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Posts Tagged ‘amor’

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Tan cerca y tan lejos. Qué fácil resulta mirar al horizonte, perderse en la distancia, y no ver a quien está a tu lado… («Dos seres humanos. Los solitarios», 1933-1935, E. Munch. Óleo sobre lienzo. Munch-Museet, Oslo)

No me gustan las banderas, ni los himnos, ni los desfiles… Me cuesta distinguir cuál es mi verdadera patria (más allá de la infancia y los amigos, quiero decir). Me duele lo que ocurre en casa de mis vecinos y lo que sucede en una apartada aldea de Nigeria (sólo que me es más fácil tratar de comprender lo que le sucede al vecino y también me resulta más sencillo tratar de ayudarle).

Estoy con mi amiga Belmont cuando me escribe, desde el horror y el dolor de la masacre en Paris, y me asegura que se siente «impotente ante tanta maldad. El único consuelo y la única forma de cambiar el mundo es amando a los que nos rodean. Es la única revolución eficaz«.

Sí, es la única revolución posible, la única que funciona a escala humana, la única que podemos gobernar por nosotros mismos. No me gustan las soflamas de los salvapatrias, empeñados casi siempre en juzgar y condenar (entender, y perdonar, es mucho más difícil y no está al alcance de los estúpidos).

Ya está bien de mítines y de arengas de falsete. Por las redes, con nombre y apellidos (quiero decir: gente que conozco en el mundo real, fuera de este universo electrónico), se pasean individuos que van por el mundo (el real, insisto) repartiendo estopa, con cara de ñu desde que se levantan, amargándole la existencia a sus semejantes, destilando veneno, conspirando, amenazando, robando, engañando, gritando… Gente que sólo mira su propio ombligo y les importa un pimiento lo que le ocurre al vecino, pero que se vuelven solidarios, pacíficos, empáticos y hasta simpáticos… en las redes sociales, y en especial cuando estas se ven sobresaltadas por algún acontecimiento trágico. Los más refinados de esta especie, tóxica y muy peligrosa, son capaces de disfrazar su verdadera condición en el mundo real señalándose con entusiasmo en los escenarios políticamente correctos (siempre y cuando tengan público que pueda disfrutar de su bondad y compromiso). Algunos son así por pura maldad y otros sencillamente porque son estúpidos (lo segundo es mucho más frecuente).

La única revolución posible es la revolución de lo próximo, de lo cercano. Menos mítines, arengas y soflamas, menos teatro, y más sonreírle al vecino, llegar al trabajo silbando, pedir perdón, decir buenos días, abrazar, ceder el paso, no tocar el claxon, echarle una mano al amigo, dar las gracias, preguntar al que está triste, no exigir, no suponer, brindar con la gente a la que quieres y decirle que la quieres, regalar música o vino sin motivo, etc… etc… etc…

Nuestros hermanos están en París, en Nigeria, en Siria, en Afganistán, en Corea del Norte… pero sobre todo están al lado de casa, en el trabajo, en el supermercado del barrio, en el colegio de nuestros hijos, en el bar de la plaza, en nuestro centro de salud, en el metro que nos lleva a la ciudad… Con ellos es más fácil ser un poquito mejores, y esa misma cercanía, paradójicamente, es la que desenmascara a los malos y a los estúpidos.

«La humanidad avanza gracias no solo a los potentes empujones de sus grandes hombres, sino también a los modestos impulsos de cada hombre responsable» (Graham Greene).

 

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Manos-Miguel-Ángel

Entre el pensamiento y la acción la distancia es mínima, pero hay que salvarla si queremos que algo cambie, que algo se manifieste, que adquiera vida propia. Pensar no es suficiente… (Detalle de «La creación de Adán», el famoso fresco de Miguel Ángel que adorna la Capilla Sixtina)

«Entre lo que veo y digo,
entre lo que digo y callo,
entre lo que callo y sueño,
entre lo que sueño y olvido.
La poesía.
Se desliza entre el sí y el no:
dice
lo que callo,
calla
lo que digo,
sueña
lo que olvido.
No es un decir:
es un hacer«

(Decir, hacer // Octavio Paz)

Si alguien se ocupara de susurrarnos cada uno de ellos al oído terminaríamos volviéndonos locos. No podríamos soportar ese parloteo sin descanso. Pero, aunque nos resulte increíble, ese discurso ininterrumpido e inconexo habita dentro de nosotros todos los días, a todas horas… sin descanso. Ni siquiera respeta un orden. No hay un guión. No es un relato. Son frases sueltas, exclamaciones, parrafadas que van de un sitio a otro, lamentos, ideas absurdas, reflexiones oportunas, recuerdos, planes. Se llaman pensamientos y cada día generamos unos 70.000, de manera que apenas existen espacios de silencio entre uno y otro. Somos, para nuestra desgracia, incapaces de dejar de pensar.

Y lo peor de todo es que damos tanta importancia a lo que pensamos que terminamos por creer que, en realidad, somos lo que pensamos, y que es suficiente con pensar algo para dotarlo de existencia, para que se manifieste, se haga tangible o se produzca el cambio que anuncia esa idea.

A veces damos un paso más y decimos lo que pensamos, compartimos, gracias a la palabra, esa idea, y así el engaño se intensifica. Si lo he pensado y lo he dicho… ya está hecho!! Pero no: pensar y decir no es suficiente para que nuestras buenas intenciones, o nuestras maldades, se materialicen y adquieran vida propia.

Decimos «pienso en ti» y con esas tres palabras, que remiten a la presencia constante de alguien en nuestra mente, creemos que todo está hecho, pero, en realidad, hacer, lo que se dice hacer, no hemos hecho nada más allá de emitir unos sonidos que pueden ser, o no, agradables al oído.

A diferencia de Uri Geller ni tu ni yo podemos cambiar nada con un simple pensamiento. Por más que pensemos y pensemos y pensemos… no hay acción. Ni doblamos cucharillas, ni detenemos el tictac de los relojes, ni nos deshacemos… Bastaría una caricia, el roce de un dedo, el aliento entrecortado agitando el vello de la nuca, una gota de sudor – o una lágrima- salpicando la mejilla, las manos entrelazadas… Qué se yo… Bastaría dar un paso, pequeño, que convirtiera el pensamiento en acción para que se produjera un cambio.

Pensar mucho, y no hacer nada, sólo conduce a la melancolía… Y la palabra, aunque poderosa, no es suficiente.

Los pensamientos son las sombras de nuestros sentimientos” (Nietzsche)

 

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Playa 2

Cogidos de la mano rumbo a lo desconocido. El deseo y el miedo me esperaban en el mar, yo lo sabía, y por eso cuando dijo «ven» yo contesté «voy», sin dudarlo… Casi todas las historias bonitas comienzan de esa manera (Mi padre y yo posamos así de decididos en algún lugar de la costa mediterránea andaluza allá por el verano de 1967 o 1968).

«No soy lo que soy, soy lo que hago con mis manos» (Louise Bourgeois)

 

Me dijo «ven». Posiblemente yo contesté «voy».

Lo que ha quedado de aquel verano en Nerja es el olor a algas y el miedo a lo desconocido. Uno y otro se han unido en la memoria y esta noche, cuando busque el sueño, es posible que vuelvan cogidos de la mano, porque hoy es 4 de septiembre.

Me dijo «ven». Posiblemente yo contesté «voy».

Más de cuarenta años después me miro las manos y me asalta ese mismo miedo que sentía cuando mi padre decía «ven» y yo, confiado, contestaba «voy», y le tendía mis manos para que me subiera a sus hombros, y se internaba en el mar hasta que las olas me alcanzaban la cara y me salpicaban el paladar de salitre. Pero, al mismo tiempo, no podía resistir el vértigo, la excitación con la que me enfrentaba a esa masa de agua azul o verdosa, infinita y salada. Me aterrorizaba aquella sensación de naufrago a hombros de un gigante, pero me encantaba paladear ese miedo sabiendo que mi padre tenía bien sujeto mi cuerpo flacucho y lo hacía, entre risas, por puro amor.

Me dijo «ven». Posiblemente yo contesté «voy».

Hay noches que son naufragio y salvación a partes iguales, y aunque la cabeza me dice que hay que elegir mi corazón sigue el mismo vaivén que cuando tenía tres o cuatro años y pasaba del miedo al deseo sin considerar que, quizá, uno debía excluir al otro. Miedo y deseo. ¿O era al contrario? Sí, primero aparecía el deseo y luego venía el miedo, lo mismo que me ocurre algunas noches, esas en las que vuelve el olor a algas… Pero también es verdad que casi nunca dudo, porque casi todas las historias bonitas comienzan de esta manera.

Me dijo «ven». Posiblemente yo contesté «voy».

Rendido, cubierto de salitre, con la piel quemada y los pies emborrizados en arena me escapaba del abrazo y corría a la destartalada DKW, con su toldo de rayas azules y grises bien estirado; y allí, donde mi madre pasaba el día con el pelo recogido, me refugiaba del miedo y del deseo. Hasta allí no llegaba el olor a algas, ni las olas me salpicaban la cara. Allí, debajo del toldo, la sombra sólo prometía rutina, dulce rutina, aburrida rutina de verano.

Hoy es 4 de septiembre, y aunque el calendario me contradiga es el final del verano…

«No puedo evitar prever desde ahora, junto al buen azar de tenerte, el anticipo de la nostalgia que sentiré cuando no estés. Ya lo sé. Demasiado lo sé. Todo está claro. Todo estuvo claro desde el vamos. Pero que me resigne no incluye que te mienta. Y esto que yo, ombligo, dejo en ti, oído, es para que alguna vez te zumbe y al menos te preguntes qué será ese zumbido…«

(Vaivén, Mario Benedetti)

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Quien ha escrito la reseña afirma, con acierto, que «en pocas ocasiones [Truffaut] dejó entrever tanta pasión como en Jules et Jim»

Aunque sea a alta velocidad, el AVE que hoy me lleva a Barcelona me regala el suficiente tiempo como para preparar el trabajo, dormitar un poco y encontrar, hojeando el periódico, un guiño inesperado que me devuelve a otro tiempo y, sobre todo, al placer (ese sí, intemporal) que brindan algunas películas.

No creo que esté en el hotel a esa hora, pero disfrutaría viendo por ¿enésima vez? Jules et Jim, una de mis películas favoritas (hoy, quizá, mi película favorita, aunque hay tantas que mañana podría alzar a otra sin que esta joya francesa, en riguroso blanco y negro, se retirara de mi terna imprescindible).

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¿Quién puede permanecer invulnerable a ciertas sonrisas, incluso en los días nublados?

Cuando la vi por vez primera me enamoré (inevitable) de Jeanne Moreau y de la forma en que recita, en un fundido a negro, estos cuatro versos agridulces: «Me dijiste: te amo. Te dije: espera. Iba a decirte: tómame. Respondiste: vete«. Y de la forma en que sonríe en mitad de la tormenta o a pleno sol, con ese aire tan francés en donde se mezclan la sofisticación y la inocencia.

Me enamoré de una forma de entender el amor y la amistad que sólo unos cuantos entienden, que muchos condenan, que algunos ridiculizan y que pocos, muy pocos, tienen la fortuna de vivir. No es tan dulce como lo pintan los poetas ni tan trágico como lo describen los románticos más fatalistas, pero ese territorio incierto en el que a veces se aventura el corazón humano nos reserva algunas de las mejores sorpresas con las que se construye la vida, al menos ese tipo de vida, intensa, que se entrega a lo inevitable sin falsas expectativas, que huye de la rutina y que le sonríe al dolor para engañarlo.

No sé por dónde andaréis a las 23:40 h. pero cruzar la medianoche viendo Jules et Jim es una muy buena forma de despedir un martes de otoño.

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Los periodistas hacemos cosas muy extrañas, como dedicar la tarde de un domingo de septiembre a buscar documentación sobre un tema tan singular como el-carácter-mágico-del-lenguaje-en-la-divulgación-científica (siento este arrebato de absurda pedantería, pero es la triste verdad).

Más allá del aspecto puramente práctico (la localización de textos pertinentes, y rigurosos, sobre tan retorcida cuestión) este tipo de búsquedas terminan derivando en una navegación errática por el vasto océano de Internet. Una navegación fuera de las rutas convencionales, alejada de los lugares comunes, casi siempre estéril pero, a veces, sorprendente en sus resultados.

Hoy la isla que he encontrado en un rincón perdido de este océano electrónico se llama “Pseudópodo” (http://pseudopodo.wordpress.com/) y está llena de tesoros que su propietario se brinda a compartir con el primero que asoma, aunque, eso sí, lo único que no comparte es su nombre.

Desde el anonimato, el dueño de este paraíso nos regala textos como el que copio a continuación, muy oportuno en los (malos) tiempos que corren. Quizá, como asegura Hesse, la mejor forma de defendernos del materialismo salvaje que trata de vampirizarnos sea poner la mente en blanco. Algo muy sencillo, aunque tremendamente difícil…

«La mirada de la voluntad es impura y ardiente. El alma de las cosas, la belleza, sólo se nos revela cuando no codiciamos nada, cuando nuestra mirada es pura contemplación. Si miro un bosque que pretendo comprar, arrendar, talar, usar como coto de caza o gravar con una hipoteca, no es el bosque lo que veo, sino solamente su relación con mi voluntad, con mis planes y preocupaciones, con mi bolsillo. En ese caso el bosque es madera, es joven o viejo, está sano o enfermo. Por el contrario, si no quiero nada de él, contemplo su verde espesura con “la mente en blanco” y entonces sí que es un bosque, naturaleza y vegetación; y hermoso.
Lo mismo ocurre con los hombres y sus semblantes. El hombre al que contemplo con temor, con esperanza, con codicia, con propósitos, con exigencias, no es un hombre, es sólo un turbio reflejo de mi voluntad. Le miro, consciente o inconscientemente, con sonoras preguntas que le disminuyen y falsean: ¿Es accesible, o es orgulloso? ¿Me respeta? ¿Puedo influir en él? ¿Sabe algo de arte? Los hombres con quienes tratamos, los vemos a través de mil preguntas semejantes a éstas y creemos conocer al ser humano y ser buenos psicólogos cuando conseguimos descubrir en su aspecto, en su actitud y conducta aquello que sirve o perjudica a nuestros propósitos. Pero esta convicción carece de valor, y el campesino, el buhonero o el abogado de oficio son superiores, en esta clase de psicología, a la mayor parte de políticos y científicos.
En el momento en que la voluntad descansa y surge la contemplación, el simple ver y entregarse, todo cambia. El hombre deja de ser útil o peligroso, interesante o aburrido, amable o grosero, fuerte o débil. Se convierte en naturaleza; hermoso y notable como todas las cosas sobre las que se detiene la contemplación pura. Porque contemplación no es examen ni critica, solo es amor. Es el estado más alto y deseable de nuestra alma: el amor desinteresado»

Herman Hesse

 

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