Durante largo tiempo, el hombre, en su afán por encontrar algún rastro de vida más allá del planeta Tierra, miró al cielo buscando una señal inteligente, rastreó la superficie de los planetas del Sistema Solar tratando de adivinar los vestigios de alguna civilización oculta o extinguida y, por fin, fue capaz de enviar sondas robotizadas a mundos desconocidos. ¿Qué deberían identificar estos artefactos para asegurar la existencia de vida? ¿Qué elemento certificaría que no estamos solos en el Universo?
Frente a la complejidad que cabe imaginar en un empeño de esta naturaleza, basta una gota de agua, una simple gota de agua, para albergar esperanzas de vida. Ya sea en un cráter marciano, en los polos lunares o en el núcleo del cometa Tempel, la búsqueda de este elemento, que ocupa el 71 % de la superficie terrestre, concentra hoy los esfuerzos de aquellos científicos para los que nuestra húmeda atmósfera es una frontera demasiado cercana.
Y mientras lanzamos la mirada a millones de kilómetros de distancia, el agua del planeta Tierra, la que hace posible nuestra vida, la que sostiene nuestra compleja biodiversidad, recibe un trato que en nada se corresponde con su importancia. La derrochamos y contaminamos como si fuera un bien infinito, y condenamos a una muerte temprana a aquellos terrícolas, más de mil millones, que no pueden alcanzarla en la cantidad o la calidad necesarias.
Si prescindimos del agua salada que atesoran los océanos (el 97,5 % de toda el agua que se reparte por el planeta), y de la que, aún siendo dulce, se concentra en los casquetes polares, los glaciares o los acuíferos profundos (un 2,24 %), el volumen de agua dulce accesible apenas representa el 0,26 % del total. Y, para colmo, se reparte de forma desigual y su disponibilidad, sin contar con las alteraciones causadas por el hombre, está sometida a múltiples factores, sobre todo climáticos. De esta manera, y tomando como referencia las estimaciones de la ONU, el volumen de agua dulce potencialmente accesible varía, según los años, entre los 35.000 y los 50.000 kilómetros cúbicos, aunque, en realidad, sólo está en condiciones de ser aprovechada una fracción que oscila entre los 9.000 y los 12.000 kilómetros cúbicos. Seamos optimistas admitiendo la opción más favorable: 12.000 billones de litros. ¿Suficientes?
Si tenemos en cuenta que, a escala planetaria, la agricultura precisa alrededor del 90 % de estos recursos y que la demanda industrial se sitúa en torno al 4 %, todavía nos quedan, para consumo humano, más de 700 billones de litros. Seamos optimistas y no sigamos restando, aunque para ellos tengamos que negar la evaporación o la presencia de residuos que inutilizan este líquido vital. ¿Cuánto nos queda? Imaginemos un escenario equitativo, aunque irreal. Repartamos el agua disponible sin distinciones de ningún tipo y, de acuerdo a estas cifras, concedámosle, así, más de 100.000 litros de agua por año a cada habitante del planeta o, lo que es lo mismo, alrededor de 270 litros por día. ¿Suficientes?
A juicio de la Organización Mundial de la Salud, un hogar que disponga de un buen sistema de suministro, sin interrupciones y a través de numerosos grifos, puede cubrir todas las necesidades básicas (hidratación, higiene, limpieza y preparación de alimentos) con unos 100 litros de agua por persona y día, sin someterse a ningún riesgo sanitario. Incluso con 50 litros de agua por persona y día, advierte este organismo internacional, podrían cubrirse esas necesidades básicas, aunque el nivel de seguridad sanitaria descendería. Las cuentas, por tanto, nos otorgan un cierto excedente, aunque nuestro escenario, por desgracia, sea equitativamente irreal.
Los niños nacidos en países desarrollados consumen entre 30 y 50 veces más agua que los nacidos en países en desarrollo. En zonas de extrema pobreza una persona sobrevive con apenas cinco litros de agua al día, mientras que en España los inquilinos de una sencilla vivienda unifamiliar pueden llegar a demandar más de 300 litros por jornada. Esta es la realidad, y por eso nuestros cálculos, aunque equitativos, no tienen ningún sentido.
En estas circunstancias no resulta exagerado hablar de las futuras “guerras del agua”, conflictos que, aún de forma larvada, ya se están manifestando en algunos territorios, sobre todo de Oriente Medio y América del Sur, donde el control de este elemento supone, más allá de un factor de desarrollo, una cuestión de simple supervivencia.
Además del pésimo reparto, la demanda sigue creciendo por encima, incluso, de la explosión demográfica: entre 1900 y 1995 la demanda de agua en el mundo se multiplicó por siete, más del doble del crecimiento experimentado por la población. Y para complicar aún más este negro panorama, la disponibilidad de agua decrece a manos de un modelo de desarrollo insostenible: hoy la contaminación afecta a unos 12.000 kilómetros cúbicos de agua dulce, cifra que, en 2050, podría llegar a los 18.000 kilómetros cúbicos.
Cada vez resulta más difícil cuadrar las cuentas y, sin embargo, al agua se le concede hoy más valor cuando, en cantidades ridículas, somos capaces de encontrarla a millones de kilómetros de nuestro planeta, que cuando escasea en nuestra propia ciudad. Con el paso de los siglos, el respeto a este elemento se ha ido diluyendo y por eso ahora, en un intento desesperado de corregir este rumbo suicida, se alzan voces que reclaman una “nueva cultura del agua”. ¿Nueva?
Hace bien poco leía un magnífico artículo de Carlos de Prada referido a la presencia de los cursos de agua en la obra de Homero, un buen ejemplo de esa otra mirada que se fue oscureciendo con el paso de los siglos. En la mitología griega los ríos tenían la consideración de dioses, tenían personalidad propia. En la literatura clásica, en la Odisea o en la Ilíada, los ríos no sólo son elementos del paisaje, son auténticos personajes que se relacionan, de igual a igual, con los héroes, y estos se refieren a ellos con palabras que revelan un profundo respeto.
Durante la época árabe, de la que conservamos importantes señas de identidad, el agua era, asimismo, objeto de altísima consideración. En la España islámica los tratados de hisba, o de control de los mercados, por ejemplo, incluían múltiples referencias al saneamiento urbano, y, así, prohibían arrojar basuras e inmundicias en determinados puntos de zonas poco frecuentadas pero muy valiosas, como las orillas de los ríos.
El agua era un elemento de gran importancia en la sociedad hispano-musulmana, ya que a su utilidad como bien indispensable para la vida unía su valor religioso, que se concretaba en las fuentes y pabellones para las abluciones de las mezquitas. Pero, además, tenía un gran valor estético, algo que se manifiesta con singular fuerza en la Alhambra de Granada. Acueductos, norias, molinos, aceñas, aljibes, desagües y baños, son el testimonio de que la España islámica sobresalió como comunidad modélica en el uso racional del agua.
El poso de todo este patrimonio cultural, que otorgaba al agua un enorme valor, se ha conservado en algunas comarcas, como en los almerienses Campos de Níjar, curiosamente en forma de mitos y leyendas bajo los que se esconde, en definitiva, ese profundo respeto a un elemento escaso y primordial para la vida. En torno a los aljibes y otros depósitos de agua se han tejido multitud de leyendas, en las que intervienen brujas, aparecidos, duendes y fantasmas. Esta mitología pretende evitar accidentes, sobre todo de niños que pudieran caer a estos tanques, pero también la defensa de un bien escaso. Por eso, las historias con elementos sobrenaturales se repiten de igual manera en otras comarcas españolas y para otros espacios como pozos, norias o canalizaciones.
Estos son hoy algunos de los restos de una cultura, la del agua, que fue arrasada con la llegada de un supuesto progreso, de un modelo de desarrollo que se olvidó del río y se concentró en el puente, en la obra del hombre y no en la de la naturaleza. De esta manera triunfó la visión puramente utilitarista, de manera que los ríos terminaron por convertirse en simples colectores de agua, cuyo valor se reduce a su capacidad para evacuar residuos, para producir electricidad o para aportar recursos a la agricultura o el abastecimiento urbano.
Dejaron así los ríos de ser esos dioses con personalidad propia, esos cuerpos vivos, complejos y dinámicos que hacen posible no sólo la vida, sino que, además, aportan elementos lúdicos, estéticos, simbólicos y hasta religiosos a nuestra existencia. Los paisajes del agua, fundamentales en las culturas mediterráneas, comenzaron a ser literalmente arrasados. Lo que era un activo ecológico y social se convirtió en un mero recurso productivo.
Hoy casi nadie piensa en un río como un lugar donde bañarse o donde introducir las manos para beber un poco de agua fresca, y quien esto piense es, como mínimo, un temerario que se expone a contraer alguna grave enfermedad. Con frecuencia reparamos en los ríos porque sobre ellos hay puentes. Cuando el sabio señala a las estrellas, sólo los tontos se fijan en el dedo… Cuando el sabio señala el río, sólo los tontos se fijan en el puente… El tonto mira al puente, a la acequia, a la central hidroeléctrica, y no al agua que hace posible todos estos aprovechamientos.
Paradójicamente, este discurso dominante estamos obligados a ponerlo en cuestión cada cierto tiempo, querámoslo o no, porque aquí, en las tierras del Mediterráneo, el clima es caprichoso y extremo, y nos somete, cada cierto tiempo, a intensos periodos de sequía. En España solemos reflexionar en torno al agua cuando ésta escasea, y entonces nuestro discurso se contamina de argumentos pasionales, y lo que deberían ser grandes acuerdos se convierten en cruentas batallas. No son los momentos de crisis hídrica los más adecuados para establecer estrategias que solucionen los problemas de la gestión de este recurso, y, sin embargo, las decisiones más trascendentales se suelen tomar justamente en esos momentos de alarma.
Este es nuestro absurdo ciclo hidro-ilógico: si el agua es abundante nos olvidamos de ella, nos concentramos en el puente, la derrochamos, la maltratamos, la contaminamos. Pero cuando escasea, entonces tratamos de mimarla, y limitamos su uso (a menudo con criterios absurdos, que castigan los aprovechamientos urbanos y no los agrícolas o los industriales), la llevamos de un sitio a otro, la entubamos, tratamos de almacenarla donde sea y cómo sea, alabamos su valor, lamentamos su contaminación. En fin, nos olvidamos del puente y buscamos el agua que debería pasar bajo él. Y cuando por fin llueve, volvemos al punto original de este ciclo hidro-ilógico, retomamos de nuevo este absurdo camino circular.
Y mientras todo esto ocurre, los humanos, en un aparente signo de civilización y progreso, buscamos agua en los confines del Universo, convencidos de que lo que nos sostiene es el puente, aunque bajo sus arcos, bajo nuestros pies, comience a dibujarse un negro abismo seco.