Con las personas es un dicho que me induce al error con demasiada frecuencia (e, incluso, al error estrepitoso). Pero con las ciudades… es otra cosa.
La primera impresión es la que cuenta (asegura el dicho), y en mi caso el amor a primera vista suele venir, en una ciudad desconocida, a través de su comida y su bebida. Es verdad que soy un auténtico todoterreno en asuntos de mesa y mantel, y no le hago ascos a casi nada, pero no se trata de tener una tolerancia infinita sino de saber apreciar el carácter de una ciudad a través de su cocina, antes de que éste se manifieste por medio de sus habitantes, sus monumentos o sus parques.
Esa primera impresión se me queda grabada en alguna neurona de las muchas que dedico a los placeres gastronómicos y termina por originar un auténtico reflejo condicionado al mejor estilo de Pavlov. Así, por ejemplo, si alguien nombra a la caribeña ciudad de Santo Domingo en mi cerebro se enciende el recuerdo de un lambí a la criolla con tostones. Si me hablan de Atenas vuelve a mi paladar el rústico sabor de un plato de dolmadákia me Rizi. En Nueva York se me fijó al encéfalo la crème brûlée de Les Halles, y en Amsterdam una erwtensoep con anguila ahumada (nos salvó de morir congelados). En Buenos Aires fueron los chinchulines de una parrilla en San Telmo los que me curaron el jet lag, y en Sidney unas ostras de roca, fresquísimas, rechupeteadas en el Fish Market. No quisiera olvidarme de los humildes garbanzos tostados de la plaza de Uta al-Hammam en Chaouen, el rice&curry con kadawi (gambas marinadas envueltas en hojas de platanera) de Colombo (cuando los tamiles aún ponían bombas en esa caótica ciudad) o el cordero guisado que devoré, bajo la jaima de Mohamed, en el oasis de Veta (Mauritania).
¿Y si me nombras Roma? ¿Saldrá a relucir una pizza, un risotto, unos tagliatelle, unos raviolis?
La primera vez que pisé Roma llegué en tren, que es una maravillosa manera de llegar a una ciudad, a cualquier ciudad. Venía del norte, de Orvieto, y me bajé en Termini bien entrada la noche. El taxista me dejó en la puerta de ese acogedor hotelito familiar que está a dos pasos de via Veneto y a un corto paseo de Villa Borghese (el nombre me lo reservo para l@s amig@s), y cuando llegué a la recepción pregunté, antes que nada, dónde me darían de cenar.

Botellas de vino, citas literarias y pizarras llenas de platos escritos en un delicioso italiano. Como para no recordar el San Marco de via Sardegna…
Alabados sean los países latinos en los que aún se puede comer a horas intempestivas. Los camareros del San Marco, en la cercana via Sardegna, no se inmutaron cuando vieron aparecer al último cliente del día que, para colmo, no hablaba italiano. Y allí, en el San Marco, fue dónde comí por vez primera unos soberbios carciofi alla romana. Así es que cuando me hablan de Roma en el paladar se me instalan esas alcachofas de buen tamaño cocinadas de una manera tan simple que me costó trabajo averiguar el secreto de la receta.
Y esta alambicada introducción, característica de mi manera de entrar en materia cuando me asomo al blog, viene a cuento de otras carciofi, mucho más domésticas, que cociné hace unos días. Se asomaban, pidiendo cariño, desde una cesta del mercado de Chipiona (Cádiz) y juraban ser de una variedad local. Los alcauciles (que así también llamamos a las alcachofas) eran irregulares, exhibían unas vistosas franjas violáceas en sus hojas y estaban a buen precio. Comida de proximidad. Comida sin artificios. Se vinieron a casa y allí, sin prisa, fusioné estos frutos de la huerta chipionera con aquella sencilla receta romana a la que, como siempre, añadí algunos matices sureños.
6 alcauciles de buen porte
6 dientes de ajo
Unas ramitas de perejil fresco y unas hojas de hierbabuena
Sal y pimienta
Un vaso de amontillado decente.
Limpiamos los alcauciles. Cortamos los tallos y los pelamos (los tallos), dejando sólo el tronco más blando. Separamos las hojas exteriores, más duras y verdes, y prescindimos de ellas. Cortamos con un cuchillo bien afilado el extremo de cada alcaucil, de manera que quede bien recto y sin la terminación más dura de las hojas. Ponemos los alcauciles, ya limpios, y también sus tallos, en un bol con agua fría, el zumo de un limón y una pizca de sal. Que no se oxiden ni pierdan ese punto de amargor tan característico.
En una sartén amplia ponemos dos cucharadas soperas de aceite de oliva y cuando esté caliente freímos un par de ajos picados. Retiramos del fuego cuando los ajos estén ligeramente dorados.
Picamos el resto de ajos, el perejil y la hierbabuena, y a ese picadillo, muy fino, le añadimos sal y pimienta negra recién molida. Con los dedos, y con cuidado, abrimos un poco el corazón de cada alcaucil y lo embadurnamos, de manera generosa, con el picadillo. Los vamos colocando, boca abajo, en la sartén con el aceite y los ajos. Añadimos los tallos de los alcauciles picados en trozos no muy pequeños.
Ponemos a fuego medio y dejamos que se frían un poquito en el aceite, con cuidado de no quemarlos (siempre boca abajo). Añadimos la copa de amontillado y dejamos que se vaya consumiendo sin subir mucho el fuego, lo suficiente para que se ponga a hervir con un poco de alegría. Añadimos un vaso de agua, tapamos y dejamos cocer unos 30-40 minutos, hasta que las hojas más exteriores estén cocinadas. Si el agua se consume podemos añadirle más.
Para que la memoria de Roma fuera perfecta me faltó el vino. En el mercado de Chipiona no suelen vender Nero d´Avola pero sí que encontré una botella de mi adorado Barbazul que estuvo a la altura de los carciofi.
Y otro día hablaré del vin santo con biscotti, un postre que me devuelve al Trastévere (que es como estar en Roma… sin estar en Roma).
Buon appetito !!!