Una desordenada despensa en la que puedo almacenar caracteres para escabullirme de las 140 pulsaciones a las que me obligan en Twitter. PD: También se me quedan cortas 280 pulsaciones…
Musgo sobre la tinaja de Los Linares (Villaviciosa de Córdoba, 29 de enero de 2022). Foto: José María Montero
«Amigos nada más, el resto es selva» (David Trueba)
En esta gota de rocío, que bañaba el musgo de la vieja tinaja familiar, quedaron atrapados los primeros rayos de sol de una mañana de enero en la Sierra Morena cordobesa.
Casi doce meses después, despidiendo el año, la naturaleza me sigue causando el mismo asombro que cuando era niño, al igual que celebro, como si no fuera adulto, la amistad más sencilla, la vuestra, la que no necesita de motivos ni explicaciones.
Estamos demasiado lejos de casi todo. Pocas cosas quedan lo suficientemente cerca como para reconocerlas y tocarlas y entenderlas.
Vuelvo a desearos la felicidad que ya hemos compartido, la que nos espera escondida en el nuevo calendario. La que haremos nuestra en cualquier lugar, sin motivo ni explicación.
El viejo muro de piedra, el suelo tapizado por la vegetación espontánea, las encinas preñadas de bellotas, los cerdos ibéricos a su aire… De esta combinación, y los justos añadidos que no presta la naturaleza, solo pueden salir alimentos que nos predisponen a la felicidad. Es el regalo de nuestras dehesas mejor conservadas. (Foto: http://www.consorciodejabugo.com/#/cerdo/la-raza/es).
Primero fue un artículo (*) de Daniel Innerarity sobre ciertas confusiones en torno al placer. Después vino una reflexión compartida con mi amiga Cristina Monge, en la Aragon Climate Week, a propósito de los sacrificios, equivocados, que se vinculan a las soluciones que planteamos frente al cambio climático, reflexiones que Cristina trasladó también a un artículo (**) muy estimulante. Y finalmente, el círculo, o los tres vértices de este triángulo, lo cerró una invitación de mi amigo Toni Delgado para que, en buena compañía, mostrara los vínculos, invisibles para gran parte de los ciudadanos, que mantiene el mejor jamón ibérico (fuente indiscutible de placer) con la biodiversidad que atesoran nuestras dehesas.
De la teoría a la prática a través del olfato y el paladar. La acción climática tiene muchas aristas y algunas son tan efectivas como placenteras. O, dicho de otra manera, agarré los artículos de Daniel y Cristina y, de la mano del Consorcio de Jabugo , me fui a pasear por las dehesas de Huelva, buscando las evidencias de sus oportunas hipótesis.
Cuando hablamos de biodiversidad es inevitable que en el imaginario colectivo aparezcan escenarios como los densos bosques tropicales o los exóticos arrecifes de coral, mientras que pocos son los que sitúan esa explosión de vida en nuestras domésticas dehesas, las selvas del sur, una parte sustancial de la riqueza natural que atesora el bosque mediterráneo. Como virtud añadida, las dehesas, al igual que ocurre con las salinas, no son obra exclusiva de la naturaleza, fenómeno que resta méritos a los humanos que conviven con junglas o atolones, sino que es una sorprendente muestra de a dónde nos puede conducir la combinación de naturaleza y acción (sensata) humana. Aprovechar no siempre es sinónimo de destruir, a veces, y esto es muy frecuente en los ecosistemas mediterráneos, aprovechar es sinónimo de construir. Cuando los humanos nos damos así la mano con la naturaleza no es que sumemos, es que multiplicamos.
Esa colaboración a contracorriente explica por qué en una dehesa es imposible separar ecología, economía y cultura (desde la arquitectura rural hasta la gastronomía). O, dicho de otra manera: el desarrollo sostenible, ese tan cacareado y tan desconocido en su correcta ejecución, ya estaba inventado, pero, como suele pasar, lo cercano, lo doméstico, lo sencillo, no despierta el asombro.
Sin la acción humana la dehesa no existiría. Sin los pastores, sin la ganadería en extensivo, sin la selvicultura tradicional, este ecosistema humanizado y biodiverso no existiría. El 18 % de nuestra Red Natura, el listado que señala lo mejor de nuestro patrimonio natural, está vinculado al pastoreo en extensivo, un aprovechamiento milenario que multiplica la biodiversidad, genera riqueza y, sobre todo, ayuda a evitar la despoblación de las zonas rurales, la mayor amenaza que sufren estos territorios.
Los números son un parco reflejo de la realidad, repleta de matices intangibles y difícilmente cuantificables, pero son un indicador que nos permite imaginar el valor de estos escenarios. En un solo metro cuadrado de dehesa bien conservada pueden localizarse hasta 135 especies de flora diferentes, y en el conjunto de un ecosistema de estas características encontramos más de 60 especies de aves nidificantes, alrededor de una veintena de mamíferos y un número similar de anfibios y reptiles. Los insectos, a los que se presta menos atención, son decisivos en las dehesas, con ejemplos como el de los escarabajos coprófagos, indispensables para generar suelo fértil.
¿Qué es lo que explica esta riqueza? Pues el mismo factor que hace que una sociedad sea próspera: la heterogeneidad, la mezcla, el mestizaje. La biodiversidad se encuentra cómoda cuando en un mismo tapiz conviven zonas arboladas, matorrales y pastizales, salpicados de nichos ecológicos que ofrecen oportunidades a la vida en sus infinitas manifestaciones (muros de piedra, cultivos, charcas temporales…).
Cuando un jamón ibérico (un 959 con el que se te saltan las lágrimas) se empaqueta de esta manera, ya se está anunciando qué es lo que atesora este alimento.
Esa es la biodiversidad evidente, la que cualquiera poniendo atención, y con la compañía adecuada, puede descubrir paseando por una dehesa. Pero, ¿y la riqueza oculta? Las especies son importantes, pero, ¿y las funciones y los servicios? En la nómina de lo que una dehesa nos aporta, a todos (no sólo a su propietario), está el paisaje, el patrimonio cultural, la protección frente a inundaciones e incendios, la regulación climática al fijar dióxido de carbono, la conservación del suelo fértil, la mejora de la calidad del aire, la recarga de los acuíferos, el mantenimiento del acervo genético (razas ganaderas autóctonas, por ejemplo), el control de algunos vectores de enfermedades, la polinización, etc. etc.
Nadie paga al agricultor, al pastor, al ganadero por estos servicios de los que se beneficia, insisto, toda la sociedad. Sería justo, entiendo, repercutirlos, como valor añadido, al precio de los alimentos que produce la dehesa (con una explicación fácil, al alcance de cualquier consumidor), una fórmula sencilla para otorgarles valor y contribuir al mantenimiento de esos oficios indispensables. Y llegados a este punto, que es a donde quería llevarme mi amigo Toni, no es difícil mostrar el mejor ejemplo: los productos derivados del cerdo ibérico, con el jamón a la cabeza de este catálogo de alimentos, de proximidad, que nos procuran felicidad.
Ningún territorio, ningún ecosistema decisivo, ningún otro hábitat de los que tenemos en la Península puede contarse mejor a través del olfato y el paladar, dos sentidos muy poderosos. Los alimentos que obtenemos de esos cerdos ibéricos que se han criado en libertad, en dehesas sanas, al ritmo que marcan las estaciones, son una extensión sensorial de esos campos, en ellos está encerrada toda la biodiversidad (la evidente y la oculta), y por eso cuando los consumimos aparece la fértil combinación de razones y emociones (a las que conducen el gusto y el olfato).
Este es el mapa del tesoro, la distribución espacial de nuestras selvas del sur, los encinares (verde oscuro) y las dehesas (verde claro) que cubren buena parte de la Península Ibérica.
La cesta de la compra, nuestra cocina doméstica, el comedor donde nos sentamos cada día en familia o entre amigos, son de las herramientas más sencillas, por cotidianas, pero al mismo tiempo de las más eficaces, a la hora de frenar la degradación ambiental, la pérdida de biodiversidad, el cambio climático. Elegir alimentos de proximidad, vinculados a hábitats de gran valor ecológico y cultural, significa frenar el despoblamiento rural, consumir productos con bajísima huella hídrica y de carbono, mantener nuestros paisajes, fijar el exceso de carbono atmosférico, defender nuestra identidad cultural y, algo tremendamente importante, alimentar nuestra felicidad.
Coincido con Daniel y con Cristina, hemos confundido las soluciones: no es el sufrimiento, la ecoangustia, la única salida a esta encrucijada ambiental. Hay multitud de soluciones que parten del placer, y comer un buen jamón ibérico es una de ellas. Sólo habría que añadir un matiz nada intrascendente, el de la justicia social que es la que permite democratizar el consumo de estos alimentos. Pero incluso admitiendo ese matiz, no nos engañemos, en las sociedades opulentas gastamos mucho más, a pesar de las injusticias (o quizá como consecuencia de ellas), en elementos prescindibles que en buenos alimentos. ¿Jamón ibérico o un móvil de última generación? ¿Caña de lomo o atracón de fast food? ¿Embutidos de bellota o unas deportivas de marca? ¿Qué nos procura más placer? ¿A dónde va nuestro dinero en un caso y en otro? ¿Quién se beneficia de un modelo de consumo y del otro?
La felicidad ibérica no es tan cara como parece y, con frecuencia, es el camino más directo a la solución de algunos de nuestros problemas.
PD: De todo esto hablé una tarde de otoño, entre amigos, en Sabores del Almacenito, donde los responsables del Consorcio de Jabugo me invitaron a explicar de qué manera la biodiversidad y el mejor jamón ibérico están hermanados hasta ese punto en el que una y otro no se explican por separado en un territorio tan hermoso como el de las mejores dehesas de la Península.
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(*) “Es posible pensar de otro modo el placer y la propiedad, como gozo compartido. Lo común es un modo de apropiación que se pone como límite el abuso. Los placeres pueden aumentar cuando se comparten de manera igualitaria. Gozar en la igualdad, la satisfacción de formar parte de una sociedad justa son formas de placer que podrían ser una alternativa positiva a su reducción individualista».
(**) “Toda la concienciación del mundo servirá para poco si no se dispone de las estructuras sociales, políticas y económicas que permitan activar las medidas de transición ecológica como lo que son: una oportunidad para el disfrute y el placer».
De vuelta a casa, en la ruralidad menospreciada del Aljarafe, sorteando a las bellísimas oportunistas. Foto: José María Montero
No es un prólogo al uso, puede que incluso resulte algo incómodo para quien espera una loa a la jardinería periférica, pero cuando desde el Ayuntamiento de Mairena del Aljarafe (Sevilla) me pidieron que escribiera la introducción a la Guía Visual de la Biodiversidad del Parque Periurbano de la Hacienda Porzuna, al que tanto cariño tengo, pensé que era una buena oportunidad para reflexionar sobre el valor del entorno natural de nuestras ciudades, elogiar la delgada (y menospreciada) línea que separa lo urbano de lo rural y, sobre todo, defender la belleza, caótica e inesperada, que aún se conserva en estos espacios aparentemente domesticados.
Este post es un fragmento de ese prólogo. La guía completa, de distribución gratuita, la podéis descargar aquí:
“En un mundo completamente descubierto, la exploración no se detiene;
simplemente, hay que reinventarla”
(Fuera del mapa, Alastair Bonnett)
Durante décadas nuestras ciudades han crecido atendiendo, como único referente, a los dictados del mercado inmobiliario. De acuerdo a estos criterios, el patrimonio rural y natural que rodea a las grandes urbes no tiene valor, son terrenos rústicos, baldíos, no urbanizables. Cercados por el asfalto y el hormigón, muchos de estos territorios han acabado convirtiéndose en basureros o escombreras, incapacitados para cumplir los servicios ambientales (ocultos y gratuitos) que nos brindaban y perdiendo hasta el humilde atractivo paisajístico que un día tuvieron.
Estos cinturones de tierras rústicas se convirtieron en los grandes suministradores de suelo urbanizable, alimentando un crecimiento difuso y desordenado que en pocos años originó un deterioro en la calidad ambiental tan grave como el que se registraba en el centro de la gran ciudad, aquel territorio que parecía tan lejano y hostil cuando comenzó la colonización de las afueras. ¿Qué ventajas obtiene el ciudadano que huye de la urbe cuando finalmente termina en otro paraje consumido por el tráfico, el asfalto y el ruido? Tan obvio resulta el sinsentido que en pocos años algunos de esos municipios, los más sensibles a las demandas vecinales, redescubren el valor de la naturaleza perdida y se lanzan a salvar las escasas parcelas de paisaje, más o menos humanizado, que habían sobrevivido al tsunami del ladrillo y el progreso mal entendido. Vuelve el aprecio al campo, aquel tesoro que a casi nadie interesaba, y aparecen así los parques periurbanos, una fórmula que salvaguarda lo que nunca debió desaparecer, una figura que señala los oasis en los que reconciliarnos con nuestro origen. ¿Acaso no somos, nosotros también, naturaleza?
Lástima que, con frecuencia, este esfuerzo bienintencionado sucumba ante el empuje de la utilidad, esa tentación, tan humana, que empobrece la diversidad inesperada y caótica que nos regala la naturaleza cuando la dejamos ser y estar a su manera. Admito que no es fácil ofrecer a los ciudadanos espacios de ocio en donde se cumplan las infinitas normas que regulan la convivencia, en donde sea posible organizar el mantenimiento de los recursos naturales y, al mismo tiempo, en donde la vegetación y la fauna puedan expresarse de manera espontánea. En la búsqueda de ese equilibrio se suele sacrificar lo asilvestrado, y así el campo se convierte en jardín o en zona verde, parcelas útiles y previsibles, cómodas, que son el triste remedo de un bosque o un soto.
También es cierto que son pocos los urbanitas, aunque sean de extrarradio, que elogian una pradera salpicada de malas hierbas, unas veredas tortuosas e irregulares, los matojos que adornan las lindes, los insectos que se atrincheran en cualquier recodo, los charcos y barrizales que deja el aguacero, la espesura del matorral que nos impide avanzar,… Pero es que a mí, quizá saturado de tanta civilidad, no me gustan los jardines donde todo obedece a un plan y lo imprevisto se considera molestia, y por eso, tal vez, la virtud que más aprecio en el parque de la Hacienda Porzuna sea precisamente su rusticidad, un margen de espontaneidad suficiente como para creernos en el campo.
El asombro no necesita de ninguna erudición. Sólo hay que saber mirar y poner en esa mirada algo de sentimiento, una cierta empatía con todo lo vivo. La belleza sería, así, el único reclamo del paraíso perdido, la llamada de un mundo que nos es propio y que, sin embargo, hemos convertido en ajeno. A diferencia de lo que ocurre con alguno de los múltiples objetos, hermosos, que los humanos somos capaces de crear, la belleza que nos sorprende en el errático vuelo de un gorrión, en el rumor vegetal que el viento provoca al agitar las hojas, en el lento discurrir del sol en un crepúsculo, en las sombras que proyecta el amanecer entre los árboles o en las caprichosas formas que las nubes dibujan en su tránsito…., lo que diferencia a todas estas sorpresas es que no necesitan de explicaciones. Podemos percibir la belleza sin saber nada a cuenta de lo que estamos contemplando. Podemos prescindir de la razón, y hasta de la memoria. Sobran las palabras (nunca mejor dicho) o hacen falta muy pocas. Algo, profundo y antiguo, nos dice que ahí habita la belleza y, a veces, también, nos advierte de su enorme fragilidad.
Pero no siempre el asombro aparece de manera espontánea, y casi me atrevería a decir que la rutina de lo urbano nos incapacita para esa mirada desnuda de juicios y prejuicios con la que acercarnos a lo natural. Es entonces cuando el conocimiento puede venir en nuestra ayuda. La guía que tengo el placer de prologar es justamente eso, una cuidada invitación al asombro, si es que nunca hemos pisado el parque de la Hacienda Porzuna; las lentes que nos ayudarán a enfocar lo que aparece borroso por desconocido, una brújula precisa con las que poder internarnos en este vergel en el que, quizá, hemos paseado distraídos, encadenados a nuestros pensamientos, pero ajenos a todo lo vivo que nos rodeaba.
Con este mapa entre las manos será más sencillo nombrar la belleza y saber de qué manera se manifiesta, en qué estación del año se decide por una señal y cuáles elige para hacerse presente en otro hito del calendario. Los sonidos, y el movimiento fugaz, también tendrán su nombre: visitantes alados, huidizos reptiles o discretos insectos. El verde, los ocres, las hojas y troncos, los tallos, las flores…, ocupan, asimismo, su lugar en este inventario, el de un paraíso cercano. Y, a modo de resumen, la combinación de elementos botánicos y faunísticos se nos revelará como una fértil y compleja comunidad, en la que podemos ser discretos espectadores o incorporarnos a ella, como una pieza más de ese entramado biológico. Tiene el parque, como deberían tener todos los parques públicos, espacios reservados a la convivencia y la celebración, lugares donde, desde el respeto y el civismo, podemos sumarnos a esa fiesta a la que siempre invita el contacto con la naturaleza.
Llevo muchos años visitando el parque de la Hacienda Porzuna y os confieso que algunas de las maravillas que atesora, esas que escasean en la ciudad, no suelen mencionarse en una guía al uso, y por eso me atrevo a sugerir que una vez identificados los árboles y arbustos, los invertebrados y las aves, los accesos y los horarios, os detengáis también en la discreta contemplación de las gotas de rocío, los hormigueros, las hojas muertas o las telas de araña. Que disfrutéis de la flora oportunista (qué acertada definición) a la que acuden orugas y mariposas; del canto de las ranas anunciando la primavera o del vuelo de los murciélagos que nos rondan, sigilosos, en el ocaso. Deteneros en el desorden y en la inutilidad de la vida, miradla como la miran los niños, sin expectativas.
Lo que sabemos con certeza de este gran universo cambiante es muy limitado. No todo obedece a un plan. Casi nada es previsible. En la naturaleza la exploración no se detiene nunca, sólo hay que reinventarla. Esta es una guía viva, como el propio escenario que describe, en la que cada visitante curioso se convierte también en autor.
Un universo tan complejo como inasible se manifiesta al lado de casa, fuera de esas cuatro paredes que nos aíslan de los otros, en los tentadores paisajes, algo domesticados pero vivos, que nos regala el parque de la Hacienda Porzuna. Ahora, además, tenemos un mapa del paraíso con el que perdernos, sin renunciar al asombro, sabiendo en dónde y con quién estamos.
Muchachos trepando a un árbol, 1791-92, óleo sobre lienzo. Francisco de Goya. Museo del Prado (Sala 090).
¿Por qué a los niños le gusta subirse a los árboles? Gracias a la invitación de la doctora Concha Villaescusa, el pasado 11 de junio tuve ocasión de hacerme esta pregunta, y tratar de responderla, frente a más de un centenar de pediatras reunidos en el evento de formación Growth22, que se celebró en Madrid. Mi ponencia, que era la de clausura, se dictaba desde el mismo corazón de una gran ciudad, convertida, como tantas otras, en un medio hostil donde la contaminación, el ruido, la escasez de zonas verdes o el individualismo erosionan nuestro bienestar. En el caso de los niños la vida en estos territorios, alejados de la naturaleza, puede terminar provocando importantes alteraciones en su salud física y emocional. Cada vez se suman más evidencias, y esas fueron las que compartí, en torno al trastorno por déficit de naturaleza y al carácter reparador que la simple contemplación de un espacio silvestre tiene en los humanos.
A escasos diez minutos andando del hotel en donde nos reuníamos se encuentra el Museo del Prado y allí se conserva el óleo Muchachos trepando a un árbol, de Goya, obra que transmite el delicado encanto de las escenas que el artista denominaba “asumptos de cosas campestres y jocosas”. Es una variación de otro cuadro, Muchachos cogiendo fruta, que pintó algunos años antes. En ambos casos un grupo de niños se ayudan para encaramarse a un árbol, acción que entonces debía ser tan cotidiana como lo ha sido hasta hace muy poco tiempo. Ahora, hoy, que los niños se suban a un árbol es una rareza, sobre todo en entornos urbanos, donde incluso esta práctica se llega a sancionar con severas multas.
La nuestra es una especie acostumbrada a subirse a los árboles, donde siempre hemos encontrado alimento y refugio, frutos para sortear el hambre y altura suficiente para escapar de algunos predadores. Existe, pues, una íntima relación biológica, que con el tiempo ha derivado en un poderoso vínculo emocional, entre humanos y árboles, hasta el punto de añorar esas acciones primarias que nos devuelven a la vida en la naturaleza. ¿Quién no ha fantaseado con una cabaña en la copa de un árbol?
La hipótesis de la biofilia, expuesta por el entomólogo Edward O. Wilson en 1984, habla precisamente de esta tendencia innata a sentirnos en comunión con la naturaleza y a tener incluso marcado en nuestros genes el aprecio por un ambiente natural semejante al de las sabanas, el ecosistema en donde habitaron los primates de los que procedemos, espacios salpicados de árboles, elementos vivos indispensables para procurarnos sustento y otear, de manera segura, el entorno y sus amenazas.
La vida en la ciudad ha ido deteriorando este vínculo, ocultando que es una necesidad y no un capricho, y llegando, incluso, a generar falsos miedos con los que justificarnos. En cualquier servicio de urgencia saben que son más frecuentes en niños las lesiones provocadas al caerse de una cama que las que tienen su origen en la caída de un árbol, por no hablar de otros accidentes domésticos que lideran las más sombrías estadísticas (intoxicaciones con productos químicos, quemaduras en la cocina, descargas eléctricas…). El psicopedagogo italiano, famoso por sus tiras cómicas dedicadas a la infancia, Francesco Tonucci lo explica de manera contundente: “El lugar más peligroso para un niño es su casa y el coche de sus padres”. Y por eso mismo llega a invertir el argumento más convencional en donde se apoyan los miedos injustificados: “Dejar a los niños salir de casa es una forma de cuidarlos”.
Diferentes grupos de trabajo, compuestos por especialistas en variadas disciplinas científicas, llevan años estudiando los riesgos que plantean determinadas sustancias químicas en la salud infantil. Entre otras preocupan las dioxinas, los bifenilos policlorados (PCB), los metales pesados y los disruptores endocrinos. Estos últimos, presentes en multitud de elementos de uso cotidiano, actúan como falsas hormonas alterando el correcto funcionamiento del organismo.
Pero la amenaza de estas y otras sustancias nocivas no sólo está presente en el aire contaminado de las grandes ciudades o en espacios abiertos sometidos a un intenso deterioro atmosférico. El interior de los edificios y viviendas también acumula concentraciones notables de agentes tóxicos. Los europeos pasamos entre un 85 % y un 90 % de nuestro tiempo en espacios cerrados, y aunque en ellos se crea la falsa sensación de estar a salvo de las agresiones ambientales, varios estudios amparados por las autoridades de Bruselas revelan cómo los niveles de contaminación en el interior de inmuebles pueden llegar a duplicar las cantidades medidas en el exterior. Primera evidencia importante: nuestras casas, como asegura Tonucci, no siempre son más seguras que el ambiente exterior.
Todas estas amenazas podrían minimizarse reduciendo lo que Richard Louv describió en 2008 como “trastorno por déficit de naturaleza”, una consecuencia de ese progresivo alejamiento de lo natural hasta el punto de llegar a provocar un “uso disminuido de los sentidos, dificultades de atención e índices más elevados de enfermedades físicas y emocionales”.
Las evidencias en torno a este trastorno no dejan de multiplicarse en diferentes escenarios. En España, por ejemplo, han resultado reveladores los estudios del Instituto de Salud Global (ISGlobal) que han demostrado cómo los niños que tienen una exposición continuada a espacios verdes cerca de sus viviendas presentan mejores resultados en pruebas que miden su capacidad de atención. “Los espacios verdes en las ciudades”, concluyen los especialistas de este centro de investigación con sede en Barcelona, “promueven vínculos sociales y actividad física, así como también disminuyen la exposición a la contaminación del aire y el ruido. Por tanto, son imprescindibles para el desarrollo de los cerebros de las nuevas generaciones”.
Pero, ¿puede evaluarse ese impacto beneficioso en la propia anatomía del cerebro infantil? El ISGlobal quiso profundizar en ese elemento, de manera que volvió a embarcarse en una nueva investigación, en la que también colaboraron el Hospital del Mar y la UCLA Fielding School de Salud Pública. De forma resumida, la principal conclusión de este nuevo estudio es que “los niños y niñas que se han criado en hogares rodeados de más espacios verdes tienden a presentar mayores volúmenes de materia blanca y gris en ciertas áreas de su cerebro”. Esas diferencias anatómicas están a su vez “asociadas con efectos beneficiosos sobre la función cognitiva”.
En este último trabajo participaron 253 escolares de Barcelona. La exposición a lo largo de la vida a espacios verdes en la zona residencial se estimó utilizando imágenes vía satélite de todas las direcciones de los participantes desde su nacimiento hasta el momento del estudio, y la anatomía del cerebro se examinó por medio de imágenes por resonancia magnética tridimensional (IRM) de alta resolución. “Este es el primer estudio que evalúa la asociación entre la exposición a largo plazo a los espacios verdes y la estructura del cerebro”, afirma Payam Dadvand, investigador de ISGlobal y autor principal del estudio. “Nuestros hallazgos sugieren que la exposición a espacios verdes de manera temprana en la vida podría resultar en cambios estructurales beneficiosos en el cerebro”, concluye.
Adonina Tardón, directora del Área de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Oviedo, tampoco tiene muchas dudas con respecto a esta relación entre salud y espacios verdes en el caso de los más pequeños, algo que han corroborado realizando el seguimiento de casi 500 madres y sus nacidos, hasta los 14 años, en una zona industrializada de Asturias. En este caso la investigación reveló que “a los cuatro años ya existe en los niños una alta prevalencia de metales pesados en la orina, y un importante déficit de vitamina D en sangre, lo que afecta al sistema inmunitario”. Y el motivo de este déficit “podría ser la falta de paseos o juegos al aire libre” entre otros factores. La doctora Tardón expone en sus conclusiones que “es altamente recomendable que los niños paseen al aire libre lo máximo posible, y que se haga una ventilación forzada de los hogares”.
Quizá el especialista que lleva más años involucrado en esta defensa de la vida al aire libre, basada en evidencias científicas, sea José Antonio Corraliza, catedrático de Psicología Ambiental en la Universidad Autónoma de Madrid. Sus trabajos demuestran que “la naturaleza cercana incrementa los recursos con los que somos capaces de enfrentarnos a eventuales situaciones estresantes, que los niños y niñas que asisten a clase en colegios cuyos patios tienen mayor cantidad de naturaleza son capaces de sobrellevar mejor el estrés y que la exposición y el contacto con elementos naturales o naturalizados está en relación directa con las actitudes y el comportamiento a favor del medio ambiente que manifiestan los niños”. Explicado de otra manera, y recurriendo al concepto acuñado por Louv, el trastorno por déficit de naturaleza, sostiene Corraliza después de una extensa revisión de estudios realizados en diferentes ciudades, se manifiesta “en un déficit de atención e hiperactividad, obesidad, ausencia de creatividad y curiosidad, analfabetismo natural, falta de conexión e identidad con el entorno, individualismo y escaso sentido de comunidad”.
Para escapar de esta trampa de asfalto y hormigón Corraliza sugiere que se abra un triple debate, en el que se revise la agenda infantil de vida diaria, donde hay que reducir el uso de tecnología y la vida sedentaria en espacios cerrados; se repiensen los centros escolares, apostando por una naturalización de estos espacios, y, finalmente, se diseñen las ciudades mejorando la calidad de los espacios públicos y la naturaleza urbana. “El contacto con lo natural”, concluye este psicólogo, “no es un entretenimiento, sino algo crucial para nuestro equilibrio psicológico y nuestra salud”. Subirse a los árboles, en definitiva, es algo más que un juego de niños.
Todo empezó en el Lagar de La Primilla, donde después de brindar con Rocío me asomé a la tinaja que me abrió Charo para descubrir, una vez más, este tejido vivo, el delicadísimo velo de flor (Fotos: José María Montero).
“La conversación, la risa y el vino están conectados de un modo especialmente íntimo y profundamente humano” (Sobrebeber. Kingsley Amis)
Es como un delicado encaje. Tiene la enigmática belleza de una remota galaxia salpicada de nebulosas y cúmulos estelares, la algodonosa textura de una nube caprichosa, la chispeante vitalidad de la espuma que corona una ola, la inesperada urdimbre de un tejido vivo.
Hay un íntimo diálogo entre el mosto y la tinaja, entre los hongos y el aire que se cuela en el lagar desde la sierra (Foto: José María Montero).
Una copa de vino de tinaja, una sencilla copa de vino, esconde estos paisajes alucinantes, los del velo de flor haciendo su trabajo; las levaduras, arropadas en un lípido que les permite flotar, tejiendo la red que, a oscuras y en silencio, se ocupará de proteger el mosto de la oxidación, iniciándose así un complejísimo proceso de transformación en el que la glicerina de ese zumo de uva, que ya tuvo su primera fermentación tumultuosa, acabará convirtiéndose en alimento del hongo (para que el trago sea amargo y seco), el acetaldehído residual se evaporará (para que nos cautive el olor a frutos secos) y, finalmente, las propias levaduras, agotadas, se depositarán en el fondo de la tinaja impregnando el elixir de esos inconfundibles aromas a panadería de pueblo.
Hay quien se asoma a un telescopio, quien bucea en busca de paraísos submarinos o quien utiliza un microscopio para identificar las claves de la vida. Yo me asomo a una tinaja de vino, a ojo descubierto, y me asombro contemplando este microcosmos (Foto: José María Montero).
Todas estas cosas, y muchas más, ocurren dentro de una rústica tinaja. La vida, en sus infinitas manifestaciones, también está presente en una bebida que es alimento para el cuerpo y el espíritu. Quien en una copa de vino sólo es capaz de ver un trago de vino simplifica la existencia hasta convertirla en intrascendente.
No toda la naturaleza que atesora un buen vino llegó desde la viña, aunque sea ese el escenario en donde nace su buen carácter o su mal humor. El suelo, la humedad, el sol, una poda sensata, una recolección delicada… todo suma antes de que el racimo termine en el lagar, pero en él, en esa sacristía laica, aún quedan por manifestarse otros tantos milagros espontáneos para los que existen pocas reglas, escasos mandamientos y casi ninguna enmienda. La naturaleza sabe muy bien lo que tiene que hacer, y el vino no es sino el reflejo de ese microcosmos y su ordenado caos.
El ordenado caos del velo de flor, la urdimbre de unos hongos unicelulares que saben lo que tienen que hacer (Foto: José María Montero)
El domingo tuve el privilegio, gracias a Rocío Márquez y a Charo Jiménez, de visitar el Lagar de La Primilla, en la Sierra de Montilla, venenciar uno de sus extraordinarios vinos y asomarme, curioso, a una tinaja para descubrir, acercando un poco la mirada y a ojo desnudo, estos paisajes hermosos y vivos, donde el caldo de las Pedro Ximénez se entrelaza con las Saccharomyces en un diálogo primitivo y fértil.
Diario YA, 24 de mayo de 1986. Sí, el pipiolo de las gafas es un servidor, defendiendo en la prensa nacional, hace 35 años, el valor ambiental de los olivares andaluces y su papel, decisivo, en la supervivencia de un nutrido grupo de aves. Entonces era predicar en el desierto, pero ahí estábamos, esperando que el tiempo nos diera razón.
En la primavera de 1986 firmé un artículo en el desaparecido Diario YA destacando el valor ambiental de los olivares andaluces y, en particular, su papel en la conservación de una nutrida comunidad de aves; una manera poco convencional de defender un cultivo que se enfrentaba, por primera vez, a la incomprensión de Europa.
Hacía menos de un año que España había ingresado en la Comunidad Económica Europea y todavía se rumoreaba, y así lo denunciaban algunos medios de comunicación, que nuestro país tendría que arrancar una gran superficie de olivar para plegarse a las exigencias de Bruselas. Se llegó a hablar de un millón de hectáreas, lo que suponía una catastrofe económica y social. Científicos y ecologistas prepararon un manifiesto en defensa de este cultivo, alertando sobre las graves consecuencias ambientales que tendría tal decision.
Uno de los más reputados ecólogos de este país, impulsor de la educación ambiental en el ámbito universitario, el desaparecido Fernando González Bernáldez, lo explicó entonces de manera contundente: «Si la superficie de olivar se reduce en España, muchos millones de estas aves insectívoras desaparecerán y, sin proponérselo, países como Suiza, Suecia o Alemania, tendrán que incrementar de manera importante los gastos en insecticidas para sus cosechas, con las consecuencias contaminantes que todos conocemos«. La Unión Europea debería ser, por tanto, la principal interesada en mantener este singular ecosistema, razonaba el catedrático de Ecología. Hubo incluso quien propuso, para evitar el problema de los excedentes que se esgrimía como excusa, incentivar el consumo de aceite en el continente apelando a la elevada sensibilidad ambiental de algunos países, incluyendo en las botellas de este producto una etiqueta que dijera: «Consumiendo aceite de oliva español está Vd. favoreciendo la supervivencia de las aves insectívoras«.
Recordé aquella primitiva batalla hace unos días, cuando desde SEO Birdlife me pidieron que moderara el encuentro virtual en el que se daban a conocer los magníficos resultados del LIFE Olivares Vivos. Llegaba, por fin, la evidencia, subrayada por la comunidad científica y el apoyo de numerosos agricultores, de que llevábamos razón. Han pasado 35 años, un suspiro en la escala de la naturaleza, pero el tiempo, afortunadamente, ha jugado a nuestro favor y, sobre todo, a favor de un nuevo modelo de agricultura donde la producción y la conservación no sólo son compatibles sino que al ir de la mano generan beneficios mutuos: una agricultura sensata multiplica la biodiversidad, y una biodiversidad sana incrementa la producción y la rentabilidad.
Merece la pena dedicar unos minutos a este encuentro virtual para saber de qué estamos hablando, para celebrar que una nueva agriucltura no solo es posible sino que ya existe.
Mi intervención, de la mano de SEO Birdlife, se produjo pocos días después de recibir una invitación similar, en este caso de mi amiga Astrid Vargas, para que tejiera un diálogo, un Agrocafé, con los emprendedores de AlVelAl y A Regenerar, al que se sumaron comunicadores agroambientales de toda España y también los amigos de Climate Reality. Una tarde repartidos entre Madrid, Palomares del Río (Sevilla), Amsterdam, La Junquera (Murcia) y Vélez Rubio (Granada), entre otros muchos puntos de conexión.
En ese encuentro, dedicado a la agricultura regenerativa (un paso más en este esfuerzo por cambiar de modelo productiva para garantizar nuestra propia supervivencia), destaqué, como hice en el encuentro de SEO Birdlife, el valor del tiempo, pero en otro sentido: ya no era sólo celebrar la razón que venía del pasado sino evitar la cómoda referencia al futuro. En el caso de AlVelAl y A Regenerar uno de los elementos más valiosos es que esta experiencia, con enormes dosis de atrevimiento, se está ejecutando ya, ahora, con resultados tangibles. Claro que miran hacia el futuro, pero los pies los tienen en el presente: una invisible red cooperativa está construyendo, en el altiplano de Granada, Almería y Murcia, una comunidad con nombre y apellidos, donde encajan la tierra, la agricultura, la ganadería, la apicultura, la biodiversidad, la cultura, el arte…
Hay que escapar de la excusa del futuro (“esto lo hacemos por nuestros hijos…”; “estamos trabajando para nuestros nietos…”; “construimos un futuro mejor…”). Decía Ángel González, el poeta: “te llaman porvenir / porque no vienes nunca”. Pues eso, el futuro nunca llega y es peligrosamente consolador (“a veces la esperanza son ganas de descansar”, dice la milonga) pero el único territorio de la acción es hoy (“si no es ahora, ¿cuándo?”, asegura el Zen).
Antonio Camoyán en el homenaje que se le rindió en Villamanrique de la Condesa (Sevilla, abril 2005). Foto de Beltrán Ceballos.
De vez en cuando nos escribíamos para citarnos a esa cena con pescados salvajes que nunca terminábamos de cerrar. Era vitalista, incombustible, tranquilo, cariñoso… Un fotógrafo extraordinario y una persona bondadosa, de esas que miran con humor y benevolencia el mundo que les rodea. Aunque sin prisa, andaba buscando la belleza a todas horas, y tuvo la fortuna de encontrarla, y disfrutarla, desde el espacio más íntimo de su familia hasta el inabarcable horizonte del Estrecho, ese rincón al que se retiraba para navegar, tirar el anzuelo y fotografiar puestas de sol, las que se recortan en el tómbolo de Trafalgar y que, en su cámara, eran un mismo ocaso… siempre diferente.
Su catálogo de anécdotas, vividas en medio mundo (o en el mundo entero, porque recorrió todos los espacios naturales imaginables), era asombroso, y hasta las más dramáticas las contaba sin darles mucha importancia, salpicándolas de risas y chascarrillos, con esa guasa reposada propia de los gaditanos caleteros. Siempre tenía en la cabeza un nuevo destino, aunque estuviera al lado de casa, un nuevo escenario en el que buscar argumentos para reivindicar el valor de la naturaleza, su capacidad para restaurar todos nuestros sinsabores.
Es cierto que su físico lo contradecía, pero Antonio era un niño, siempre fue un niño, con la virtud del asombro intacta a pesar de los años y la enfermedad; sin malicia, con una candidez que sorprendía en un mocetón curtido en mil batallas, en un hombre que había sobrevivido, sin heridas visibles ni rencores oscuros, a la maraña administrativa de la delegación provincial de Medio Ambiente en Sevilla (cuya dirección ocupó en los primeros años de la mítica Agencia de Medio Ambiente andaluza, en donde nos conocimos), al complejo universo de Doñana (en donde fue responsable de Uso Público) o a la gallera de un oficio (el de fotógrafo de naturaleza) en donde los egos son, a veces, difíciles de pastorear.
Nació en la isla de Santa Cruz de la Palma, de manera azarosa, y aunque los que lo conocieron siempre destacan su manera de ser «tan andaluza» en su carácter también se dibujaban pinceladas de esa calma tropical característica de los canarios, y hasta la cachaza de algunos de los muchos amigos que hizo al otro lado del charco. Nada era lo suficientemente serio como para que Antonio frunciera el ceño.
Durante el confinamiento de la pasada primavera hablamos de piano, porque a mí me dio por reunir en una lista las piezas que más me gustaban en las manos de mis intérpretes favoritos, y Antonio se sumó a este placer compartido. Otras veces tejíamos alguna conversación a propósito de Cádiz o a cuenta de una receta de cocina (asuntos que también ocupaban el top en nuestra lista de pasiones comunes).
Con Antonio no valían las prisas, el mal humor o el pesimismo. Quizá estudió Medicina por la misma razón por la que se hizo fotógrafo de naturaleza: porque le fascinaba el misterio de la vida (y casi que llegó a descifrarlo). En compañía de Antonio la alegría era sencilla, sin imposturas, y acudía siempre, por eso, creo, se acercó con humildad a las claves de ese misterio al que al final se ha enfrentado con la curiosidad y la calma con las que miraba al horizonte.
PD: No recuerdo que piezas me dijo que también estaban entre sus favoritas pero imagino que le gustaría este último movimiento del concierto número 3 para piano de Beethoven, en esta vieja grabación de Ashkenazy. Dramatismo y alegría a partes iguales… como la naturaleza misma.
Ahora toca correr a guarecerse pero convendría tener un plan, un sistema alternativo y justo, para cuando pase el temporal…
«No intentes cambiar un sistema, construye uno nuevo que haga que el anterior se vuelva obsoleto» (Richard Buckminster Fuller)
No, posiblemente no vamos a necesitar construir un nuevo sistema porque la propia naturaleza, sin preguntarnos, está revelando la peligrosa obsolescencia de un sistema que sólo nos conduce al colapso (empezando por los más débiles, por supuesto). El sistema, a nada que nos despistemos (y andamos muy, muy despistados) se derrumbará él solo, aunque lo ideal sería tener cierto control sobre este hundimiento, de manera que no nos quedemos a la intemperie de la noche a la mañana (¿os acordáis cómo apareció la pandemia?).
Golpeados por la tercera ola de la COVID y azotados por el temporal Filomena, resulta terrible escuchar o leer a algunos de nuestros responsables políticos cuestionando (una vez más) la gravedad del cambio climático, usando las vacunas como arma para atizarse en sus respectivos feudos, relativizando el valor del trabajo científico a la hora de enfrentar estos problemas, echándole la culpa a los otros (los inmigrantes son los otros más socorridos en estos casos), animando la vuelta al ocio de mogollón o fiando la recuperación, cualquier recuperación, a una inyección de fondos que refuerce un modelo claramente obsoleto (¿más automóviles?, ¿más turismo de masas?, ¿mayor consumo de energía fósil y materias primas escasas?, ¿mayor presión sobre los recursos pesqueros o las tierras fértiles?, ¿más consumo?).
Cuando domemos la pandemia (que la domaremos) tendremos que enfrentar las consecuencias económicas y sociales de esta emergencia, sin tener garantía alguna de que no nos vuelva a golpear otro patógeno desconocido (¿volveremos a embarcarnos en una carrera en busca de vacunas?, ¿encontraremos vacunas?, ¿podremos pagarlas?). En este tránsito hacia la nueva ¿normalidad? serán cada vez más frecuentes los fenómenos meteorológicos extremos, perturbaciones con las que se anuncia el cambio climático, y da igual si se trata de nevadas históricas, sequías inusuales, olas de calor asfixiantes, huracanes mediterráneos o lluvias torrenciales, todos son consecuencia del mismo problema (sí, puede que la nieve comience a rarificarse en zonas de alta montaña y al mismo tiempo se produzcan temporales de nieve catastróficos, los dos son fenómenos extremos, los dos hablan de una brusca modificación de nuestros patrones climáticos).
Los expertos en biología de la conservación consideran que la humanidad camina de forma inexorable hacia una de esas grandes extinciones que han marcado la evolución del planeta, aunque en esta ocasión la catástrofe sería responsabilidad de una única especie. Janet Larsen, especialista del Earth Policy Institute, considera que nos enfrentamos “a la primera extinción en masa que los seres humanos atestiguarán de primera mano, y no precisamente como simples observadores inocentes”. La última, la quinta en el particular cómputo que manejan los científicos, tuvo lugar hace 65 millones de años y fue la que hizo desaparecer a los dinosaurios.
La sexta extinción ya está en marcha, y las pruebas más recientes (reunidas por Ceballos, Ehrlich y Dirzo, tres investigadores que llevan tiempo estudiando este fenómeno) se han publicado en la prestigiosa revista norteamericana Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS). Después de analizar con detalle el estado de conservación de 177 especies de mamíferos repartidas por todo el mundo, los autores de este trabajo concluyeron que “todas han perdido un 30 por ciento o más de su distribución geográfica, y más del 40 % de estas especies han experimentado una grave disminución de sus poblaciones”.
Reducir la diversidad biológica también implica la pérdida de los servicios ambientales que nos prestan los ecosistemas, beneficios casi invisibles pero cruciales como es el caso de la polinización que llevan a cabo las abejas, la formación de suelo fértil o la purificación del aire o el agua. Procesos en los que actúan esos múltiples elementos que componen el complejo puzle de la vida.
En resumen, denuncian estos investigadores, se trata de una verdadera “aniquilación biológica” que tendrá graves consecuencias ecológicas, sociales y económicas. Y no hablamos de un impacto localizado, confinado en un determinado territorio, sino de una ola que recorre el planeta sin freno y sin distinguir fronteras.
La globalización, en definitiva, es el concepto sobre el que gira esta crisis ambiental porque, como explica la primera ley de la Ecología, «todo está relacionado con todo». Si preferimos usar una metáfora que nos lleve al terreno de la salud podríamos decir, como sostiene Miguel Delibes, que «la Tierra es un enfermo grave con un fallo multiorgánico. Cambia el clima, se reducen las reservas de agua dulce, se extinguen especies, se multiplica la contaminación, cambian los usos del suelo… Estamos en un planeta muy pequeño y limitado que tiende a ser cada vez más pobre y uniforme«.
Empobrecer nuestra casa no parece la mejor estrategia cuando la población, a pesar de los pesares, no deja de crecer, y lo hace a un ritmo que Naciones Unidas considera insostenible, “pues la disponibilidad de recursos globales no podrá cubrir las necesidades de un planeta que se nos queda cada vez más pequeño«. Si las tasas de fertilidad continúan en los niveles actuales, alerta la División de Población del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de Naciones Unidas, “la Tierra se verá obligada a acoger a 134 billones de personas dentro de 300 años”. Este es el escenario más pesimista, pero en el caso de que el ritmo de crecimiento se estabilice y no se supere el promedio de dos hijos por cada mujer, una previsión quizá demasiado optimista, el planeta “estará habitado en tres siglos por tan sólo 9.000 millones de personas, lo que haría más manejable la disposición de los recursos disponibles”. Pero, ¿sobreviviremos tres siglos sin colapsar?
La naturaleza nos está brindando la oportunidad de hacernos muchas preguntas incómodas pero imprescindibles, y puede, incluso, que se ocupe ella misma de revelarnos (no sin dolor) el sinsentido del actual modelo económico, pero aunque dejemos en sus manos todo este trabajo sucio convendría tener un plan, un sistema alternativo y justo, para cuando pase el temporal.
PD: ¿Cómo no dedicar unos minutos a reflexionar sobre lo que nos espera viendo lo que estamos viendo estos días, estos meses? En el caso de este post, la chispa que finalmente lo ha provocado ha sido un repaso nocturno (el insomnio circunstancial tienen algunas ventajas) a la figura de Richard Buckminster Fuller (1895-1983) un visionario en muchas de sus observaciones (de alguna manera anticipó la arquitectura sostenible y la economía circular). Ojalá la tormenta me conceda la tregua necesaria para visitar la exposición (Curiosidad radical) que le dedica en Madrid, y hasta mitad de marzo, la Fundación Telefónica.
Admito que cuando vuelvo del mercado se me suele ir la perola componiendo bodegones en los que reivindico la belleza de los alimentos de proximidad y su poder de evocación. Este bodegón lo dibujé en mi refugio gaditano cuando encontré, en un puesto de Sanlúcar, estas pintarrojas y se me vino a la memoria el caldillo de pintarroja (bien picante) que disfrutaba de pequeño en las tabernas de Málaga, esas en las que mi padre me aupaba al taburete (Foto: José María Montero).
“…cocinar nos introduce en una red de relaciones sociales y ecológicas con las plantas, los animales, la tierra, los horticultores, los microbios que hay dentro y fuera de nuestro organismo y, por supuesto, con las personas a las que nutren y deleitan nuestros platos. Es decir, que lo más importante que he aprendido es que cocinar conecta” (Cocina. Una historia natural de la transformación, Michael Pollan)
El mejor manifiesto posible en defensa de nuestro sector primario es este: cocinar.
No hacen falta tantas palabras, sobran las alharacas y los discursos, no son necesarias las proclamas ni los golpes de pecho. Es suficiente con elegir productos de proximidad elaborados de manera sostenible, pagar por ellos un precio justo y cocinarlos con mimo para la gente a la que queremos. Y brindar con vino, de aquí cerquita, puro placer mediterráneo.
La literatura termina donde comienza la vida. La cocina es profundamente revolucionaria, quizá por eso tratan de domesticarla en concursos donde lo de menos es cocinar o donde se cocinan platos que jamás se nos ocurriría comer en casa. La cocina es poder, por eso cuando sale del domicilio y se exhibe en las pasarelas gastronómicas la ejercen, por abrumadora mayoría, hombres. En la cocina se revelan no pocas contradicciones, por eso con demasiada frecuencia los que se pasan la vida dando lecciones sobre igualdad, justicia y alimentación sostenible llegan a sus casas a mesa puesta, y suelen ser las mujeres de su entorno (madres, esposas, hijas, abuelas…) las que les compran, les cocinan y les sirven esa comida sostenible de la que tanto hablan, escriben y pontifican. Sí, y también les friegan los platos. Son tan slow tan slow que siempre llegan a la cocina cuando todo está ya recogido.
¿Cómo obviar la estimulante conexión que existe entre la naturaleza y la cocina? Cuántos placeres me proporciona una mañana de diciembre en la Sierra Morena cordobesa, buscando setas que luego terminarán en las brasas de nuestra chimenea (Foto: José María Montero).
Desconfío de los que quieren cambiar el mundo y no saben freír un huevo. A mí no me engañan los que tienen unos dedos libres de callos, quemaduras y cicatrices, los que se visten con un mandil sospechosamente impoluto, los que compran vinagres de saldo y, sobre todo, los que en su cocina usan cuchillos penosos. Recelo de los que presumen de no saber cocinar, como si esa fuera un virtud. Me resultan un tanto cómicos los cocineros-de-un-solo-plato (la típica paella de domingo, por citar un clásico) y los que se reivindican como pinches (sin habilidades de ninguna clase) para ocupar algún espacio en este delicado proceso de transformación.
“La cocina –sea de la clase que sea, la cotidiana o la extrema- nos sitúa en un lugar muy especial del mundo, ya que nos coloca entre el mundo natural por un lado y el mundo social por otro. El cocinero permanece firme entre la naturaleza y la cultura, dirigiendo un proceso de traducción y negociación. Tanto la naturaleza como la cultura se transforman mediante el trabajo, y descubrí que el encargado de realizar ese proceso es el cocinero” (Cocina. Una historia natural de la transformación, Michael Pollan).
Hablar cuesta muy poco y ni siquiera es necesario ser consecuente: somos de una forma y nos explicamos de otra, vivimos de una manera y hablamos de una vida inexistente, defendemos lo que sólo existe en un discurso bienintencionado y dibujamos en el imaginario de los otros un paraíso que nos es ajeno. La cocina doméstica exige, creo, algo más de compromiso, de coherencia, de generosidad. Nadie cocinó nunca para su enemigo, pero tampoco fue capaz de engañar a sus amigos haciéndose pasar por cocinero.
Esta es la mejor manera que conozco de estar con las mujeres y los hombres de la agricultura, la ganadería y la pesca. Es el mejor manifiesto posible: el que se escribe, en silencio, todos los días, en la cocina familiar.
Da igual a dónde vaya o en dónde me soltéis, tarde o temprano terminaré cocinando… con lo que haya a mano. De izquierda a derecha y de arriba a abajo: cocinando en mitad de la nada (Shaw River, Western Australia), con un fogón de campaña y en compañía de Juan Manuel García, durante la expedición Australia-Tasmania de 2009; cocinando en mi refugio gaditano un verano cualquiera; cocinando en el velero de la expedición a la isla de Cabrera de 2016; cocinando en Los Linares (Villaviciosa de Córdoba) un mediodía de invierno cualquiera.
PD: El movimiento se demuestra… cocinando, por eso en estos días de fiesta confinada he multiplicado mi aprecio por los alimentos de proximidad. En mi encimera azul no han faltado las gambas blancas de la lonja de Isla Cristina (Huelva), la concha fina de la Caleta de Vélez (Málaga), el cordero lechal de Felipe Molina (Las Albaidas, Córdoba), el cerdo ibérico del Valle de los Pedroches (Córdoba), los garbanzos lechosos de las tierras de bujeo gaditanas y de Escacena (Huelva), las verduras de nuestro huerto y de los mayetos de Rota-Chipiona-Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), los calamares de potera de la lonja de Sanlúcar de Barrameda, los níscalos de Sierra Morena (Villaviciosa de Córdoba), los vinagres del Condado (Huelva), Jerez y Montilla-Moriles, el AOVE de Jaén, Córdoba y Granada, la sal marina sin refinar del Algarve portugués y de la Bahía de Cádiz, el jamón y la caña de lomo de pata negra extremeña, los generosos de Contubernio (Jerez, Sanlúcar y Montilla-Moriles) y de Nevado (Villaviciosa de Córdoba), el fino de Cruz Vieja (Jerez) y los amontillados VORS de Lustau (Jerez), el palo cortado de Elías y la manzanilla Gabriela (Sanlúcar), los tintos de Forlong (El Puerto de Santa María), Entredicho (Sierra de Segura, Jaén), Lagar de la Salud (Montilla) y Cortijo Los Aguilares (Ronda, Málaga), el ron pálido Montero (Motril, Granada), los quesos y chacinas de El Bucarito (Rota), la almendras de La Almendrehesa (Chirivel, Almería), los mangos y aguacates de la costa tropical granadina, las naranjas de Palma del Río (Córdoba), los dulces de Aromas de Medina (Medina Sidonia, Cádiz) y de Estepa (Sevilla). Ah, y los pascueros que nos adornan son de savia almeriense, ojo.
Mi encimera azul es el soporte de horas y horas de cocina, y el lienzo donde los alimentos muestran su belleza oculta. Los cefalópodos, que llegaron de Cádiz, pintaba den así de hermosos (Foto: José María Montero).
Menuda despensa, menuda cocina… y seguro que me olvido de alguna delicatessen sureña.
BOLA EXTRA
El movimiento se demuestra… cocinando. No sería bonito soltar este rollo sin añadir una de las recetas en las que me he enredado esta Navidad: chuletillas de cordero rebozadas. Le prometí a Felipe Molina que contaría cómo había cocinado su estratosférico cordero lechal y por eso ofrecí los detalles en mi Facebook. No es algo que me llame la atención, porque sucede con frecuencia, pero conviene apuntar que al compartir esta receta algunas amigas, como Blanca y Ana, recordaron de inmediato a sus madres, la cocina de sus madres se encendió en la memoria y volvió a despertarse el aprecio, emocional, por un plato casero, sencillo y sabroso. Es el maravilloso poder de evocación de la cocina.
Las chuletillas de cordero lechal que le compré esta Navidad a Felipe Molina pertenecen al reducido grupo de los alimentos, de proximidad, estratosféricos. Si queréis descubrir o reconciliaros con el cordero probad estas chuletillas que vienen de animales criados con mimo, en extensivo, en armonía con la naturaleza. Aquí las tenéis en su tránsito hacia el rebozado aromático (Foto: José María Montero).
Es cierto que arriesgué bastante porque se necesita algo de atrevimiento para salir de la zona de confort a la que invitan unas chuletillas de cordero lechal de esa calidad, pero… ¿quién dijo miedo? En mi descargo diré que la receta está inspirada en una elaboración tradicional italiana, como me confirmó mi sobrino Thomas, es decir, que no estaba innovando a lo loco sino versionando con respeto.
La receta comienza comprándole este delicioso cordero cordobés, de raza Merina y criado con mucha delicadeza en extensivo, a Felipe Molina. Una vez en casa, se sacan las chuletillas del frigorífico para que se atemperen. Las secamos bien con papel de cocina y las salpimentamos ligeramente para luego espolvorearlas con una poca (muy poca) harina. Distribuimos la harina con los dedos para que cubra la carne y dejamos reposar unos 10 minutos. Ponemos el horno a 180 grados y, mientras, en un robot de cocina, o con una simple batidora, preparamos una mezcla de pan rallado de buena calidad, un pellizco de tomillo, romero y orégano, un ajo pequeño, una pizca de nuez moscada y un trozo, también pequeño (50 gramos está bien), de buen queso parmesano. Engrasamos la bandeja del horno con AOVE, pasamos las chuletas por huevo batido, las rebozamos en la mezcla que hemos molido, les ponemos un chorrito de aceite por encima y… al horno. Quince minutos por cada lado, que queden crujientes por fuera, doraditas, pero bien jugosas por dentro. Fueron el aperitivo, con sus patatas (agrias) fritas, de la comida de Nochebuena y… volaron.
Fue Carlos quien nos llevó hasta este reflejo pirenaico. El 10 de agosto, entre confinamiento y confinamiento, el río Ara se puso de mi parte y me regaló esta imagen, mitad terrenal, mitad celestial (Foto: José María Montero).
Me detuve en la orilla para ver cómo el haya seca seguía viviendo en el reflejo húmedo del Ara, donde, ajenos a la tormenta, brotaban verdes y azules.
Nos encontraremos en los bosques, en el mar, en las montañas, en los ríos… no importa si la tormenta arrecia, nosotros también somos Naturaleza.
PD: Os deseo lo mejor (de lo mejor). Que sigáis sorteando la tormenta, que disfrutéis de calma, salud y compañía, y que nos volvamos a encontrar aquí o allí.
Periodista científico y ambiental, todoterreno y multimedia. Dirijo "Tierra y Mar" y "Espacio Protegido" en la televisión pública andaluza (Canal Sur Televisión). Cuando no escribo... cocino (y viceversa).