismo programa, en Los Reporteros), y en primer término Joaquín Hernández, el arquitecto andaluz entonces responsable de la cooperación andaluza  en el Parque Nacional de Los Haitises (hoy sigue trabajando en proyectos de uso público en espacios naturales protegidos). Trepada Alta (República Dominicana), marzo de 1990.

 

El piloto, que había dejado descansar su revolver sobre un cuadro de mandos algo destartalado, se resistía a sobrevolar la bahía de Samaná. Confesó que no sabía nadar y de ahí su aprensión a conducir el helicóptero por encima de las aguas del Caribe. Finalmente accedió a cruzar la bahía para poder así filmar algunos de los paisajes más espectaculares del Parque Nacional de Los Haitises, en el noreste de la República Dominicana.

Terminado el trabajo, cuando creíamos que regresaba al aeropuerto de Santo Domingo, inició la maniobra de aterrizaje en un claro del denso bosque tropical. Niños y mayores, salidos de la espesura o quién sabe de dónde, se arremolinaron en torno a la aeronave despreciando el evidente riesgo, convencidos de que el único helicóptero que habían visto de cerca en su vida sólo podía transportar al presidente de la República, el entonces anciano y ciego Balaguer. Pero en aquel helicóptero rojo, que tanto nos costó alquilar, viajaba el joven e intrépido equipo de Los Reporteros (Canal Sur Televisión) que en la primavera de 1990 rodó «La isla bonita», un modesto documental sobre la labor de los cooperantes andaluces que ya entonces trabajaban en proyectos de conservación de la naturaleza y desarrollo rural en tierras dominicanas.

El turismo low cost apenas había comenzado el asalto del paraíso y en las zonas más apartadas de la isla la hospitalidad de sus gentes y la belleza de los paisajes te hacían olvidar las durísimas condiciones de vida en cualquiera de esas pequeñas aldeas donde, hasta en el más pobre de los conucos, te ofrecían un plato de arroz con guandules, o unos trozos de patacón pisao, mientras, de fondo, sonaba, a todo trapo, un perico ripiao.

[Intermedio musical: en el radiocassette del Isuzu Trooper con el que recorrimos la isla no dejó de sonar aquella cinta, que compramos en el Mercado Modelo o en el Musicalia de la calle El Conde, y que, meses después, se convertiría en un éxito a los dos lados del Atlántico: «Ojalá que llueva café», el famoso disco de Juan Luis Guerra y 4:40 acababa de publicarse en la República Dominicana y se abría con este «Visa para un sueño» que tan bien retrataba la desesperación de un pueblo que soñaba con emigrar a Estados Unidos. La actuación, en la televisión dominicana, también es de aquel lejano 1990]

 

Finalmente, aquella aldea, en el paraje de Trepada Alta, se convirtió, de manera inesperada, en una de las protagonistas del relato. Sus vecinos y, sobre todo, sus mujeres (siempre liderando este tipo de empeños), nos mostraron cómo, con la ayuda de la cooperación andaluza, habían comenzado a practicar una agricultura sensata y sedentaria, abandonando la tumba y quema, el periódico y ancestral ejercicio de talar y quemar una parcela de selva (en el interior del parque nacional) donde colocar algunos cultivos de subsistencia que apenas producían una mísera cosecha a cambio de irse comiendo los terrenos protegidos.

Cuando ahora se cuestiona el futuro de Canal Sur Televisión, o cuando alguien me afea algunos de los contenidos de nuestra programación (que, por cierto, no depende de mi), recuerdo aquel primer viaje, aquel primer documental, aquella manera, sincera y hasta inocente, de asomarnos al mundo para contar que Andalucía, sin arrebatos patrióticos y más allá del folclore o el tipismo, estaba presente en todos los escenarios imaginables. Para mostrar, con la evidencia de las imágenes, que Andalucía es ciencia, es cooperación, es arte, es tecnología, es solidaridad… Para eso sirve una televisión pública, para eso debería servir una televisión pública.

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Tejo

Así recuerdo el tejo al que me abracé, hace treinta años, en la jiennense Sierra de Cazorla (la imagen la he tomado de http://wwwsenderoscazorlenses.blogspot.com.es/)

 

Entre mis amigos hay una rara comunidad de individuos que se abrazan a los árboles. Lo hacen por puro gusto, por la satisfacción que da sentirse unidos a un ser vivo que nos presta innumerables servicios, vitales, sin pedirnos nada a cambio. Yo mismo no puedo evitar abrazarme a algunos árboles cuya presencia me conmueve, como me sucedió hace bien poco en un viejo castañar de Fuenteheridos (Huelva).

Esta aparente rareza tiene su base científica porque no son pocos los que, desde una posición más racional que emocional, defienden la hipótesis de la biofilia: los millones de años durante los cuales hubo un estrecho contacto entre los humanos y la naturaleza han inculcado en el Homo sapiens una profunda necesidad emocional congénita de sumarse al resto del mundo de los seres vivos, y por eso necesitamos ese contacto íntimo con vegetales y animales.

Uno de esos raros abrazos que aún permanece vivo en mi memoria, a pesar de los años transcurridos (algo así como tres décadas), se lo di a un tejo, centenario, quizá hasta milenario, que crecía (y espero que siga creciendo) en un rincón de la Sierra de Cazorla. Un árbol imponente que no es extraño que haya sido considerado mágico por muchas culturas, y cuyas virtudes, ocultas, reveló la Medicina no hace muchos años.

Sobre todo en las regiones más occidentales del continente europeo, desde Alemania a Galicia, a lo largo de toda la costa atlántica y las islas británicas e irlandesa, el tejo ha sido considerado desde la antigüedad un árbol sagrado. En torno a esta especie se han tejido numerosas leyendas y ritos, y ejemplares milenarios crecen junto a ermitas, abadías o cementerios. Ignacio Abella, botánico que ha rastreado toda la mitología asociada al tejo, explica algunas de las razones por las que los humanos nos hemos sentido atraídos por este árbol: “Posiblemente la admiración y el culto provengan de aspectos como su asombrosa longevidad, la capacidad de rebrotar incesantemente aún después de caído, el follaje perenne, la dureza pétrea de su madera y su increíble elasticidad, el color rojo intenso de este material y la potencia letal de todas sus partes, exceptuando la envoltura carnosa de su semilla”.

A pesar de la importancia que el hombre le ha concedido, el tejo se encuentra en franca regresión en todos aquellos enclaves en los que se distribuye. En Andalucía todavía podemos encontrarlo en las provincias de Almería (Sierra Nevada), Granada (Sierra de Baza, Sierra de Castril, Sierra Harana, Sierra de Játar, Sierra Nevada y Sierras de Tejeda y Almijara), Jaén (Sierras de Cazorla y Segura, Sierra Mágina) y Málaga (Sierra de las Nieves, Sierras de Tejeda y Almijara). En total se calcula que sobreviven en la región entre 1.200 y 1.800 ejemplares, distribuidos en pequeñas manchas que, en el mejor de los casos, apenas llegan a reunir una veintena de ejemplares. Incluso hay poblaciones que están compuestas por uno o dos individuos aislados. Este fenómeno, que también es frecuente en otros puntos de la península, ha hecho que al tejo se le bautice como el “ermitaño del bosque”, y que su sola presencia justifique la protección de un enclave.

El tejo añade a su valor botánico, determinado por su escasez, interesantes aplicaciones en el campo de la farmacología. Ya a mediados del siglo XIX se utilizaban infusiones de hojas para combatir los gusanos intestinales, regular la menstruación o provocar abortos. Asimismo, se usaba para aliviar espasmos musculares y nerviosos, en molestias de las vías urinarias, reumatismo y artrosis.

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No, no es casual que el monstruo que visita a Conor sea un tejo… En la película de Juan Antonio Bayona también se encierra, estoy seguro que de manera intencionada pero sutil, esta relación entre el cáncer y el árbol que atesora la sustancia capaz de curarlo.

Al margen de estas aplicaciones tradicionales, la medicina oficial comenzó a interesarse por el tejo a comienzos de los años 60, cuando investigadores norteamericanos identificaron una sustancia, el taxol, presente en extractos de corteza y hojas de este árbol. El taxol se mostró muy eficaz en el tratamiento de algunos tipos de cáncer, aunque no parecía fácil convertirlo en un medicamento de uso convencional, ya que se necesitaban de tres a cuatro tejos centenarios para obtener el taxol necesario en el tratamiento de un solo enfermo.

Aún así, y después de numerosas experiencias para obtener taxol mediante diferentes procedimientos que no implicaran el sacrificio de los árboles, el gobierno norteamericano aprobó, en 1992, el primer fármaco (Paclitaxel) que contenía este principio activo, indicado para el cáncer de ovario resistente a otros tratamientos. En España se comercializa, con el mismo nombre, desde 1994, y en los últimos años han surgido otros compuestos similares que se usan con éxito en diferentes afecciones tumorales.

¿Es para abrazarlo o no?

Actualización a 18 de diciembre de 2016: Además de la película de Bayona («Un monstruo viene a verme»), y para los que queráis profundizar en las virtudes de este árbol mítico, os recomiento el documental francés «L’if aux frontières de la vie” (“El tejo, en la frontera de la vida”), de la colección «Secretos de las plantas» en las que ha participado el CNRS, la principal institución científica francesa (equivalente a nuestro CSIC).

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AR.3

Los que hacen equilibrismos al borde del abismo son Charly y Arturo. Yo, con mi vértigo a cuestas, me mantengo en un discreto segundo plano…

 

Nunca entendí como podían llamar “microcentro” a un barrio que suma más de 60 manzanas y en el que trabajan a diario unos 4 millones de personas, pero Buenos Aires es así y se recrea en su desmesura. Nos tuvimos que subir a la azotea de un rascacielos del microcentro para poder abarcar la infinita trama urbana de la capital porteña porque con ella, como contraste a la desolación de la Pampa o el desierto patagónico, queríamos que comenzara el primer capítulo (Las alas de la Pampa) de la serie documental que en abril de 2007 rodamos en tierras argentinas. Tocando el cielo me acompañan Arturo Jiménez (operador de cámara) y Charli Guiard (realizador).

Es contagiosa la vitalidad de esta ciudad que ha experimentado uno de los procesos de urbanización más poderosos de todo el continente americano. A mediados del siglo XIX Buenos Aires apenas sumaba 90.000 habitantes y tan sólo 50 años después ya rebasaba el millón de pobladores. Hoy concentra casi el 40 % de toda la población argentina, cerca de 14 millones de personas repartidas en más de 12.000 manzanas y alrededor de 3.000 calles.

Sin límites ni accidentes geográficos que nos permitan estructurar este paisaje urbano, podemos tomar como referencia las kilométricas avenidas que surcan la urbe y, desde ellas, alcanzar los diferentes barrios que componen este desproporcionado callejero. En La Boca o en Recoleta se templa la desmesura y el paisaje vuelve a adquirir una escala humana.

Corrían los últimos días de la primavera austral que se hacía presente en los tranquilos jardines de la céntrica plaza de San Martín, en el animado bullicio de la calle Florida o en el abigarrado y centenario mercadillo de San Telmo. Y al final del día, cerca de aquel hotelito de la Avenida de Mayo que miraba al mítico Café Tortoni, siempre nos despedíamos con una Quilmes, bien fría, en Los 36 Billares…

P.D.: Creo que hoy se me nota la nostalgia porteña… y la culpa la tiene Fabiana Cantilo…

 

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KA.4

En junio de 2003 el nombre del pastor kazako cuyo caballo acaricio quedó registrado en mi cuaderno de viaje: Erzbulat.

Llegaron un poco pasados de vodka pero lejos de dificultar el contacto el alcohol multiplicó la hospitalidad de aquel grupo de pastores nómadas con el que nos topamos, al caer la tarde, en las montañas del Tien Shan. Se empeñaron en que bebiéramos un poco de koumiss (leche de yegua fermentada) y que montáramos en sus caballos. El verano ya se dejaba ver en estas praderas alpinas que dibujan el límite entre Kazajstán, Kirguistán y China, y en las que habíamos instalado nuestro precario campamento a más de 2.000 metros de altura.

Hasta aquel remoto territorio de Asia central nos embarcamos en la primera expedición organizada por la Estación Biológica de Doñana (CSIC) y la Radio Televisión de Andalucía (RTVA); la primera de una serie de aventuras, en los cinco continentes, que tuve el privilegio de dirigir, mano a mano, con mi amigo Fernando Hiraldo (de alguna de ellas ya he escrito en este blog).

Resulta difícil creer que estos páramos, hoy desiertos y azotados por el viento, fueran el escenario de uno de los grandes imperios de la historia. Un imperio de pastores guerreros capaces de conquistar vastas extensiones de terreno, y que pusieron en jaque a los mejores ejércitos de la época. Un mosaico de tribus nómadas que en el siglo XIII, aglutinadas bajo el temible liderazgo de Gengis Khan, impusieron su dominio desde el golfo Pérsico hasta el océano Ártico.

Hoy, el regreso de la ganadería extensiva, casi desaparecida durante la época soviética, ha sido fundamental para la recuperación de las poblaciones de algunos carroñeros exclusivos de estos territorios. Uno de los más llamativos y escasos es el buitre del Himalaya. El majestuoso vuelo de esta especie logramos filmarlo cerca del desfiladero del río Charyn, un torrente que se alimenta del deshielo en las altas cumbres y va horadando las montañas hasta modelar un cañón bellísimo, donde la erosión ha esculpido, con paciencia de siglos, un paisaje lunar.

Y esta es solo una pincelada de aquel viaje maravilloso que nos ocupó más de cuatro semanas en las que recorrimos cerca de 9.000 kilómetros en destartalados vehículos soviéticos. De las penalidades, que fueron muchas, no escribiré, sobre todo porque hoy las recuerdo como se recuerdan los mayores placeres (así de caprichosa es la memoria), o, como decía el poeta, “como se recuerdan los lugares en donde hemos sido pobres y felices”.

Corría el mes de junio de 2003 y andábamos rodando el documental “El jardín de los vientos” que se emitió en Canal Sur Televisión en el invierno de ese mismo año. Quien me acompaña es César Fernández-Ramos, el operador de cámara, y quien hizo la foto es Charli Guiard, el realizador, con los que viví unas cuantas  peripecias que guardo para otra entrada.

P.D. Uno de los tres capítulos de aquella serie documental kazaka está disponible en Youtube:

http://www.youtube.com/watch?v=EFEtZDSHwGY&list=ULEFEtZDSHwGY&feature=share&index=6089

 

 

 

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Ballena franca austral

Podría habernos triturado de un simple coletazo, pero la ballena austral se acercó, dócil y curiosa, hasta nuestra embarcación. Es difícil describir qué se siente cuando uno de estos gigantes marinos se coloca al alcance de tu mano (Península Valdés, Argentina, abril 2007).

Navegábamos entre Punta Pardela y Playa Colombo, en aguas de Península Valdés (Argentina), en un día de absoluta calma. Demasiada, quizá, para las expectativas que todos habíamos puesto en la búsqueda de uno de los animales más grandes del planeta. Sin embargo, el capitán ballenero (*) que nos acompañaba, el mítico Pinino Orri, estaba seguro de que las ballenas francas australes se dejarían ver. Y tanto que se dejaron ver…

Hubo ejemplares cuya curiosidad los llevó hasta el mismo casco de nuestra embarcación que, de pronto, se convirtió en un ridículo cascarón. Es difícil describir la sensación que se experimenta cuando una ballena de 15 metros y 40 toneladas se acerca, con una mezcla de elegancia y autoridad, para escrutarte con sus diminutos ojos. A tan corta distancia llegaron a colocarse algunos ejemplares que terminamos empapados por el agua que expulsaban al respirar. Indiferentes, pasearon sus morros, adornados como un viejo arrecife de coral, al alcance de nuestras manos.

Hubo, incluso, ballenas que cantaron mientras entrevistábamos a Pinino: un sonido ronco y primitivo que a este capitán, curtido en cientos de travesías, aún le sigue emocionando.

Precisamente, el ser una ballena sociable, que no rechaza la presencia humana, la colocó al borde de la extinción ya que su caza resultaba más fácil que la de otras especies. Sólo entre 1820 y 1840 se llegaron a cazar en el hemisferio sur más de 80.000 ballenas francas australes, matanza que se detuvo, por fin, en 1935 cuando la especie pasó a estar protegida. Península Valdés, y en general las costas patagónicas, ejerce una poderosa atracción sobre estos mamíferos marinos cuando llega el momento de aparearse, y así, cada año, llegan a transitar por esta aguas unos 1.200 ejemplares entre adultos y crías.

Rodeados de ballenas terminamos el rodaje del primer capítulo (Las alas de la Pampa) de la serie documental que nos llevó a tierras argentinas en abril de 2007. Una producción de Canal Sur Televisión y la Estación Biológica de Doñana (CSIC).

(*) Esta denominación, “capitán ballenero”, nada tiene que ver con la caza de estos animales. Hoy, en Península Valdés, reciben este nombre los marinos especializados en el avistamiento, con fines científicos o turísticos, de ballenas. Una actividad regulada, de manera estricta, en estas aguas.

P.D.: Con esta foto inicio una serie dedicada a comentar algunas de las imágenes, casi siempre de naturaleza, que me han sobrecogido en diferentes puntos del planeta.

Si después de este relato quieres ver la coreografía que nos regalaron estos gigantes del mar, aquí tienes el documental completo (las ballenas las encontrarás a partir del minuto 37).

 

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Tornado de fuego, también conocido como diablo o demonio de fuego, fotografiado en Alice Spring, en el centro de Australia.

 

“Los incendios devoran el sureste de Australia en un verano de calor histórico”.  Así titula hoy un diario nacional la emergencia que se vive en las antípodas, donde los incendios forestales alcanzan proporciones difíciles de imaginar en nuestras latitudes por mucho que estemos acostumbrados al fuego.

En Australia todo alcanza magnitudes desmesuradas, como tuve oportunidad de comprobar en las dos expediciones que me llevaron a tan lejano destino en 2009 y 2010, y que sirvieron para componer la serie documental “Planeta Australia” (emitida en Canal Sur Televisión y disponible en la CienciaTK del CSIC) .

En el blog que resume, de manera informal, nuestras peripecias en tierras de Oceanía expuse algunos datos llamativos a propósito de los incendios forestales australianos, información que me había facilitado la simpática botánica Betsy Jackes, de la Universidad James Cook, con la que estuvimos recorriendo el Parque Nacional de Paluma, en el estado de Queensland.

En días calurosos los aceites esenciales contenidos en las hojas del eucalipto, el árbol característico de los bosques australianos, se evaporan por encima de las copas produciendo una característica neblina azulada. Estos aceites son altamente inflamables y por eso las llamas viajan rápidamente a través de esa atmósfera oleosa. En bosques densos de eucaliptos las llamas de un incendio pueden alcanzar más de 300 metros de altura y propagarse a 70 kilómetros por hora (Betsy me aseguró que, en circunstancias extremas, esa velocidad puede alcanzar los 200 kilómetros por hora… pero sigo resistiéndome a admitir ese dato espeluznante).

La temperatura de un incendio en esas latitudes también alcanza cifras difíciles de imaginar: en las conocidas como “tormentas de fuego» llegan a alcanzarse los 2.000 grados centígrados, temperatura más que suficiente para fundir… el acero.

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La foto que ilustra este post la tomé en mi cocina hace un par de días. No se trata de una verdura extraterrestre, ni tampoco es el resultado de un oscuro experimento genético.

Lo que encontré en una verdulería del Aljarafe sevillano era un magnífico ejemplar de romanescu (Brassica oleracea), que, como bien explica la Wikipedia, es un híbdrido de brécol y coliflor de la familia de las brasicáceas. El romanescu ya aparece documentado en Italia (como Broccolo romanesco) en el siglo XVI. Por tanto, en su concepción no ha intervenido ningún alienígena ni tampoco ha nacido en un laboratorio secreto.

En cuanto lo fotografié, maravillado por la humilde belleza con la que la naturaleza siempre nos sorprende, subí la foto a Twitter y se la envié a mi amigo Juan Manuel García, director del Laboratorio de Estudios Cristalográficos (CSIC-Universidad de Granada), con el que no hace mucho viajé a Australia en busca de los orígenes de la vida en la Tierra (en la CienciaTK del CSIC puedes ver el documental que rodamos: http://bit.ly/zOPmzU) .

Estaba seguro que Juanma le iba a sacar punta a la imagen. Y no me equivoqué. “Si vas por el Mercado de Cádiz y te acercas a la mejor verdulería”, me explicó en su mail, “pregúntale a la señora del puesto por algún romanescu. Yo lo hice y me dejó alucinado: Eso es un fractá, señó. Algo habremos tenido que ver en eso ¿no?”.

Efectivamente la verdulera de Cádiz tenía toda la razón: el romanescu es un excelente ejemplo de geometría fractal. Pero, ¿qué son los fractales? De nuevo recurro a mi amigo Juanma, que lo explica de maravilla en http://armoniafractal.blogspot.com/:

En la segunda mitad del siglo pasado, Benoît Mandelbrot convenció al mundo científico de que la geometría euclidiana que usamos desde los tiempos clásicos no servía para describir la naturaleza. Que las montañas no son pirámides, que los árboles no son conos, que las líneas de costa no son rectas. Y propuso el uso de una nueva geometría que describe mejor la complejidad de las formas naturales: la geometría fractal. Las estructuras fractales son autosimilares, lo que quiere decir que las partes se parecen al todo. Las costas no son líneas rectas sino curvas formadas por cabos y golfos, grandes protuberancias que a su vez están formados por entrantes y salientes, en lo que a su vez hay ensenadas y riscos. Un río es un cauce de agua al que llegan afluentes, y un afluente es un cauce de agua al que llegan arroyos, y un arroyo es un cauce de agua al que llegan riachuelos, y un riachuelo es un cauce de agua al que llegan barrancos, y un barranco es un cauce ocasional de agua al… Se dice por tanto que las estructuras fractales no varían con la escala a la que se miren. La naturaleza y el hombre pintan con distintos estilos los infinitos cuadros que encierra el paisaje. Por un lado, la geometría euclidiana, fría, trazada a tiralíneas por la razón del hombre. Por otro, la cálida y obstinada geometría fractal de la curva y de la bifurcación, dibujada sensualmente por la naturaleza».

Tan hermoso me resultó el romanescu de la foto que algo de trabajo me costó darle el destino al que está encaminada una verdura tan exquisita como esta: una olla de agua hirviendo.

De nuevo en este blog se unen la ciencia y la cocina (es decir, la razón y la emoción). Y lo hacen en la materia prima que nos brinda la naturaleza, en forma de geométrico vegetal, y también en los protagonistas de esta historia, porque con Juanma me he divertido cocinando y comiendo en los lugares más insospechados mientras, eso sí, hablábamos de divulgación científica.

Cocinando con Juan Manuel García en Shaw River (Western Australia)

Mi romanescu, y su voluptuosa geometría fractal, ha servido, finalmente, para componer un delicioso cuscús de verduras y jamón de pato. Ahí va la receta:

–      Un romanescu

–      2 zanahorias

–      2 calabacines

–      2 cebollas

–      Una penca de apio

–      2 tazones de cuscús mediano

–      200 gramos de jamón de pato

–      Canela, jengibre, clavo, guindilla.

Troceamos todas las verduras en dados no muy pequeños (el romanescu podemos trocearlo tratando de respetar sus estructuras geométricas). De la cebolla sólo utilizamos una pieza, ya que la otra nos servirá para la salsa. Ponemos un poco de aceite en una olla y rehogamos las verduras a fuego medio. Añadimos un poco de canela, jengibre rallado y sal. Mareamos bien durante unos minutos y entonces añadimos un litro de caldo de pollo y un litro de agua. Cocemos al dente (no más de 6-7 minutos). Retiramos las verduras y dejamos que el caldo se siga reduciendo al fuego.

En una sartén ponemos aceite y freímos la otra cebolla muy picadita. Cuando esté dorada le unimos el jamón de pato también picado. Rehogamos y añadimos una cucharada de harina. Seguimos rehogando y, finalmente, mojamos todo con un vaso grande del caldo en donde cocieron las verduras. Añadimos un par de clavos y un trocito de guindilla. Dejamos que todo cueza hasta que se espese la salsa.

Medimos el caldo sobrante para que en la olla sólo queden dos tazones. Lo llevamos a ebullición y entonces añadimos dos tazones de cuscús. Movemos no más de cinco minutos y apagamos el fuego. Dejamos que el cuscús se hidrate y se ablande.

En cada plato ponemos el cuscús, rodeado por las verduras y regado con la salsa.  Y…. !!! Smacznego !!! (que diría Mandelbrot)

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