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Archive for the ‘Viajes’ Category

Fue Carlos quien nos llevó hasta este reflejo pirenaico. El 10 de agosto, entre confinamiento y confinamiento, el río Ara se puso de mi parte y me regaló esta imagen, mitad terrenal, mitad celestial (Foto: José María Montero).

Me detuve en la orilla para ver cómo el haya seca seguía viviendo en el reflejo húmedo del Ara, donde, ajenos a la tormenta, brotaban verdes y azules.

Nos encontraremos en los bosques, en el mar, en las montañas, en los ríos… no importa si la tormenta arrecia, nosotros también somos Naturaleza.

PD: Os deseo lo mejor (de lo mejor). Que sigáis sorteando la tormenta, que disfrutéis de calma, salud y compañía, y que nos volvamos a encontrar aquí o allí.

Esto… también pasará.

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Esta es la (pequeña) pluma de arrendajo con la que he fijado en mi cuaderno de verano la amistad de Carlos y la cita de Wilson, tomada de su Génesis. (Foto: José María Montero)

Siempre he sido un lector despistado, algo caótico e inconstante. Como estudié el bachillerato de Ciencias me salté, por pura ignorancia, a unos cuantos clásicos (tardé en darme cuenta que eran imprescindibles) y esa deuda todavía no la he terminado de saldar. Ya en la Facultad de Periodismo desarrollé un apetito feroz (quizá para recuperar el tiempo perdido) aunque un poco a la contra, quiero decir que cuando el boom latinoamericano yo andaba triscando en otros territorios, que la moda de la novela histórica ni me rozó, que llegué con retraso a la novela negra y tal vez muy pronto a la ciencia ficción. Ahora que lo pienso creo que sólo en la poesía me he mantenido siempre atento, da igual si es clásica o novísima.

A lo largo de los años he defendido la costumbre de terminar sólo los libros que deseo terminar. Me cuesta mucho cruzar un desierto y abandono con facilidad, y sin reparo ni culpa, cualquier libro que se me resista en el paladar (también es verdad que algunos vuelven, al cabo del tiempo, convertidos en una inesperada delicatessen). Hay obras f-u-n-d-a-m-e-n-t-a-l-e-s que en las que jamás he conseguido llegar a la última página e, incluso, hay obras m-a-e-s-t-r-a-s que ni siquiera he abierto (a veces es simple pereza o esa ñoña rebeldía de no leer lo que todo el mundo te dice que deberías leer).

El verano, como nos pasa a tantas personas, suele convertirse en la época dedicada a leer, leer y leer. Mucho menos de lo que andabas especulando en primavera, pero muchísimo más de lo que habías ido arañándole al sueño en invierno. Este verano, extraño en tantas de sus manifestaciones, no ha sido diferente en esa avidez por la lectura, ni tampoco en el tiempo dedicado a ella, ni tan siquiera en mi actitud de lector despistado, algo caótico e inconstante. La pandemia no ha alcanzado ese territorio sagrado ni ha trastornado mis manías.

Durante el confinamiento disfruté con una biografía chispeante –qué bien le sienta el humor a los clásicos- de Shakespeare (una condición – la de divertir sin perder rigor – que sólo está al alcance de autores como Bill Bryson), con el descubrimiento de Los Asquerosos (Santiago Lorenzo), una obra sencilla en la que no faltan cargas de profundidad, y con las últimas páginas (se me resistió varios meses) de La bendición de la Tierra, del Premio Nobel Knut Hamsun, un autor maldito por su adhesión al nazismo pero que en esta obra, donde no hay atisbo de sus torcidas inclinaciones políticas pero sí una buena dosis de su exquisita prosa, retrata, con un profundo lirismo, la esencia de la Noruega profunda y los vínculos del campesinado nórdico con una naturaleza tan generosa como áspera.

Ni con la ayuda del encierro fui capaz (lo confieso) de terminar Los perros de Riga (Henning Mankell), El rey recibe (Eduardo Mendoza), Cuaderno de montaña (John Muir) y El agente confidencial (Graham Greene). Vaya usted a saber por qué…

Cuando, por fin, llegó el verano andaba leyendo a mi amigo Miguel Delibes (hijo), que poco antes de la llegada de la nueva estación me había regalado su último libro (Cuaderno del carril bici. Pedaladas de un viejo naturalista en Sevilla y más allá), disfrutando, como si fueran míos, de unos maravillosos paseos sobre dos ruedas:
“En bicicleta, uno marcha a una velocidad que no es la de un peatón ni la de un motorista o conductor de automóvil. Los primeros pueden observar con mucho detalle, pero pocas cosas, en tanto los segundos apenas ven nada, inmersos en el atosigante tráfago ciudadano”.

Cuando llegaron las vacaciones salté a la autocaravana de Steinbeck, no si antes anunciar en redes, con esta foto, que procedía a una saludable desconexión digital. Para explicarme me ayudó una pieza de Chilly Gonzales y un poema de Benedetti: «Vale decir preciso / o sea necesito / digamos me hace falta / tiempo sin tiempo» (Foto: José María Montero)

De la bici de Miguel salté a la autocaravana –Rocinante– de John (Steinbeck) y así comencé el verano (Viajes con Charley) recorriendo Estados Unidos, su geografía y, sobre todo, su espíritu (contradictorio, fascinante). Como siempre que leo a Steinbeck (también me pasa con Russell) me cuesta creer que algunas de sus agudas reflexiones tengan ya más de cuarenta años:
“…llegará un momento en que las ciudades congestionadas se desgarren como vientres dehiscentes y derramen otra vez a sus hijos por el campo. Ratifica esta profecía la tendencia de los ricos a hacer eso ya. A donde van los ricos, irán luego los pobres, o lo intentarán”.

Incluso se adivina, entre líneas, el curioso vínculo entre virus y sentimientos, las peores consecuencias de una pandemia que entonces ni siquiera podía imaginarse:
“Me puse a formular una nueva ley que describiese la relación entre protección y abatimiento. Un alma triste puede matarte más deprisa que un germen, mucho más rápido”.

Pero, sobre todo, el periplo de John, Charley y Rocinante es una vibrante exaltación al viaje sin rumbo, a los viajeros que transitan por carreteras secundarias sin el auxilio de un simple mapa:
“Yo nací perdido y no me causa ningún placer que me encuentren ni me siento demasiado identificado con los contornos que simbolizan continentes y estados”.

Y como Steinbeck me deja casi siempre tan buen sabor de boca me llevé a nuestro paraíso del norte una de sus obras más originales (Por el Mar de Cortés). Una rara mezcla de ciencia y aventura, un cuaderno de bitácora con el que un día puse a la Baja California en mi lista de destinos pendientes (se me ha escapado un par de veces, por los pelos). Decidí regalarlo y, al mismo tiempo, releerlo, para disfrutar de pasajes en los que aprender a describir con precisión, poesía y no demasiadas palabras:
«Quizá después del mar, el concepto más fuerte en nosotros es el de la luna. Pero la luna, el mar y la marea es una sola cosa».

Steinbeck, apasionado de la biología marina, conoce bien el oficio, y sobre todo el alma, de los biólogos, de manera que no me costó demasiado identificar a algunos amigos y amigas con los que, yo también, he vivido aventuras un tanto extremas en paraísos remotos:
«Nos sentamos sobre un canasto de naranjas y pensamos lo buenos hombres que son la mayoría de los biólogos, tenores del mundo científico… temperamentales, caprichosos, libertinos, de risa fuerte, y saludables. De vez en cuando, uno piensa en la otra clase -los que en el argot universitario solían llamarse <pelotas secas>-, pero esos hombres no son verdaderos biólogos. Son los embalsamadores que sólo ven la forma preservada de vida, sin considerar ninguno de sus principios. Fuera de sus mentes enquistadas, crean con el ácido fórmico un mundo arrugado. El verdadero biólogo trata con la vida, con una vida que se prolifica bulliciosa, y aprende que la primera regla de la vida es vivir».

Incluso a la hora de explicar los lazos que nos unen a algunos objetos inanimados, Steinbeck descubre que hay algo, más allá de la biología, que dota de vida a una sencilla embarcación (si tenéis a algún amigo o amiga marineros, leedles esta cita, por corroborar que no es un exceso del norteamericano):
«Algunos han dicho que han sentido temblar a un barco antes de estrellarse contra una roca, y llorar cuando llega a la playa y las olas rompen contra su casco. Esto no es cuestión de misticismo, sino de identificación. El hombre, al construir el más grande y personal de todos sus instrumentos, ha recibido a cambio una mente modelada como un barco, y el barco, un alma humana.

También los caminos nos han modelado como especie, y lo explica, de manera concienzuda, bien documentada y con una prosa suelta que convierte el ensayo en un fluido relato de eso que ahora llaman nature writing, Robert Moor. En los senderos es otro acierto de la editorial Capitán Swing, que esta vez ha traducido la obra de un periodista ambiental capaz de saltar de la geología a la antropología pasando por el senderismo extremo, sin salirse, nunca, de un camino, ya sea una olvidada trocha cheroqui o una vertiginosa red informática:
“A lo largo de toda la vida en la Tierra hemos creado senderos para guiar nuestros viajes, transmitir mensajes, optimizar la complejidad y preservar el saber. Al mismo tiempo los caminos han configurado nuestros cuerpos, esculpido nuestros paisajes y transformado nuestras culturas. En el laberinto del mundo moderno, la sabiduría de los caminos es más esencial que nunca, y, ante el desarrollo de redes tecnológicas cada vez más laberínticas, lo será aún más. Para poder transitar hábilmente por este mundo necesitaremos entender cómo hacemos los caminos y cómo estos nos hacen a nosotros”.

Quizá el camino (como en esa otra obra maravillosa, Los trazos de la canción, la odisea aborigen de Chatwin) sea el único lenguaje, primitivo y olvidado, en el que todo adquiere sentido:
«La vida es una lucha constante por dar sentido a la complejidad del mundo. El conocimiento solo se obtiene a base de esfuerzo, y tanto el lenguaje hablado como el escrito son formas de consolidarlo y transmitirlo. Aunque tendemos a imaginar que existe una clara dicotomía entre las culturas orales y las que han desarrollado un lenguaje escrito, como revelan los indicadores de los caminos, existe una enorme diversidad de medios -ramitas, montones de piedras, dibujos, mapas- que disuelven la línea divisoria entre ambas. Pero quizá el más sencillo de todos estos sistemas de signos – y el más <disolvente> en este sentido sea la protoinscripción que antecede al lenguaje escrito y aun a la palabra hablada: el propio camino en sí».

Mientras leía a Moor picoteaba, de cuando en cuando, en Walt Whitman (Yo soy el poema de la Tierra, una atinada antología con prólogo de Manuel Rivas y cuidada traducción de Eduardo Moga). Lo cierto es que Moor y Whitman se llevan de maravilla, y la combinación era casi inevitable:
“… lejos, muy lejos, en el bosque, o luego, en verano, holgazaneando, antes de saber a dónde ir, sin nadie, oliendo el olor de la tierra, parándome aquí y allá, en silencio, me creía a solas, pero pronto me rodea un grupo: algunos caminan a mi lado, otros detrás y otros me cogen del brazo o me abrazan; cada vez se congregan más –son los espíritus de mis amigos más queridos, vivos o muertos-, hasta hacerse multitud y yo en medio, reuniendo, repartiendo, cantando, camino con ellos,…(Estas, cantando en primavera. Walt Whitman).

La soledad, las ventanas, el silencio nórdico, la ruralidad… también han sido protagonistas de mis lecturas de verano. Esta casa sami la fotografié en Karasjok (Laponia noruega) en agosto de 2019. (Foto: José María Montero).

Acabo de darme cuenta, escribiendo este post, que precisamente el verano en el que no he salido de territorio español, ha sido, posiblemente, el que más tiempo he pasado en territorio (literario) extranjero y, curiosamente, en un país (Estados Unidos) que no figura entre mis destinos favoritos. Y no sólo se ha tratado del dulce encanto de la vida en el campo sino, también, el dibujo literario de una ciudad tan atractiva como desmesurada:
“Los neoyorquinos, escritores incluidos, tienden a sentirse en una ciudad-mundo: desmesurada pero encerrada en sí misma, autónoma y aislada, como si más allá de sus fronteras comenzara el desierto o el espacio interestelar. Estados Unidos fuera de Nueva York es la tierra de las raíces, pero también un lugar común que se brinda fácilmente a la ironía” (Nueva York es una ventana sin cortinas, Paolo Cognetti).
Nueva York es una ventana sin cortinas (del italiano Paolo Cognetti) es uno de los mejores retratos que he leído de la gran manzana, al menos tal y como yo la recuerdo en mis vagabundeos de aquel otro verano:
“Cuando toca la clasificación de los puentes, tengo sentimientos encontrados. El puente de Brooklyn encarna la valentía de sus proyectistas, la sangre de los muertos que lo construyeron, los poetas que lo cantaron: es hermano de las grandes catedrales europeas, como ellas suscita fascinación y casi una impresión de sacralidad”.
«El mismo gusto suele aplicarse en verano a la jardinería. No se ven parterres bien cuidados, ni prados a la inglesa como en Brooklyn, sino enredaderas que crecen en mitad de los rosales y tulipanes plantados entre matorrales. Produce un efecto de vegetación silvestre, como un pedazo de selva tropical entre los muros desconchados del East Village. Son los community gardens, espacios característicos del barrio y de toda Nueva York».

Aunque la ciencia salpicaba las obras de Steinbeck y la de Moor, también me entregué a ella, en exclusiva, gracias a un libro prestado (Génesis, del biólogo evolutivo Edward O. Wilson, el primero en usar el término biodiversidad). Un ensayo breve pero apasionante sobre el origen de las sociedades a la luz de la selección natural. Curiosamente Wilson y Moor coinciden en su atención a las hormigas y sus sorprendentes patrones de comportamiento. En Génesis encontré la que, quizá, sea la cita de este verano, la que mejor dibuja lo que ocurre a mi alrededor, a nuestro alrededor, y lo que siento en medio de la tormenta (la leí apoyado en un escalón de piedra, en la puerta de la casa de Carlos y Conce, en Torla, antes de que empezara a llover):
“La capacidad para el lenguaje, la ciencia y el pensamiento filosófico nos convirtió en los administradores de la biosfera. ¿Poseemos la inteligencia moral necesaria para cumplir con esta tarea?”.

En el extremo de los libros sencillos, que te conmueven o te hacen reír al detenerse en un hecho aparentemente intrascendente, en una epopeya rural poco sofisticada o en la intrahistoria de una tradición familiar sin artificios, he disfrutado con La Cata (Roald Dahl), El hombre que plantaba árboles (llevaba años sin saldar esta deuda con Jean Giono) y Delibes en bicicleta (Jesús Marchamalo me hizo cerrar el círculo que ya había abierto con otro Delibes y otras bicicletas).

En algún momento de flaqueza, o más bien de incertidumbre (porque este verano ha estado repleto de incertidumbres), me agarré, como quien se agarra al timón en medio de la galerna, a la Biografía del silencio (Pablo d´Ors) que, leída y releída desde hace tiempo, nunca termina por marcharse de mi mesilla de noche:
«Las experiencias, si vive uno para coleccionarlas, nos zarandean, nos ofrecen horizontes utópicos, nos emborrachan y confunden. Ahora diría incluso que cualquier experiencia, aun la de apariencia más inocente, suele ser demasiado vertiginosa para el alma humana, que solo se alimenta si el ritmo de lo que se la brinda es pausado. (…)
El silencio es solo el marco o el contexto que posibilita todo lo demás. ¿Y qué es todo lo demás? Lo sorprendente es que no es nada, nada en absoluto: la vida misma que transcurre, nada en especial. Claro que digo <nada>, pero muy bien podría también decir <todo>»

De una manera mucho más orgánica, hurgando entre los pliegues del cerebro (en sentido literal), con las manos manchadas de sangre y la congoja de quien batalla contra la muerte todos los días, puse los pies en la tierra gracias a las memorias del neurocirujano Henry Marsh (Ante todo, no hagas daño). Lo lees, y se te quitan todas las tonterías. Lo lees, y te sientes cómplice de los pacientes y también del personal sanitario. Lo lees, y das gracias por estar vivo y sano:
«…aquella intervención se realizaba en el cerebro, el misterioso sustrato de todos los pensamientos y sentimientos, de todo lo importante en la vida del ser humano; un misterio tan grande, me parecía, como las estrellas en la noche y el universo que nos rodea. Fue una operación elegante, delicada, peligrosa y llena de profundo significado. ¿Qué podía haber mejor, me dije, que ser neurocirujano? ”.
«…cuanto mayor me hago, menos capaz me siento de negar que estoy hecho de la misma carne y de la misma sangre que mis pacientes, y que soy igual de vulnerable que ellos. Así que ahora puedo volver a sentir lástima por ellos, una lástima más profunda que la que sentí en el pasado, cuando empezaba. Sé que también yo, tarde o temprano, acabaré postrado en una cama en una abarrotada sala de hospital, temiendo por mi vida, como hoy lo hacen ellos».
«Los parientes angustiados y furiosos son una carga que todo médico debe sobrellevar, pero haber sido uno de ellos fue una parte importante de mi formación como cirujano. Como les digo siempre entre risas a mis residentes, los médicos no sufren lo suficiente».

De una u otra manera, los senderos han estado presentes en casi todas mis lecturas de verano. Este es el que conduce a Torla por el Turieto, uno de los paraísos en donde nos dieron cobijo en medio de la incertidumbre. (Foto: José María Montero)

Y justamente ahora, cuando el otoño ya se adivina en el horizonte, cargado, también, de incertidumbres y miedo, llega por sorpresa un libro (San, el libro de los milagros) en el que he depositado grandes esperanzas, sobre todo aquellas relacionadas con el consuelo que nos brindan algunos escritores (sí, ya sé que jugar con las expectativas es muy peligroso). Aún no lo he abierto, pero la entrevista que Luis Reguero le hizo en El Asombrario a su autor (Manuel Astur) es como un faro que señala un rumbo seguro, una derrota que nos aleja de las corrientes más peligrosas, los arrecifes traicioneros o los bajíos invisibles:
«¿Salvar el mundo? ¿De qué? Cada cual tiene sus propios miedos. A lo máximo que puede aspirar uno es a la salvación individual. En ese aspecto soy radicalmente individualista, pero porque creo en algo tan de Perogrullo como que hay que predicar con el ejemplo. Si en general está muy mal decirles a los demás cómo tienen que vivir o pensar, está aún peor si tú mismo no lo haces».
«Pero sí, en un mundo absolutamente líquido en el que la narración de la realidad cambia a mayor velocidad que nuestra capacidad para asimilarla, en una sociedad que considera que la verdad es lo que cada uno cree y que nos quiere entretenidos –que es otro modo de decir distraídos–, volver a lo cercano, a lo que tenemos ante los ojos, al alcance de la mano, a la hierba, a una flor en una maceta, a la mesa y al pan, al sereno aburrimiento, volver, en definitiva, al hogar es una necesidad casi revolucionaria».
«… para mí ser libre hoy es atreverse a no ser nada. Nunca he tolerado que me digan lo que se supone que tengo que pensar o hacer por ser hombre, o por ser de clase media, o por ser asturiano, etc. Siempre me he negado a que me identifiquen por algo que es puro azar. Nada más radicalmente libre hoy que decir: no tengo la menor idea, y no me importa».

Pues sí, yo también lo confesé hace tiempo en este mismo blog: no tengo la menor idea, y no me importa.

Aunque, mientras tanto, me empeño en seguir leyendo.

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Lo malo de las maravillosas estepas de Asia Central es que no hay manera de encontrar una sencilla fuente, una rústica ducha, un manantial silvestre… Esos dos puntitos en mitad de la infinita pradera son las dos camioneta soviéticas en las que durante un mes recorrimos el corazón de Kazajstán, pasando un poco de sed, pasando un poco de hambre, pasando un poco de miedo.

La sed era una sensación primitiva y casi olvidada, un eco lejano de aquellas tardes de verano en las que se te iba el santo al cielo jugando al fútbol o cazando lagartijas y, con la boca pastosa, tenías que buscar una fuente (el chorrito  que decíamos en el barrio) o el auxilio providencial del tabernero (cascarrabias) que estaba a medio camino de casa. Y el hambre ni eso, porque hambre, lo que se dice hambre, nunca llegamos a pasar, quizá, si me apuras, un poco de gazuza porque habíamos olvidado el bocadillo, se retrasó el almuerzo o el bar estaba cerrado.

De ciertas estrechuras vitales nuestra generación sabe poco (o nada). Y los que nada (o poco) sabemos de aquellas estrechuras poco podemos explicar de sus consecuencias; de poca pedagogía de posguerra podemos presumir para sobrellevar este confinamiento con templanza. Repetimos la cantinela que llegamos a repudiar en nuestros abuelos, hacemos nuestras aquellas calamidades que nos aburrían (por desconocidas). Seamos sinceros: no sabemos de sed, no sabemos de hambre, no sabemos de miedo.

Y lo peor de todo es que no queremos saber de sed, ni de hambre, ni de miedo. Por eso todos los gobiernos, y buena parte de los ciudadanos, se resisten a hablar de emergencia, y mucho menos a declararla. En nuestro mundo (casi) feliz no hay lugar para alarmas. Todo está (parece) bajo control. Aquí, ahora, no es posible la sed, el hambre, ni el miedo. Eso es algo antiguo, algo que, como mucho, le pasa a los otros, nunca a nosotros.

Algo parecido ha ocurrido con la tristeza. Una vez alcanzados por el tsunami vírico se impuso de manera espontánea una absurda celebración de todo lo que nos había traído la catástrofe, convirtiendo en una fiesta cualquier noticia (buena, regular o catastrófica). Aplausos, conciertos en azoteas, canciones machaconas que invitan a la resistencia, retos para compartir fotografías de infancia, tutoriales de cocina creativa, vídeos ridículos de gente haciendo el ridículo… Ruido, mucho ruido. En nuestro mundo (casi) feliz no hay lugar para la tristeza. Todo está (parece) bajo control. Aquí, ahora, no es posible la pena, ni el abatimiento, ni la nostalgia. Eso es algo antiguo, algo que, como mucho, le pasa a los otros, nunca a nosotros, entregados a la canción, la danza y el teatro, espontáneos.

Sin renunciar, con moderación, a ciertos bálsamos, y a una sensata vitalidad con la que poner algo de luz en medio de la tormenta, yo no tengo, en plena emergencia, el cuerpo de fiesta, y me alegro que alguien (Octavio Salazar, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba) se haya atrevido a explicar este derecho a la tristeza que muchos se empeñan en maquillar, convencidos, quién sabe, de que la fiesta y el alboroto son la mejor manera de combatir la pandemia y sus devastadores efectos. “Miro más allá de la emergencia sanitaria”, escribe Salazar, “y al vislumbrar el horizonte lamento no tener ni el cuerpo ni el alma para cánticos resistentes. Pasados ya más de 20 días en la jaula, reivindico ahora el silencio, la serenidad e, incluso, ese punto de espiritualidad que habitualmente esquivo”. Sí, el silencio, ese silencio que tanto nos espanta, es una poderosa medicina para no perder la consciencia.

No hay mala intención, tan solo desconocimiento. Por eso celebro a los que, sin quererlo, me enseñaron a entender lo que estaba por venir. Esa lección tan áspera, la lección de la escasez extrema aplicada a un hijo de la abundancia, fue una de las lecciones inesperadas, y maravillosas, de mi experiencia (extrema) con los especialistas de la Estación Biológica de Doñana (CSIC) durante el rodaje de la serie documental (para Canal Sur Televisión) que nos llevó a los rincones más agrestes de los cinco continentes. En mi memoria y, sobre todo, en el íntimo almacén de mi nostalgia, ocupan lugares de privilegio las estepas vírgenes de Kazajistán, las cantarinas ballenas patagónicas, los densos y primitivos bosques de Tasmania, las interminables playas desiertas del Banc d´Arguin mauritano, la explosión de biodiversidad en la desembocadura del río Senegal, los estromatolitos de Shark Bay en el índico australiano o los cocodrilos de un remoto oasis en el límite del desierto del Sahara, pero, sobre todo, el mordisco de la melancolía hace presa en el recuerdo edulcorado de aquella sed, de aquella hambre, de aquella falta de sueño, de la mugre que nos hacía suspirar por una ducha, del frío, del calor extremo, de la incertidumbre, del miedo…

Cuando te decides a comer armadillo cocido («peludo» en el argot argentino) es que la cosa se ha puesto realmente chunga…

HAMBRE.- A eso de las cuatro de la madrugada estábamos sorbiendo un mate tibio y masticando un trozo de bizcocho duro mientras esperábamos el amanecer en la linde de las redes que habíamos tendido junto a uno de los pozos de la hacienda “La Holanda”, en el corazón de la Pampa argentina. Diez horas después, sin otro alimento que aquel lejano mate y aquel dulce reseco que nos entretuvo el estómago mientras capturábamos churrinches, horneros o calandrias, volvíamos al galpón donde nos esperaba un peludo cocido (que levante la mano quien haya comido armadillo… no por curiosidad gastronómica sino por pura necesidad). Vale que nos reíamos esquivando a las tarántulas pampeanas (araña pollito –Grammostola rosea- ) o canturreando alguna milonga tristísima con Miguel Delibes y Martina Carrete haciendo los coros, pero teníamos hambre, hambre de verdad, hambre de esa posguerra que no conocimos, que no llegamos a padecer.

Al fin, una tarde de extrema desesperación, Chiqui y yo agarramos una de las furgonetas porteñas y nos fuimos, sorteando baches y barro, a hacer la compra a Toay, como quien se acerca al Mercadona del barrio. Unas tres horas después (porque en la Pampa todo está, como mínimo, a tres horas de camino) entramos a la tienda de comestibles de Toay como quien entra en la Capilla Sixtina: babeando, con la boca abierta y los ojos llorosos. Tirando de cartera, y presos de una excitación casi pornográfica, compramos y compramos y compramos. Llenamos la furgoneta de vituallas con la alegría sin freno de quien ha sido comisionado para resolver el hambre canina de una pandilla de investigadores que arrastran (casi) el mismo apetito feroz que un asilvestrado equipo de televisión.

Parados en mitad de un bosque de caldenes calcinados, en el corazón de la Pampa argentina, suspirando por un poco de comida decente y una Quilmes bien fría.

Del homenaje que nos dimos hay pruebas, fugaces, en el documental “Las alas de la Pampa”, justo en esa secuencia en la que suena Calamaro y se nos ve relajados en las hamacas, brindando con vino tinto frente a un abundante plato de pasta. Haciendo bromas, como si nunca hubiéramos pasado hambre o como si, de haberla pasado, la hubiéramos dado por buena, a modo de sacrificio menor en pos de la mejor ciencia y la más extraordinaria divulgación.

PD: Poco tiempo después de aquella expedición a Argentina se descubrió que el consumo de armadillo podía multiplicar el riesgo de contraer lepra. Otro susto más para la colección.

SED.- Con la despreocupación inconsciente del expedicionario bisoño partimos de Almatý en un par de desvencijadas camionetas soviéticas en las que se amontonaban pertrechos suficientes (suponíamos) para internarnos durante varias semanas en las estepas de Kazajistán.

La primera noche en el campo disfrutamos de la inquietante compañía de una manta de solífugos asiáticos a los que habíamos importunado arando, azadón en mano y casi a oscuras, el terreno imprescindible para plantar nuestras sencillas tiendas de campaña. Nos reunimos en torno a una hoguera, sentados en el suelo, a disfrutar de la remesa de Jack Daniel´s comprada en la Duty Free de Frankfurt, convencidos de que no había lugar ni compañía mejor en toda Asia Central. Mientras mordisqueábamos un infame embutido, de incierto origen y nula certificación sanitaria, nos enfrentamos, por vez primera, a la que la que pronto bautizamos como “duda kazaja”, un curioso rasgo en la personalidad de este pueblo mestizo, un atributo, desesperante, que se expresaba, de manera particularmente intensa, en nuestro guía Serguei.

Explicada de manera sencilla la “duda kazaja” consiste en la imposibilidad biológica, cultural o qué se yo, de decir “no”. Todas las negaciones desaparecen milagrosamente de la conversación que queda reducida a afirmaciones tajantes o a extrañas dudas que nadie sabe muy bien cómo interpretar. Ni siquiera una pregunta directa sirve para neutralizar la finta: si la respuesta al interrogante es “no” jamás escucharás ese “no” (ni nada que se le parezca). Así es que cuando le preguntamos a Serguei si teníamos agua suficiente respondió algo así como “bueno-en-realidad-el-agua-es-un-elemento-muy-importante-sobre-el-que-resulta -complicado-decir-si-disponemos-de-mucha-o-de-poca-más-bien-todo-lo-contrario-pero-en-cualquier-caso-sería-conveniente-considerar-el-carácter-indispensable-del-agua-en-un-territorio-donde-es-difícil-encontrarla”.

– ¿Un territorio donde es difícil encontrarla?  Pero, ¿cómo de difícil?

– Bueno-en-realidad-la-dificultad-puede-ser-variable-porque-dependemos-de-los-viejos-pozos-artesianos-que-llevo marcados-en-mi-mapa-y-que-a-veces-tienen-agua-potable-y-otras-tienen-agua-pero-poco-potable-y-a-veces-están-cerca-y-otras-lejos-o-a-medio-camino.

– Esto… ¿tenemos agua suficiente, Serguei? O mejor, para evitar dudas, ¿tenemos agua, Serguei?

– Bueno-para-mi-lo-suficiente-puede-ser-distinto-a-lo-que-vosotros-consideráis-suficiente-y-hablando-de-agua-uno-nunca-sabe-si-la-que-tiene-bastará-o-hará-falta-un-poco-más-para-lo-que-ciertamente-podemos-necesitar”.

Viendo nuestra cocina de campaña, en el interior de una de las camionetas soviéticas, cualquiera puede entender que en nuestra expedición a los confines de Asia Central no disfrutábamos de muchas comodidades ni de una higiene a prueba de patógenos surtidos.

No era un problema de traducción (a pesar de que Serguei manejaba el inglés con la misma soltura que nosotros el ruso) sino la primera embestida de la “duda kazaja”. Así es que de nada sirve reproducir la larga conversación con nuestro guía porque en ella no vais a encontrar, como nos ocurrió a nosotros, ni un minúsculo “no”. Como ya habréis imaginado, la serpenteante “duda kazaja” daba a entender, de manera concluyente, que no, que NO teníamos agua. Bueno, atesorábamos la ridícula cantidad que habíamos guardado en nuestras pequeñas cantimploras personales, esas a las que ahora cada uno miraba de reojo, con lujuria y miedo.

Primero apareció la sed psicológica, provocada por la simple idea de la escasez, y luego vino la sed física, la auténtica, la indomable (a la que contribuyó un tal Jack Daniel´s). Aunque las quisimos disimular, para no parecer expedicionarios bisoños, Serguei interpretó correctamente nuestras señales de pánico, así es que agarró su viejo Lada y se marchó en busca de agua. Imaginaros lo que pasa por la cabeza de un expedicionario bisoño, cuando, noche cerrada y en mitad de la nada, ves a tu guía perderse, solo, camino hacia esa nada en busca de agua. Sin teléfono móvil, con un viejo mapa de la época soviética lleno de garabatos y en un coche que en España llevaría años siendo carne de desguace. ¿Volverá? ¿Volverá con agua? ¿Cuándo volverá? ¿Traerá agua suficiente? ¿Será agua potable?

Racioné mi cantimplora, medida que incrementa hasta valores insoportables la sed psicológica y traté, sin conseguirlo, de evitar los malos pensamientos. En posición fetal, dentro del saco de dormir, me imaginé bebiendo el agua de los radiadores, chupando el rocío depositado sobre los rastrojos de la estepa, lamiendo las toallitas que nos servían para el aseo personal o sorbiendo la sangre de las marmotas que terminaríamos cazando para no morir deshidratados. Fue la noche en la que he pasado más sed en toda mi vida. Una noche de insomnio deseando oír el petardeo del viejo Lada en su regreso triunfal al campamento, con un Serguei sonriente (¿sonríen los rusos cuando están sobrios?) cargado de bidones de agua cristalina.

Serguei regresó muchas horas después (vale, lo mismo regresó a las seis o siete horas de irse, pero a mi aquella ausencia se me hizo eterna), con agua suficiente para todo el grupo. Nadie preguntó de dónde la había sacado pero yo la filtré (con la camiseta) y le apliqué mi mejunje para casos extremos, y así la potabilicé en mi cantimplora (lo que me obligó a otra espera -desesperante- mientras la química hacía su trabajo).

A partir de ese día, y durante las 24 jornadas (sí, casi un mes) que pasamos potreando en las estepas de Kazajistán, sin un mal grifo al que amorrarnos ni una primitiva ducha en la que ablandar nuestra roña, nunca nos faltó agua de boca, aunque Serguei aplicó la “duda kazaja” a otras muchas cuestiones de logística e intendencia, necesidades que tuvimos que ir sorteando con grandes dosis de resignación, abundantes raciones de incertidumbre y un poco de miedo.

 

Casi treinta días de estepa, en condiciones extremas, no pudieron con nosotros. Lo cierto es que los amigos de la Estación Biológica de Doñana (CSIC) nos lo pusieron difícil, pero el equipo de «Espacio Protegido» (Canal Sur Televisión) sobrevivió a la prueba.

 

MIEDO.- La mujer del patrón llamó al hotel a media tarde para comunicarnos que su marido había sufrido un infarto y que no podría hacerse cargo, tal y como habíamos acordado, de la embarcación que debía llevarnos hasta las islas Chafarinas. Como era el único civil autorizado a realizar este viaje la solución que nos propuso fue contar con un amigo de su marido, militar en la reserva, que tenía ciertos conocimientos naúticos y contaba con el beneplácito de las autoridades castrenses. No teníamos otra opción para cubrir las menos de 30 millas que separan Melilla del archipiélago así es que aceptamos la contraoferta y nos citamos en el puerto de la ciudad autónoma con las primeras luces.

El día amaneció desapacible, encapotado y con un arisco viento de levante, dos condiciones atmosféricas nada excepcionales en un mes de mayo pero, cuando menos, incómodas para un equipo de televisión. Al resto del pasaje (especialistas del Parque Nacional de Doñana y de la Estación Biológica de Chafarinas) tampoco le gustó cómo pintaba aquel sábado de primavera en la costa africana pero, siendo sinceros, ni unos ni otros supimos interpretarlo en clave naútica. Quien tenía que decidir si navegábamos o no era el patrón sustituto, que no parecía muy ducho, y, sobre todo, su grumete, un viejo lobo de mar al que nos entregamos con algo más de confianza que al primero.

– Vamos a cargar el barco y decidimos a lo largo del día –concluyó el patrón después de mirar al horizonte, simulando la característica pose del entendido, y conversar, simulando un cierto aire distraído, con su grumete – .

Nos volvimos a citar a primera hora de la tarde, después de comer, por si las circunstancias hubieran mejorado.

Quiero recordar que volvimos al puerto a eso de las tres o las cuatro, convencidos de que nuestro viaje se aplazaba porque, lejos de mejorar, el tiempo se había ido torciendo y el viento de levante, nuestro principal enemigo, seguía bravo. Además, las horas de luz disponibles menguaban hasta un punto que considerábamos arriesgado incluso para una travesía que, siendo optimistas, no debía ser demasiado larga.

– Nos vamos. La previsión meteorológica es mejor para esta tarde, el viento va a amainar y en el entorno de Chafarinas las condiciones no son malas. Llegaremos a la isla de Isabel II antes de que anochezca – sí, también en este caso nos habló con autoridad, simulando la característica pose del marino que ha sorteado temporales, galernas y tifones sin despeinarse -.

¿Os habéis confiado alguna vez a un marino que muestra evidentes signos de temeridad? ¿Os habéis embarcado alguna vez con un patrón cuyos conocimientos naúticos son muy básicos y, además, se le nota? ¿Habéis navegado alguna vez con un desconocido que patronea un barco que no es suyo en unas condiciones difíciles y con rumbo hacia una isla diminuta? Pues bien, ¿cómo es posible que siendo evidentes todas estas circunstancias nadie, absolutamente nadie, se negara a embarcar?

Lo bueno de este oficio es que el miedo, cuando aparece, se olvida pronto. Al día siguiente del susto ya estaba en faena, rodando con César y Fermín la colonia de gaviota de Adouin en la desierta isla del Rey Francisco. Al fondo, la isla de Isabel II.

Así funciona el miedo, supongo, cuando nunca has tenido esa clase de miedo y no sabes identificarlo. Así funciona nuestra pueril confianza en la tecnología, los conocimientos ajenos, el buen juicio de los que velan por nosotros y hasta el destino que, como todo el mundo sabe (el primer mundo, quiero decir), siempre juega a nuestro favor. Sólo son abandonados a su suerte, en un rincón del Mediterráneo, los otros. Sólo naufragan los otros. Sólo se ahogan los otros.

Con la inconsciencia de quienes no conocen esa clase de miedo y, por tanto (insisto en nuestro descargo), no saben interpretarlo, nos embarcamos en aquel pequeño yate rumbo a la isla de Isabel II, la única poblada (por un destacamento de Regulares) del archipiélago de las Chafarinas, una desapacible tarde de mayo.

Creo que el infinito respeto que le tengo al mar, a los barcos y a los marinos (a los marinos de verdad, quiero decir), nació esa tarde de mayo. No me arrugaron ni el viento ni las olas que no dejaron de zarandear el yate de manera violenta. No me asusté cuando llegó la noche, lejos aún de las Chafarinas. No me preocupó el mareo de algunos pasajeros, ni siquiera el inquietante silencio en el que fuimos cayendo todos. El miedo, el auténtico miedo, llegó cuando vi al patrón sustituto agarrado al timón, pálido, mirando-a-no-sé-dónde y discutiendo con su grumete.

– Tenemos que dar la vuelta. Hay que regresar a Melilla –vociferaba aquel grumete de pelo cano, visiblemente nervioso–.

– Ya no podemos volver. Es imposible. Corremos más peligro tratando de volver –le respondía, también a gritos, el patrón, visiblemente acojonado-.

Luego vinieron las llamadas por radio exponiendo nuestra delicada situación. La respuesta desde Chafarinas, donde aseguraban que no nos veían a pesar de que, al parecer, no estábamos demasiado lejos del archipiélago. Los mensajes de Melilla orientando como podían a aquel hombretón, pálido, aferrado al timón. Y el silencio del pasaje. El rugido del motor (¡por dios que no se pare!), los golpes del oleaje (¡por dios que paren un poco!) y el silencio, rotundo, del pasaje. Yo tampoco dije ni una palabra cuando me puse el chaleco salvavidas y me quité los zapatos (menuda estupidez: si terminaba en el agua iba a morir de frío, por mucho que pataleara sin el lastre de los zapatos, porque nadie iba a ir a buscarnos en plena noche, en pleno temporal de levante).

Si en vez de un reportaje sobre los valores naturales de las islas Chafarinas aquel despropósito hubiera formado parte del rodaje de un bonita película de aventuras juro que al desembarcar, dando tumbos, mitad sobrecogido y mitad indignado, hubiera besado a aquella soldado tatuada, natural de Monachil (Granada), que fue la primera persona a la que me agarré ya en tierra firme (y que luego se pasó unos cuantos días cachondeándose, cariñosamente, de un servidor). Y después hubiera besado el suelo de la isla de Isabel II, y el pan de la cena (en el comedor de oficiales), y la bandera de España, y la del Tercio de Regulares, y la almohada de la cama del barracón y el grifo del lavabo. Juro que hubiera besado las piedras, los palmitos, las gaviotas de Adouin y hasta las praderas de Posidonia (aún a riesgo de ahogarme).

Pasé miedo, mucho miedo. Creo que es la vez que más miedo he pasado en mi vida (o al menos la vez que he temido morir sin remedio, porque otros miedos he sufrido sin que en ellos peligrara mi vida o no lo hiciera de una manera tan evidente). Un miedo desconocido o, más exactamente, el miedo a lo desconocido. El miedo que nace de un peligro al que nunca te habías enfrentando y que no sabes cómo evitar. Un miedo repleto de interrogantes, un miedo para el que no sirven de solución ni el dinero, ni la tecnología, ni el lugar de residencia, ni la raza, ni los seguros a todo riesgo.

Sí, exactamente igual que nos ocurre ahora, cuando hay demasiadas dudas en torno a esta pandemia y no nos queda otra que esperar, con infinita paciencia, tratando de gobernar el miedo, la incertidumbre y la resignación, esa resignación, desconocida, de la que nos hablaban nuestros abuelos. Tratando de admitir que hemos pecado de soberbia. Convencidos, por fin, de que nuestro primer mundo es vulnerable y que su fragilidad no desaparece levantando muros. Haciendo un esfuerzo para que no nos secuestren los malos pensamientos, sorteando los zarpazos de la tristeza, la soledad o la amarga sensación de derrota. Pero si vienen, ojo, hay que dejarlos estar, porque esos sentimientos, en momentos de dolor e incertidumbre, son mucho más humanos que esa estúpida alegría, esa absurda celebración permanente a cuenta de nada, con la que algunos tratan de maquillar el miedo.

PD: ¿A qué viene esta parrafada, este tocho, este kilométrico e inútil post autobiográfico? Debe ser el miedo. Seguro que es el miedo: cuando tengo miedo mi terapia (pura consciencia) es cocinar o escribir. Cada uno sortea el abismo como puede… pero el abismo sigue ahí.

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Dunas de Mertajärvi (Laponia, Suecia, agosto de 2019) – Foto: José María Montero

 

“No hay penas en la tierra que la tierra no pueda curar” (John Muir)

¿Baches? Seguro. Y charcos, curvas peligrosas, arenas movedizas, temporales y zancadillas. Pero, ¿quién se resiste a lanzarse de nuevo al camino?

Nuestras botas volverán a llevarnos únicamente a donde queramos ir, lugares a donde no llegan ni el ruido ni los ruidosos.

En la vereda de 2020 nos encontraremos, y nos reconoceremos, y lo celebraremos.

Volvemos al camino, juntos.

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Científicos y comunicadores en el desierto australiano (2009)

Desde 2002 la Estación Biológica de Doñana (CSIC) y la Radio Televisión de Andalucía (RTVA) vienen colaborando en el desarrollo y difusión de expediciones científicas a diferentes espacios naturales que, más allá de la Península Ibérica, mantienen algún vínculo ecológico con nuestro país. De esta manera, y en una experiencia pionera en España, un equipo de televisión (“Espacio Protegido”, Canal Sur Televisión / Andalucía Televisión) filma, en tiempo real, los avatares de un viaje de estas características, rodeado de dificultades pero, también, abierto a sorprendentes descubrimientos científicos. Aventura y rigor no son valores incompatibles en este producto televisivo.

Documentales atípicos que refuerzan el compromiso de la RTVA con la divulgación de la Ciencia y la difusión de aquellos proyectos que, desde instituciones de investigación radicadas en Andalucía, buscan mejorar el conocimiento y protección de nuestro patrimonio natural, haciendo atractivo este empeño para el gran público y, sobre todo, para los espectadores más jóvenes.

La iniciativa, a la que en 2006 se sumó el Parque de las Ciencias de Granada, se ha materializado, hasta la fecha, en cuatro series documentales: “El jardín de los vientos” (Expedición a Kazajstán, 2003); “Mauritania, tres colores” (Expedición a Mauritania, 2004), “El sur infinito” (Expedición a Argentina, 2006) y “Planeta Australia” (Expedición a Australia, 2009).

Aprovechando que los alumnos del Máster en Comunicación Científica de la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona) me han pedido que les facilite el visionado de algunos de estos documentales, cuelgo en este post los enlaces de aquellos videos que están disponibles en Internet:

· “El jardín de los vientos” Capítulo 1: http://www.youtube.com/watch?v=EFEtZDSHwGY&feature=mfu_in_order&list=UL

· “Mauritania, tres colores”. Capítulo 1: http://www.youtube.com/watch?v=kYwUl8CNVks&feature=youtu.be&a

· “Argentina: las alas de la Pampa”: http://www.youtube.com/watch?v=9GgM3elKtjY&feature=mfu_in_order&list=UL

· “Argentina: el sur infinito”: http://www.youtube.com/watch?v=c0puqGmA4_c&feature=mfu_in_order&list=UL

· “Planeta Australia: los archivos de la Tierra” : http://www.youtube.com/watch?v=N0tCCBGcc3k

· “Planeta Australia: la vida en las antípodas”: http://www.youtube.com/watch?v=ev5p8A6SvMM

También pueden verse en la CienciaTK del CSIC (www.cienciatk.csic.es).

Otros materiales de interés:

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El día que las hice nadie se distrajo haciéndoles una foto (estábamos en el asunto de disfrutarlas), así es que no tuve más remedio que cocinarlas de nuevo para inmortalizarlas junto a una copa de moscatel dorado.

Si no versiono me aburro. En la cocina raramente me someto al dictado de una receta, entre otras cosas porque pocas recetas conozco que garanticen el resultado que prometen si uno es fiel, sin desvío alguno, a los procedimientos, las cantidades y los tiempos. Hay en todas las recetas, incluso en las que uno mismo considera propias (y por ello exactas), enormes dosis de incertidumbre que sólo cabe atribuir a circunstancias cuyo cálculo y previsión no encontraremos en ningún manual: estado de ánimo, perfil de los comensales, condiciones atmosféricas, calidad de la materia prima, tipo de fuego, características del utillaje, música de fondo, paisaje que se contempla desde la ventana, día de la semana, excelencia o no de los cuchillos (ítem decisivo), vino que acompaña al cocinero en sus quehaceres, etc, etc, etc.

Versiono porque es imposible la fidelidad a lo que es por naturaleza cambiante y también porque me aburro. Me aburren la ortodoxia y la pureza llevadas a la cocina, donde me divierto precisamente porque ahí nada es puro y la heterodoxia es la puerta por donde entran los grandes fracasos (de los que tanto se aprende) y los hallazgos brillantes (que celebrarán los comensales). En realidad la ortodoxia me aburre en cualquier quehacer, por eso también en el universo del arte, en sus múltiples manifestaciones, me fascinan las versiones hasta el punto de coleccionarlas en el caso de obras para piano (una misma pieza la escucho en manos de Kissin, de Lang Lang, de Buniatishvili, de Wang, de Ashkenazy, de Lisitsa, de Volodin o de Trifonov, por citar una playlist que llevo en mi móvil para asombro, y desesperación, de algunos que me han pedido escucharla y no han podido soportar el bucle de versiones).

En cada versión, ya sea música, pintura o cocina, hay un matiz que enriquece el original, un elemento sorprendente que aniquila lo previsible, un chispazo que ilumina lo que antes estaba en sombra o no existía. Me gustan las versiones porque cuando vivimos, con conciencia de estar vivos, estamos versionando constantemente, saliéndonos del plan trazado, improvisando. Desconfío (mucho) de aquellos que ejecutan las recetas o las partituras con disciplina militar, los que conducen sólo por autopistas y con ayuda de un navegador y, sobre todo, los que viven sin cambiar de planes.

Hace unos años, como ya conté en este mismo blog, tuve un sueño en el que cocinaba torrijas sin descanso. Al amanecer, con el cerebro bañado en canela, no tuve más remedio que cumplir el sueño, ajustándome, de forma heterodoxa, a la receta de mi abuela y de mi madre. Desde entonces no había vuelto a cocinar torrijas, hasta que hace unos días las incorporé como postre a una comida con amigos. Y lo hice porque se apoderó de mí (las recetas siempre se apoderan de mí, no encuentro otro verbo que exprese mejor el deseo de cocinar) una versión que seguro alguien ya había perpetrado antes que yo pero que a mí me pareció original y tentadora en su atrevimiento: torrijas de horchata con salsa de cítricos. Dicho y hechas.

– Una docena de rebanadas de pan como de un dedo de grosor. A mí no me gusta usar pan de molde ni ese pan que anuncian como «especial para torrijas». Me gusta una barra de buen pan, prieta, pero del día anterior, un poquito dura, o, como mucho, un pan brioche que también sea del día anterior.

– 1 litro de horchata fresca (la venden en los refrigerados de Mercadona, en recipiente de cristal, y gana bastante en comparación con las más industriales).

– 1 vaso de zumo de naranja natural.

– 1 copa de amontillado o de oloroso seco.

– Cáscara de naranja y de limón.

– Canela en rama y clavo.

– Azúcar morena.

– 3 huevos batidos

– Aceite de oliva, aceite de girasol y mantequilla.

Los pasos son muy sencillos y, como en tantas otras recetas, lo único decisivo es la audacia, el cariño y la calidad de la materia prima.

En una sartén amplia y honda mezclamos 3/4 de aceite de girasol y 1/4 de aceite de oliva (AOVE) y ponemos el fuego en posición medio-fuerte. Añadimos unas cáscaras de naranja (sólo la cáscara, sin el albedo -la parte blanca-) que van a aromatizar la fritura y también nos servirán como referencia de la temperatura porque colocaremos las torrijas cuando las cáscaras estén flotando y burbujeando -las retiraremos en ese momento-).

Empapamos muy bien las rebanadas de pan en la horchata, pero no tanto como para que se deshagan (diez segundos, por cada lado, suele ser suficiente). Pasamos las rebanadas por huevo batido y las freímos con el aceite bien fuerte pero controlando la temperatura para que se doren sin quemarse. Las vamos colocando en una fuente con papel de cocina que absorba el exceso de aceite.

En otra sartén derretimos una cucharada sopera de mantequilla, añadimos cáscara de naranja y de limón, un trozo de canela en rama y dos o tres clavos (especia, ojo). Salteamos todo a temperatura media, subimos el fuego y añadimos el amontillado. Cuando empiece a hervir acercamos una cerilla y flambeamos (cuidado con los extractores o muebles que quedan muy cerca del fuego) para que se evapore el alcohol. Ya sin llama bajamos el fuego y añadimos el zumo de naranja. Dejamos reducir a fuego medio hasta que todo el líquido se convierta en salsa (retiramos las cáscaras de cítricos, la canela y el clavo). Reservamos.

En un cacillo mezclamos tres o cuatro cucharadas de azúcar moreno con un par de cucharadas de agua y calentamos la mezcla hasta obtener un caramelo no demasiado espeso. Reservamos.

Servimos las torrijas (a mí me gustan aún tibias) cubriéndolas con un hilo de caramelo y otro de salsa de cítricos. Ponemos los ojos en blanco. Suspiramos. Repetimos.

El moscatel de Chipiona, las naranjas de nuestro jardín, los limones del vecino, la canela de nuestra visita a Tánger…

PD: No me resultó difícil elegir el vino con el que acompañar este postre versionado: Moscatel Dorado César Florido. Olvidaros del clásico moscatel denso y empalagoso (que tiene sus aficionados, por supuesto), este moscatel dorado que se cría en Chipiona (Cádiz), en una bodega familiar cuyas botas reposan a cincuenta metros escasos del Atlántico, es otra cosa. Un vino de postre delicadísimo, repleto de matices (cacao, miel, avellanas tostadas, roble…), que compro desde hace años, junto a un amontillado salino y un curioso fino amanzanillado, en el viejo despacho de la mismísima bodega.

Aquí está la prueba que quedó registrada en mi Instagram el 28 de octubre de 2018: la cazuela de quesos británicos salteados, en The Cheese Bar, alcanzó la categoría de delicatessen gracias a la inesperada compañía de este moscatel. El sol de Chipiona en Londres.

Un moscatel con el que (para mi sorpresa) cené el pasado otoño en The Chesse Bar (Candem Stables, Londres) donde brillaba con luz propia junto a la carta de quesos. La sugerencia de maridaje de un chef culto y atrevido, de esos que no le temen a las versiones.

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Me gustan los parques que dibuja Alicia Varela porque en ellos habita esa rara  belleza que nos regala el desorden (El arenque rojo, Alicia Varela).

 

«Julio se sentó en un banco cercano, desplegó el periódico y se dedicó a observarla. A medida que pasaba el tiempo aumentaba su desazón, porque penetraba en él con más fuerza el sentimiento de que algo de lo que poseía esa mujer era suyo también, o lo había sido en una época remota; lo cierto es que su modo de mirar y de sonreír, pero también de mover el cuerpo o de relacionarse con sus partes alteraron la situación sentimental de quien desde ese día, cada martes y viernes a las cinco de la tarde, entraría en el parque de Berlín con el único objeto de contemplar a aquella mujer» (El desorden de tu nombre, Juan José Millás).

 

El mapa de las ciudades en donde hemos sido felices nada tiene que ver con el triste callejero que manejan los taxistas o la fría pantalla de uno de esos navegadores que raramente permiten que nos extraviemos. El mapa nunca se corresponde con el territorio, y menos aún con el de los afectos. Nada sabe la razón de la cartografía con la que se orientan los sentimientos. Hay brújulas desobedientes que siempre apuntan al Sur y caminos que no llevan a ninguna parte (ni falta que hace).

Hace treinta años leí «El desorden de tu nombre», de Juan José Millás, y desde entonces en el planisferio íntimo en donde se va dibujando todo mi mundo, el real y el imaginario, quedó señalado un parque, el de Berlín, donde los protagonistas de la novela (Julio y Laura) se conocen y se reconocen. Imaginé ese parque madrileño, sin haberlo pisado jamás, y lo convertí en el verdadero protagonista del relato, quizá porque en él, en ese territorio desconocido, era donde se hacía posible el desorden, el fantástico desorden de vivir con el que nos tienta Millás (ese que de forma natural expresan los niños y que tanto miedo nos provoca a los adultos).  Yo que con frecuencia olvido la calle por la que he caminado cientos de veces, hasta no distinguirla de cualquier otra, y que confundo paseos y plazas del barrio en donde nací o de la ciudad en donde vivo, llevo treinta años recorriendo el parque de Berlín sin perderme nunca, sin haberlo pisado jamás. No soy capaz de señalarlo en un mapa, pero se dónde está.

En tantos y tantos viajes a Madrid el azar, de manera calculada y meticulosa, se ha empeñado en ocultarme el camino, cualquiera de los caminos (tangibles) que llevan a ese parque. Y quizá, quién sabe, alguna madrugada haya rozado sus esquinas. En cualquier extravío o en cualquier caminata decidida podría haber terminado en el parque de Berlín, en el verdadero parque de Berlín, pero nunca ocurrió (o no dejé que ocurriera, quién sabe).

«Eran las cinco de la tarde de un martes…«. Así comienza la desordenada novela de Millás. Y en la segunda línea ya detalla el autor a dónde nos dirigimos siguiendo los pasos del protagonista: «…había atravesado Príncipe de Vergara y ahora entraba en el parque de Berlín«. El martes pasado, a eso de las cinco de la tarde, después de encontrar el mapa y dejarme conducir por la mejor guía, atravesé Príncipe de Vergara y entré, por primera vez, en el parque de Berlín. Podría haber ocurrido cualquier otro día, a cualquier otra hora o de cualquier otra manera pero fue así, y así tuvo sentido.

Ahora es cuando yo debería escribir que mi parque imaginado era más hermoso que el real, que lo esperaba más grande o más pequeño, que jamás lo adorné con fuentes, que cuando todavía era un desconocido conservaba la magia de lo que no se ha visto aún, o que a partir del martes ya no puedo situar en ese territorio ningún sueño. Pero no, nada de eso puedo escribir porque el martes, este martes, el parque de Berlín era el mismo parque de Berlín que comencé a idear hace treinta años. Un territorio, sin mapa ni calendario, donde uno puede dejar que la vida, hermosa y traviesa, se desordene como suelen desordenarla los niños.

También me gustan los parques de Leire Salaberria porque en ellos hay espacio suficiente para imaginar lo que aún no existe.

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Quizá nació en la duna de Monsul, sorteó las rocas volcánicas del Cabo de Gata, dobló el perfil de la Sierra de la Plata y coronó, por fin, las arenas de Bolonia en donde me alborotó el pelo (y los sentimientos) antes de seguir viaje para, sin esfuerzo ni resistencia, desdibujar el paisaje, encender el deseo y achicharrar las dudas. El Levante es… así. (Foto: José María Montero).

 

«El deseo trabaja como el viento. Sin esfuerzo aparente. Si encuentra las velas extendidas nos arrastrará a velocidad de vértigo. Si las puertas y contraventanas están cerradas, golpeará durante un rato en busca de las grietas o ranuras que le permitan filtrarse» (Saber perder, David Trueba)

 

Parece un viento aunque, en realidad, es un estado de ánimo. Levante. Levantisco. Levantera. Cuando dobla la esquina de la Sierra de la Plata y encara la duna de Bolonia viene ya dispuesto a alborotarnos el pelo y los sentimientos. Viene buscando pelea.

Pule, con cada grano de arena envalentonado, nuestra resistencia. Lima el olvido y el porvenir. Enciende el deseo y achicharra las dudas, todas las dudas. Sin prisa. Sin esfuerzo aparente.

Maltrata las sombrillas, espanta a las abuelas y tuesta la piel (y la paciencia) de los niños. Viene buscando una gota de sudor, una lágrima, la saliva en la comisura de los labios, cualquier rastro de humana-humedad para convertirla en vapor salado. En un raro equilibrio, que no dejará de repetirse, se lleva lo que nos dejó el Poniente.

Sólo acostumbran a defenderlo los que aprendieron a cabalgarlo. Sólo elogian su bravura los que, sin miedo, despliegan sus velas cuando comienza a silbar, cuando quema entre los dedos.

Un día, quién sabe, tal vez nos envolvamos -libres- en el Levante y nos dejemos llevar, sin miedo, a contratiempo, a contraviento.

Recuérdame (si es que lo olvido) que el Levante nos arrastra a lugares en los que nadie nos conoce, rincones del Sur en donde nace este viento, cálido, que en realidad es un estado de ánimo, ese que, sin esfuerzo ni resistencia, enciende el deseo y achicharra las dudas.

Puede que nos barra, que nos borre o que nos brinde, de nuevo, la oportunidad de volar.
Pídeme que abra las puertas y las contraventanas cuando sople el Levante, como aquel sábado de marzo en el que fuimos arena y luz.
Mírame y dime si es así como lo recuerdas.

PD: Aquella primera noche, la de mi llegada, soplaba el Poniente. La última noche, la de la despedida, nos visitó el Levante. Escribo sobre el viento para que lo que escribo llegue lejos, justo a donde tiene que llegar…

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Esto es lo que ve Coelho al atardecer, así, al natural, sin filtros. Pero por muy espectacular que sea el mirador es mucho más lo que oculta Lisboa que lo que muestra… (Foto: José María Montero).

Partiste, tudo na vida tem fim / Sempre disse cá para mim que isto iria acontecer…»  (Vou lá ter, Mario Móniz)

No, no me hice una foto con Pessoa en la puerta del Café A Brasileira. No, no peregriné a Belém en busca de pastéis, ni me aburrí en una cola interminable para apiñarme en el elevador do Carmo, ni pagué una fortuna para cenar unos petiscos resecos mientras alguien decía cantar fados. Apenas pisé el corazón del Chiado, escapé de la rúa Augusta, evité el Terreiro do Paço, no subí al Castelo ni metí codo para poder embutirme en el 28 (sacando medio cuerpo por la ventanilla para fotografiar el Largo da Sé o el de las Portas do Sol).

No, no me subí a un tuk-tuk, ni a un Go-car, ni a un Segway para conocer lo que sólo se puede conocer andando despacio, muy despacio.

¿Qué se esconde en la otra orilla? ¿A dónde nos llevó el Cacilheiro? ¿Quién escribió «Atira-te ao rio» al final de este paseo por la otra Lisboa? (Foto: José María Montero).

No, no es esa mi Lisboa, la Lisboa a la que viajo desde que era niño, la Lisboa de la que me enamoré gracias a mis padres. Aquellas señas de identidad que me deslumbraron cuando apenas tenía doce o trece años han sido devoradas, y prostituidas, por un turismo de masas que poco o nada sabe del delicado espíritu de esta ciudad o, lo que es peor, que aún sabiendo cuál es el alma de Lisboa no duda en sumarse a esa corriente simplona y mercantilista que se recrea en los tópicos hasta convertirlos en dogmas o caricaturas. Y no hablo de reservar esa Lisboa a una élite, ni de despreciar a cualquiera que, sin mala intención, se deja llevar por aquellos que comercian con Lisboa como quien vende una entrada para Disneyland. No, este no es un discurso exclusivo, sólo para iniciados. Sin necesidad de ser un erudito ni un apóstol del turismo sostenible se puede ser visitante en Lisboa (y en cualquier sitio) aplicando el más sencillo respeto, el que nace de la  empatía y el sentido común.

Así habla Mouraria… (Foto: José María Montero)

Que sí, que sí, que las administraciones lusas tienen mucho que decir a este respecto (y es justo reconocer que la izquierda lisboeta está ejecutando decisiones trascendentales, como la de evitar la privatización del transporte público), pero que conviene no olvidar que todo empieza, mucho antes que en un decreto o en una ordenanza, en la doméstica decisión que tomamos cualquiera de nosotros.

Claro que mola subirse a los tranvías, pero a lo mejor hay que moderarse cuando uno descubre (y no hay que ser un lumbreras para darse cuenta) que son el medio de transporte, público y popular, para cientos de lisboetas, esos  que tienen serias dificultades para abordarlos cuando a todas horas suelen ir abarrotados de turistas. Esa es una decisión individual y sencilla, pero hay muchas más.

El relevo generacional está asegurado: con la gran fadista Diana Vilarinho en el Barrio Alto (al filo de la medianoche), después de su actuación en la minúscula Mascote da Atalaia.

Decidir que dos calles más allá de esa plaza atestada hay hermosos rincones (casi) solitarios. Decidir que el fado, el auténtico fado, hay que buscarlo, y rebuscarlo, en pequeñas tabernas en las que (casi) no hay turistas, porque el fado, el auténtico fado, no es el hilo musical de un triste parque temático. Decidir que no vamos a hospedarnos en alojamientos sospechosamente baratos situados en el casco histórico de la ciudad porque si lo hacemos así (casi) siempre estaremos  alimentando el negro negocio de los alquileres especulativos, esa mafia legal que expulsa a los vecinos de sus casas para comerciar con ellas. Decidir que la auténtica comida lisboeta es la que comen… los lisboetas, la que se sirve temprano, a precios populares pero con todo el mimo del mundo, en las tascas de los barrios menos turísticos o, incluso, en la humilde cantina de un céntrico convento de monjas. Decidir que en Lisboa se puede ir andando a (casi) todos lados. Decidir hablar tan bajito y ser tan educados como (casi) todos los portugueses. Decidir que hay otra Lisboa más allá de Graça, de Estrela o del Bairro Alto, otra Lisboa a la que se llega en el Transtejo, en el destartalado Cacilheiro o brujuleando, sin prisa, por Ourique, Santos, Mouraria, Mandragoa, Estrela d´Ouro…

Mirando al Tajo desde el ojo entreabierto del MAAT (Foto: José María Montero).

Y no, la otra Lisboa de la que hablo tampoco es esa urbe cool que hace unos días nos pintaban en el dominical de El País, ese paraíso poblado de pijipis que vampirizan el espíritu de la ciudad para vendernos no-se-qué-moda-y-no-se-qué-ultimísimo-diseño-exquisito-y-no-se-qué-star-up-tecnológica-de-rabiosa-vanguardia. Lo siento, si en un reportaje dedicado a Lisboa leo que el futuro está en manos de eso que uno de los entrevistados llama «gente guapa», si leo que las nuevas inmobiliarias «más que edificios crean conceptos», o si leo que alguien admite que «el precio de los pisos está por las nubes» pero se justifica añadiendo que «hace poco nadie los quería», entonces concluyo que, efectivamente, esa tampoco es Lisboa, al menos no es mi Lisboa. Y sí, claro que hay espacio para ese grupo de emprendedores cool que  seguro está dinamizando la ciudad (yo mismo he celebrado en esta última visita el continente  del MAAT, la elegante almeja que se abre al Tajo sin destrozar el horizonte gracias a las curvas orgánicas de Amanda Levete, aunque el
contenido
 sea discutible y los titulares del museo sean más que discutibles…), pero, aún así, por favor, que no nos vendan que eso es Lisboa, la otra Lisboa  («Lisboa, ¿pero dónde estabas», se titula el reportaje), porque eso, eso mismo, ya lo he visto, lo he vivido y lo he sufrido, en Nueva York, en Berlín, en Buenos Aires o en Barcelona.

Y se va… desde las Escadinhas da Rua das Farinhas (Foto: José María Montero).

Lisboa ha sobrevivido a un terremoto, a una dictadura, a Bruselas y sus hombres de negro… Lisboa sobrevivirá a los cruceros y a los hipster, a la especulación y a la fast food. Lisboa, aunque ahora no lo parezca, sigue sin tener prisa, y conserva intactas, aunque ahora deba ocultarlas, sus más poderosas señas de identidad. El alma de Lisboa no es fácil de entender, y mucho menos de vencer. Amigos y enemigos, aunque estos últimos no lo admitan, están condenados a enamorarse de esta ciudad en la que todos los relojes, y todos los calendarios, mienten.

PD: No, no me hice una foto con Pessoa en la puerta del Café A Brasileira porque le tengo su respeto al poeta y porque su espíritu, no en frío bronce sino en vivo, es fácil de reconocer en la conversación queda tejida con ese viejo vecino que busca el fresco en el escalón de su casa de Alfama, o ese otro que resopla, sin lamentarse, mientras corona unas escadinhas en Mouraria, justo cuando el sol se despide de Lisboa, de mi Lisboa, de esa otra Lisboa.

Carlos «Lola» en el escalón de su casa de Alfama. ¿Quién necesita fotografiarse con la estatua, fría, de Pessoa? (Foto: José María Montero).

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¿Dónde estará este canuto del Parque Natural de Los Alcornocales? Habrá que preguntarle a Peter Manschot, que hizo la foto, aunque no estoy muy seguro de que quiera revelarnos la ubicación exacta de este bosque secreto…

¿Se os ocurre mejor estación que la primavera para internarse en alguno de los bosques secretos de Andalucía? Al margen de los circuitos habituales, y las rutas más trilladas, el monte andaluz esconde espacios singulares que raramente encontraréis en una guía turística al uso. Quizá no debería revelarlos, para que siguieran siendo el secreto de unos cuantos enamorados (cada vez más, también es verdad), pero no puedo resistir la tentación de compartir la fascinación por un grupo de pequeñas arboledas en donde lo inusual dibuja paisajes de gran belleza.

  • Canuto del Montero (Alcalá de los Gazules, Cádiz). Sobre una superficie de algo menos de 400 hectáreas crece uno de los bosques de niebla más interesantes de la región. Este tipo de formaciones, conocidas popularmente como canutos, registran un particular microclima húmedo y cálido, motivo por el que en ellas encontraron refugio, hace más de 50 millones de años, un nutrido grupo de especies vegetales que entonces proliferaban merced al ambiente casi tropical que dominaba el continente. En este caso, siguiendo el curso del río Montero, crece una tupida arboleda de quejigos que, buscando la luz en la espesura, se levantan por encima de los 20 metros y que suelen estar tapizados de musgo y cubiertos de hiedras. No menos espectaculares son las tallas que alcanzan los alcornoques, alisos, avellanillos, laureles o madroños.
  • Acebuchar de las Machorras (Jerez de la Frontera, Cádiz). Machorra es el término que en esta comarca se asigna a un bosquete aislado de otro y que presenta una espesura importante. Estas machorras jerezanas están compuestas por acebuches, el antepasado de los olivos que hoy cultivamos, su variedad silvestre. Con frecuencia esta especie se presenta como arbusto por lo que, a pesar de su longevidad, no es fácil contemplarla con el porte de un árbol. Los acebuches que crecen en las 74 hectáreas de este enclave, centenarios sin duda, alcanzan perímetros de más de 4 metros y alturas que rondan los 13 metros.
  • Secuoyas de La Losa (Huéscar, Granada). En la segunda mitad del siglo XIX el duque de Wellington regaló al marqués de Corvera algunos ejemplares de secuoyas, procedentes de norteamérica, para la ornamentación del cortijo de La Losa. Hoy medio centenar de estos imponentes árboles se alzan muy por encima de los pinos laricios que los acompañan.
    Aunque no alcanzan el centenar de metros que llegan a medir en sus lugares de origen, estas secuoyas granadinas superan los 50 metros de altura. Arboledas de la misma especie crecen en otros enclaves de la provincia de Granada, como el barranco de los Tejos (Aldeire) o el vivero del Posterillo (Jérez del Marquesado).
  • Fresneda del río Cuzna (Obejo, Córdoba). Los bosques de ribera, que antaño adornaban la mayor parte de los cauces andaluces, han sufrido, como pocas formaciones vegetales, un implacable proceso de exterminio. Por este motivo, la extensa fresneda del río Cuzna, que abarca más de 100 hectáreas, compone un paisaje que cada vez es más difícil de contemplar. Los fresnos están aquí acompañados de tamujos y adelfas, y si se quiere disfrutar de una buena panorámica de esta arboleda lo mejor es acercarse a la atalaya que brinda el puente de la carretera que enlaza Obejo y Pozoblanco.
  • Coscojar de Peñas Rubias (Adamuz, Córdoba). La coscoja es un arbusto bastante frecuente en Andalucía, donde suele componer formaciones de gran densidad hasta el punto de ser prácticamente impenetrables. Sin embargo, no es fácil encontrar bosquetes de esta especie con ejemplares de porte arbóreo. El coscojar que crece en la umbría del abrupto paraje de Peñas Rubias, junto a un olivar, reúne ejemplares de hasta 7 metros de altura y 50 centímetros de perímetro de tronco, acompañados de quejigos, madroños y agracejos.

La naturaleza, en uno de sus raros sortilegios, es capaz de convertir el patrimonio ambiental en patrimonio afectivo. De esto sabe mucho mi amigo el fotógrafo holandés Peter Manschot con el que he tenido el privilegio de colaborar en varias obras y en particular en ese reciente bellezón que se titula «Andalucía, paisajes de empoderamiento», en el que podréis encontrar la imagen de alguno de estos bosques secretos. Encontrarlos, a pie, ya es cosa vuestra…

 

 

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