
La constelación de Coma Berenices (Cabellera de Berenice) en el Atlas Coelestis de Johannes Hevelius (1690)
Me pierdo. Paseo la mirada con todo detenimiento pero… me pierdo. Nunca he sido capaz de encontrarla. En alguna de esas noches de verano en las que duermo al raso, en la oscuridad de la sierra, he buscado con paciencia la Cabellera de Berenice (confieso que atraído más por el mito que por la astronomía). En la inmensidad del universo, de riguroso luto, esa discreta constelación se me resiste. Quizá es que la intensidad del cúmulo de estrellas, su lejano brillo, no esté a la altura de la propia leyenda de la que toman nombre.
La hermosa Berenice ofreció su cabellera (sin par en las tierras de Egipto, jura la mitología) a la diosa Afrodita, ofrenda extrema con la que buscaba asegurar el regreso, sano y salvo, de su amado, el rey Ptolomeo III, enredado en alguna de esas campañas bélicas que siempre han tenido entretenidos a los poderosos. Volvió el rey y la cabellera se depositó en el altar del templo de Afrodita de donde desapareció, misteriosamente, durante la noche. No fue un hurto, aseguró el astrónomo de la corte, Conón de Samos, sino un traslado divino: una nueva constelación (Coma Berenices), que recordaba a una larga melena, había aparecido en el firmamento, lugar en el que Afrodita, sin duda, había decidido depositar la ofrenda.
Nunca he sido capaz de encontrarla, aunque sólo fuera por situar la leyenda en algún punto del cielo nocturno e imaginar que a ese mismo punto miraron, hace más de dos mil años, Berenice y Ptolomeo III, convencidos de que Afrodita estaba de su parte. Imaginando incluso, aunque en esto ahora juego con ventaja, cómo se ondulaba aquella cabellera mítica.
Me di por vencido. Pero como el destino es caprichoso, y a veces nos regala lo que pedimos pero envuelto de otra manera, hace unos meses, cuando visitaba la impresionante exposición antológica de Pepi Sánchez (La dama entre duendes), su hijo, mi amigo Manolo, me regaló un pequeño librillo de poemas (inéditos) de su padre, Manuel García Viñó (un escritor tan extraordinario como desconocido, quizá porque se empeñó en ser azote de mediocres y advenedizos). “La Cabellera de Berenice” es el título de esta delicada selección de poemas (Ediciones de la Isla de Siltolá, Sevilla 2014, Colección Tierra) que hoy traigo a mi blog porque en ella encontré, al fin, la dichosa constelación, el discreto cúmulo de estrellas. Un poema, un solo poema, de esos que te deslumbran y te desgarran, de los que te toman por las solapas y no te sueltan hasta el último verso, cuando ya te está faltando el aire. Y entonces, al fin, suspiras y dices (o piensas o susurras): así es.
Canción para el futuro
Y pasarán los hombres y pasarán las cosas:
las flores en un día y en mil siglos las piedras,
y brotará la hierba sobre las tumbas rotas
y será ayer lejano lo que aún es mañana.
Apagarán cien lluvias el sol de cien veranos
y cambiarán de sitio las estrellas:
se estirará la Osa Mayor como un caballo
y yo la habré cantado como un carro de luz.
Pero yo ya habré muerto y allí donde repose
bostezará un lagarto cansado al mediodía,
y en el árbol que cubra mi última morada
se arrullarán sus trinos dos pájaros sin nombre.
Mi voz se habrá dormido y mi sitio en la tierra
habrá sido cubierto por una flor pequeña
que temblará al empuje de la brisa amorosa
que traiga el eco oculto de lo que ya no exista.
Y se hundirá la torre donde mis ilusiones
habrán brillado ciertas como un faro continuo,
y todo será sombra en la ignorada playa
donde yo habré jugado, pobre niño poeta,
a vaciar el océano con una concha blanca.
Todo, amor, pasará, como pasan las nubes
sin dejar ni una estela sobre el azul intacto.
El polvo y las marañas ocultarán las huellas
de mi paso cansado por el camino antiguo.
Pasarán los recuerdos y pasará la historia
que los dos escribimos con nuestra propia sangre,
y quedará el oasis donde yo te he amado
como esta misteriosa ciudad abandonada.
(Manuel García Viñó, Ruinas de Itálica, otoño de 1951)