Una desordenada despensa en la que puedo almacenar caracteres para escabullirme de las 140 pulsaciones a las que me obligan en Twitter. PD: También se me quedan cortas 280 pulsaciones…
Musgo sobre la tinaja de Los Linares (Villaviciosa de Córdoba, 29 de enero de 2022). Foto: José María Montero
«Amigos nada más, el resto es selva» (David Trueba)
En esta gota de rocío, que bañaba el musgo de la vieja tinaja familiar, quedaron atrapados los primeros rayos de sol de una mañana de enero en la Sierra Morena cordobesa.
Casi doce meses después, despidiendo el año, la naturaleza me sigue causando el mismo asombro que cuando era niño, al igual que celebro, como si no fuera adulto, la amistad más sencilla, la vuestra, la que no necesita de motivos ni explicaciones.
Estamos demasiado lejos de casi todo. Pocas cosas quedan lo suficientemente cerca como para reconocerlas y tocarlas y entenderlas.
Vuelvo a desearos la felicidad que ya hemos compartido, la que nos espera escondida en el nuevo calendario. La que haremos nuestra en cualquier lugar, sin motivo ni explicación.
«Una vez a la semana llega una mala noticia. Una vez al mes hay un funeral. Pierdes a amigos cercanos y descubres una de las peores verdades de la vejez: que son irremplazables» (Nora Ephron, No me acuerdo de nada).
Esa edad en la que las balas pasan silbando. En la que el dolor de tus amigos se convierte en tu propio dolor. Esa edad en la que cada amanecer es un milagro, una conquista, un regalo. Esa edad en la que sabes que no serás eterno, ni lo serán las personas a las que quieres. Esa edad en la que el tiempo ya no es infinito y los días son días contados.
“La mayor parte de los problemas del mundo se deben a la gente que quiere ser importante”. (T.S. Eliot)
Mi experiencia me dice que Eliot tenía razón. Yo no alcanzo a hablar en términos planetarios pero al cabo de unas cuantas décadas de bregar entre humanos la mayor parte de los problemas que, sin tener que ver con la salud o los accidentes vitales, me han producido algún que otro dolor de cabeza, notables desengaños, enfados intensos (aunque pasajeros) y, sobre todo, decepciones, esas sí, de tamaño planetario, los han provocado personas que querían ser importantes (a toda costa).
Y no me refiero a esa dosis de ego, medida y saludable, que nos permite ser y estar entre nuestros iguales. Tampoco a la demanda, ponderada, de reconocimiento, o a la necesidad, vivificante cuando no nos desborda, de resultar significativos en la vida de otros. No, no hablo de esos juegos del Yo con los que nos construimos y nos relacionamos. No me refiero a esa búsqueda ciega de certezas con la que tratamos de burlar al olvido. La certeza, ya lo conté en este mismo blog, está sobrevalorada y a veces su búsqueda nos hace pasar por encima de nuestros semejantes, cuando lo común, lo humano, es la incertidumbre y sus correspondientes contradicciones (que deberían vivirse con la humildad correspondiente). Walt Whitman hablaba de las multitudes que lo habitaban y que eran la fuente de sus contradicciones, y el Dr. Cardoso, uno de los personajes de Sostiene Pereira, defendía la existencia de una suerte de confederación de almas que, aún sometidas al Yo hegemónico, dependían de un incierto equilibrio de fuerzas que iba modulando nuestra manera de ser, a veces con inesperados quiebros que sorprendían a los que esperaban de nosotros una personalidad inmutable, firme y consecuente.
“Lo más interesante de la vida es aprender. En la medida en que tenemos una actitud discipular, es decir, de receptividad y de humildad, la vida es interesante. La humildad es el punto de partida y el punto de llegada. Lo que nos impide ser humildes y receptivos son nuestros prejuicios ”. (Pablo d´Ors)
Los importantes no se contradicen, y si lo hacen enmascaran esas fintas como nuevas certezas aún más inquebrantables que las anteriores. Yo siempre he desconfiado de esas personas que dicen no haber cambiado nunca de opinión, las que se mantienen firmes desde hace décadas en sus planteamientos, sin una fisura, sin un matiz, sin una reconsideración. Lo que parece un signo de integridad a mi se me antoja un síntoma de fragilidad, de miedo a lo desconocido, de resistencia al cambio (que es como resistirse a vivir). Los importantes suelen ser personas temerosas, de esas en las que el escudo del ego protege (oculta) unos mimbres débiles e inestables, apenas sostenidos por los prejuicios.
Admito que todos vamos sorteando como podemos la tormenta, y ciertos juegos de ese Yo que no deja de multiplicarse para sobrevivir, esas contradicciones del que es uno y es muchos, son las que con frecuencia nos salvan del naufragio. Lo explica la psicóloga norteamericana Patricia Linville en su “modelo de autocomplejidad”, en el que, precisamente, esa confederación de almas que inventó Antonio Tabucchi es la que nos hace resistir aún en las peores circunstancias. La autocomplejidad de Linville se refiere al número de representaciones que componen el Yo, y al grado de diferenciación que mantienen. Y son precisamente las personas con una elevada autocomplejidad, aquellas que conviven con sus contradicciones sin cercenarlas ni tampoco identificarse con una sola representación, “las más resistentes a los sucesos vitales negativos, puesto que aunque una parte de su identidad quede cuestionada o debilitada por estas experiencias, siempre existirán otras partes del Yo que podrán utilizar como anclaje psicológico”.
La biodiversidad, pues, también resulta decisiva en términos psicológicos, de manera que cuando se reduce el número de perspectivas, la nómina de actores dispuestos a ser Yo en función de cómo evoluciona este teatrillo mundano, se empobrece todo, nos empobrecemos nosotros (y sufrimos) y hacemos que el mundo también se empobrezca porque buscamos ahí afuera, a golpes si es necesario, lo que sólo puede existir dentro de nosotros mismos. Sufrimos y hacemos sufrir.
“Hay auténticos expertos en echar la pelota fuera y sacudirse el muerto. En lugar de apuntar con el dedo siempre al otro, el sabio se apunta siempre a sí mismo: ¿cómo puedo ayudar en esto? Sería mejor que las flechas nos las dirigiéramos siempre a nosotros. Así haríamos diana de vez en cuando” (Pablo d´Ors).
En resumen: no seré yo quien lamente los dislates del ego como algo ajeno, porque en gran medida son los que nos mantienen vivos. Cuando me quejo, como Eliot, de la capacidad de destrucción de los importantes no me refiero a la notoriedad que todos tratamos de alimentar para ser nosotros mismos, en nuestra humana ordinariez, y ser queridos en esa simplicidad, sino a esa importancia mayúscula que algunos quieren imponer a los demás para ser reconocidos como seres extraordinarios a cuyos deseos (sean cuales sean) hay que plegarse con las correspondientes genuflexiones.
Algunos de estos importantes son fáciles de identificar por las graves consecuencias que acarrea su ego desbocado. Ahí tenemos a Putin como en su día tuvimos a Hitler. Pero ellos son sólo la punta del iceberg, los más peligrosos, los más visibles, de una extensa comunidad de importantes con los que tenemos que lidiar a diario y que en la mayoría de los casos (afortunadamente) no recurren a la violencia para pavonearse, aunque se toman su tiempo, sin escatimar en alambicados recursos, para hacernos la vida un poco más incómoda, un poco más oscura, un poco más inhumana. A esos importantes me refiero, a los que nos reclaman, desde la proximidad de lo cotidiano, que los adoremos sin rechistar puesto que son, insisto, seres extraordinarios, como también lo son sus obras. Los más inofensivos, también hay que decirlo, aunque sean de entre todos los importantes los más ridículos, son aquellos que no necesitarían recordarnos a diario lo necesarios que son en un mundo grisáceo, porque en verdad ponen algo de luz en la oscuridad, y aún así, desde ese algo que ya son quieren ser el todo, poseídos por el síndrome que Miguel Delibes llama “el del sapo gordo”, ese batracio que se infla tanto para cantar que termina ocupando toda la charca, desplazando a cualquier bicho viviente en el rico concierto nocturno. Cuando en Sevilla se celebraban los fastos de la Expo92 circulaba el chascarrillo que aseguraba que al entrar en un photomaton y depositar las monedas la máquina preguntaba: “¿Quiere las fotos solo o con Rojas Marcos?” Efectivamente, Alejandro Rojas Marcos era el alcalde de la ciudad en aquel fastuoso periodo, y posiblemente estaba poseído, como tantos otros políticos, por este síndrome que hoy sigue adornando a muchos importantes.
También cabe señalar, con algo de compasión, a los importantes que cultivan la estupidez (tal y como la definió el economista Carlo María Cipolla), es decir, individuos que en su avidez de notoriedad mayúscula no dudan en “ocasionar pérdidas a otra persona, o a un grupo, sin que ellos ganen nada o incluso salgan perdiendo”. Es una sencilla regla de coste y beneficio, en la que “el indefenso sale perdiendo mientras los otros ganan, el inteligente sale ganando al mismo tiempo que los otros también ganan, el bandido se beneficia en la medida en la que los demás pierden, pero el estúpido es el único que consigue que todos, incluido él mismo, pierdan”. De estos importantes también he sufrido a unos cuantos y sin duda, insisto, mueven más a la compasión que al enfado.
De toda esta fauna habla David Trueba en “Queridos niños” cuando hace un retrato, tan ácido como fiel, de nuestra clase política y mediática, de nuestra sociedad sometida al capricho de los importantes. Si esta hubiera sido mi única lectura en las pasadas (y pequeñas) vacaciones, y aún admitiendo que la novela contiene elevadas dosis del mejor humor, hubiera perdido toda esperanza en la supervivencia de nuestra especie, consumida por los importantes y sus delirios de grandeza. Pero, como lector caótico que soy, he vuelto a leer a dos bandos, a mezclar dos libros dispares como el que combina veneno y antídoto. Cuando la realidad de Trueba se me hacía muy cruda escapaba a los cálidos brazos de Pablo d´Ors y su “Biografía de la luz”, un potente ensayo que nos desvela toda la provocación existencial que se esconde en el evangelio; sí, he escrito bien, en el evangelio cristiano. Así, he pasado la Semana Santa entre lo mundano y lo espiritual, entre el barro y la gloria, entre la soberbia y la humildad. Y, por supuesto y sobre todo, entre amigos, que sí que me son (muy) importantes aunque ellos jamás presumirían de algo así.
“Amigos nada más, el resto es selva. Caí en la cuenta de que la gente más valiosa en mi vida es la que me ha empujado a fabricar unos ideales, puede que ficticios, pero tan hermosos que da gusto jugar a que existen, apostar por ellos“ (David Trueba).
Nota al pie: La cita de Eliot la recordé hace poco en la Alhambra, cuando de la mano de Blanca Espigares recorrimos la ciudad palatina descubriendo cómo algunas de las frases que, en árabe, adornan las estancias son precisamente un elogio de la humildad, quizá porque los líderes espirituales de entonces querían conjurar así la indisimulada soberbia que se manifestaba en la decoración de estos palacios.
La distancia, en el espacio (Ucrania) o en el tiempo (Edad Media), nos coloca en una posición muy cómoda a la hora de lamentar la vanidad de los otros, y sus nefastas consecuencias, pero es que no solo hay que dolerse del orgullo criminal de Putin cuando en cualquier comunidad (laboral, vecinal, familiar, profesional) tenemos a zares (y zarinas) de bolsillo dispuestos a aniquilar a quien les lleve la contraria, a quien discuta su importancia o la menosprecie, a quien proyecte una diminuta sombra sobre su rutilante figura; es que raro es el día que no tienes que esquivar un codazo, una zancadilla, un mal gesto o una palabra subida de tono. Es que la guerra habita entre nosotros, es que el germen de la soberbia se esconde en lo cotidiano, esperando el momento de germinar. Pero, eso sí, sólo crece si lo alimentamos. El silencio es, en este caso como en tantos otros, el mejor tratamiento, el más económico y el más sencillo (bueno, para callar se requiere una cierta habilidad, pero no mucha…).
La de cosas que está iluminando este virus. La de personalidades, bien trajeadas, que quedan al desnudo cuando aparece una emergencia. La de discursos romos que retratan a los que, en tiempos de bonanza, se nos presentaban como chispeantes interlocutores. Con qué facilidad, cuando nos alcanza la tormenta, se quiebra la falsa empatía y aparece el sálvese-quien-pueda.
Esta pandemia ha multiplicado algunas perturbaciones sociales hasta convertirlas en insana costumbre, uno de esos hábitos casposos que, sin apenas oposición, se extienden a mayor velocidad que los patógenos. Por ejemplo, hemos descubierto con asombro que el país cuenta con cientos de miles de epidemiólogos aficionados, guardias civiles voluntarios y economistas de fin de semana, a los que tenemos que padecer en sus delirantes juicios, incómodas denuncias y absurdas recetas.
Hay en esta caterva de borregos un grupo que me resulta particularmente incómodo y dañino, un rebaño que lleva con nosotros toda la vida pero que en momentos de zozobra se viene arriba y nos da la turra hasta límites insoportables. Son esos profetas del apocalipsis que culpan de todos los males a los «jóvenes», así, en sentido genérico. Resulta paradójico verles hablar del futuro de sus hijos y de sus nietos, a boca llena, y, al mismo tiempo, atizarles a los «jóvenes» por su manifiesta irresponsabilidad, esa que, a su espantado juicio, nos conduce al precipicio.
Recibo vídeos de señoras repintadas, así como muy modernas, que cargan contra los jóvenes por salir a la calle cual «descerebrados» poniendo en peligro a toda la sociedad (al universo en su conjunto, diría yo). Leo parrafadas en Facebook de otoñales gurús, progres de toda la vida, que señalan a los jóvenes, «maleducados» en su conjunto, como únicos responsables de la suciedad que se desparrama por nuestras calles y parques, de la indiferencia frente al cambio climático y del derroche energético. Acumulo tuits de ingeniosos internautas que reclaman el internamiento (¿Guantánamo?) de los «jóvenes», sin rechistar, para evitar la cuarta, la quinta o la sexta ola pandémica.
No es cuestión de DNI, aquí nada tiene que ver la partida de nacimiento, sino de discurso. Quien así se expresa se ha hecho viejo de golpe, carcamal sin remedio. No sabría decir hasta dónde se extiende la juventud pero no hay duda de que en estos casos se ha extinguido para no volver. Y digo que desconozco los límites de la mocedad porque he tenido el privilegio de tratar a jóvenes sexagenarios, septuagenarios, octogenarios y nonagenarios como María Novo, Satish Kumar, José Manuel Caballero Bonald o Clara Janés, a los que, jamás, he oído hablar de los «jóvenes» como una excrecencia social, como una perturbación, como alienígenas de imprevisible y peligroso comportamiento. Al contrario, han celebrado, celebran, el fértil estímulo que brindan los pocos años, el atrevimiento de la adolescencia, la frescura de los que, como resueltos exploradores, se internan por territorios desconocidos, la compañía de los que aún tienen pocos miedos y casi ninguna posesión, la creatividad de los que se saltan las reglas. Son jóvenes que hablan de los jóvenes, entre iguales, sin juicios, sin condenas, sin ni siquiera dar lecciones (o haciéndolo con la humildad de quien no está seguro a pesar de la experiencia).
Nuestras ciudades (hostiles) no las han diseñado los jóvenes. El cambio climático no ha venido de la mano de los jóvenes. Las desigualdades, las guerras, las hambrunas… no son obra de los jóvenes. Ellos son las víctimas y, aún así, los victimarios se quejan de lo irresponsables que son los «jóvenes».
El parrandeo sin mascarilla ni distancia se hace muy visible en la calle (el territorio natural de los jóvenes), y absolutamente discreto en los jardines de las unifamiliares (en donde se refugian los más talluditos). La diversión a puerta cerrada, el aislamiento y la moderación son cosas de adultos (con haberes). ¿Qué porcentaje de jóvenes incumplen las medidas de seguridad? ¿Alguien lo sabe? ¿Por qué se carga de manera tan desproporcionada contra los jóvenes?
Mis redes sociales están repletas de viejunos a los que se les ha averiado la empatía (o nunca llegó a funcionarles). Desprecian, a pesar de su aparente erudición, el coste colectivo que tendrá la ausencia de vida universitaria presencial, la limitación en los viajes o en las actividades culturales, las relaciones afectivas cercenadas, el miedo a un futuro más incierto que nunca. A estos carcas sólo les interesa de los «jóvenes» ser el argumento bienintencionado de sus minúsculas acciones («lo hago pensando en el futuro de los más jóvenes») o los destinatarios de su cabreo existencial («con jóvenes así no vamos a ninguna parte»).
En una cosa tienen razón: hay jóvenes que no respetan nada. Menos mal: esta es la única esperanza posible.
Nota al pie: No quiero imaginar cómo eran estos carcas cuando tenían 16, 18, 20 años… si es que alguna vez los tuvieron.
Nunca se me ha dado bien militar en nada. Se me resisten los dogmas y las adhesiones inquebrantables. Jamás le encontré sentido a las órdenes insensatas, ni siquiera el estéril sentido de la disciplina ciega. Me cuesta engrosar las acciones colectivas por simple corporativismo, espíritu gregario, arrebato tribal, miedo o comodidad. Prefiero sumar con criterio propio y discrepando, si es necesario, con soltura y educación.
Bailo mal, pero desfilo aún peor. Tengo opinión de algunas cosas pero estoy dispuesto a cambiarla, incluso por la antagónica, si aparecen nuevos argumentos que la sostienen con más dignidad o si los que manejo se quedaron obsoletos o los descubro falsos. De muchas cosas no tengo ninguna opinión, y por eso no la doy aún siendo periodista (puedo vivir con esta contradicción que tanto inquieta a muchos de mis colegas). Trato de no juzgar (sobre todo antes de entender). Trato de entender, aunque tenga que cruzar fronteras, saltar tapias, sortear campos de minas, graduarme la vista y desdecirme.
No creo que la pertenencia al terruño o a la tribu (incluso la familiar) te obligue a despreciar la discrepancia para así no erosionar la identidad. En realidad es que tengo serias dudas sobre mi identidad, entendida como un elemento que me distingue para separarme, santificarme o enemistarme. Puedo acercarme al vacío de la contradicción, insisto, sin sufrir (casi) vértigo, y quizá por eso llevo décadas preguntándome si de verdad eso, lo que sea, es verdad. Desconfío de la seguridad y, sobre todo, de las ideologías que tienen una respuesta incontestable hasta para aquellas preguntas que aún no hemos llegado a plantearnos.
Me dan miedo los que están seguros, los que están ab-so-lu-ta-men-te seguros, y acorralan a los que tenemos dudas, para que renunciemos a ellas. Me espanta el enredo de admitir que la libertad es negociable si se trata de salvar la libertad (¿me explico?), que la diferencia hay que protegerla desde una cierta censura, que el humor es peligroso, que la culpa siempre es del otro (y si es más pobre, es más culpable), que todo debe ser regulado para que nada pueda resultar caótico. No creo que haya personas ni escenarios intocables, prefiero pensar que lo sagrado es intangible y por tanto invulnerable. Prefiero el perdón al pecado, pero me resulta más humano pecar que ser puro. Los puros son temibles.
Peor que la polarización es la coincidencia, entre polos opuestos, en la persecución feroz al que no se ata a ningún extremo. En esta tierra no molestan los extremistas (como mucho divierten y sirven para discutir, sin demasiadas consecuencias): los que de verdad molestan son los librepensadores. Bichos raros por escasos. Bichos al borde de la extinción, a los que unos y otros disparan con idéntica saña. Bichos que desconfían de la seguridad del pesebre y a los que tampoco convence la aparente libertad del campo abierto. Humanos en permanente contradicción, sin tribu, sin terruño, sin planes; devorados por las dudas, amenazados por la insensatez de quien se empeña en salirse de la autovía para triscar campo a través, pisando sembrados, sorteando abismos y perdiéndose.
Una tira de «Macanudo», con Fellini y Madariaga, obra del genial historietista argentino Liniers (Ricardo Siri).
Y esta nueva confesión electrónica viene a cuento de algunas de mis últimas lecturas, muy apreciadas por los amigos de lo cool pero igualmente perseguidas por lo que tienen de inconvenientes y políticamente incorrectas. Cada vez que leo a Juan Soto Ivars o a Pascal Bruckner es como si me operaran de cataratas: el mundo me resulta más nítido. No es que desaparezcan las zonas de oscuridad. No es que todo lo que veo, y lo que ellos me señalan, me guste. No es una cuestión de coincidencia, porque con ellos mantengo no pocas divergencias (y algunas son más que notables), sino de oportunidad. Pascal y Juan son oportunos, molestos y necesarios: librepensadores a pecho descubierto. Al no atarse, y así hurgar en las heridas, individuales y colectivas, sin reparos, nos liberan de ese velo glauco con el que envolvemos el mundo hasta atenuar su brillo, limar sus contrastes, ocultar sus monstruos y desenfocar sus excesos. En su compañía puedo permitirme no estar seguro de casi nada, contradecirme y criticar (aunque sea en silencio) lo que la tribu ha consagrado. Con ellos no tengo que militar, desfilar ni cantar a coro. Si no, ¿para qué sirve leer?
«Todo es mejorable, pero si alguien quiere reventar el edificio deberíamos exigirle unos planos muy detallados de lo que pretende levantar en el solar. Con frecuencia, será una cárcel. Sobre todo si lo encargamos a una tribu» (Juan Soto Ivars).
«Toda contradicción es una traición y merece la exclusión, por eso se busca que quienes contradigan salgan, por ejemplo, del periodismo y de las universidades.
Este movimiento se está acentuando porque las generaciones más jóvenes piensan que están en posesión de la verdad y el que se oponga a ellas es un enemigo de la verdad. Esta juventud que quiere acabar con el viejo mundo, en realidad, está cayendo en comportamientos arcaicos. De una cierta manera, esta juventud es medieval. Practica el linchamiento en las redes sociales, el poner en la picota o la muerte social. Todo esto no son signos propios del progreso, al contrario, en mi opinión, son una regresión. (…) La gente prefiere autocensurarse a que lo juzguen socialmente» (Pascal Bruckner).
Todo empezó de madrugada, cuando desde los pasillos desiertos de un hotel madrileño mi hija se encaminaba, con decisión, confianza y mucho equipaje, hacia el futuro. (Fotografía: José María Montero)
Cuando durante meses trabajamos muy duro para poner en marcha aquellas expediciones científicas que nos llevaron a los cinco continentes, mi buen amigo Fernando Hiraldo, director de la Estación Biológica de Doñana (CSIC), se desesperaba, con razón, frente a la desidia de algunos organismos, la dejadez de ciertos profesionales o la vergonzosa incompetencia de aquellos que se pasaban el día presumiendo de (falsa) excelencia. Fernando, con su habitual retranca, decía que en esta tierra se producía un extraño fenómeno por el cual muchos individuos estaban convencidos de que “decir” era equivalente a “hacer”. En las interminables reuniones que mantuvimos con docenas de personas cuya contribución era imprescindible para llevar a cabo aquel proyecto tan titánico como novedoso, e incluso durante el mismo desarrollo de las expediciones, tuvimos que acostumbrarnos a sortear, con diplomacia, aquella anomalía, y buscar los resortes más efectivos para que la palabra dada se transformara en acción, para que los compromisos se cumplieran, para que nadie se olvidara de sus obligaciones sencillamente porque nos había asegurado que las iba a llevar a cabo.
Los que me seguís en redes sociales habréis visto, o más bien intuido, lo que he vivido este último fin de semana en Madrid. Como me tengo por hombre prudente, como aún estamos trabajando en un acuerdo amistoso y como mi abogado me aconseja que siga practicando esa prudencia zen (al menos por ahora), no he entrado ni voy a entrar en detalles, pero me apetece sumar algunas reflexiones en torno a esa anomalía que, al confundir lo dicho con lo hecho, tanto daño nos hace.
Empecemos indicando que quien estos días la ha sufrido en primera persona y con mayor virulencia ha sido mi hija, que viajaba camino a la Universidad de Wroclaw (Polonia) y que a punto ha estado de ver frustrada su incorporación al programa Erasmus de dicha universidad. Algunos amigos, con la mejor de las intenciones (dictada por los mejores sentimientos), creían que mi turbación digital venía del hecho de la separación, del pellizco que produce el momento en que tus hijos salen de casa para convertirse en hijos del mundo. Pero no, yo soy de esos padres que celebran la separación que busca el crecimiento y, para colmo, tengo el privilegio de tener dos hijos con capacidades sobradas para enfrentarse (ya lo han hecho en más de una ocasión) a los muchos obstáculos que les presenta, y que les va a seguir presentando, la vida, aunque en verdad casi todos esos obstáculos tienen nombre y apellidos, porque las zancadillas vendrán, sobre todo, de ciertos congéneres ineptos, soberbios, sobrados de mal corazón y con escasas entendederas.
No, de verdad, ni me hace daño la separación ni temo por la manera en que serán capaces de enfrentarse a su necesaria independencia. Lo que este fin de semana me hacía hervir la sangre (y se me notaba a pesar de mi contención en redes sociales) es que Sol tuviera que asumir, con sólo 20 años, la más cruda evidencia de que en este país, su país, hay una tolerancia infinita (cuando no una ridícula celebración) de esa desidia, incompetencia, dejadez, irresponsabilidad… que nos conduce al abismo individual y colectivo.
Para mi hija este cataclismo social resulta del todo inexplicable. Y he tratado de convencerla, además, de que nunca encontrará una explicación razonable a ese desastre. ¿Cómo puedes pedirle a una estudiante que acepte con resignación, aunque no la entienda, esa indolencia extrema cuando en dos años y medio de carrera ha sumado 13 matrículas de honor a base de mucho, muchísimo, esfuerzo personal? Es ese desastre silencioso, y no sólo la crisis económica (vinculada, sin duda, al primer elemento) o la cansina pandemia, el que alimenta la indignación y la desesperanza de nuestra generación mejor preparada. Si de lo que se tienen que ir, si de lo que se tienen que separar poniendo muchos kilómetros de por medio, es de ese panorama gris y romo… que se vayan bien lejos y lo antes posible. Los echaré de menos, echo de menos mucho a mis hijos, claro, y por eso mismo se multiplican mis ganas de verlos, pero no los quiero sufriendo en un país con tan poco horizonte, plagado de mediocres convencidos de ser extraordinarios, de envidiosos amigos del ruido y la mezquindad, de flojos que confunden el decir con el hacer, de malvados que desprecian la empatía. Y, para colmo, de un sistema, y una sociedad, complacientes con lo intolerable.
En las cristaleras de la antigua Casa de Fieras del Retiro, hoy convertida en biblioteca, nos reflejamos los dos, se reflejan la poesía y los árboles desnudos y, sobre todo, el espiritu de Eugenio Trías. (Fotografía: José María Montero)
Para aliviar las horas de incertidumbre e indignación mi hija y yo hemos paseado por algunos de los rincones que más me gustan de mi adorada Madrid, empezando por la antigua Casa de Fieras del Retiro, hoy convertida en una preciosa biblioteca acristalada en donde desde el exterior se adivinan los estantes dedicados a la poesía y se reflejan los árboles desnudos del parque. La biblioteca lleva el nombre de Eugenio Trías, un filósofo al que con acierto alguien llamó “el hombre al que sólo le importaba todo”. Trías es una figura fascinante que, desgraciadamente, se conoce poco fuera de ciertos círculos y al que, creo, no se le valora lo suficiente (tened presente que todo este rollo que os estoy soltando transcurre en España, una circunstancia que sirve para explicar este y otros muchísimos olvidos). Allí, junto a la antigua Casa de Fieras, entre árboles y libros, recuperamos un poco la calma y yo le recordé a Sol algunas de las lúcidas aportaciones de Trías al pantanoso terreno de la ética y la responsabilidad individual, tan presente en el calvario que le estaban haciendo sufrir en su camino hacia Polonia. Medio enjareté la cita de memoria pero luego, ya sentados en la terraza del Kulto, en la cercana calle Ibiza (donde el espíritu también se alimenta), la busqué para añadirla tal y como la dictó Eugenio Trías: “El intelectual, el creador, si verdaderamente lo es, debe tener algo más que capacidad analítica de diagnóstico; debe poseer coraje en relación a flagrantes transgresiones de la libertad o de la justicia”. La entrega a los intangibles requerimientos de la “intelectualidad” no es excusa para no actuar, ni siquiera el mundo de las ideas nos debe alejar del mundo de la acción; hay territorios sagrados, como el de la libertad o la justicia, en los que la palabra no basta, en donde se necesita el coraje suficiente para actuar en beneficio de todos, de la sociedad en su conjunto. Y si con 20 años no se tiene ese coraje, ¿cuándo se va a tener?
Estaba claro, y el destino nos iba regalando más argumentos en boca de otros amigos invisibles: además de resolver el enredo al que nos habían condenado (de manera que mi hija pudiera llegar de alguna manera a Polonia) no íbamos a contentarnos con el sencillo alivio de la palabra. Teníamos mucho que decir pero, sobre todo, teníamos mucho por hacer. No pudo resultar más oportuna, siguiendo con estos regalos del destino, la visita a la exposición (Curiosidad Radical) dedicada a mi admirado “Bucky” Fuller (otro de esos genios empeñados en construir, a contracorriente, un mundo mejor). No voy a aburriros con la poliédrica y fascinante figura de este inclasificable pensador, arquitecto, filósofo, diseñador y visionario, tan sólo, como en el caso de Trías, voy a añadir a este relato tres citas más para que conozcáis las vigas que mi hija y yo íbamos sumando a la construcción de nuestro empeño por no dejar que la desidia de otros nos arrastrara a la inacción y el desánimo.
¿Leéis a Fuller al final de este pasillo luminoso? Yo os lo leo, y os lo traduzco, por si acaso: “Si el éxito o el fracaso de este planeta y de los seres humanos dependiera de cómo soy y de qué hago… ¿Cómo sería? ¿Qué haría?” No hay que darle muchas más vueltas… creo… (Fotografía: José María Montero)
Dice Fuller: “Si el éxito o el fracaso de este planeta y de los seres humanos dependiera de cómo soy y de qué hago… ¿Cómo sería? ¿Qué haría?”. El ser y el hacer, unidos. Y añade: “Mis ideas emergen por emergencia. Cuando la desesperación las hace necesarias, son aceptadas”. La emergencia como motor del cambio. Y para terminar con este breviario fulleriano: “No intentes cambiar un sistema, construye uno nuevo que haga que el anterior se vuelva obsoleto”. Creo que no hay frase más estimulante para alguien que tiene 20 años y empieza a vislumbrar que así, en general, no podemos seguir.
Para no contradecirme, para no emborracharme (como a veces nos ocurre a los periodistas) de ideas y citas, y olvidarme así de que todas estas palabras debían conducirnos a la acción, volvimos al hotel, abrimos el portátil, agarramos el móvil, revisamos conversaciones, correos electrónicos y documentos, tomamos notas, hicimos algunas llamadas, pedimos ayuda a amigos, examinamos incidentes similares, rebuscamos en Internet, repasamos la dudosa reputación de algunos y la excelencia de otros, recibimos y agradecimos algunas visitas, ordenamos fotos y vídeos más que elocuentes, contactamos con otros damnificados, consultamos con nuestro abogado, establecimos contacto con administraciones e instituciones varias, nos contuvimos para no narrar en público, ni acusar, ni calentarnos al teléfono o en las redes sociales… Hablamos mucho, pero actuamos aún más.
Podríamos haber disfrutado de más paseos por Madrid, de una buena siesta, de una película tontorrona en la tele, de una cena en el mejicano para el que ya tenía reserva… pero preferimos tomarnos la molestia. Esa es la clave, creo; esa es la decisión que distingue al que solo habla del que actúa: tomarse la molestia. Los hay que se la toman, para que la irresponsabilidad no quede impune o para admitir -con franca humildad- que se han equivocado, y los hay que prefieren entregarse a la molicie y que todo siga más o menos igual, porque tampoco se pierde tanto (más allá de la dignidad y la justicia… que son asuntos ¿menores?). Y aquí, en las últimas horas de un fin de semana arisco pero muy pedagógico, fue cuando recordé a otro de esos amigos invisibles que te brindan argumentos para compartir con tu hija. A Fernando Savater, con el que no comulgo en algunas de sus ideas pero del que siempre aprendo algo, sí que he tenido la fortuna de tratarlo, porque en 2012 lo invité a dictar la conferencia de apertura (“Ética y medio ambiente”) en el XV Seminario Internacional de Periodismo y Medio Ambiente (SIPMA), del que fui director durante más de una década. Fernando ha elogiado en alguna ocasión ese concepto, “tomarse la molestia”, aparentemente intrascendente pero decisivo para hacernos crecer como sociedad. De ese concepto hablamos aquel día de otoño en Córdoba, bajo unos naranjos, cuando lo invité al SIPMA, y nunca he olvidado aquella agradable conversación con el filósofo. Disculpadme que añada otra cita más, la última, a este post, pero es que Fernando Savater se va a explicar mucho mejor que yo:
“Hace unos meses, veía en televisión la noticia de lo que sucedió en un avión en el que un bárbaro incalificable –por cierto, inglés, seguro que de los que apoyó el Brexit– se puso como una hidra cuando se le sentó al lado una señora de color. La noticia destacaba que la compañía, Ryanair, no hizo nada. ¡Pero tampoco el resto de los pasajeros! Si ese tipo llega a estar borracho y vomita, sube la policía y lo echan. En ese momento, nadie se tomó la molestia. La gente prefiere que la dejen en paz. Yo ya no sirvo para nada, pero cuando eras joven sentías que tenías que hacer algo frente a las situaciones de injusticia, sobre todo quienes hablábamos de ética y de valores políticos.
(…)
Hay una milonga argentina que dice que la esperanza, a veces, son ganas de descansar, pero también la desesperación. Como todo está tan mal, no hago nada y me echo a dormir. Pero hay cosas muy valiosas que se pueden defender y otras que se pueden mejorar. El campo de intervención ciudadana es grande, porque las cosas no van a cambiar si la ciudadanía no interviene.
“Se tomó la molestia” me parece una magnífico epitafio”.
You must never underestimate the power of a woman. Fue mirar el graffiiti, en Fuencarral, y verlo (una vez) muy claro. Yo, que me despacho con un inglés justito, lo he entendido… y ¿tu? (Fotografía: José María Montero)
En fin, que terminó el tormentoso fin de semana, que yo volví a casa sin prisa (costeando Gredos y serpenteando por las riberas del Alberche), y que mi hija ya está abriéndose paso entre las nieves polacas. Y los dos, además de echarnos de menos, nos hemos tomado la molestia. No sólo hemos dicho que lo ocurrido no debería repetirse, es que estamos dedicándole tiempo y trabajo para que de verdad no se repita. Dicho y hecho.
PD: No todo resultó oscuro. Hubo, como casi siempre, personas luminosas que aportaron calma en los momentos más tensos y profesionales que demostraron calidez, ética y dignidad. Hubo, en definitiva, desconocidos que se convirtieron en amigos.
Pero, insisto, la parte más agria de esta historia aún no se ha resuelto. Por eso, insisto, si todas estas molestias, si todo esto esfuerzo, no terminan en un acuerdo amistoso y justo; si nuestro abogado, hombre sensato, nos lo permite, y si me siguen acompañando las ganas de escribir, es posible que añada la narración, desapasionada y rigurosa, de los hechos vividos en Barajas el pasado fin de semana. Un relato a la altura del mejor guión de Berlanga. Un cúmulo de despropósitos que tendrían su gracia como grotesco esperpento destinado a salas de teatro de medio pelo, pero que, como hechos reales, no me provocan ni la más ligera sonrisa.
Ahora toca correr a guarecerse pero convendría tener un plan, un sistema alternativo y justo, para cuando pase el temporal…
«No intentes cambiar un sistema, construye uno nuevo que haga que el anterior se vuelva obsoleto» (Richard Buckminster Fuller)
No, posiblemente no vamos a necesitar construir un nuevo sistema porque la propia naturaleza, sin preguntarnos, está revelando la peligrosa obsolescencia de un sistema que sólo nos conduce al colapso (empezando por los más débiles, por supuesto). El sistema, a nada que nos despistemos (y andamos muy, muy despistados) se derrumbará él solo, aunque lo ideal sería tener cierto control sobre este hundimiento, de manera que no nos quedemos a la intemperie de la noche a la mañana (¿os acordáis cómo apareció la pandemia?).
Golpeados por la tercera ola de la COVID y azotados por el temporal Filomena, resulta terrible escuchar o leer a algunos de nuestros responsables políticos cuestionando (una vez más) la gravedad del cambio climático, usando las vacunas como arma para atizarse en sus respectivos feudos, relativizando el valor del trabajo científico a la hora de enfrentar estos problemas, echándole la culpa a los otros (los inmigrantes son los otros más socorridos en estos casos), animando la vuelta al ocio de mogollón o fiando la recuperación, cualquier recuperación, a una inyección de fondos que refuerce un modelo claramente obsoleto (¿más automóviles?, ¿más turismo de masas?, ¿mayor consumo de energía fósil y materias primas escasas?, ¿mayor presión sobre los recursos pesqueros o las tierras fértiles?, ¿más consumo?).
Cuando domemos la pandemia (que la domaremos) tendremos que enfrentar las consecuencias económicas y sociales de esta emergencia, sin tener garantía alguna de que no nos vuelva a golpear otro patógeno desconocido (¿volveremos a embarcarnos en una carrera en busca de vacunas?, ¿encontraremos vacunas?, ¿podremos pagarlas?). En este tránsito hacia la nueva ¿normalidad? serán cada vez más frecuentes los fenómenos meteorológicos extremos, perturbaciones con las que se anuncia el cambio climático, y da igual si se trata de nevadas históricas, sequías inusuales, olas de calor asfixiantes, huracanes mediterráneos o lluvias torrenciales, todos son consecuencia del mismo problema (sí, puede que la nieve comience a rarificarse en zonas de alta montaña y al mismo tiempo se produzcan temporales de nieve catastróficos, los dos son fenómenos extremos, los dos hablan de una brusca modificación de nuestros patrones climáticos).
Los expertos en biología de la conservación consideran que la humanidad camina de forma inexorable hacia una de esas grandes extinciones que han marcado la evolución del planeta, aunque en esta ocasión la catástrofe sería responsabilidad de una única especie. Janet Larsen, especialista del Earth Policy Institute, considera que nos enfrentamos “a la primera extinción en masa que los seres humanos atestiguarán de primera mano, y no precisamente como simples observadores inocentes”. La última, la quinta en el particular cómputo que manejan los científicos, tuvo lugar hace 65 millones de años y fue la que hizo desaparecer a los dinosaurios.
La sexta extinción ya está en marcha, y las pruebas más recientes (reunidas por Ceballos, Ehrlich y Dirzo, tres investigadores que llevan tiempo estudiando este fenómeno) se han publicado en la prestigiosa revista norteamericana Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS). Después de analizar con detalle el estado de conservación de 177 especies de mamíferos repartidas por todo el mundo, los autores de este trabajo concluyeron que “todas han perdido un 30 por ciento o más de su distribución geográfica, y más del 40 % de estas especies han experimentado una grave disminución de sus poblaciones”.
Reducir la diversidad biológica también implica la pérdida de los servicios ambientales que nos prestan los ecosistemas, beneficios casi invisibles pero cruciales como es el caso de la polinización que llevan a cabo las abejas, la formación de suelo fértil o la purificación del aire o el agua. Procesos en los que actúan esos múltiples elementos que componen el complejo puzle de la vida.
En resumen, denuncian estos investigadores, se trata de una verdadera “aniquilación biológica” que tendrá graves consecuencias ecológicas, sociales y económicas. Y no hablamos de un impacto localizado, confinado en un determinado territorio, sino de una ola que recorre el planeta sin freno y sin distinguir fronteras.
La globalización, en definitiva, es el concepto sobre el que gira esta crisis ambiental porque, como explica la primera ley de la Ecología, «todo está relacionado con todo». Si preferimos usar una metáfora que nos lleve al terreno de la salud podríamos decir, como sostiene Miguel Delibes, que «la Tierra es un enfermo grave con un fallo multiorgánico. Cambia el clima, se reducen las reservas de agua dulce, se extinguen especies, se multiplica la contaminación, cambian los usos del suelo… Estamos en un planeta muy pequeño y limitado que tiende a ser cada vez más pobre y uniforme«.
Empobrecer nuestra casa no parece la mejor estrategia cuando la población, a pesar de los pesares, no deja de crecer, y lo hace a un ritmo que Naciones Unidas considera insostenible, “pues la disponibilidad de recursos globales no podrá cubrir las necesidades de un planeta que se nos queda cada vez más pequeño«. Si las tasas de fertilidad continúan en los niveles actuales, alerta la División de Población del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de Naciones Unidas, “la Tierra se verá obligada a acoger a 134 billones de personas dentro de 300 años”. Este es el escenario más pesimista, pero en el caso de que el ritmo de crecimiento se estabilice y no se supere el promedio de dos hijos por cada mujer, una previsión quizá demasiado optimista, el planeta “estará habitado en tres siglos por tan sólo 9.000 millones de personas, lo que haría más manejable la disposición de los recursos disponibles”. Pero, ¿sobreviviremos tres siglos sin colapsar?
La naturaleza nos está brindando la oportunidad de hacernos muchas preguntas incómodas pero imprescindibles, y puede, incluso, que se ocupe ella misma de revelarnos (no sin dolor) el sinsentido del actual modelo económico, pero aunque dejemos en sus manos todo este trabajo sucio convendría tener un plan, un sistema alternativo y justo, para cuando pase el temporal.
PD: ¿Cómo no dedicar unos minutos a reflexionar sobre lo que nos espera viendo lo que estamos viendo estos días, estos meses? En el caso de este post, la chispa que finalmente lo ha provocado ha sido un repaso nocturno (el insomnio circunstancial tienen algunas ventajas) a la figura de Richard Buckminster Fuller (1895-1983) un visionario en muchas de sus observaciones (de alguna manera anticipó la arquitectura sostenible y la economía circular). Ojalá la tormenta me conceda la tregua necesaria para visitar la exposición (Curiosidad radical) que le dedica en Madrid, y hasta mitad de marzo, la Fundación Telefónica.
Me basta un puñado de habas frescas, como las que hoy trajo Maite de nuestro huerto, para revisitar mi infancia. Son la chispa que desata el torbellino químico con el que mi cerebro es capaz de rebuscar en lo más profundo de la memoria para devolverme a aquel otro huerto, a aquellas otras habas, a aquella otra primavera…
Para el refinado de Proust el más rotundo poder de evocación lo atesoraba el aroma de una magdalena mojada en té. Yo soy más prosaico: el recuerdo de mi infancia se despierta con el olor, y el sabor, de un puñado de habas crudas como las que hoy ha traído Maite de nuestro huerto. Las acerco a la nariz, las muerdo, y vuelvo a aquel otro huerto, a aquella otra primavera, a aquella felicidad sencilla de los seis o siete años, cuando triscaba por el campo con pocas expectativas y ninguna preocupación.
El estrecho vínculo entre olor y emoción se debe, en gran medida, a que la zona del cerebro que procesa los olores está situada en el interior del sistema límbico, muy relacionado, asimismo, con las emociones. Afinando un poco más (sí, también me gustan la anatomía y la neurología), los olores son procesados por el bulbo olfatorio que está dotado de células mitrales, neuronas especializadas en recibir información de los nervios olfatorios. Parte de esa información termina en la amígdala (involucrada en la consolidación de la memoria) y en el hipocampo (decisivo en la conducta emocional) donde, además, se resuelven los comportamientos instintivos e innatos.
Ayudándome de un artículo de Adrián Triglia voy a insistir en esta deliciosa evocación que se ha despertado, de manera inconsciente, en mi cerebro; voy a seguir dando más detalles de esta conexión biológica que desata lo que deja de pertenecer al cuerpo y entra en el difuso territorio de lo inmaterial (¿de qué sustancia están hechas las sensaciones, los recuerdos, las emociones?). “Tanto el olor como el gusto”, detalla Triglia, “están conectados directamente a la parte baja del sistema límbico, la zona emocional del cerebro, a diferencia del resto de sentidos, los cuales pasan primero por el tálamo y son por ello más accesibles por el pensamiento consciente”. Por este motivo, precisa este psicólogo y divulgador científico, “las señales químicas que recibimos a través de la nariz actúan drásticamente sobre la regulación del tono emocional, aunque no nos demos cuenta, y por eso los olores son una vía única para incidir sobre el estado anímico de las personas aunque estas no se den cuenta”. Además, como en el sistema límbico están incluidos el hipocampo y la amígdala, “las señales recogidas por la nariz evocan con facilidad experiencias ya vividas, y lo hacen acompañando este recuerdo con una gran carga emocional«.
¿Y por qué este puñado de habas frescas me lleva directamente a la infancia y no a la adolescencia o a la madurez, si mi gusto por este vegetal me ha acompañado desde que tengo uso de razón? Para seguir afinando en esta búsqueda de razones, a partir de una emoción, he leído el curioso resumen de un trabajo de investigación realizado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Dresde que comienza así: “La evidencia conductual indica que los recuerdos autobiográficos provocados por el olor son más antiguos, más emocionales, menos pensados e inducen características de viaje en el tiempo más fuertes que los recuerdos autobiográficos provocados por otras modalidades”. Es decir, que un olor te lleva mucho más atrás en el tiempo que una imagen o un sonido, así es que si lo que quieres es revisitar tu infancia, sin hacer paradas intermedias, apuesta por un olor porque seguramente lo que te ocurrió antes de los diez años sólo se conserve en tu cerebro, en tu archivo biológico, en forma de olor y esa sea la única llave para abrir otros archivos más profundos donde quizá, quién sabe, sí se conserven imágenes, sonidos o incluso aquella suavidad de la piel en las manos de tu madre.
Como diría mi amigo Miguel Delibes, siento haber recurrido a la ciencia y así haber roto la magia, el hechizo, la poesía… con la que comenzaba este post. Lamento haber usado una delicada haba fresca, recién cosechada por mi mujer, para encaminarme al complejo procesamiento sináptico de las células mitrales. Dicen que fue el poeta John Keats quien brindó contra la memoria de Newton por haber destruido la poesía del arco iris convirtiéndolo en un frío prisma. Mi humilde haba fresca ha terminado convertida en un alambicado cóctel químico de neurotransmisores que impregnan dendritas y axones en uno de los rincones más primitivos del cerebro humano. Pero es que para mí esto que acabo de escribir también es poesía.
Psicólogos y neurólogos están muy interesados en la memoria olfativa porque, entre otras peculiaridades, se ha comprobado que una memoria olfativa defectuosa puede ser la antesala de la demencia. Para recalcar esta relación, explican en otro interesante artículo Johnson y Moss (dos psicólogos de la Universidad de Bournemouth), las personas que tienen un determinado alelo del gen de la ApoE (un tipo de lipoproteína sanguínea), usado como marcador que determina un cierto factor de riesgo a la hora de padecer la enfermedad de Alzhéimer, presentan, además, una identificación defectuosa de los olores. Dicho de manera más sencilla: si el aroma de unas habas frescas no te dice nada, si no te evoca ningún recuerdo ni te invita a ninguna receta, si ni siquiera puedes identificar si son habas o boquerones, quizá tu cerebro ha comenzado a averiarse y te lo anuncia por la nariz. Así es que la poesía de mi haba fresca, la que Maite trajo del huerto este mediodía, no sólo me ha regalado la memoria, también fresca, de aquella infancia despreocupada y feliz sino que, al mismo tiempo (una vez pasada –eso sí- por el tamiz de la neurología), me ha sugerido que en mi vejez, si conservo el olfato, tal vez pueda seguir disfrutando de esos y otros muchos recuerdos, los que guardo en el rincón más primitivo de mi cerebro, los recuerdos que me explican.
PD: Sí, en estas cosillas irrelevantes, en estos conocimientos inútiles, en estas circunvoluciones dialécticas que bailan entre la ciencia y la poesía entretengo las largas horas de mi doble confinamiento.
Espantados ante la terrible perspectiva de disponer de cientos de horas libres, y no saber muy bien qué hacer con ellas, las redes se llenaron, en los primeros minutos de la emergencia, de tutoriales para entregarse al macramé aún sin conocimientos previos, manuales para tocar el oboe con soltura en una semana, actividades para entretener a preescolares sin recurrir a los opiáceos, enlaces para ver gratis todo el cine búlgaro (no subtitulado), conciertos (en streaming) desde los domicilios de los principales solistas de Didgeridoo afincados en Queensland, recetas (infalibles) de la cocina tradicional peruana adaptadas para Thermomix, plantillas para imprimir y colorear la obra completa de Pollock o libros electrónicos suficientes para estar leyendo dieciséis horas diarias hasta la Feria del Libro de 2120.
La avalancha de tentadoras ocupaciones domésticas (incluidas las que te capacitan, en dos o tres lecciones on-line, para opinar como resuelto virólogo o sentenciar como avezada epidemióloga) no se ha detenido y, sin embargo, escasean los llamamientos a la vaguncia radical, las soflamas en defensa de la inactividad absoluta o las prédicas alabando las infinitas virtudes de la indolencia. El confinamiento doméstico al que nos ha conducido el coronavirus ha excitado a los defensores del ocio productivo y tiene en silencio a los gandules.
A pesar de sus escritos, no me imagino a Bertrand Rusell ni ocioso ni aburrido. Menuda contradicción…
Es cierto que algunos estamos genéticamente incapacitados para quedarnos quietecitos (valga este post como prueba) pero para aquellos que estén considerando la posibilidad de internarse en el seductor territorio de la gandulería, y no quieran convertirse en objeto de crítica o burla por parte de sus semejantes virtuales (todos ellos ocupadísimos, por el bien de la Humanidad, haciendo macramé, tocando el oboe o viendo cine búlgaro), he preparado un contundente argumentario filosófico recurriendo a mi adorado Bertrand Rusell (al que ya sabéis que visito cada vez que la realidad me supera y necesito algo de luz).
Siguiendo las reflexiones de Russell he llegado a la conclusión de que la ociosidad (no productiva) a la que invita el confinamiento domiciliario tiene, como mínimo, tres ventajas que fácilmente vais a identificar ayudados por algunos párrafos de su obra, párrafos tomados de varios ensayos fechados en la década de los años 30 (del pasado siglo) y que yo mismo he seleccionado en mi biblioteca doméstica… para no aburrirme.
Ventaja 1 .- Una cierta capacidad para aguantar el aburrimiento predispone a la alegría.
ABURRIMIENTO Y EXCITACIÓN (1930)
* El aburrimiento como factor de la conducta humana ha recibido, en mi opinión, mucha menos atención de la que merece. Estoy convencido de que ha sido una de las grandes fuerzas motrices durante toda la época histórica, y en la actualidad lo es más que nunca. El aburrimiento parece ser una emoción característicamente humana. Es cierto que los animales en cautividad se vuelven indiferentes, pasean de un lado a otro y bostezan, pero en su estado natural no creo que experimenten nada parecido al aburrimiento. La mayor parte del tiempo tienen que estar alerta para localizar enemigos, comida o ambas cosas; a veces están apareándose y otras veces están intentando mantenerse abrigados. Pero no creo que se aburran, ni siquiera cuando son desgraciados. Es posible que los simios antropoides se nos parezcan en este aspecto, como en tantos otros, pero como nunca he convivido con ellos no he tenido la oportunidad de hacer el experimento. Uno de los aspectos fundamentales del aburrimiento consiste en el contraste entre las circunstancias actuales y algunas otras circunstancias más agradables que se abren camino de manera irresistible en la imaginación. Otra condición fundamental es que las facultades de la persona no estén plenamente ocupadas. Huir de los enemigos que pretenden quitarnos la vida es desagradable, me imagino, pero desde luego no es aburrido. Ningún hombre se aburre mientras lo están ejecutando, a menos que tenga un valor casi sobrehumano. De manera similar, nadie ha bostezado durante su primer discurso en la Cámara de los Lores, con excepción del difunto duque de Devonshire, que de este modo se ganó la reverencia de sus señorías. El aburrimiento es básicamente un deseo frustrado de que ocurra algo, no necesariamente agradable, sino tan solo algo que permita a la víctima del ennui distinguir un día de otro. En una palabra: lo contrario del aburrimiento no es el placer, sino la excitación.
* Ahora nos aburrimos menos que nuestros antepasados, pero tenemos más miedo de aburrirnos. Ahora sabemos, o más bien creemos, que el aburrimiento no forma parte del destino natural del hombre, sino que se puede evitar si ponemos suficiente empeño en buscar excitación.
* Una vida demasiado llena de excitación es una vida agotadora, en la que se necesitan continuamente estímulos cada vez más fuertes para obtener la excitación que se ha llegado a considerar como parte esencial del placer. Una persona habituada a un exceso de excitación es como una persona con una adicción morbosa a la pimienta, que acaba por encontrar insípida una cantidad de pimienta que ahogaría a cualquier otro. Evitar el exceso de excitación siempre lleva aparejado cierto grado de aburrimiento, pero el exceso de excitación no solo perjudica la salud sino que embota el paladar para todo tipo de placeres, sustituyendo las satisfacciones orgánicas profundas por meras titilaciones, la sabiduría por la maña y la belleza por sorpresas picantes. No quiero llevar al extremo mis objeciones a la excitación. Cierta cantidad es sana, pero, como casi todo, se trata de una cuestión cuantitativa. Demasiado poca puede provocar ansias morbosas, en exceso provoca agotamiento. Así pues, para llevar una vida feliz es imprescindible cierta capacidad de aguantar el aburrimiento, y esta es una de las cosas que se deberían enseñar a los jóvenes.
* La capacidad de soportar una vida más o menos monótona debería adquirirse en la infancia. Los padres modernos tienen mucha culpa en este aspecto; proporcionan a sus hijos demasiadas diversiones pasivas, como espectáculos y golosinas, y no se dan cuenta de la importancia que tiene para un niño que un día sea igual a otro, exceptuando, por supuesto, las ocasiones algo especiales. En general, los placeres de la infancia deberían ser los que el niño extrajera de su entorno aplicando un poco de esfuerzo e inventiva.
* La clase especial de aburrimiento que sufren las poblaciones urbanas modernas está íntimamente relacionada con su separación de la vida en la tierra. Esto es lo que hace que la vida esté llena de calor, polvo y sed, como una peregrinación por el desierto. Entre los que son lo bastante ricos para elegir su modo de vida, la clase particular de insoportable aburrimiento que padecen se debe, por paradójico que esto parezca, a su miedo a aburrirse. Al huir del aburrimiento fructífero caen en las garras de otro mucho peor. Una vida feliz tiene que ser, en gran medida, una vida tranquila, pues solo en un ambiente tranquilo puede vivir la auténtica alegría.
Ventaja 2.- La reducción organizada del trabajo conduce a la felicidad.
ELOGIO DE LA OCIOSIDAD (1932)
* Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél.
* El hecho es que mover materia de un lado a otro, aunque en cierta medida es necesario para nuestra existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la vida humana. Si lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare. Hemos sido llevados a conclusiones erradas en esta cuestión por dos causas. Una es la necesidad de tener contentos a los pobres, que ha impulsado a los ricos durante miles de años, a reivindicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La otra es el nuevo placer del mecanismo, que nos hace deleitarnos en los cambios asombrosamente inteligentes que podemos producir en la superficie de la tierra. Ninguno de esos motivos tiene gran atractivo para el que de verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la que considera la mejor parte de su vida, no es probable que os responda: «Me agrada el trabajo físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a la más noble de las tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre puede transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige períodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi contento». Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores. Consideran el trabajo como debe ser considerado como un medio necesario para ganarse el sustento, y, sea cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus horas de ocio.
* Podrá decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los hombres no sabrían cómo llenar sus días si solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro. En la medida en que ello es cierto en el mundo moderno, es una condena de nuestra civilización; no hubiese sido cierto en ningún período anterior. Antes había una capacidad para la alegría y los juegos que, hasta cierto punto, ha sido inhibida por el culto a la eficiencia. El hombre moderno piensa que todo debería hacerse por alguna razón determinada, y nunca por sí mismo. Las personas serias, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero todo el trabajo necesario para construir un cine es respetable, porque es trabajo y porque produce beneficios económicos. La noción de que las actividades deseables son aquellas que producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba.
* Las danzas campesinas han muerto, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que se las cultivara deben de existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres de las poblaciones urbanas han llevado a la mayoría a ser pasivos: ver películas, observar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente. Esto resulta del hecho de que sus energías activas se consuman solamente en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a divertirse con juegos en los que hubieran de tomar parte activa.
* En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió los libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones sociales. Aun la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie.
Ventaja 3.- El confinamiento es una oportunidad magnífica para adquirir conocimientos… inútiles.
CONOCIMIENTO INÚTIL (1932)
* El hábito de encontrar más placer en el pensamiento que en la acción es una salvaguarda contra el desatino y el excesivo amor al poder, un medio para conservar la serenidad en el infortunio y la paz de espíritu en las contrariedades. Es probable que, tarde o temprano, una vida limitada a lo personal llegue a ser insoportablemente dolorosa; sólo las ventanas que dan a un cosmos más amplio y menos inquietante hacen soportables los más trágicos aspectos de la vida.
* Una disposición mental contemplativo tiene ventajas que van de lo más trivial a lo más profundo. Para empezar están las aflicciones de menor envergadura, tales como las pulgas, los trenes que no llegan o los socios discutidores. Al parecer, tales molestias apenas merecen la pena de unas reflexiones sobre las excelencias del heroísmo o la transitoriedad de los males humanos, y, sin embargo, la irritación que producen destruye el buen ánimo y la alegría de vivir de mucha gente. En tales ocasiones, puede hallarse mucho consuelo en esos arrinconados fragmentos de erudición que tienen alguna conexión, real o imaginaria, con el conflicto del momento; y aun cuando no tengan ninguna, sirven para borrar el presente de los propios pensamientos. Al ser asaltados por gente lívida de rabia, es agradable recordar el capítulo del Tratado de las pasiones de Descartes titulado «Por qué son más de temer los que se ponen pálidos de furia que aquellos que se congestionan».
* El conocimiento de hechos curiosos no sólo hace menos desagradables las cosas desagradables, sino que hace más agradables las cosas agradables. Yo encuentro mejor sabor a los albaricoques desde que supe que fueron cultivados inicialmente en China, en la primera época de la dinastía Han; que los rehenes chinos en poder del gran rey Kaniska los introdujeron en la India, de donde se extendieron a Persia, llegando al Imperio romano durante el siglo I de nuestra era; que la palabra «albaricoque» se deriva de la misma fuente latina que la palabra «precoz», porque el albaricoque madura tempranamente, y que la partícula inicial «al» fue añadida por equivocación, a causa de una falsa etimología. Todo esto hace que el fruto tenga un sabor mucho más dulce. Hace cerca de cien años, un grupo de filántropos bienintencionados fundaron sociedades «para la difusión del conocimiento útil», con el resultado de que las gentes han dejado de apreciar el delicioso sabor del conocimiento «inútil».
Hay ciertas cosas que sólo son capaces de hacer los niños, y no digamos las niñas…
Soy un tozudo defensor del echarse-a-un-lado, del apartarse-y-abrir-espacios; de no aburrir con lo de siempre, con los de siempre, con las rutinas autocomplacientes que conducen a los resultados… de siempre.
Colaboro en múltiples iniciativas sociales de vanguardia, dedicadas a la reflexión y a la acción sobre cuestiones que afectan a nuestro futuro común, pero hace tiempo que empecé a establecer unos mínimos criterios de selección para optimizar el uso de la energía (un bien limitado), potenciar la relevancia (ni siquiera hablo de utilidad, que eso son ya palabras mayores), alimentar la diversidad (algo innegociable) y, sobre todo, para no sumar más contradicciones a las que uno ya arrastra.
Por eso abandoné discretamente aquellos círculos donde la presencia de la mujer era residual, decorativa o nula. Me marché, sin hacer ruido, de las agrupaciones donde no había lugar (por acción u omisión) para los más jóvenes. Y ahora no se me apetece nada consumir esfuerzos en espacios donde se habla de futuro sin la presencia de niños. Sí, estoy por la infantilización de los debates, un compromiso que, más allá del postureo verbal, exige, como primera condición, un generoso paso atrás: que la vanguardia la ocupen las vanguardias (es lo lógico, ¿no?).
Para contar, escuchar y hacer lo de siempre… ya tengo a los de siempre… con los resultados de siempre. Y, sinceramente, más allá de un cierto entretenimiento narcisista (al que todos somos vulnerables) este bucle monocorde entre iguales me parece un empeño muy poco estimulante, aburrido y escasamente fértil.
En fin, cosas mías…
PD: Como a cuenta de mi reflexión ya se ha abierto un cálido debate en Twitter, añado un matiz al hilo de un comentario, oportunísimo, de Tomás García, quien advierte del necesario equilibrio entre «la inspiración que aportan los jóvenes y la fuente de sabiduría que, en todas las culturas, proporcionan los viejos, aunque esto último sea políticamente incorrecto». Totalmente de acuerdo con Tomás, pero en determinados escenarios (creo) los mayores están, estamos, sobrerrepresentados y, lo que es peor (creo), estamos auto-investidos de una sabiduría sobrevalorada (sólo hay que ver cómo hemos resuelto, o no-resuelto, algunos problemas vitales). Ni tanto, ni tan calvo… El «eso-ya-te-lo-decía-yo», el «yo-ya-lo-sabía» y la petulante «voz-de-la-experiencia» reducen notablemente su valor en territorios, como el del cambio climático, absolutamente inéditos y, por tanto, absolutamente desconocidos. Territorios en donde se requiere de mucha imaginación y atrevimiento, valores que (ley de vida) van mermando con los años. Lo dicho: establecer una auténtica y generosa diversidad, esa que a los mayores nos cuesta muchísimo.
PD2: Casi me olvido, en el capítulo de la selección por criterios higiénicos, de la reputación digital. Tampoco acudo ya, perdonadme, a foros presenciales donde adquieren la condición de sensatos polemistas aquellos individuos que en el mundo virtual (redes sociales y otras hierbas) no respetan las más mínimas (muy mínimas) reglas de cortesía, buena educación, tolerancia, empatía y lenguaje exento de insultos y menosprecio. Los hoolingans, en carne o en espíritu (electrónico), con los hooligans.
Sugerencia a pie de página (21.1.20): Ningún espacio de debate sobra, como tampoco sobra ninguna iniciativa que busque extender la conciencia social sobre el cambio climático, pero en el terreno de la acción ciudadana no termino de entender la necesidad (aunque sea bienintencionada) de dividir el esfuerzo, multiplicando pancartas, voceros y manifiestos, en vez de sumarse al empuje que ya ha nacido, con fuerza y sin fronteras, desde los colectivos más jóvenes. De lo que hablo es de prestar ayuda, en silencio y desde las bambalinas (¿quién necesita, y por qué, presumir de esta cooperación intergeneracional?), a los Fridays for Future en las muchas parcelas en las que sí agradecerían, creo, la cooperación intergeneracional (no, no son precisamente las parcelas referidas a los objetivos, el contenido del mensaje, los métodos de decisión y acción, o los canales y formatos de difusión, asuntos que tienen muy claros y que se materializan de acuerdo a unos criterios afortunadamente muy alejados de los que aplicaríamos los adultos). Quizá podríamos llamarlo, podríamos llamarnos, Friends for Fridays o, con mayor intención si cabe, Fairplay for Fridays. Una retaguardia eficaz y generosa, humilde, discreta; una retaguardia que brinda apoyo desde la experiencia (sí, de esa tenemos) y la abundancia de medios (también en eso los adultos solemos andar con más soltura que los jóvenes -y no digamos que los niños-), pero que no ocupa el espacio que a la vanguardia le corresponde, ni tampoco le da lecciones ni le afea sus errores.
Ayudar, orientar, asesorar, auxiliar, financiar, defender, consolar, acompañar,… ¡ Se pueden hacer tantas cosas para favorecer las vanguardias sin usurpar la cabeza del pelotón ! Y no, no me vale como excusa el argumento de aquellos adultos que dicen ocupar ese espacio para garantizar el futuro de sus nietos, convirtiendo así en irrelevante el presente de sus nietos y de sus hijos, un presente trufado de aportaciones propias (silenciadas). No podemos, no debemos, ser propietarios de nuestro propio presente, y del presente de nuestros hijos, y del presente de nuestros nietos y del futuro universal. Eso es sí que es un Ministerio del Tiempo, egoista, monolítico y plenipotenciario. Cada cual es dueño de su propio tiempo y el de mis hijos es… de mis hijos.
Lo dicho: no es fácil dar un paso atrás (porque el ego y el vértigo vital son muy puñeteros), pero considero que en este empeño, y aunque resulte paradójico, un paso atrás nos va a ayudar, a todos, a dar varios pasos adelante.
Periodista científico y ambiental, todoterreno y multimedia. Dirijo "Tierra y Mar" y "Espacio Protegido" en la televisión pública andaluza (Canal Sur Televisión). Cuando no escribo... cocino (y viceversa).