
“Tengo amigos que son vegetarianos porque sencillamente (e inexplicablemente) no les gusta la carne ni el pescado, ni tan siquiera un humilde trozo de queso blanco o un rústico huevo de gallina campera. También los tengo que se entregaron a las verduras por una cuestión de salud (real o imaginaria). E incluso, y estos son a los que mejor entiendo, los hay que no comen ninguna clase de animales porque no pueden soportar alimentarse merced al sufrimiento de otros seres vivos”.
Así comienza un artículo (¿Existen los alimentos inocentes?) que escribí hace algunos años y que puede consultarse en este blog. Un texto dedicado a esas contradicciones que habitan en la cocina y que tienen que ver con el aprovechamiento de un sinfín de animales y vegetales. No seré yo quien establezca los límites del bien y el mal, ni tampoco me convertiré en juez capaz de distinguir a culpables o inocentes. El debate es complejo, repleto de aristas y trampas, y sometido, como pocos, a las tentaciones de la carne (y el pescado). Me limitaré, como siempre, a considerar que en la cocina, como en otros muchos territorios, hay que aplicar la moderación, la proximidad y el respeto, hasta donde sea posible, evitando el derroche absurdo o la depredación suicida.
Dentro de este espinoso territorio, un documental (“Lo que el pulpo me enseñó”, 2020) ha disparado la sensibilidad hacia estos animales, provocando que muchas personas, que muchos amigos, hayan retirado de su dieta cualquier plato en el que esté presente este molusco. Les espanta, y lo entiendo, que la inteligencia y la sensibilidad de este animal se consuman en una olla, aunque seguramente estas dos virtudes no difieren mucho de las que podemos encontrar en una gallina o un cordero (no de los que viven prisioneros en alguna nave industrial, sino de los que, como el pulpo, habitan en la libertad de una granja o una dehesa bien conservada).
Quiero decir con este prólogo que entiendo, y respeto, a los que retiran de sus cocinas determinados alimentos (yo mismo me aplico ciertas autocensuras innegociables, aunque dolorosas, de las que quizá hable otro día), pero que, aún así, yo sigo cocinando animales y vegetales con la mayor sensatez de la que soy capaz. Sé que todavía estoy lejos de practicar una cocina absolutamente respetuosa con el medio natural, pero cada vez sumo más decisiones que reduzcan esa contradicción al mínimo indispensable para no perder la alegría (eliminarlas, tanto la contradicción como la alegría, sería inhumano).
Hoy la contradicción y la alegría pasan por una caldereta de pulpo blanco, langostinos y almejas, inspirada en un guiso de choco con papas que me comí hace unos días en un rincón del barrio de La Viña (Cádiz) con dos copas de amontillado en rama. Esta es mi versión de aquel guiso carnavalero que se me quedó, travieso, en el paladar.
– Dos kilos de pulpo blanco (también llamado pulpo cabezón).
– Una docena de langostinos o de gambones.
– Una redecilla de almejas japónicas
– 3 patatas agrias grandes
– 2 cebollas
– 1 pimiento verde y uno rojo
– 2 tomates maduros, pelados y rallados.
– 4 dientes de ajo
– 1 guindilla
– Comino en grano y molido
– Azafrán en hebra
– Pimentón dulce y picante
– Brandy de Jerez. Manzanilla o vino fino
– Perejil, laurel
Todo comienza en la pescadería, donde pediremos que nos limpien los pulpos y separen la cabeza de las patas. Ponemos una olla, con abundante agua, a hervir, sin sal. Mientras, cortamos las cabezas, en trozos de bocado, y si las patas son grandes las separamos en varios trozos (respetamos la longitud, pero las separamos en grupos de tres o cuatro patas). Ponemos el pulpo en el agua hirviendo unos 40 minutos (ajustamos viendo cuándo está blando).
Pelamos los langostinos o los gambones, y las cabezas las ponemos en una sartén con un poco de AOVE a fuego medio-alto. Salteamos las cabezas, las presionamos para que suelten su jugo, añadimos un buen chorreón de brandy de Jerez (o, en su defecto, manzanilla o fino), dejamos que se evapore el alcohol y añadimos un vaso de agua. Cortamos el fuego después de 10 minutos hirviendo suave. Colamos y reservamos ese caldo de marisco.
Mientras hierve el pulpo, en una olla amplia y de poca altura ponemos un chorreón abundante de AOVE y, a fuego medio, doramos los ajos picados y la guindilla; añadimos la cebolla picada, los pimientos picados, una hoja de laurel y algo de sal. Pochamos hasta que todo esté caramelizado. Espolvoreamos con media cucharadita de pimentón dulce (y una pizca de picante), una cucharadita de comino en grano y otra de comino molido, y algunas hebras de azafrán (pasadas previamente por el calor de una sartén en seco, para que se expresen). Mareamos bien. Añadimos los tomates pelados y rallados, cocinamos otros diez minutos, añadimos una copa de manzanilla o fino, subimos algo el fuego y dejamos que se evapore el alcohol. Mantenemos el fuego medio y añadimos las patatas cortadas (chafadas), mareamos con el sofrito unos minutos para que cojan sabor. Cubrimos con una mezcla del caldo de marisco y del agua donde ha cocido el pulpo (no mucho líquido, el suficiente para que las patatas queden cubiertas). Corregimos de sal. Mantenemos un hervor suave.
El pulpo, ya cocido y colado, lo salteamos en una sartén con AOVE bien caliente, hasta que se tueste un poco. Lo añadimos al guiso. Cuando las patatas estén ya tiernas añadimos los langostinos pelados (troceados si son grandes) y las almejas (bien lavadas). Tapamos la olla y dejamos que el vapor abra las almejas (cinco minutos). Destapamos y dejamos cocer otros cinco minutos. Si el guiso ha perdido mucho líquido podemos añadir un poco más de esa mezcla de caldo de marisco y agua de pulpo. Revisamos la sal y ponemos algo de pimienta negra molida.
Le picamos perejil al guiso y lo servimos bien caliente.

Y en la copa que no haya otra cosa que un buen generoso a su temperatura (ni tibio ni helado): una manzanilla en rama de Sanlúcar de Barrameda, un fino rústico de la Sierra de Montilla, un amontillado de El Puerto de Santa María o un palo cortado de Jerez. También se aceptan rarezas como el Gallipato de Delgado Zuleta, un blanco de PX con crianza, estática, bajo velo de flor en botas centenarias de La Goya. Una ricura, os lo aseguro, que se entendió de maravilla con este guiso.
Y si podemos cucharear mirando a la costa gaditana, mejor que mejor. Así es como se diluyen las contradicciones y se multiplica la alegría. Parece sencillo, ¿verdad?