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Archive for the ‘Uncategorized’ Category

Salvo contadas excepciones las biografías me aburren. Es un género al que sólo acudo cuando el personaje en cuestión me divierte con sus peripecias vitales, incluso las más dramáticas (como me ocurrió con Groucho Marx en Groucho y yo, y también –menudo cambio de registro- con José Manuel Caballero Bonald en La novela de la memoria). Claro que también escapo del sopor cuando se trata de alguien admirable que, aún así, no ha padecido el síndrome de la prima donna, y del que, por tanto, cabe envidiar algunas virtudes y tratar, si fuera posible, de aprender lo suficiente como para alcanzar alguna de ellas.

Aunque ciertos pasajes me han divertido, la biografía de Manu Leguineche (Manu Leguineche. El jefe de la tribu, de Víctor López, con prólogo de Javier Reverte) pertenece claramente al grupo de las memorias ejemplares. Llegados a este punto, los que me conocéis ya sabéis que advertiré, por enésima vez –perdonadme-, que me hice periodista, abandonando el florido camino de la Biología, por culpa de este vasco recriado en La Alcarria. Justo cuando leí, con 17 años, El camino más corto, cambié de rumbo. Y aquella brusca decisión, insensata sin lugar a dudas, se convirtió en una de las decisiones más sensatas de toda mi vida. Quizá sólo erré, pasados los años, en una apreciación estimulante pero falsa, aunque entonces no lo sabía: creí que todos los periodistas serían como Manu Leguineche. Menudo desatino.

De los muchos testimonios que recoge Víctor López hay varios, agrupados en el capítulo “Asignatura pendiente”, que podría haber suscrito yo mismo, porque coinciden con una idea que me quema desde que empecé a seguir la estela profesional del maestro: Manu es uno de los grandes olvidados en las facultades de Periodismo de este país. “Pese a que algunos claustros persisten en su intento de salvaguardar la figura del periodista vasco, – asegura el biógrafo-, “la mayoría continúa mirando hacia otro lado. Leguineche sigue siendo una asignatura pendiente en el panorama universitario español”.  Los jóvenes que sueñan con ser periodistas leen con fascinación a Kapuscinski, Terzani o Fisk, sin saber de la existencia de Manu, el maestro más cercano. La erótica de lo foráneo sigue causando estragos bajo algunas boinas bien apretadas.

Manu Leguineche en su refugio de Brihuega (Guadalajara).

Aún más grave, si es que hay algo más grave que la desidia en el ámbito de la academia, es el olvido al que está condenado en las redacciones de los medios de comunicación. La tribu de la que presumía Manu está al borde de la extinción, si es que no la damos ya por extinguida y con pocas posibilidades de resurrección. Y no me refiero a los intrépidos reporteros que se jugaban el tipo en las guerras de medio mundo para dictar crónicas apresuradas entre disparos y lingotazos de whisky. No, de esos seguimos teniendo una nómina razonable, aunque algunos de ellos escriban hoy al dictado, lejos de los escenarios donde palpita la vida. No, no me refiero a esa tribu.

Me refiero a la de los periodistas que se deben a sus lectores, a su audiencia, y no renuncian a este compromiso, sacrosanto, en favor de su ego, de los intereses empresariales, de los enredos políticos o de una cuenta corriente saneada (la de la mayoría de los plumillas es ridícula, y eso, efectivamente, nos hace muy vulnerables).

Me refiero a la de los periodistas que escriben de lo que saben, y por eso escriben, y no de los que creen que el conocimiento se adquiere por ósmosis, colocándose delante de un ordenador o de una cámara. Los que tratan de explicarnos el mundo que nos rodea haciendo el esfuerzo, previo, de entenderlo ellos mismos. Los que admiten hasta dónde llega su conocimiento de un asunto, el que sea, y por eso tienen claro sobre qué no pueden, ni deben, informar (ni opinar siquiera). Los que no necesitan consultar de manera frenética las previsiones del día, porque tienen agenda propia y la actualidad la construyen ellos mismos.

Me  refiero a los que aún frecuentan los mentideros, y los consideran más biodiversos, y hasta más fiables, que esos gabinetes de comunicación tan profesionales, tan profesionales, que te ahorran todo el trabajo y, con el auxilio de algoritmos y algo de postureo, te ofrecen, sin necesidad de mancharte las botas de barro, el paquete completo de una realidad tan real, tan real, que ni siquiera invita a ser contrastada.

Me refiero a las buenas personas, que lo son sin dejar de ser buenos periodistas (y viceversa). Esa tribu, incómoda, que hace cómodo el ejercicio diario de una actividad áspera. Los que hacen equipo de frente, sin látigo ni púlpito, los que escuchan antes de hablar, los que aprenden de los becarios y desconfían de los diablos (por muy viejos que sean).

Me refiero a los periodistas humildes, a los sensatos, a los que no se creen depositarios de la llama sagrada. Me refiero a los periodistas que aceptan las contradicciones y las incertidumbres, a los que dudan.

“En medio del triunfo, Manu es un escéptico que duda de su propia valía; en plena guerra es un compasivo que baja la guardia para proteger a un compañero; en la mesa de los placeres es un cobarde ante un solomillo rojo y una copa de vino espeso; en el trato amistoso es un tímido que se protege de quien mejor le conoce, y en el campo del amor es un débil al que pone en fuga una mujer hermosa porque la teme tanto como la admira. Manu es un vividor, un sabio y un moralista, pues esa es su actitud respectivamente ante el yo, ante lo desconocido y ante los hombres” (Guadalajara tiene quien le escriba. Homenaje a Manu Leguineche).

A Manu lo echo de menos todos los días. Sé que no está en las universidades, pero me preocupa, sobre todo, que su ejemplo no esté presente en las redacciones.

A la tribu de Manu le quedan dos telediarios.

PD: Como es mi costumbre, he alternado la lectura de la biografía de Manu con otro libro. Sin pretenderlo, y esto es algo que me ocurre con frecuencia, se origina un rico contrapunto entre ambos títulos, algo así como un misterioso mecanismo de compensación. Si estoy leyendo una novela negra, la alterno con un ensayo sobre filosofía. Si me decido por un poemario, lo combino con una obra científica. Estas semanas Leguineche, y sus peripecias de periodista nómada y aguerrido, han convivido con la calma de Sylvain Tesson en su retiro, ascético, a orillas del lago Baikal (La vida simple). Mientras uno se internaba en los peligrosos escenarios de la guerra de los Balcanes o soportaba un duro interrogatorio en Israel, el otro dejaba pasar las horas, en calma, mirando cómo cambiaba la luz de invierno sobre los bosques de una Siberia helada y desierta.

Sylvain Tesson en su cabaña, a orillas del Baikal (Siberia).

Curiosamente, al final ambos libros han llegado al mismo punto germinal, al elogio del silencio. Quién diría que el locuaz Manu, el lector voraz, el inquieto periodista ávido de aventuras, el parrandero que reunía en su ático a la bohemia del periodismo madrileño, terminaría refugiándose en el paisaje, minimalista, de la Guadalajara más rural, en la paz de La Alcarria, entre paisanos con los que jugar al mus.

“Mi patria es esa en la que me esperan el pan y el vino. Ver pasar las nubes y escuchar a Los Panchos” (La felicidad de la tierra, Manu Leguineche).

No fue hombre de oropeles (*), aunque recibió todos los galardones a los que puede aspirar un informador, pero es que, si quedaba alguna pompa, en su último tránsito se deshizo de todos aquellos brillos y aquellos ruidos, de esa hoguera de las vanidades que a tantos achicharra. Si le invadió alguna nostalgia fue la del tiempo desaprovechado, ese que podría haber ocupado en ver pasar las nubes y escuchar a Los Panchos.

“Al pasar el tiempo te preguntas cómo pudiste dejar que pasaran en blanco los días […] Lo sabrás cuando ya hayan pasado. Te invade una sensación de pérdida” (Manu Leguineche).

(*) Su biografía en Wikipedia ocupa 5 (cinco) líneas. Invito a compararla con la de algunos colegas, intrascendentes, que han tenido la osadía de ofrecernos su perfil en la «enciclopedia de contenido libre» consumiendo párrafos y párrafos. Algo parecido a esos currículos adolescentes que uno infla sin pudor, convirtiendo la asistencia a una charla en «curso de postgrado», el chapurreo de inglés en «conocimiento avanzado» del idioma y una mención en el concurso de redacciones del colegio en «temprano galardón literario». Los impostores, como en tantas otras parcelas de la vida, también abundan en este gremio.

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Musgo sobre la tinaja de Los Linares (Villaviciosa de Córdoba, 29 de enero de 2022). Foto: José María Montero

«Amigos nada más, el resto es selva» (David Trueba)

En esta gota de rocío, que bañaba el musgo de la vieja tinaja familiar, quedaron atrapados los primeros rayos de sol de una mañana de enero en la Sierra Morena cordobesa.

Casi doce meses después, despidiendo el año, la naturaleza me sigue causando el mismo asombro que cuando era niño, al igual que celebro, como si no fuera adulto, la amistad más sencilla, la vuestra, la que no necesita de motivos ni explicaciones.

Estamos demasiado lejos de casi todo. Pocas cosas quedan lo suficientemente cerca como para reconocerlas y tocarlas y entenderlas.

Vuelvo a desearos la felicidad que ya hemos compartido, la que nos espera escondida en el nuevo calendario. La que haremos nuestra en cualquier lugar, sin motivo ni explicación.

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El viejo muro de piedra, el suelo tapizado por la vegetación espontánea, las encinas preñadas de bellotas, los cerdos ibéricos a su aire… De esta combinación, y los justos añadidos que no presta la naturaleza, solo pueden salir alimentos que nos predisponen a la felicidad. Es el regalo de nuestras dehesas mejor conservadas. (Foto: http://www.consorciodejabugo.com/#/cerdo/la-raza/es).

Primero fue un artículo (*) de Daniel Innerarity sobre ciertas confusiones en torno al placer. Después vino una reflexión compartida con mi amiga Cristina Monge, en la Aragon Climate Week, a propósito de los sacrificios, equivocados, que se vinculan a las soluciones que planteamos frente al cambio climático, reflexiones que Cristina trasladó también a un artículo (**) muy estimulante. Y finalmente, el círculo, o los tres vértices de este triángulo, lo cerró una invitación de mi amigo Toni Delgado para que, en buena compañía, mostrara los vínculos, invisibles para gran parte de los ciudadanos, que mantiene el mejor jamón ibérico (fuente indiscutible de placer) con la biodiversidad que atesoran nuestras dehesas.

De la teoría a la prática a través del olfato y el paladar. La acción climática tiene muchas aristas y algunas son tan efectivas como placenteras. O, dicho de otra manera, agarré los artículos de Daniel y Cristina y, de la mano del Consorcio de Jabugo , me fui a pasear por las dehesas de Huelva, buscando las evidencias de sus oportunas hipótesis.

Cuando hablamos de biodiversidad es inevitable que en el imaginario colectivo aparezcan escenarios como los densos bosques tropicales o los exóticos arrecifes de coral, mientras que pocos son los que sitúan esa explosión de vida en nuestras domésticas dehesas, las selvas del sur, una parte sustancial de la riqueza natural que atesora el bosque mediterráneo. Como virtud añadida, las dehesas, al igual que ocurre con las salinas, no son obra exclusiva de la naturaleza, fenómeno que resta méritos a los humanos que conviven con junglas o atolones, sino que es una sorprendente muestra de a dónde nos puede conducir la combinación de naturaleza y acción (sensata) humana. Aprovechar no siempre es sinónimo de destruir, a veces, y esto es muy frecuente en los ecosistemas mediterráneos, aprovechar es sinónimo de construir. Cuando los humanos nos damos así la mano con la naturaleza no es que sumemos, es que multiplicamos.

Esa colaboración a contracorriente explica por qué en una dehesa es imposible separar ecología, economía y cultura (desde la arquitectura rural hasta la gastronomía). O, dicho de otra manera: el desarrollo sostenible, ese tan cacareado y tan desconocido en su correcta ejecución, ya estaba inventado, pero, como suele pasar, lo cercano, lo doméstico, lo sencillo, no despierta el asombro.

Sin la acción humana la dehesa no existiría. Sin los pastores, sin la ganadería en extensivo, sin la selvicultura tradicional, este ecosistema humanizado y biodiverso no existiría. El 18 % de nuestra Red Natura, el listado que señala lo mejor de nuestro patrimonio natural, está vinculado al pastoreo en extensivo, un aprovechamiento milenario que multiplica la biodiversidad, genera riqueza y, sobre todo, ayuda a evitar la despoblación de las zonas rurales, la mayor amenaza que sufren estos territorios.

Los números son un parco reflejo de la realidad, repleta de matices intangibles y difícilmente cuantificables, pero son un indicador que nos permite imaginar el valor de estos escenarios. En un solo metro cuadrado de dehesa bien conservada pueden localizarse hasta 135 especies de flora diferentes, y en el conjunto de un ecosistema de estas características encontramos más de 60 especies de aves nidificantes, alrededor de una veintena de mamíferos y un número similar de anfibios y reptiles. Los insectos, a los que se presta menos atención, son decisivos en las dehesas, con ejemplos como el de los escarabajos coprófagos, indispensables para generar suelo fértil.

¿Qué es lo que explica esta riqueza? Pues el mismo factor que hace que una sociedad sea próspera: la heterogeneidad, la mezcla, el mestizaje. La biodiversidad se encuentra cómoda cuando en un mismo tapiz conviven zonas arboladas, matorrales y pastizales, salpicados de nichos ecológicos que ofrecen oportunidades a la vida en sus infinitas manifestaciones (muros de piedra, cultivos, charcas temporales…).

Cuando un jamón ibérico (un 959 con el que se te saltan las lágrimas) se empaqueta de esta manera, ya se está anunciando qué es lo que atesora este alimento.

Esa es la biodiversidad evidente, la que cualquiera poniendo atención, y con la compañía adecuada, puede descubrir paseando por una dehesa. Pero, ¿y la riqueza oculta? Las especies son importantes, pero, ¿y las funciones y los servicios? En la nómina de lo que una dehesa nos aporta, a todos (no sólo a su propietario), está el paisaje, el patrimonio cultural, la protección frente a inundaciones e incendios, la regulación climática al fijar dióxido de carbono, la conservación del suelo fértil, la mejora de la calidad del aire, la recarga de los acuíferos, el mantenimiento del acervo genético (razas ganaderas autóctonas, por ejemplo), el control de algunos vectores de enfermedades, la polinización, etc. etc.

Nadie paga al agricultor, al pastor, al ganadero por estos servicios de los que se beneficia, insisto, toda la sociedad. Sería justo, entiendo, repercutirlos, como valor añadido, al precio de los alimentos que produce la dehesa (con una explicación fácil, al alcance de cualquier consumidor), una fórmula sencilla para otorgarles valor y contribuir al mantenimiento de esos oficios indispensables. Y llegados a este punto, que es a donde quería llevarme mi amigo Toni, no es difícil mostrar el mejor ejemplo: los productos derivados del cerdo ibérico, con el jamón a la cabeza de este catálogo de alimentos, de proximidad, que nos procuran felicidad.

Ningún territorio, ningún ecosistema decisivo, ningún otro hábitat de los que tenemos en la Península puede contarse mejor a través del olfato y el paladar, dos sentidos muy poderosos. Los alimentos que obtenemos de esos cerdos ibéricos que se han criado en libertad, en dehesas sanas, al ritmo que marcan las estaciones, son una extensión sensorial de esos campos, en ellos está encerrada toda la biodiversidad (la evidente y la oculta), y por eso cuando los consumimos aparece la fértil combinación de razones y emociones (a las que conducen el gusto y el olfato).

Este es el mapa del tesoro, la distribución espacial de nuestras selvas del sur, los encinares (verde oscuro) y las dehesas (verde claro) que cubren buena parte de la Península Ibérica.

La cesta de la compra, nuestra cocina doméstica, el comedor donde nos sentamos cada día en familia o entre amigos, son de las herramientas más sencillas, por cotidianas, pero al mismo tiempo de las más eficaces, a la hora de frenar la degradación ambiental, la pérdida de biodiversidad, el cambio climático. Elegir alimentos de proximidad, vinculados a hábitats de gran valor ecológico y cultural, significa frenar el despoblamiento rural, consumir productos con bajísima huella hídrica y de carbono, mantener nuestros paisajes, fijar el exceso de carbono atmosférico, defender nuestra identidad cultural y, algo tremendamente importante, alimentar nuestra felicidad.

Coincido con Daniel y con Cristina, hemos confundido las soluciones: no es el sufrimiento, la ecoangustia, la única salida a esta encrucijada ambiental. Hay multitud de soluciones que parten del placer, y comer un buen jamón ibérico es una de ellas. Sólo habría que añadir un matiz nada intrascendente, el de la justicia social que es la que permite democratizar el consumo de estos alimentos. Pero incluso admitiendo ese matiz, no nos engañemos, en las sociedades opulentas gastamos mucho más, a pesar de las injusticias (o quizá como consecuencia de ellas), en elementos prescindibles que en buenos alimentos. ¿Jamón ibérico o un móvil de última generación? ¿Caña de lomo o atracón de fast food? ¿Embutidos de bellota o unas deportivas de marca? ¿Qué nos procura más placer? ¿A dónde va nuestro dinero en un caso y en otro? ¿Quién se beneficia de un modelo de consumo y del otro?

La felicidad ibérica no es tan cara como parece y, con frecuencia, es el camino más directo a la solución de algunos de nuestros problemas.

PD: De todo esto hablé una tarde de otoño, entre amigos, en Sabores del Almacenito, donde los responsables del Consorcio de Jabugo me invitaron a explicar de qué manera la biodiversidad y el mejor jamón ibérico están hermanados hasta ese punto en el que una y otro no se explican por separado en un territorio tan hermoso como el de las mejores dehesas de la Península.

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(*) “Es posible pensar de otro modo el placer y la propiedad, como gozo compartido. Lo común es un modo de apropiación que se pone como límite el abuso. Los placeres pueden aumentar cuando se comparten de manera igualitaria. Gozar en la igualdad, la satisfacción de formar parte de una sociedad justa son formas de placer que podrían ser una alternativa positiva a su reducción individualista».

(**) “Toda la concienciación del mundo servirá para poco si no se dispone de las estructuras sociales, políticas y económicas que permitan activar las medidas de transición ecológica como lo que son: una oportunidad para el disfrute y el placer».

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De vuelta a casa, en la ruralidad menospreciada del Aljarafe, sorteando a las bellísimas oportunistas. Foto: José María Montero

No es un prólogo al uso, puede que incluso resulte algo incómodo para quien espera una loa a la jardinería periférica, pero cuando desde el Ayuntamiento de Mairena del Aljarafe (Sevilla) me pidieron que escribiera la introducción a la Guía Visual de la Biodiversidad del Parque Periurbano de la Hacienda Porzuna, al que tanto cariño tengo, pensé que era una buena oportunidad para reflexionar sobre el valor del entorno natural de nuestras ciudades, elogiar la delgada (y menospreciada) línea que separa lo urbano de lo rural y, sobre todo, defender la belleza, caótica e inesperada, que aún se conserva en estos espacios aparentemente domesticados.

Este post es un fragmento de ese prólogo. La guía completa, de distribución gratuita, la podéis descargar aquí:

PRÓLOGO: EL ASOMBRO COMO GUÍA (fragmento)

En un mundo completamente descubierto, la exploración no se detiene;

simplemente, hay que reinventarla

(Fuera del mapa, Alastair Bonnett)

Durante décadas nuestras ciudades han crecido atendiendo, como único referente, a los dictados del mercado inmobiliario. De acuerdo a estos criterios, el patrimonio rural y natural que rodea a las grandes urbes no tiene valor, son terrenos rústicos, baldíos, no urbanizables. Cercados por el asfalto y el hormigón, muchos de estos territorios han acabado convirtiéndose en basureros o escombreras, incapacitados para cumplir los servicios ambientales (ocultos y gratuitos) que nos brindaban y perdiendo hasta el humilde atractivo paisajístico que un día tuvieron.

Estos cinturones de tierras rústicas se convirtieron en los grandes suministradores de suelo urbanizable, alimentando un crecimiento difuso y desordenado que en pocos años originó un deterioro en la calidad ambiental tan grave como el que se registraba en el centro de la gran ciudad, aquel territorio que parecía tan lejano y hostil cuando comenzó la colonización de las afueras. ¿Qué ventajas obtiene el ciudadano que huye de la urbe cuando finalmente termina en otro paraje consumido por el tráfico, el asfalto y el ruido? Tan obvio resulta el sinsentido que en pocos años algunos de esos municipios, los más sensibles a las demandas vecinales, redescubren el valor de la naturaleza perdida y se lanzan a salvar las escasas parcelas de paisaje, más o menos humanizado, que habían sobrevivido al tsunami del ladrillo y el progreso mal entendido. Vuelve el aprecio al campo, aquel tesoro que a casi nadie interesaba, y aparecen así los parques periurbanos, una fórmula que salvaguarda lo que nunca debió desaparecer, una figura que señala los oasis en los que reconciliarnos con nuestro origen. ¿Acaso no somos, nosotros también, naturaleza?

Lástima que, con frecuencia, este esfuerzo bienintencionado sucumba ante el empuje de la utilidad, esa tentación, tan humana, que empobrece la diversidad inesperada y caótica que nos regala la naturaleza cuando la dejamos ser y estar a su manera. Admito que no es fácil ofrecer a los ciudadanos espacios de ocio en donde se cumplan las infinitas normas que regulan la convivencia, en donde sea posible organizar el mantenimiento de los recursos naturales y, al mismo tiempo, en donde la vegetación y la fauna puedan expresarse de manera espontánea. En la búsqueda de ese equilibrio se suele sacrificar lo asilvestrado, y así el campo se convierte en jardín o en zona verde, parcelas útiles y previsibles, cómodas, que son el triste remedo de un bosque o un soto.

También es cierto que son pocos los urbanitas, aunque sean de extrarradio, que elogian una pradera salpicada de malas hierbas, unas veredas tortuosas e irregulares, los matojos que adornan las lindes, los insectos que se atrincheran en cualquier recodo, los charcos y barrizales que deja el aguacero, la espesura del matorral que nos impide avanzar,… Pero es que a mí, quizá saturado de tanta civilidad, no me gustan los jardines donde todo obedece a un plan y lo imprevisto se considera molestia, y por eso, tal vez, la virtud que más aprecio en el parque de la Hacienda Porzuna sea precisamente su rusticidad, un margen de espontaneidad suficiente como para creernos en el campo.

El asombro no necesita de ninguna erudición. Sólo hay que saber mirar y poner en esa mirada algo de sentimiento, una cierta empatía con todo lo vivo. La belleza sería, así, el único reclamo del paraíso perdido, la llamada de un mundo que nos es propio y que, sin embargo, hemos convertido en ajeno. A diferencia de lo que ocurre con alguno de los múltiples objetos, hermosos, que los humanos somos capaces de crear, la belleza que nos sorprende en el errático vuelo de un gorrión, en el rumor vegetal que el viento provoca al agitar las hojas, en el lento discurrir del sol en un crepúsculo, en las sombras que proyecta el amanecer entre los árboles o en las caprichosas formas que las nubes dibujan en su tránsito…., lo que diferencia a todas estas sorpresas es que no necesitan de explicaciones. Podemos percibir la belleza sin saber nada a cuenta de lo que estamos contemplando. Podemos prescindir de la razón, y hasta de la memoria. Sobran las palabras (nunca mejor dicho) o hacen falta muy pocas. Algo, profundo y antiguo, nos dice que ahí habita la belleza y, a veces, también, nos advierte de su enorme fragilidad.

Pero no siempre el asombro aparece de manera espontánea, y casi me atrevería a decir que la rutina de lo urbano nos incapacita para esa mirada desnuda de juicios y prejuicios con la que acercarnos a lo natural. Es entonces cuando el conocimiento puede venir en nuestra ayuda. La guía que tengo el placer de prologar es justamente eso, una cuidada invitación al asombro, si es que nunca hemos pisado el parque de la Hacienda Porzuna; las lentes que nos ayudarán a enfocar lo que aparece borroso por desconocido, una brújula precisa con las que poder internarnos en este vergel en el que, quizá, hemos paseado distraídos, encadenados a nuestros pensamientos, pero ajenos a todo lo vivo que nos rodeaba.

Con este mapa entre las manos será más sencillo nombrar la belleza y saber de qué manera se manifiesta, en qué estación del año se decide por una señal y cuáles elige para hacerse presente en otro hito del calendario. Los sonidos, y el movimiento fugaz, también tendrán su nombre: visitantes alados, huidizos reptiles o discretos insectos. El verde, los ocres, las hojas y troncos, los tallos, las flores…, ocupan, asimismo, su lugar en este inventario, el de un paraíso cercano. Y, a modo de resumen, la combinación de elementos botánicos y faunísticos se nos revelará como una fértil y compleja comunidad, en la que podemos ser discretos espectadores o incorporarnos a ella, como una pieza más de ese entramado biológico. Tiene el parque, como deberían tener todos los parques públicos, espacios reservados a la convivencia y la celebración, lugares donde, desde el respeto y el civismo, podemos sumarnos a esa fiesta a la que siempre invita el contacto con la naturaleza.

Llevo muchos años visitando el parque de la Hacienda Porzuna y os confieso que algunas de las maravillas que atesora, esas que escasean en la ciudad, no suelen mencionarse en una guía al uso, y por eso me atrevo a sugerir que una vez identificados los árboles y arbustos, los invertebrados y las aves, los accesos y los horarios, os detengáis también en la discreta contemplación de las gotas de rocío, los hormigueros, las hojas muertas o las telas de araña. Que disfrutéis de la flora oportunista (qué acertada definición) a la que acuden orugas y mariposas; del canto de las ranas anunciando la primavera o del vuelo de los murciélagos que nos rondan, sigilosos, en el ocaso. Deteneros en el desorden y en la inutilidad de la vida, miradla como la miran los niños, sin expectativas.

Lo que sabemos con certeza de este gran universo cambiante es muy limitado. No todo obedece a un plan. Casi nada es previsible. En la naturaleza la exploración no se detiene nunca, sólo hay que reinventarla. Esta es una guía viva, como el propio escenario que describe, en la que cada visitante curioso se convierte también en autor.

Un universo tan complejo como inasible se manifiesta al lado de casa, fuera de esas cuatro paredes que nos aíslan de los otros, en los tentadores paisajes, algo domesticados pero vivos, que nos regala el parque de la Hacienda Porzuna. Ahora, además, tenemos un mapa del paraíso con el que perdernos, sin renunciar al asombro, sabiendo en dónde y con quién estamos.

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ESA EDAD…

«Una vez a la semana llega una mala noticia. Una vez al mes hay un funeral. Pierdes a amigos cercanos y descubres una de las peores verdades de la vejez: que son irremplazables» (Nora Ephron, No me acuerdo de nada).

Esa edad en la que las balas pasan silbando. En la que el dolor de tus amigos se convierte en tu propio dolor. Esa edad en la que cada amanecer es un milagro, una conquista, un regalo. Esa edad en la que sabes que no serás eterno, ni lo serán las personas a las que quieres. Esa edad en la que el tiempo ya no es infinito y los días son días contados. 

Esa edad… y esta rabia.

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La mayor parte de los problemas del mundo se deben a la gente que quiere ser importante”. (T.S. Eliot)

Mi experiencia me dice que Eliot tenía razón. Yo no alcanzo a hablar en términos planetarios pero al cabo de unas cuantas décadas de bregar entre humanos la mayor parte de los problemas que, sin tener que ver con la salud o los accidentes vitales, me han producido algún que otro dolor de cabeza, notables desengaños, enfados intensos (aunque pasajeros) y, sobre todo, decepciones, esas sí, de tamaño planetario, los han provocado personas que querían ser importantes (a toda costa).

Y no me refiero a esa dosis de ego, medida y saludable, que nos permite ser y estar entre nuestros iguales. Tampoco a la demanda, ponderada, de reconocimiento, o a la necesidad, vivificante cuando no nos desborda, de resultar significativos en la vida de otros. No, no hablo de esos juegos del Yo con los que nos construimos y nos relacionamos. No me refiero a esa búsqueda ciega de certezas con la que tratamos de burlar al olvido. La certeza, ya lo conté en este mismo blog, está sobrevalorada y a veces su búsqueda nos hace pasar por encima de nuestros semejantes, cuando lo común, lo humano, es la incertidumbre y sus correspondientes contradicciones (que deberían vivirse con la humildad correspondiente). Walt Whitman hablaba de las multitudes que lo habitaban y que eran la fuente de sus contradicciones, y el Dr. Cardoso, uno de los personajes de Sostiene Pereira, defendía la existencia de una suerte de confederación de almas que, aún sometidas al Yo hegemónico, dependían de un incierto equilibrio de fuerzas que iba modulando nuestra manera de ser, a veces con inesperados quiebros que sorprendían a los que esperaban de nosotros una personalidad inmutable, firme y consecuente.

Lo más interesante de la vida es aprender. En la medida en que tenemos una actitud discipular, es decir, de receptividad y de humildad, la vida es interesante. La humildad es el punto de partida y el punto de llegada. Lo que nos impide ser humildes y receptivos son nuestros prejuicios . (Pablo d´Ors)

Los importantes no se contradicen, y si lo hacen enmascaran esas fintas como nuevas certezas aún más inquebrantables que las anteriores. Yo siempre he desconfiado de esas personas que dicen no haber cambiado nunca de opinión, las que se mantienen firmes desde hace décadas en sus planteamientos, sin una fisura, sin un matiz, sin una reconsideración. Lo que parece un signo de integridad a mi se me antoja un síntoma de fragilidad, de miedo a lo desconocido, de resistencia al cambio (que es como resistirse a vivir). Los importantes suelen ser personas temerosas, de esas en las que el escudo del ego protege (oculta) unos mimbres débiles e inestables, apenas sostenidos por los prejuicios.

Admito que todos vamos sorteando como podemos la tormenta, y ciertos juegos de ese Yo que no deja de multiplicarse para sobrevivir, esas contradicciones del que es uno y es muchos, son las que con frecuencia nos salvan del naufragio. Lo explica la psicóloga norteamericana Patricia Linville en su “modelo de autocomplejidad”, en el que, precisamente, esa confederación de almas que inventó Antonio Tabucchi es la que nos hace resistir aún en las peores circunstancias. La autocomplejidad de Linville se refiere al número de representaciones que componen el Yo, y al grado de diferenciación que mantienen. Y son precisamente las personas con una elevada autocomplejidad, aquellas que conviven con sus contradicciones sin cercenarlas ni tampoco identificarse con una sola representación, “las más resistentes a los sucesos vitales negativos, puesto que aunque una parte de su identidad quede cuestionada o debilitada por estas experiencias, siempre existirán otras partes del Yo que podrán utilizar como anclaje psicológico”.

La biodiversidad, pues, también resulta decisiva en términos psicológicos, de manera que cuando se reduce el número de perspectivas, la nómina de actores dispuestos a ser Yo en función de cómo evoluciona este teatrillo mundano, se empobrece todo, nos empobrecemos nosotros (y sufrimos) y hacemos que el mundo también se empobrezca porque buscamos ahí afuera, a golpes si es necesario, lo que sólo puede existir dentro de nosotros mismos. Sufrimos y hacemos sufrir.

“Hay auténticos expertos en echar la pelota fuera y sacudirse el muerto. En lugar de apuntar con el dedo siempre al otro, el sabio se apunta siempre a sí mismo: ¿cómo puedo ayudar en esto? Sería mejor que las flechas nos las dirigiéramos siempre a nosotros. Así haríamos diana de vez en cuando” (Pablo d´Ors).

En resumen: no seré yo quien lamente los dislates del ego como algo ajeno, porque en gran medida son los que nos mantienen vivos. Cuando me quejo, como Eliot, de la capacidad de destrucción de los importantes no me refiero a la notoriedad que todos tratamos de alimentar para ser nosotros mismos, en nuestra humana ordinariez, y ser queridos en esa simplicidad, sino a esa importancia mayúscula que algunos quieren imponer a los demás para ser reconocidos como seres extraordinarios a cuyos deseos (sean cuales sean) hay que plegarse con las correspondientes genuflexiones.

Algunos de estos importantes son fáciles de identificar por las graves consecuencias que acarrea su ego desbocado. Ahí tenemos a Putin como en su día tuvimos a Hitler. Pero ellos son sólo la punta del iceberg, los más peligrosos, los más visibles, de una extensa comunidad de importantes con los que tenemos que lidiar a diario y que en la mayoría de los casos (afortunadamente) no recurren a la violencia para pavonearse, aunque se toman su tiempo, sin escatimar en alambicados recursos, para hacernos la vida un poco más incómoda, un poco más oscura, un poco más inhumana. A esos importantes me refiero, a los que nos reclaman, desde la proximidad de lo cotidiano, que los adoremos sin rechistar puesto que son, insisto, seres extraordinarios, como también lo son sus obras. Los más inofensivos, también hay que decirlo, aunque sean de entre todos los importantes los más ridículos, son aquellos que no necesitarían recordarnos a diario lo necesarios que son en un mundo grisáceo, porque en verdad ponen algo de luz en la oscuridad, y aún así, desde ese algo que ya son quieren ser el todo, poseídos por el síndrome que Miguel Delibes llama “el del sapo gordo”, ese batracio que se infla tanto para cantar que termina ocupando toda la charca, desplazando a cualquier bicho viviente en el rico concierto nocturno. Cuando en Sevilla se celebraban los fastos de la Expo92 circulaba el chascarrillo que aseguraba que al entrar en un photomaton y depositar las monedas la máquina preguntaba: “¿Quiere las fotos solo o con Rojas Marcos?” Efectivamente, Alejandro Rojas Marcos era el alcalde de la ciudad en aquel fastuoso periodo, y posiblemente estaba poseído, como tantos otros políticos, por este síndrome que hoy sigue adornando a muchos importantes.

También cabe señalar, con algo de compasión, a los importantes que cultivan la estupidez (tal y como la definió el economista Carlo María Cipolla), es decir, individuos que en su avidez de notoriedad mayúscula no dudan en “ocasionar pérdidas a otra persona, o a un grupo, sin que ellos ganen nada o incluso salgan perdiendo”. Es una sencilla regla de coste y beneficio, en la que “el indefenso sale perdiendo mientras los otros ganan, el inteligente sale ganando al mismo tiempo que los otros también ganan, el bandido se beneficia en la medida en la que los demás pierden, pero el estúpido es el único que consigue que todos, incluido él mismo, pierdan”. De estos importantes también he sufrido a unos cuantos y sin duda, insisto, mueven más a la compasión que al enfado.

De toda esta fauna habla David Trueba en “Queridos niños” cuando hace un retrato, tan ácido como fiel, de nuestra clase política y mediática, de nuestra sociedad sometida al capricho de los importantes. Si esta hubiera sido mi única lectura en las pasadas (y pequeñas) vacaciones, y aún admitiendo que la novela contiene elevadas dosis del mejor humor, hubiera perdido toda esperanza en la supervivencia de nuestra especie, consumida por los importantes y sus delirios de grandeza. Pero, como lector caótico que soy, he vuelto a leer a dos bandos, a mezclar dos libros dispares como el que combina veneno y antídoto. Cuando la realidad de Trueba se me hacía muy cruda escapaba a los cálidos brazos de Pablo d´Ors y su “Biografía de la luz”, un potente ensayo que nos desvela toda la provocación existencial que se esconde en el evangelio; sí, he escrito bien, en el evangelio cristiano. Así, he pasado la Semana Santa entre lo mundano y lo espiritual, entre el barro y la gloria, entre la soberbia y la humildad. Y, por supuesto y sobre todo, entre amigos, que sí que me son (muy) importantes aunque ellos jamás presumirían de algo así.

“Amigos nada más, el resto es selva. Caí en la cuenta de que la gente más valiosa en mi vida es la que me ha empujado a fabricar unos ideales, puede que ficticios, pero tan hermosos que da gusto jugar a que existen, apostar por ellos“ (David Trueba).

Nota al pie: La cita de Eliot la recordé hace poco en la Alhambra, cuando de la mano de Blanca Espigares recorrimos la ciudad palatina descubriendo cómo algunas de las frases que, en árabe, adornan las estancias son precisamente un elogio de la humildad, quizá porque los líderes espirituales de entonces querían conjurar así la indisimulada soberbia que se manifestaba en la decoración de estos palacios.

La distancia, en el espacio (Ucrania) o en el tiempo (Edad Media), nos coloca en una posición muy cómoda a la hora de lamentar la vanidad de los otros, y sus nefastas consecuencias, pero es que no solo hay que dolerse del orgullo criminal de Putin cuando en cualquier comunidad (laboral, vecinal, familiar, profesional) tenemos a zares (y zarinas) de bolsillo dispuestos a aniquilar a quien les lleve la contraria, a quien discuta su importancia o la menosprecie, a quien proyecte una diminuta sombra sobre su rutilante figura; es que raro es el día que no tienes que esquivar un codazo, una zancadilla, un mal gesto o una palabra subida de tono. Es que la guerra habita entre nosotros, es que el germen de la soberbia se esconde en lo cotidiano, esperando el momento de germinar. Pero, eso sí, sólo crece si lo alimentamos. El silencio es, en este caso como en tantos otros, el mejor tratamiento, el más económico y el más sencillo (bueno, para callar se requiere una cierta habilidad, pero no mucha…).

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Que te arrastre un viento huracanado, micrófono en mano, no te convierte en meteorólogo ni hace de ti un experto en cambio climático. No, el periodismo (especializado) no funciona por ósmosis.

A lo largo de mi vida laboral he tenido el privilegio de aprender junto a algunas excelentes profesionales, periodistas que han modelado mi manera de entender este oficio. Desde Carmen Yanes, mi primera jefa (una teresiana comprometida y seria) en el extinto Nueva Andalucía, hasta Sol Fuertes y Soledad Gallego-Díaz, cuando ambas me ofrecieron escribir una página semanal de medio ambiente en la edición andaluza de El País (1992-2007).

De esta última recuerdo una conversación que terminó por convertirse en uno de mis mantras, un consejo que, al cabo de los años, y en lo que se refiere al periodismo especializado, ha ido creciendo en su acierto. Me lamentaba yo un día en su despacho al comprobar que un diario de la competencia se me había adelantado en la publicación de un tema que yo andaba preparando para mi «Crónica en verde» (el clásico síndrome de la «exclusiva» pisoteada). Soledad fue rotunda:

Nunca debes preocuparte porque alguien se adelante. Preocúpate de que tu reportaje sea mejor. Si necesitas más tiempo, tómatelo, y demuestra que la calidad de tu trabajo ha merecido la espera.

Cuánta razón tenía. ¿De qué sirve correr cuando lo que nos piden nuestros lectores, nuestra audiencia, es entender? Lo triste es que, casi tres décadas después, todavía hay quien en este oficio cree que lo importante es ser el primero aunque la precipitación nos impida interpretar con acierto cuestiones complejas: el espectáculo por encima de la información, las prisas como un supuesto valor añadido (aunque nos conduzcan al descrédito). Y no me refiero a dejar que la actualidad deje de serlo y que lleguemos tarde, cuando ya no se nos requiere como periodistas, me refiero a aplicar cierta calma, la imprescindible para hacer bien nuestro trabajo. Y para que esa calma tenga su justa medida, y no se eternice (que tampoco se trata de eso), lo que se necesita es formación, capacidad de análisis, estudio, manejo rápido y certero de las fuentes apropiadas, uso preciso del lenguaje, cultura, contención, y, sobre todo, conocimiento del tema que vamos a abordar.

Uno de los argumentos más perversos que se ha ido imponiendo en el oficio periodístico es aquel que sostiene que uno sabe de algo al estar en el sitio donde ese algo se está produciendo (el mítico «conocimiento por ósmosis»). Es decir, si a uno lo envían a pie de incendio forestal, de volcán en erupción, de huracán, de pandemia o de vertido tóxico, automáticamente se convierte en un experto en incendios, volcanes, fenómenos meteorológicos extremos, pandemias o vertidos contaminantes, cuando el proceso debería ser justamente al contrario: uno sabe de incendios, volcanes, meteorología, pandemias o vertidos, y es por eso que lo envían a pie de suceso. Esto no pasa ni en política, ni en deportes, ni en economía, o pasa poco, pero en ciencia, y en medios generalistas, es el pan nuestro de cada día. Por eso tenemos especialistas en cualquier asunto que requiera conocimientos científicos, porque adquieren esa condición sencillamente, y de manera milagrosa, al recibir el encargo de hablar/escribir del asunto (y no digamos si te nombran enviado especial, circunstancia que de inmediato te catapulta al doctorado, sin tesis ni nada,  en la disciplina correspondiente).

Creemos estar informados, dice Rosa María Calaf, cuando en realidad estamos entretenidos. Y no, la misión de los periodistas no es entretener, es informar. La función debe estar por encima de la forma. Stephen Few, uno de los pioneros en reflexionar sobre los principios de eso que ahora llamamos visualización de datos, lo explica de manera muy clara refiriéndose al periodismo escrito, aunque puede aplicarse a cualquier medio: «…muchos profesionales toman los datos y se dedican simplemente a buscar una forma divertida y original de mostrarlos, en vez de entender que el periodismo consiste -una vez reunidas las informaciones- en facilitar la vida de los lectores, no en entretenerlos. El trabajo del diseñador de información no es encontrar el gráfico más novedoso, sino el más efectivo…».

Claro que es más fácil envolver en papel de celofán la nada: gesticular con aplomo, tener el nudo de la corbata bien hecho, lucir un maquillaje apropiado, sonreir (mucho), bromear (mucho), hablar alto y de forma atropellada… Y así se nota menos que, en realidad, no tenemos mucha idea de lo que estamos hablando, o tenemos una idea demasiado superficial y, por tanto, inapropiada para un (verdadero) periodista.

Una de las mayores pérdidas que ha sufrido este oficio es la desaparición de las maestras, de los maestros, cada vez más escasos, cada vez más arrinconados, devorados por esas mismas prisas, por esos fuegos de artificio que algunos tratan de defender como la quintaesencia del periodismo. Los jóvenes periodistas necesitan dónde mirarse, para no perderse y, extraviados, caer en la trampa del «aprendizaje por ósmosis», que no digo yo que no funcione para otras virtudes que tienen que ver más con el espíritu que con el intelecto (la bondad, la templanza, la empatía…) pero que en lo que se refiere al conocimiento no merece más consideración que algún programa de Iker Jiménez.

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A veces, como un reto, compro lo que menos me gusta. Cocinar lo que se que es bueno pero que está un poco lejos de mi paladar (tampoco demasiado, porque en asuntos de comer no soy tiquismiquis). Es un estímulo para la imaginación y una excusa para enredar en la cocina, rebuscar recetas y no repetirme.

Ejemplo práctico de este mismo fin de semana: cómo domar unas caballas estornino. En la extensa familia de los escómbridos la humilde caballa es, quizá, el pez que menos se me apetece, y mira que es hermosa, con esa piel atigrada y esa línea hidrodinámica, pero es que el sabor, demasiado intenso, se me resiste. Las volví a ver en el mercado, bien lustrosas, recién llegadas del puerto de Adra (Almería), y las compré decidido a buscar la manera de domesticarlas, de atemperarles el gusto.

Hay infinitas recetas donde la caballa y los cítricos se encuentran, así es que leyendo unas y otras versioné la mía propia. Ahí va:

Cinco melvas muy frescas.
Cáscara de cítricos (naranja, limón, lima, pomelo, mandarina… lo que tengamos a mano).
Una manzana verde.
Vinagre de manzana.
Un par de chalotas.
AOVE, sal gruesa y azúcar.

Limpiamos las melvas y, a cuchillo, separamos los lomos. Quitamos las espinas (qué buena compra la de unas pinzas para esta faena) pero dejamos la piel. Cubrimos los lomos con una mezcla de sal gorda y azúcar, tapamos con film y dejamos que se marinen en el frigorífico unas cuantas horas (al menos dos).

Nos servimos una copa de manzanilla.

Comenzamos a preparar las cáscaras de los cítricos, eliminando el albedo (la parte interior blanca). Ponemos agua a hervir y añadimos las cáscaras para que cuezan medio minuto. Las retiramos y las picamos, a cuchillo. Pochamos en AOVE, y a fuego medio, un par de chalotas fileteadas, añadimos las cáscaras picadas y un vaso pequeño de vinagre de manzana. Dejamos hervir a fuego lento cinco minutos. Añadimos una manzana verde pelada y picada. Salamos, retiramos del fuego y dejamos reposar el escabeche una media hora. Colamos, apretando con una cuchara para que el elixir cítrico se libere, y reservamos en una salsera.

Limpiamos bien los lomos, para retirar la sal y el azúcar, o los lavamos (y secamos). Tostamos con un soplete o marcamos en la plancha. Los pintamos con el escabeche y listo: caballas domadas y afrutadas.

Nos servimos otra copa de manzanilla. 

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A veces pienso que nuestra forma de entender el periodismo, que nuestra manera de plantear un informativo en televisión, son propias de un modelo profesional demodé, algo así como un curioso anacronismo que sólo es tolerable en una televisión pública.

En «Tierra y Mar» & «Espacio Protegido» (Canal Sur Televisión) no hiperventilamos, no gritamos agarrados a un micro, ni locutamos de forma atropellada; no tenemos drones, ni cámaras de última generación y apenas disponemos de grafismo molón (la realidad virtual ni está ni se le espera); dejamos que nuestros protagonistas hablen, no alimentamos el morbo, ni la polémica estéril, y tampoco nos ponemos falsamente intrépidos; no forzamos la realidad hasta inventarnos una propia, no endulzamos lo amargo ni hacemos de la anécdota una catástrofe o un milagro.

A veces nos adelantamos a la actualidad pero otras muchas esperamos a que la actualidad pase de largo, sin atropellarnos, para poder interpretarla con calma y algo de distancia. No nos gusta correr, porque las prisas nos impiden entender (para explicarnos). Empleamos mucho tiempo en estudiar (mucho más de lo que nos ocupó esta tarea en la Universidad) porque aún no hemos sido capaces de adquirir conocimientos por ósmosis, y también hacemos muchos kilómetros (para hablar del campo hay que estar en el campo) aunque muchos menos de los deberíamos. Nuestra tierra nos aporta unas señas de identidad muy poderosas, pero entre ellas no se encuentra la soberbia ni el espejismo de creernos únicos, ni tampoco la obligación de ser ocurrentes. En lo sencillo, en lo cotidiano, en lo próximo, encontramos historias extraordinarias (contadas por personas, no por personajes).

A muchos de nosotros la edad nos obliga a usar las gafas de cerca para escribir, pero cuando le damos vueltas a lo que queremos contar nos ponemos, también por edad, las gafas de lejos. Lo inmediato es tentador, pero es más valioso contar lo que vendrá, lo que apenas se dibuja en el horizonte. Tratamos de que lo urgente no nos distraiga de lo importante (aunque algunos digan que en televisión lo primero es trascendente y lo segundo irrelevante).

No nos obsesionan los datos de audiencia, pero la audiencia nos acompaña de manera más que generosa. No pontificamos sobre los nuevos soportes, los nuevos targets o las nuevas narrativas, pero gozamos de una excelente salud en RRSS (ya nos acercamos a las 25 millones de visualizaciones en YouTube).

A lo mejor este modelo de televisión (pública) no está tan pasado de moda. A lo mejor el espectáculo es una cosa y la información otra (y, para colmo, hay espectadores que saben distinguirlos). A lo mejor en lo clásico se esconde la vanguardia, y en el reposo la verdadera agilidad. A lo mejor lo global no se entiende sin recurrir al periodismo de proximidad, ni lo difuso es posible aclararlo sin esforzarse en un periodismo de precisión.

A lo mejor esto es periodismo, sin más (ni menos). 

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La de cosas que está iluminando este virus. La de personalidades, bien trajeadas, que quedan al desnudo cuando aparece una emergencia. La de discursos romos que retratan a los que, en tiempos de bonanza, se nos presentaban como chispeantes interlocutores. Con qué facilidad, cuando nos alcanza la tormenta, se quiebra la falsa empatía y aparece el sálvese-quien-pueda.

Esta pandemia ha multiplicado algunas perturbaciones sociales hasta convertirlas en insana costumbre, uno de esos hábitos casposos que, sin apenas oposición, se extienden a mayor velocidad que los patógenos. Por ejemplo, hemos descubierto con asombro que el país cuenta con cientos de miles de epidemiólogos aficionados, guardias civiles voluntarios y economistas de fin de semana, a los que tenemos que padecer en sus delirantes juicios, incómodas denuncias y absurdas recetas.

Hay en esta caterva de borregos un grupo que me resulta particularmente incómodo y dañino, un rebaño que lleva con nosotros toda la vida pero que en momentos de zozobra se viene arriba y nos da la turra hasta límites insoportables. Son esos profetas del apocalipsis que culpan de todos los males a los «jóvenes», así, en sentido genérico. Resulta paradójico verles hablar del futuro de sus hijos y de sus nietos, a boca llena, y, al mismo tiempo, atizarles a los «jóvenes» por su manifiesta irresponsabilidad, esa que, a su espantado juicio, nos conduce al precipicio.

Recibo vídeos de señoras repintadas, así como muy modernas, que cargan contra los jóvenes por salir a la calle cual «descerebrados» poniendo en peligro a toda la sociedad (al universo en su conjunto, diría yo). Leo parrafadas en Facebook de otoñales gurús, progres de toda la vida, que señalan a los jóvenes, «maleducados» en su conjunto, como únicos responsables de la suciedad que se desparrama por nuestras calles y parques, de la indiferencia frente al cambio climático y del derroche energético.  Acumulo tuits de ingeniosos internautas que reclaman el internamiento (¿Guantánamo?) de los «jóvenes», sin rechistar, para evitar la cuarta, la quinta o la sexta ola pandémica.

No es cuestión de DNI, aquí nada tiene que ver la partida de nacimiento, sino de discurso. Quien así se expresa se ha hecho viejo de golpe, carcamal sin remedio. No sabría decir hasta dónde se extiende la juventud pero no hay duda de que en estos casos se ha extinguido para no volver.
Y digo que desconozco los límites de la mocedad porque he tenido el privilegio de tratar a jóvenes sexagenarios, septuagenarios, octogenarios y nonagenarios como María Novo, Satish Kumar, José Manuel Caballero Bonald o Clara Janés, a los que, jamás, he oído hablar de los «jóvenes» como una excrecencia social, como una perturbación, como alienígenas de imprevisible y peligroso comportamiento. Al contrario, han celebrado, celebran, el fértil estímulo que brindan los pocos años, el atrevimiento de la adolescencia, la frescura de los que, como resueltos exploradores, se internan por territorios desconocidos, la compañía de los que aún tienen pocos miedos y casi ninguna posesión, la creatividad de los que se saltan las reglas. Son jóvenes que hablan de los jóvenes, entre iguales, sin juicios, sin condenas, sin ni siquiera dar lecciones (o haciéndolo con la humildad de quien no está seguro a pesar de la experiencia).

Nuestras ciudades (hostiles) no las han diseñado los jóvenes. El cambio climático no ha venido de la mano de los jóvenes. Las desigualdades, las guerras, las hambrunas… no son obra de los jóvenes. Ellos son las víctimas y, aún así, los victimarios se quejan de lo irresponsables que son los «jóvenes».

El parrandeo sin mascarilla ni distancia se hace muy visible en la calle (el territorio natural de los jóvenes), y absolutamente discreto en los jardines de las unifamiliares (en donde se refugian los más talluditos). La diversión a puerta cerrada, el aislamiento y la moderación son cosas de adultos (con haberes). ¿Qué porcentaje de jóvenes incumplen las medidas de seguridad? ¿Alguien lo sabe? ¿Por qué se carga de manera tan desproporcionada contra los jóvenes?

Mis redes sociales están repletas de viejunos a los que se les ha averiado la empatía (o nunca llegó a funcionarles). Desprecian, a pesar de su aparente erudición, el coste colectivo que tendrá la ausencia de vida universitaria presencial, la limitación en los viajes o en las actividades culturales, las relaciones afectivas cercenadas, el miedo a un futuro más incierto que nunca. A estos carcas sólo les interesa de los «jóvenes» ser el argumento bienintencionado de sus minúsculas acciones («lo hago pensando en el futuro de los más jóvenes») o los destinatarios de su cabreo existencial («con jóvenes así no vamos a ninguna parte»).

En una cosa tienen razón: hay jóvenes que no respetan nada. Menos mal: esta es la única esperanza posible.

Nota al pie: No quiero imaginar cómo eran estos carcas cuando tenían 16, 18, 20 años… si es que alguna vez los tuvieron.

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