Feeds:
Entradas
Comentarios

Archive for the ‘Zen’ Category

Musgo sobre la tinaja de Los Linares (Villaviciosa de Córdoba, 29 de enero de 2022). Foto: José María Montero

«Amigos nada más, el resto es selva» (David Trueba)

En esta gota de rocío, que bañaba el musgo de la vieja tinaja familiar, quedaron atrapados los primeros rayos de sol de una mañana de enero en la Sierra Morena cordobesa.

Casi doce meses después, despidiendo el año, la naturaleza me sigue causando el mismo asombro que cuando era niño, al igual que celebro, como si no fuera adulto, la amistad más sencilla, la vuestra, la que no necesita de motivos ni explicaciones.

Estamos demasiado lejos de casi todo. Pocas cosas quedan lo suficientemente cerca como para reconocerlas y tocarlas y entenderlas.

Vuelvo a desearos la felicidad que ya hemos compartido, la que nos espera escondida en el nuevo calendario. La que haremos nuestra en cualquier lugar, sin motivo ni explicación.

Anuncio publicitario

Read Full Post »

ESA EDAD…

«Una vez a la semana llega una mala noticia. Una vez al mes hay un funeral. Pierdes a amigos cercanos y descubres una de las peores verdades de la vejez: que son irremplazables» (Nora Ephron, No me acuerdo de nada).

Esa edad en la que las balas pasan silbando. En la que el dolor de tus amigos se convierte en tu propio dolor. Esa edad en la que cada amanecer es un milagro, una conquista, un regalo. Esa edad en la que sabes que no serás eterno, ni lo serán las personas a las que quieres. Esa edad en la que el tiempo ya no es infinito y los días son días contados. 

Esa edad… y esta rabia.

Read Full Post »

La mayor parte de los problemas del mundo se deben a la gente que quiere ser importante”. (T.S. Eliot)

Mi experiencia me dice que Eliot tenía razón. Yo no alcanzo a hablar en términos planetarios pero al cabo de unas cuantas décadas de bregar entre humanos la mayor parte de los problemas que, sin tener que ver con la salud o los accidentes vitales, me han producido algún que otro dolor de cabeza, notables desengaños, enfados intensos (aunque pasajeros) y, sobre todo, decepciones, esas sí, de tamaño planetario, los han provocado personas que querían ser importantes (a toda costa).

Y no me refiero a esa dosis de ego, medida y saludable, que nos permite ser y estar entre nuestros iguales. Tampoco a la demanda, ponderada, de reconocimiento, o a la necesidad, vivificante cuando no nos desborda, de resultar significativos en la vida de otros. No, no hablo de esos juegos del Yo con los que nos construimos y nos relacionamos. No me refiero a esa búsqueda ciega de certezas con la que tratamos de burlar al olvido. La certeza, ya lo conté en este mismo blog, está sobrevalorada y a veces su búsqueda nos hace pasar por encima de nuestros semejantes, cuando lo común, lo humano, es la incertidumbre y sus correspondientes contradicciones (que deberían vivirse con la humildad correspondiente). Walt Whitman hablaba de las multitudes que lo habitaban y que eran la fuente de sus contradicciones, y el Dr. Cardoso, uno de los personajes de Sostiene Pereira, defendía la existencia de una suerte de confederación de almas que, aún sometidas al Yo hegemónico, dependían de un incierto equilibrio de fuerzas que iba modulando nuestra manera de ser, a veces con inesperados quiebros que sorprendían a los que esperaban de nosotros una personalidad inmutable, firme y consecuente.

Lo más interesante de la vida es aprender. En la medida en que tenemos una actitud discipular, es decir, de receptividad y de humildad, la vida es interesante. La humildad es el punto de partida y el punto de llegada. Lo que nos impide ser humildes y receptivos son nuestros prejuicios . (Pablo d´Ors)

Los importantes no se contradicen, y si lo hacen enmascaran esas fintas como nuevas certezas aún más inquebrantables que las anteriores. Yo siempre he desconfiado de esas personas que dicen no haber cambiado nunca de opinión, las que se mantienen firmes desde hace décadas en sus planteamientos, sin una fisura, sin un matiz, sin una reconsideración. Lo que parece un signo de integridad a mi se me antoja un síntoma de fragilidad, de miedo a lo desconocido, de resistencia al cambio (que es como resistirse a vivir). Los importantes suelen ser personas temerosas, de esas en las que el escudo del ego protege (oculta) unos mimbres débiles e inestables, apenas sostenidos por los prejuicios.

Admito que todos vamos sorteando como podemos la tormenta, y ciertos juegos de ese Yo que no deja de multiplicarse para sobrevivir, esas contradicciones del que es uno y es muchos, son las que con frecuencia nos salvan del naufragio. Lo explica la psicóloga norteamericana Patricia Linville en su “modelo de autocomplejidad”, en el que, precisamente, esa confederación de almas que inventó Antonio Tabucchi es la que nos hace resistir aún en las peores circunstancias. La autocomplejidad de Linville se refiere al número de representaciones que componen el Yo, y al grado de diferenciación que mantienen. Y son precisamente las personas con una elevada autocomplejidad, aquellas que conviven con sus contradicciones sin cercenarlas ni tampoco identificarse con una sola representación, “las más resistentes a los sucesos vitales negativos, puesto que aunque una parte de su identidad quede cuestionada o debilitada por estas experiencias, siempre existirán otras partes del Yo que podrán utilizar como anclaje psicológico”.

La biodiversidad, pues, también resulta decisiva en términos psicológicos, de manera que cuando se reduce el número de perspectivas, la nómina de actores dispuestos a ser Yo en función de cómo evoluciona este teatrillo mundano, se empobrece todo, nos empobrecemos nosotros (y sufrimos) y hacemos que el mundo también se empobrezca porque buscamos ahí afuera, a golpes si es necesario, lo que sólo puede existir dentro de nosotros mismos. Sufrimos y hacemos sufrir.

“Hay auténticos expertos en echar la pelota fuera y sacudirse el muerto. En lugar de apuntar con el dedo siempre al otro, el sabio se apunta siempre a sí mismo: ¿cómo puedo ayudar en esto? Sería mejor que las flechas nos las dirigiéramos siempre a nosotros. Así haríamos diana de vez en cuando” (Pablo d´Ors).

En resumen: no seré yo quien lamente los dislates del ego como algo ajeno, porque en gran medida son los que nos mantienen vivos. Cuando me quejo, como Eliot, de la capacidad de destrucción de los importantes no me refiero a la notoriedad que todos tratamos de alimentar para ser nosotros mismos, en nuestra humana ordinariez, y ser queridos en esa simplicidad, sino a esa importancia mayúscula que algunos quieren imponer a los demás para ser reconocidos como seres extraordinarios a cuyos deseos (sean cuales sean) hay que plegarse con las correspondientes genuflexiones.

Algunos de estos importantes son fáciles de identificar por las graves consecuencias que acarrea su ego desbocado. Ahí tenemos a Putin como en su día tuvimos a Hitler. Pero ellos son sólo la punta del iceberg, los más peligrosos, los más visibles, de una extensa comunidad de importantes con los que tenemos que lidiar a diario y que en la mayoría de los casos (afortunadamente) no recurren a la violencia para pavonearse, aunque se toman su tiempo, sin escatimar en alambicados recursos, para hacernos la vida un poco más incómoda, un poco más oscura, un poco más inhumana. A esos importantes me refiero, a los que nos reclaman, desde la proximidad de lo cotidiano, que los adoremos sin rechistar puesto que son, insisto, seres extraordinarios, como también lo son sus obras. Los más inofensivos, también hay que decirlo, aunque sean de entre todos los importantes los más ridículos, son aquellos que no necesitarían recordarnos a diario lo necesarios que son en un mundo grisáceo, porque en verdad ponen algo de luz en la oscuridad, y aún así, desde ese algo que ya son quieren ser el todo, poseídos por el síndrome que Miguel Delibes llama “el del sapo gordo”, ese batracio que se infla tanto para cantar que termina ocupando toda la charca, desplazando a cualquier bicho viviente en el rico concierto nocturno. Cuando en Sevilla se celebraban los fastos de la Expo92 circulaba el chascarrillo que aseguraba que al entrar en un photomaton y depositar las monedas la máquina preguntaba: “¿Quiere las fotos solo o con Rojas Marcos?” Efectivamente, Alejandro Rojas Marcos era el alcalde de la ciudad en aquel fastuoso periodo, y posiblemente estaba poseído, como tantos otros políticos, por este síndrome que hoy sigue adornando a muchos importantes.

También cabe señalar, con algo de compasión, a los importantes que cultivan la estupidez (tal y como la definió el economista Carlo María Cipolla), es decir, individuos que en su avidez de notoriedad mayúscula no dudan en “ocasionar pérdidas a otra persona, o a un grupo, sin que ellos ganen nada o incluso salgan perdiendo”. Es una sencilla regla de coste y beneficio, en la que “el indefenso sale perdiendo mientras los otros ganan, el inteligente sale ganando al mismo tiempo que los otros también ganan, el bandido se beneficia en la medida en la que los demás pierden, pero el estúpido es el único que consigue que todos, incluido él mismo, pierdan”. De estos importantes también he sufrido a unos cuantos y sin duda, insisto, mueven más a la compasión que al enfado.

De toda esta fauna habla David Trueba en “Queridos niños” cuando hace un retrato, tan ácido como fiel, de nuestra clase política y mediática, de nuestra sociedad sometida al capricho de los importantes. Si esta hubiera sido mi única lectura en las pasadas (y pequeñas) vacaciones, y aún admitiendo que la novela contiene elevadas dosis del mejor humor, hubiera perdido toda esperanza en la supervivencia de nuestra especie, consumida por los importantes y sus delirios de grandeza. Pero, como lector caótico que soy, he vuelto a leer a dos bandos, a mezclar dos libros dispares como el que combina veneno y antídoto. Cuando la realidad de Trueba se me hacía muy cruda escapaba a los cálidos brazos de Pablo d´Ors y su “Biografía de la luz”, un potente ensayo que nos desvela toda la provocación existencial que se esconde en el evangelio; sí, he escrito bien, en el evangelio cristiano. Así, he pasado la Semana Santa entre lo mundano y lo espiritual, entre el barro y la gloria, entre la soberbia y la humildad. Y, por supuesto y sobre todo, entre amigos, que sí que me son (muy) importantes aunque ellos jamás presumirían de algo así.

“Amigos nada más, el resto es selva. Caí en la cuenta de que la gente más valiosa en mi vida es la que me ha empujado a fabricar unos ideales, puede que ficticios, pero tan hermosos que da gusto jugar a que existen, apostar por ellos“ (David Trueba).

Nota al pie: La cita de Eliot la recordé hace poco en la Alhambra, cuando de la mano de Blanca Espigares recorrimos la ciudad palatina descubriendo cómo algunas de las frases que, en árabe, adornan las estancias son precisamente un elogio de la humildad, quizá porque los líderes espirituales de entonces querían conjurar así la indisimulada soberbia que se manifestaba en la decoración de estos palacios.

La distancia, en el espacio (Ucrania) o en el tiempo (Edad Media), nos coloca en una posición muy cómoda a la hora de lamentar la vanidad de los otros, y sus nefastas consecuencias, pero es que no solo hay que dolerse del orgullo criminal de Putin cuando en cualquier comunidad (laboral, vecinal, familiar, profesional) tenemos a zares (y zarinas) de bolsillo dispuestos a aniquilar a quien les lleve la contraria, a quien discuta su importancia o la menosprecie, a quien proyecte una diminuta sombra sobre su rutilante figura; es que raro es el día que no tienes que esquivar un codazo, una zancadilla, un mal gesto o una palabra subida de tono. Es que la guerra habita entre nosotros, es que el germen de la soberbia se esconde en lo cotidiano, esperando el momento de germinar. Pero, eso sí, sólo crece si lo alimentamos. El silencio es, en este caso como en tantos otros, el mejor tratamiento, el más económico y el más sencillo (bueno, para callar se requiere una cierta habilidad, pero no mucha…).

Read Full Post »

La de cosas que está iluminando este virus. La de personalidades, bien trajeadas, que quedan al desnudo cuando aparece una emergencia. La de discursos romos que retratan a los que, en tiempos de bonanza, se nos presentaban como chispeantes interlocutores. Con qué facilidad, cuando nos alcanza la tormenta, se quiebra la falsa empatía y aparece el sálvese-quien-pueda.

Esta pandemia ha multiplicado algunas perturbaciones sociales hasta convertirlas en insana costumbre, uno de esos hábitos casposos que, sin apenas oposición, se extienden a mayor velocidad que los patógenos. Por ejemplo, hemos descubierto con asombro que el país cuenta con cientos de miles de epidemiólogos aficionados, guardias civiles voluntarios y economistas de fin de semana, a los que tenemos que padecer en sus delirantes juicios, incómodas denuncias y absurdas recetas.

Hay en esta caterva de borregos un grupo que me resulta particularmente incómodo y dañino, un rebaño que lleva con nosotros toda la vida pero que en momentos de zozobra se viene arriba y nos da la turra hasta límites insoportables. Son esos profetas del apocalipsis que culpan de todos los males a los «jóvenes», así, en sentido genérico. Resulta paradójico verles hablar del futuro de sus hijos y de sus nietos, a boca llena, y, al mismo tiempo, atizarles a los «jóvenes» por su manifiesta irresponsabilidad, esa que, a su espantado juicio, nos conduce al precipicio.

Recibo vídeos de señoras repintadas, así como muy modernas, que cargan contra los jóvenes por salir a la calle cual «descerebrados» poniendo en peligro a toda la sociedad (al universo en su conjunto, diría yo). Leo parrafadas en Facebook de otoñales gurús, progres de toda la vida, que señalan a los jóvenes, «maleducados» en su conjunto, como únicos responsables de la suciedad que se desparrama por nuestras calles y parques, de la indiferencia frente al cambio climático y del derroche energético.  Acumulo tuits de ingeniosos internautas que reclaman el internamiento (¿Guantánamo?) de los «jóvenes», sin rechistar, para evitar la cuarta, la quinta o la sexta ola pandémica.

No es cuestión de DNI, aquí nada tiene que ver la partida de nacimiento, sino de discurso. Quien así se expresa se ha hecho viejo de golpe, carcamal sin remedio. No sabría decir hasta dónde se extiende la juventud pero no hay duda de que en estos casos se ha extinguido para no volver.
Y digo que desconozco los límites de la mocedad porque he tenido el privilegio de tratar a jóvenes sexagenarios, septuagenarios, octogenarios y nonagenarios como María Novo, Satish Kumar, José Manuel Caballero Bonald o Clara Janés, a los que, jamás, he oído hablar de los «jóvenes» como una excrecencia social, como una perturbación, como alienígenas de imprevisible y peligroso comportamiento. Al contrario, han celebrado, celebran, el fértil estímulo que brindan los pocos años, el atrevimiento de la adolescencia, la frescura de los que, como resueltos exploradores, se internan por territorios desconocidos, la compañía de los que aún tienen pocos miedos y casi ninguna posesión, la creatividad de los que se saltan las reglas. Son jóvenes que hablan de los jóvenes, entre iguales, sin juicios, sin condenas, sin ni siquiera dar lecciones (o haciéndolo con la humildad de quien no está seguro a pesar de la experiencia).

Nuestras ciudades (hostiles) no las han diseñado los jóvenes. El cambio climático no ha venido de la mano de los jóvenes. Las desigualdades, las guerras, las hambrunas… no son obra de los jóvenes. Ellos son las víctimas y, aún así, los victimarios se quejan de lo irresponsables que son los «jóvenes».

El parrandeo sin mascarilla ni distancia se hace muy visible en la calle (el territorio natural de los jóvenes), y absolutamente discreto en los jardines de las unifamiliares (en donde se refugian los más talluditos). La diversión a puerta cerrada, el aislamiento y la moderación son cosas de adultos (con haberes). ¿Qué porcentaje de jóvenes incumplen las medidas de seguridad? ¿Alguien lo sabe? ¿Por qué se carga de manera tan desproporcionada contra los jóvenes?

Mis redes sociales están repletas de viejunos a los que se les ha averiado la empatía (o nunca llegó a funcionarles). Desprecian, a pesar de su aparente erudición, el coste colectivo que tendrá la ausencia de vida universitaria presencial, la limitación en los viajes o en las actividades culturales, las relaciones afectivas cercenadas, el miedo a un futuro más incierto que nunca. A estos carcas sólo les interesa de los «jóvenes» ser el argumento bienintencionado de sus minúsculas acciones («lo hago pensando en el futuro de los más jóvenes») o los destinatarios de su cabreo existencial («con jóvenes así no vamos a ninguna parte»).

En una cosa tienen razón: hay jóvenes que no respetan nada. Menos mal: esta es la única esperanza posible.

Nota al pie: No quiero imaginar cómo eran estos carcas cuando tenían 16, 18, 20 años… si es que alguna vez los tuvieron.

Read Full Post »

Ilustración de Martín Tognola (http://www.martintognola.com/) para La Vanguardia.

Me importa lo que sucede en la noche / estrellada de un verso” (Mujer de primavera, Joan Margarit).

De manera delicada pero decidida llevo varios meses renunciando a lecturas que sean demasiado ásperas, libros que sólo involucren al raciocinio, obras en las que no haya espacio para la calma, las emociones o el sencillo goce de la contemplación. Quizá se trate de uno más de los muchos efectos secundarios que nos provoca este confinamiento para el que se requieren dosis extraordinarias de templanza.

Acabo de leer Sálvora, de Julio Vilches, el sincero relato de la vida en esta diminuta isla gallega, el diario, repleto de envidiables cotidianidades, de uno de nuestros últimos fareros. Y la otra noche comencé Pensamientos desde mi cabaña, de Kamo no Chômei, otro texto autobiográfico, en esta ocasión del poeta que, convertido en eremita, reflexiona, con un lenguaje milagrosamente simple, sobre el mujô, el sentimiento de impermanencia, de transitoriedad; la belleza, y la tragedia, de lo efímero que nos acompaña (aunque no siempre lo advirtamos) durante toda la vida.

En realidad he terminado un libro para empezar a leer… el mismo libro, si bien las dos obras están separadas por más de ocho siglos, pero es que la poesía, aunque se oculte en una biografía, en un ensayo o en una novela, nunca me cansa. Tampoco en ella distingo calendarios ni nacionalidades, y hasta la lengua es un obstáculo salvable cuando nos guía un buen traductor. Por eso, mientras aún tengo en el paladar el relato de Vilches y ya estoy saboreando las sutiles observaciones de Chômei, picoteo, como acostumbro, en algún poeta que lo es a pecho descubierto. En verano revisité a Whitman y este otoño se me apetece releer a Margarit, que no es mala compañía para un farero y un eremita.

Leer a Margarit es admitir que estamos rodeados de poetas circunstanciales, vates de saldo que se emboscan en el género más difícil convencidos de que es el más sencillo. El catalán, que se gana la vida con la arquitectura, no acude a la poesía como distracción, ni como escaparate en el que exhibirse. No hay en su obra impostura ni banalidad. Cada verso es un verso escogido, y cada poema hace un poco más hermoso, menos oscuro e indescifrable, este mundo. Lo cual nos lleva a admitir, si es que de verdad apreciamos la poesía, que un mal verso lo tiene cualquiera, pero que ese mal verso termina por ensuciar el mundo.  

Intento ejercer una inteligencia sentimental a través de la poesía, a la cual no pienso que le quede más característica para identificarse respecto de la prosa que la concisión y la exactitud. Es la más exacta de las letras en el mismo sentido que las matemáticas son la más exacta de las ciencias. Y si se trata de un mal poema, ensuciará el mundo, como una bolsa de basura dejada en medio de la calle. Porque un mal poema no es neutral, sino que contribuye a ensuciar, a desordenar el mundo, igual que un buen poema contribuye de algún modo al orden y la higiene del mundo. Aunque sepamos que al fin predominará la basura: así lo asevera el segundo principio de la Termodinámica, que es un principio serio y terrible, que también establece la relación entre vejez, gloria y muerte (Prólogo a El primer frío, Joan Margarit).

En la poesía de Margarit todo encaja con humilde precisión, y no necesita de muchas palabras, ni tampoco requiere el abuso de obviedades por el que transita cualquiera de esos poetas circunstanciales, para nombrar el misterio, tratando de alcanzarlo, tratando de entenderlo.

Cavar entre las piedras, los terrones,
las raíces que nunca arrancarás.
Es el precio que tiene lo profundo.
Cavar es religioso.
Es una forma de bondad.
Cavar de noche. Luego arrodillarse
y alzar los ojos hacia el firmamento
sin olvidar que todo ha de buscarse en tierra:
cómo alzar una casa, o escribir poesía.
Incluso desde dónde poder volver a amar
en este temporal de la memoria
”. (Conocimiento, Joan Margarit)

Mientras Margarit alza una casa, como quien escribe poesía, otros, brocha en mano, repintan escombros y los adornan con lazos y mentiras. No es de extrañar que ripio sea sinónimo de cascajo, de fragmento, de hojarasca insustancial.

La casualidad, que casi nunca es casual, ha querido que Ramón Buenaventura, al que sigo con devoción desde que lo descubrí en Tánger (gracias a Nines), se ocupe estos días de la misma cuestión: ¿Son conscientes los poetas de la basura que escriben? La pregunta se las trae, pero en descargo de Ramón, brillante traductor, estimulante poeta y cibernauta precoz, hay que precisar que el interrogante lo toma prestado de un artículo de Alberto Olmos en El Confidencial. A Olmos no lo frecuento pero me da a mí que le gusta provocar, pero es que, como también advierte Buenaventura, los intereses de Olmos y su afición por la pirotecnia me resultan del todo ajenos, si bien hay que admitir que el articulista se acerca a las claves de esta anomalía para retratar, con crudeza, a los vates de saldo que tanto me molestan, a los basureros de la poesía de los que huye Margarit.  

 “Lo que aleja a los lectores de la poesía no es la dificultad del texto, sino la facilidad con la que uno se convierte en poeta. En España es más fácil ser poeta que ser ministro, que ya es decir. Cualquiera puede ser poeta sin necesidad de abrir nunca un libro, igual que ministro. El reciente premio Espasa de Poesía es un ejemplo definitivo. Viene a decirnos que poesía es todo aquello que, si tuvieras el más mínimo pudor, no le dejarías leer a nadie. Cuantos más lectores tiene esta poesía, más lejos estamos de la poesía. Es el horror democrático: decirle a la gente que la poesía no es mejor que ellos, sino un poquito peor”. (¿Son conscientes los poetas de la basura que escriben?, Alberto Olmos en El Confidencial).

Mucho me temo que estos largos días de confinamiento habrán servido para alimentar las ínfulas poéticas de miles, de cientos de miles de ciudadanos, a los que tendremos que padecer, si un compasivo editor no lo remedia, durante meses. Con ellos, empeñados en saciarnos a base de metáforas azucaradas e hipérboles campanudas, nunca se despierta el apetito, el hambre resulta del todo imposible.

En fin, un mal verso lo tiene cualquiera.

Siento el poema en el estómago:

un hambre que me salva de la muerte” (Un viejo pasea, Joan Margarit)

Read Full Post »

Espantados ante la terrible perspectiva de disponer de cientos de horas libres, y no saber muy bien qué hacer con ellas, las redes se llenaron, en los primeros minutos de la emergencia, de tutoriales para entregarse al macramé aún sin conocimientos previos, manuales para tocar el oboe con soltura en una semana, actividades para entretener a preescolares sin recurrir a los opiáceos, enlaces para ver gratis todo el cine búlgaro (no subtitulado), conciertos (en streaming) desde los domicilios de los principales solistas de Didgeridoo afincados en Queensland, recetas (infalibles) de la cocina tradicional peruana adaptadas para Thermomix, plantillas para imprimir y colorear la obra completa de Pollock o libros electrónicos suficientes para estar leyendo dieciséis horas diarias hasta la Feria del Libro de 2120.

La avalancha de tentadoras ocupaciones domésticas (incluidas las que te capacitan, en dos o tres lecciones on-line, para opinar como resuelto virólogo o sentenciar como avezada epidemióloga) no se ha detenido y, sin embargo, escasean los llamamientos a la vaguncia radical, las soflamas en defensa de la inactividad absoluta o las prédicas alabando las infinitas virtudes de la indolencia. El confinamiento doméstico al que nos ha conducido el coronavirus ha excitado a los defensores del ocio productivo y tiene en silencio a los gandules.

A pesar de sus escritos, no me imagino a Bertrand Rusell ni ocioso ni aburrido. Menuda contradicción…

Es cierto que algunos estamos genéticamente incapacitados para quedarnos quietecitos (valga este post como prueba) pero para aquellos que estén considerando la posibilidad de internarse en el seductor territorio de la gandulería, y no quieran convertirse en objeto de crítica o burla por parte de sus semejantes virtuales (todos ellos ocupadísimos, por el bien de la Humanidad, haciendo macramé, tocando el oboe o viendo cine búlgaro), he preparado un contundente argumentario filosófico recurriendo a mi adorado Bertrand Rusell (al que ya sabéis que visito cada vez que la realidad me supera y necesito algo de luz).

Siguiendo las reflexiones de Russell he llegado a la conclusión de que la ociosidad (no productiva) a la que invita el confinamiento domiciliario tiene, como mínimo, tres ventajas que fácilmente vais a identificar ayudados por algunos párrafos de su obra, párrafos tomados de varios ensayos fechados en la década de los años 30 (del pasado siglo) y que yo mismo he seleccionado en mi biblioteca doméstica… para no aburrirme.

Ventaja 1 .- Una cierta capacidad para aguantar el aburrimiento predispone a la alegría.

ABURRIMIENTO Y EXCITACIÓN (1930)

* El aburrimiento como factor de la conducta humana ha recibido, en mi opinión, mucha menos atención de la que merece. Estoy convencido de que ha sido una de las grandes fuerzas motrices durante toda la época histórica, y en la actualidad lo es más que nunca. El aburrimiento parece ser una emoción característicamente humana. Es cierto que los animales en cautividad se vuelven indiferentes, pasean de un lado a otro y bostezan, pero en su estado natural no creo que experimenten nada parecido al aburrimiento. La mayor parte del tiempo tienen que estar alerta para localizar enemigos, comida o ambas cosas; a veces están apareándose y otras veces están intentando mantenerse abrigados. Pero no creo que se aburran, ni siquiera cuando son desgraciados. Es posible que los simios antropoides se nos parezcan en este aspecto, como en tantos otros, pero como nunca he convivido con ellos no he tenido la oportunidad de hacer el experimento. Uno de los aspectos fundamentales del aburrimiento consiste en el contraste entre las circunstancias actuales y algunas otras circunstancias más agradables que se abren camino de manera irresistible en la imaginación. Otra condición fundamental es que las facultades de la persona no estén plenamente ocupadas. Huir de los enemigos que pretenden quitarnos la vida es desagradable, me imagino, pero desde luego no es aburrido. Ningún hombre se aburre mientras lo están ejecutando, a menos que tenga un valor casi sobrehumano. De manera similar, nadie ha bostezado durante su primer discurso en la Cámara de los Lores, con excepción del difunto duque de Devonshire, que de este modo se ganó la reverencia de sus señorías. El aburrimiento es básicamente un deseo frustrado de que ocurra algo, no necesariamente agradable, sino tan solo algo que permita a la víctima del ennui distinguir un día de otro. En una palabra: lo contrario del aburrimiento no es el placer, sino la excitación.

* Ahora nos aburrimos menos que nuestros antepasados, pero tenemos más miedo de aburrirnos. Ahora sabemos, o más bien creemos, que el aburrimiento no forma parte del destino natural del hombre, sino que se puede evitar si ponemos suficiente empeño en buscar excitación.

* Una vida demasiado llena de excitación es una vida agotadora, en la que se necesitan continuamente estímulos cada vez más fuertes para obtener la excitación que se ha llegado a considerar como parte esencial del placer. Una persona habituada a un exceso de excitación es como una persona con una adicción morbosa a la pimienta, que acaba por encontrar insípida una cantidad de pimienta que ahogaría a cualquier otro. Evitar el exceso de excitación siempre lleva aparejado cierto grado de aburrimiento, pero el exceso de excitación no solo perjudica la salud sino que embota el paladar para todo tipo de placeres, sustituyendo las satisfacciones orgánicas profundas por meras titilaciones, la sabiduría por la maña y la belleza por sorpresas picantes. No quiero llevar al extremo mis objeciones a la excitación. Cierta cantidad es sana, pero, como casi todo, se trata de una cuestión cuantitativa. Demasiado poca puede provocar ansias morbosas, en exceso provoca agotamiento. Así pues, para llevar una vida feliz es imprescindible cierta capacidad de aguantar el aburrimiento, y esta es una de las cosas que se deberían enseñar a los jóvenes.

* La capacidad de soportar una vida más o menos monótona debería adquirirse en la infancia. Los padres modernos tienen mucha culpa en este aspecto; proporcionan a sus hijos demasiadas diversiones pasivas, como espectáculos y golosinas, y no se dan cuenta de la importancia que tiene para un niño que un día sea igual a otro, exceptuando, por supuesto, las ocasiones algo especiales. En general, los placeres de la infancia deberían ser los que el niño extrajera de su entorno aplicando un poco de esfuerzo e inventiva.

* La clase especial de aburrimiento que sufren las poblaciones urbanas modernas está íntimamente relacionada con su separación de la vida en la tierra. Esto es lo que hace que la vida esté llena de calor, polvo y sed, como una peregrinación por el desierto. Entre los que son lo bastante ricos para elegir su modo de vida, la clase particular de insoportable aburrimiento que padecen se debe, por paradójico que esto parezca, a su miedo a aburrirse. Al huir del aburrimiento fructífero caen en las garras de otro mucho peor. Una vida feliz tiene que ser, en gran medida, una vida tranquila, pues solo en un ambiente tranquilo puede vivir la auténtica alegría.

Ventaja 2.- La reducción organizada del trabajo conduce a la felicidad.

ELOGIO DE LA OCIOSIDAD (1932)

* Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél.

* El hecho es que mover materia de un lado a otro, aunque en cierta medida es necesario para nuestra existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la vida humana. Si lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare. Hemos sido llevados a conclusiones erradas en esta cuestión por dos causas. Una es la necesidad de tener contentos a los pobres, que ha impulsado a los ricos durante miles de años, a reivindicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La otra es el nuevo placer del mecanismo, que nos hace deleitarnos en los cambios asombrosamente inteligentes que podemos producir en la superficie de la tierra. Ninguno de esos motivos tiene gran atractivo para el que de verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la que considera la mejor parte de su vida, no es probable que os responda: «Me agrada el trabajo físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a la más noble de las tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre puede transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige períodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi contento». Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores. Consideran el trabajo como debe ser considerado como un medio necesario para ganarse el sustento, y, sea cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus horas de ocio.

* Podrá decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los hombres no sabrían cómo llenar sus días si solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro. En la medida en que ello es cierto en el mundo moderno, es una condena de nuestra civilización; no hubiese sido cierto en ningún período anterior. Antes había una capacidad para la alegría y los juegos que, hasta cierto punto, ha sido inhibida por el culto a la eficiencia. El hombre moderno piensa que todo debería hacerse por alguna razón determinada, y nunca por sí mismo. Las personas serias, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero todo el trabajo necesario para construir un cine es respetable, porque es trabajo y porque produce beneficios económicos. La noción de que las actividades deseables son aquellas que producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba.

* Las danzas campesinas han muerto, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que se las cultivara deben de existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres de las poblaciones urbanas han llevado a la mayoría a ser pasivos: ver películas, observar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente. Esto resulta del hecho de que sus energías activas se consuman solamente en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a divertirse con juegos en los que hubieran de tomar parte activa.

* En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió los libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones sociales. Aun la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie.

Ventaja 3.- El confinamiento es una oportunidad magnífica para adquirir conocimientos… inútiles.

CONOCIMIENTO INÚTIL (1932)

* El hábito de encontrar más placer en el pensamiento que en la acción es una salvaguarda contra el desatino y el excesivo amor al poder, un medio para conservar la serenidad en el infortunio y la paz de espíritu en las contrariedades. Es probable que, tarde o temprano, una vida limitada a lo personal llegue a ser insoportablemente dolorosa; sólo las ventanas que dan a un cosmos más amplio y menos inquietante hacen soportables los más trágicos aspectos de la vida.

* Una disposición mental contemplativo tiene ventajas que van de lo más trivial a lo más profundo. Para empezar están las aflicciones de menor envergadura, tales como las pulgas, los trenes que no llegan o los socios discutidores. Al parecer, tales molestias apenas merecen la pena de unas reflexiones sobre las excelencias del heroísmo o la transitoriedad de los males humanos, y, sin embargo, la irritación que producen destruye el buen ánimo y la alegría de vivir de mucha gente. En tales ocasiones, puede hallarse mucho consuelo en esos arrinconados fragmentos de erudición que tienen alguna conexión, real o imaginaria, con el conflicto del momento; y aun cuando no tengan ninguna, sirven para borrar el presente de los propios pensamientos. Al ser asaltados por gente lívida de rabia, es agradable recordar el capítulo del Tratado de las pasiones de Descartes titulado «Por qué son más de temer los que se ponen pálidos de furia que aquellos que se congestionan».

* El conocimiento de hechos curiosos no sólo hace menos desagradables las cosas desagradables, sino que hace más agradables las cosas agradables. Yo encuentro mejor sabor a los albaricoques desde que supe que fueron cultivados inicialmente en China, en la primera época de la dinastía Han; que los rehenes chinos en poder del gran rey Kaniska los introdujeron en la India, de donde se extendieron a Persia, llegando al Imperio romano durante el siglo I de nuestra era; que la palabra «albaricoque» se deriva de la misma fuente latina que la palabra «precoz», porque el albaricoque madura tempranamente, y que la partícula inicial «al» fue añadida por equivocación, a causa de una falsa etimología. Todo esto hace que el fruto tenga un sabor mucho más dulce.
Hace cerca de cien años, un grupo de filántropos bienintencionados fundaron sociedades «para la difusión del conocimiento útil», con el resultado de que las gentes han dejado de apreciar el delicioso sabor del conocimiento «inútil».

Read Full Post »

Hay ciertas cosas que sólo son capaces de hacer los niños, y no digamos las niñas…

Soy un tozudo defensor del echarse-a-un-lado, del apartarse-y-abrir-espacios; de no aburrir con lo de siempre, con los de siempre, con las rutinas autocomplacientes que conducen a los resultados… de siempre.
Colaboro en múltiples iniciativas sociales de vanguardia, dedicadas a la reflexión y a la acción sobre cuestiones que afectan a nuestro futuro común, pero hace tiempo que empecé a establecer unos mínimos criterios de selección para optimizar el uso de la energía (un bien limitado), potenciar la relevancia (ni siquiera hablo de utilidad, que eso son ya palabras mayores), alimentar la diversidad (algo innegociable) y, sobre todo, para no sumar más contradicciones a las que uno ya arrastra.
Por eso abandoné discretamente aquellos círculos donde la presencia de la mujer era residual, decorativa o nula. Me marché, sin hacer ruido, de las agrupaciones donde no había lugar (por acción u omisión) para los más jóvenes. Y ahora no se me apetece nada consumir esfuerzos en espacios donde se habla de futuro sin la presencia de niños. Sí, estoy por la infantilización de los debates, un compromiso que, más allá del postureo verbal, exige, como primera condición, un generoso paso atrás: que la vanguardia la ocupen las vanguardias (es lo lógico, ¿no?).
Para contar, escuchar y hacer lo de siempre… ya tengo a los de siempre… con los resultados de siempre. Y, sinceramente, más allá de un cierto entretenimiento narcisista (al que todos somos vulnerables) este bucle monocorde entre iguales me parece un empeño muy poco estimulante, aburrido y escasamente fértil.
En fin, cosas mías…

PD: Como a cuenta de mi reflexión ya se ha abierto un cálido debate en Twitter, añado un matiz al hilo de un comentario, oportunísimo, de Tomás García, quien advierte del necesario equilibrio entre «la inspiración que aportan los jóvenes y la fuente de sabiduría que, en todas las culturas, proporcionan los viejos, aunque esto último sea políticamente incorrecto». Totalmente de acuerdo con Tomás, pero en determinados escenarios (creo) los mayores están, estamos, sobrerrepresentados y, lo que es peor (creo), estamos auto-investidos de una sabiduría sobrevalorada (sólo hay que ver cómo hemos resuelto, o no-resuelto, algunos problemas vitales). Ni tanto, ni tan calvo… El «eso-ya-te-lo-decía-yo», el «yo-ya-lo-sabía» y la petulante «voz-de-la-experiencia» reducen notablemente su valor en territorios, como el del cambio climático, absolutamente inéditos y, por tanto, absolutamente desconocidos. Territorios en donde se requiere de mucha imaginación y atrevimiento, valores que (ley de vida) van mermando con los años.  Lo dicho: establecer una auténtica y generosa diversidad, esa que a los mayores nos cuesta muchísimo.

PD2: Casi me olvido, en el capítulo de la selección por criterios higiénicos, de la reputación digital. Tampoco acudo ya, perdonadme, a foros presenciales donde adquieren la condición de sensatos polemistas aquellos individuos que en el mundo virtual (redes sociales y otras hierbas) no respetan las más mínimas (muy mínimas) reglas de cortesía, buena educación, tolerancia, empatía y lenguaje exento de insultos y menosprecio. Los hoolingans, en carne o en espíritu (electrónico), con los hooligans.

Sugerencia a pie de página (21.1.20): Ningún espacio de debate sobra, como tampoco sobra ninguna iniciativa que busque extender la conciencia social sobre el cambio climático, pero en el terreno de la acción ciudadana no termino de entender la necesidad (aunque sea bienintencionada) de dividir el esfuerzo, multiplicando pancartas, voceros y manifiestos, en vez de sumarse al empuje que ya ha nacido, con fuerza y sin fronteras, desde los colectivos más jóvenes. De lo que hablo es de prestar ayuda, en silencio y desde las bambalinas (¿quién necesita, y por qué, presumir de esta cooperación intergeneracional?), a los Fridays for Future en las muchas parcelas en las que sí agradecerían, creo, la cooperación intergeneracional (no, no son precisamente las parcelas referidas a los objetivos, el contenido del mensaje, los métodos de decisión y acción, o los canales y formatos de difusión, asuntos que tienen muy claros y que se materializan de acuerdo a unos criterios afortunadamente muy alejados de los que aplicaríamos los adultos). Quizá podríamos llamarlo, podríamos llamarnos, Friends for Fridays o, con mayor intención si cabe, Fairplay for Fridays. Una retaguardia eficaz y generosa, humilde, discreta; una retaguardia que brinda apoyo desde la experiencia (sí, de esa tenemos) y la abundancia de medios (también en eso los adultos solemos andar con más soltura que los jóvenes -y no digamos que los niños-), pero que no ocupa el espacio que a la vanguardia le corresponde, ni tampoco le da lecciones ni le afea sus errores.

Ayudar, orientar, asesorar, auxiliar, financiar, defender, consolar, acompañar,… ¡ Se pueden hacer tantas cosas para favorecer las vanguardias sin usurpar la cabeza del pelotón ! Y no, no me vale como excusa el argumento de aquellos adultos que dicen ocupar ese espacio para garantizar el futuro de sus nietos, convirtiendo así en irrelevante el presente de sus nietos y de sus hijos, un presente trufado de aportaciones propias (silenciadas). No podemos, no debemos, ser propietarios de nuestro propio presente, y del presente de nuestros hijos, y del presente de nuestros nietos y del futuro universal. Eso es sí que es un Ministerio del Tiempo, egoista, monolítico y plenipotenciario. Cada cual es dueño de su propio tiempo y el de mis hijos es… de mis hijos.

Lo dicho: no es fácil dar un paso atrás (porque el ego y el vértigo vital son muy puñeteros), pero considero que en este empeño, y aunque resulte paradójico, un paso atrás nos va a ayudar, a todos, a dar varios pasos adelante.

 

Read Full Post »

Dunas de Mertajärvi (Laponia, Suecia, agosto de 2019) – Foto: José María Montero

 

“No hay penas en la tierra que la tierra no pueda curar” (John Muir)

¿Baches? Seguro. Y charcos, curvas peligrosas, arenas movedizas, temporales y zancadillas. Pero, ¿quién se resiste a lanzarse de nuevo al camino?

Nuestras botas volverán a llevarnos únicamente a donde queramos ir, lugares a donde no llegan ni el ruido ni los ruidosos.

En la vereda de 2020 nos encontraremos, y nos reconoceremos, y lo celebraremos.

Volvemos al camino, juntos.

Read Full Post »

Para que esta mosca sea mosca han tenido que pasar muchas cosas y establecerse muchas relaciones. Para que esta preciosa mosca ayude a la polinización de la lechetrezna sureña que visita (sin darse importancia) la naturaleza ha tejido lazos invisibles que, sin embargo, algunos pueden ver. La foto es de Carlos Herrera y está fechada en la sierra de Cazorla (Jaén) el 8 de julio de 2019.

 

Con la rotunda lucidez que brindan dos copas de manzanilla (de Sanlúcar) acostumbro a tomar grandes decisiones. Decisiones difíciles pero trascendentales. Por ejemplo, cuando el velo de flor me despeja el intelecto y me regala una dosis extra de arrojo considero la posibilidad, largamente aplazada, de abandonar, ad infinitum, las redes sociales. Juro que he pasado demasiadas veces por el trago, nunca mejor dicho, de sujetar la copa con una mano y apoyar el índice de la otra en el tentador comando delete-all-forever. Casi puedo tocar ese paraíso analógico, libre de ruido y hooligans, donde todo discurre despacio y no pocas cosas, y hasta personas, son feas, sin más y sin remedio, sin filtros. Feas y aburridas, como nuestras propias vidas cuando se empeñan en ser confortablemente convencionales, dulcemente rutinarias, y no hay quien las haga salir del letargo.

Lástima que en el último minuto siempre aparezca la puñetera belleza, sí, esa que habita, aunque no lo parezca, en el mismo epicentro del caos. Casi siempre es una frase, o una cita, o una larga reflexión, o un diálogo chispeante. Casi siempre es la palabra la que me cautiva, began-again, y me hace retirar el índice del gatillo.

Ayer, sin ir más lejos, andaba vagabundeando por Facebook, buscando-un-no-se-qué, sin una copa de manzanilla, y, posiblemente debido a esa carencia, sin un atisbo del coraje imprescindible para darme de baja y salir, por fin, de esa chisporroteante noria cansina, cuando (!maldita belleza!) apareció Carlos Herrera (ojo, el profesor de investigación del CSIC, experto en ecología evolutiva, uno de los científicos más brillantes de nuestro país) hablando de una mosca. Sí, habéis leído bien: Carlos-Herrera-el-investigador-hablando-de-una-mosca-en-Facebook. Con foto, eso sí, con una preciosa foto del bicho posado sobre una lechetrezna, como algunos serranos llaman, en román paladino, a esta herbácea silvestre (bueno, en honor a la verdad Carlos precisó que la mosca estaba visitando «flores de Euphorbia nicaeensis» en la sierra de Cazorla).

Creo que merece la pena reproducir el diálogo que a partir de ese instante los dos mantuvimos on line y sin bajarnos de la noria de Facebook, prueba palpable de que, de vez en cuando, las redes sirven, sin marearnos demasiado, para tejer algo que, además de útil, puede llegar a resultar hermoso:

Carlos Herrera (CH).-  Por mucho que nos apasione una letra del alfabeto, por ejemplo la “m” de mariposa, no podremos entender el Quijote si nuestro libro contiene exclusivamente palabras que empiecen por la letra preferida. Utilicé ayer esta analogía en mi charla a los alumnos de un curso de mariposas para transmitirles la importancia decisiva del contexto biológico para una comprensión cabal de cualquier fenómeno natural. Hoy rememoré la analogía mientras observaba a esta mosca del género Gymnosoma visitar flores de Euphorbia nicaeensis. Mientras era larva vivió dentro de una chinche Pentatomidae, a la cual mató finalmente para convertirse en esta preciosa mosca adulta. La difunta chinche que le dio la vida es parte del contexto invisible de esta foto. Sierra de Cazorla, 8 de julio de 2019.

Yo mismo (Ym).- Siempre es un placer leerte (y aprender) Carlos, demostrando que en este océano virtual además de ruido hay música. Hoy me has recordado el precioso texto de Thich Nhat Hanh dedicado a explicar el concepto de «interser» (o como dice Haskell: «No existe el individuo dentro de la biología. La unidad fundamental de la vida es la interconexión y la relación. Sin ellas, la vida termina”).

Si eres un poeta podrás ver sin dificultad la nube que flota en esta página. Sin nubes no hay lluvia, sin lluvia los arboles no crecen y sin árboles no se puede fabricar papel. Las nubes son imprescindibles para fabricar papel. Si no hubiera una nube tampoco habría una página, de modo que podemos afirmar que la nube y el papel interson. Interser es un término que todavía no está en el diccionario. Si combinamos el prefijo inter y el verbo ser obtendremos este neologismo: interser.
Contemplemos de nuevo la página con más intensidad y podremos ver la luz del sol en ella. Sin luz los bosques no crecen. En realidad, sin la luz solar no crece nada, así que podemos afirmar que ella también está en esta página. La página y la luz solar interson. Si seguimos mirándola podemos ver al leñador que taló el árbol y lo llevó a la factoría para que lo transformaran en papel. Y veremos el trigo, y por lo tanto el trigo que más tarde será su pan, el pan del leñador, también está en la cuartilla. A su vez están el padre y la madre del leñador. Mirémosla bien y comprenderemos que sin todas esas cosas la página no existiría.
Si contemplamos aún con mayor profundidad podemos vernos a nosotros mismos en esta página. No resulta un proceso muy difícil porque mientras la miramos forma parte de nuestra percepción. Vuestra mente y la mía están ahí. No falta nada, están el tiempo, el espacio, la tierra, la lluvia, los minerales y el suelo, la luz solar, las nubes, los ríos, el calor. Todo coexiste en esta página. Por eso considero que la palabra interser debería estar en el diccionario. Ser es interser. Sencillamente, es imposible que seamos de forma aislada si no intersomos. Debemos interser con el resto de las cosas. Esta página es porque, a su vez, todas las demás cosas son
”.

PD: Perdón por el ladrillo zen Carlos 😉

CH.- De ladrillo nada, es fantástico. Es lo que yo pienso sobre la naturaleza, pero bien escrito. «Interser», sí señor, me gusta mucho la idea. Llevo varios años rumiando algo que, si tengo salud, espero escribir alguna vez, y esa idea está en el centro del asunto. Aunque no la había bautizado todavía. A ver cómo lo digo en English 🙂

Ym.- Por si te resulta útil he buscado el texto original en inglés y así es como lo dice este vietnamita: « «Interbeing» is a word that is not in the dictionary yet, but if we combine the prefix «inter» with the verb «to be», we have a new verb, inter-be. Without a cloud, we cannot have paper, so we can say that the cloud and the sheet of paper inter-are».

CH.- Gracias Jose María. Sí, «interbeing» me suena bien. «Transbeing» podría ser una alternativa si el prefijo trans no estuviera tan «cargado» hoy en día con otras cosas. Hay un concepto bastante antiguo en ecología, propuesto por Dawkins, que es el de «extended phenotype» que se podría beneficiar también de la idea del interser. Por ejemplo, si el olor de una flor se debe no tanto a la cualidad de la planta que la produce sino a la cualidad de las levaduras que viven en su néctar, la flor sería un fenotipo floral «extendido» por un hongo. O bien, la flor «intersería» flor y hongo a la vez. Me encanta, voy a poner todo esto en mi cuaderno antes de que se me vaya el santo al cielo. Gracias otra vez.

Ym.- Fantástico !!! La idea sigue creciendo gracias a que nosotros también intersomos 😉 Y al poner el ejemplo de las levaduras del néctar se me ha venido a la cabeza el interser que habita, gracias a las levaduras, en las manzanillas de Sanlúcar, en el fino de Montilla o en un amontillado de Jerez… pero esa es otra historia.

Y ahí quedó todo, que no es poco, aunque yo seguí dándole vueltas al asunto.  Y como soy más de enología recreativa que de ecología evolutiva insistí, copa en mano, en la analogía de la manzanilla sanluqueña donde, si uno se fija lo suficientemente bien, no sólo adivinará el interser que mantienen vino y levaduras, sino que también identificará la presencia de las microscópicas diatomeas (algas unicelulares que poblaban la Andalucía sumergida de hace más de 20 millones de años) que fertilizan los suelos de albariza, atisbará la humedad dulzona del Guadalquivir, los vientos caprichosos de levante y poniente, la sal del Atlántico, las bacterias lácticas y hasta la yema, callosa, del viticultor que acarició el hollejo de las palomino camino a la bodega.

En fin. Hoy tampoco me marcho de las redes sociales, por si las moscas…

PD: Carlos Herrera será uno de los especialistas que nos acompañarán en el XIII Congreso Nacional de Periodismo Ambiental (Madrid, noviembre 2019) para explicarnos cómo comunican los científicos.

 

 

Read Full Post »

Hace unos días, en un debate en la Facultad de Comunicación de Sevilla, me preguntaron si, frente a la emergencia climática, todavía era optimista. Creo que por vez primera confesé en público haber perdido el optimismo del que siempre he presumido. Ya no tengo argumentos lo suficientemente sólidos como para sostenerlo y no soy persona que se entregue al júbilo de un futuro mejor desde la inconsciencia. Me he convertido, contra mi voluntad, en un optimista bien (demasiado bien, por desgracia) informado.

He perdido el optimismo y me he agarrado a la esperanza, me he atado a ella como el marino que se ata al timón de un velero desarbolado en el corazón de una galerna. La esperanza se alimenta de lo inesperado, de lo inédito, de lo que nace a contracorriente desafiando la razón, de lo que se impone por encima del silencio obligado, de lo que aparece, sin esperarlo, contradiciendo al pesimismo. Greta Thunberg es esperanza. Los escolares europeos de los Fridays for Future son esperanza.

Pero justo al encenderse esta tímida luz en mitad de la oscuridad, este faro que parece indicarnos cómo sobrevivir a la galerna, es cuando más cuidado debemos tener para no recuperar, en el peor momento, el optimismo perdido. ¿Qué es lo mejor que podemos hacer los adultos para ayudar a Greta? Apartarnos de su camino, no entorpecer, no molestar y, sobre todo, no contaminar con nuestros viejos errores las nuevas esperanzas.

Resulta tentador, por ejemplo, combatir la apatía ambiental de políticos, medios de comunicación y ciudadanos recurriendo al miedo (aunque no sepamos, o no estemos muy seguros, en qué dirección debemos correr) o, peor aún, considerando que, tal vez, no sea tan mala idea empezar a aplicar estrictas y urgentes regulaciones “ecológicas”, al margen de la aprobación ciudadana, para evitar así el colapso. Por muy negro que se dibuje el horizonte (y se dibuja cada vez más negro) las dos me siguen pareciendo, como siempre he defendido, muy malas soluciones, atajos peligrosamente cercanos al ecofascismo (al ecototalitarismo, para ser más certeros en el uso del calificativo) que ya asoma las orejas y al que, mucho me temo, veremos crecer y crecer (sobre todo en las sociedades más opulentas). Ya tenemos entre nosotros, con apariencia de personas comprometidas con la conservación del medio ambiente, a unos cuantos ecofascistas que se pasean por las redes sociales como impolutos salvapatrias y sospechosos gurús sabelotodo. Y aparecerán muchos más, seguro. Ya no existen los negacionistas (nadie puede contradecir a la Ciencia), ahora sólo nos enfrentamos a oportunistas (aunque se tengan que camuflar) dispuestos a reservarse el uso exclusivo de unos recursos naturales amenazados (aunque hablen del bien común). Cuidado con los lobos con piel de cordero. Cuidado con la maldad disfrazada.

Un momento. Dejadme que me contradiga un poco (como acostumbro): quizás sea el tiempo del miedo, de acuerdo; quizás haya que mostrar, de manera descarnada, hacia dónde nos conduce tanta insensatez. Quizá sea el momento de hablar de crisis existencial porque lo que está en juego es nuestra propia supervivencia como especie (empezando, por supuesto, por los más débiles, por los desfavorecidos, por los oprimidos). Quizás sea el tiempo del miedo, pero… ¿hacia dónde corremos? El problema no puede desvincularse de las soluciones, y por eso hay que insistir en los nuevos escenarios, en los nuevos actores, en las nuevas alianzas, en los motivos para la esperanza. Hay que insistir en el diálogo. Las coincidencias son maravillosas (¡ qué seguros nos sentimos con los nuestros !) pero poco fértiles, es mucho más estimulante la discrepancia educada. Así es que debemos explorar todas las perspectivas y, sin miedo, todas las aristas de este diálogo (que son muchas). Hay que señalar hacia dónde, asustados, sería conveniente correr.

Recapitulando: ¿con miedo o sin miedo? Difícil elección. Sigo pensando, a pesar de la emergencia, que es mejor convencer que asustar, y muchísimo mejor acordar que imponer. La crisis ambiental no puede resolverse con una merma en la calidad democrática de nuestras sociedades (otra merma más, quiero decir). El fin no justifica los medios; el fin, en este caso, sólo justifica a los totalitarios de siempre, esta vez disfrazados de justicieros ambientales (¿sálvese quien pueda?). En vez de traicionar la esencia del modelo democrático lo que hay que hacer es mejorarlo, reforzarlo. Los que creemos en la democracia, con todos sus defectos y sus enormes virtudes, estamos obligados a una inmisericorde autocrítica desde la que explorar, sin miedo o asustados, nuevos modelos de gobernanza, esos que pide Greta de una manera contundente y firme; de forma poco sofisticada pero emocional y, sobre todo, radicalmente educada. No, no es necesario gritar, mejor es convencer. Con calma. Con respeto.

Amenazados por la crisis ambiental, cuando más necesarias son las redes sociales para dialogar, buscar alianzas, confrontar opiniones, potenciar las relaciones y tejer nuevos modelos de sociedad… más se esfuerzan los hooligans en hacer ruido, disparando a todo lo que se mueve, torpedeando cualquier conversación a la que no hayan dado su visto bueno. El ecofascismo tiene en el mundo virtual un magnífico caldo de cultivo. Pero no, desde la mala educación, desde la soberbia y la violencia no se puede construir un futuro mejor. Y, por favor, no me habléis de la emergencia como excusa para sacar el garrote y la imposición. Se puede ser rebelde… y educado (Gandhi). Se puede ser revolucionaria… y educada (Vandana Shiva). Se puede ser firme… y educado (Bertrand Russell). Se puede ser visionaria… y educada (Rachel Carson). La educación no está reñida con la rebelión, con la resistencia, con la protesta. Ni siquiera la fe religiosa es excluyente en un debate de este calado, sólo hay que leer la encíclica Laudato Si´ del Papa Francisco. No, no es necesario renunciar a la educación, y a las fórmulas más conciliadoras, para ser firmes en la defensa de nuestro futuro común.  En esto también nos está dando una lección, a los adultos, Greta Thunberg y el movimiento de escolares europeos que lidera. No los molestemos, hagámonos a un lado o, mejor aún, coloquémonos detrás, siguiendo, con respeto, su estela. No seamos como esos políticos que el día-mundial-de-lo-que-sea sostienen la pancarta que abre la manifestación-de-lo-que-sea, los que se suben a la mesa-presidencia-de-lo-que-sea, los que cortan la cinta-de-lo-que-sea.

No contaminemos con nuestro ego y nuestro cabreo la esperanza que representan Greta y millones de escolares europeos, no hagamos el gilipollas ni los convenzamos de que se conviertan en gilipollas para medrar. Ya hemos visto para que sirve la gilipollez que nos invade, esa que por no distinguir no distingue ni colores políticos.

Hay mucho abusón que se cree con derecho a ser desagradable con otros en nombre de una buena causa como la sostenibilidad, la solidaridad o la excelencia profesional”, aseguraba, fiel a una realidad que muchos consideramos familiar, el periodista Héctor Llanos cuando hace unos días entrevistaba en Copenhague al filósofo Aaron James. Y este último le contestó con otra evidencia que también constatamos muchos, demasiados, en nuestro día a día: “Exacto. En este caso, hay que olvidarse de la dicotomía derechas o izquierdas. Tenemos que centrarnos en la idea de que ser o tolerar a un gilipollas nunca favorece a un colectivo. Puede que los gilipollas logren cierto poder o control sobre las cosas, pero van a ser siempre infelices. Lo opuesto a ser gilipollas es ser feliz. Es algo que debemos enseñar a nuestros hijos”.

Los gilipollas que, siempre cabreados y mirándose el ombligo, andan vociferando por las redes sociales son el mejor ejemplo de la infelicidad humana, y el colmo es que nos la quieran imponer con el argumento que sea. No, por favor, dejadnos ser pesimistas activos y civilizados, dejadnos alimentar la esperanza para, aún en el corazón de la peor galerna, no renunciar a la democracia, ni al diálogo, ni a la justicia, ni a la educación, ni a la felicidad.

Read Full Post »

Older Posts »