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En las marismas del Guadalquivir no vivía ninguna especie de cangrejo de agua dulce hasta que en 1973 se introdujo, de manera intencionada, el cangrejo rojo americano.

Cuando se detecta la presencia de una especie exótica en un ecosistema alejado de su lugar de origen los especialistas aconsejan la inmediata erradicación de la misma, al objeto de evitar el impacto que podría causar en la supervivencia de animales o plantas autóctonas. Algo lógico a la vista de los múltiples ejemplos sobre el efecto letal que estas invasiones pueden llegar a causar en determinados enclaves.

Esta estrategia suele fracasar en numerosas ocasiones debido a las dificultades que plantea el exterminio de ciertas especies que, en poco tiempo, logran multiplicarse hasta colonizar grandes extensiones de terreno. Además, cuando esto ocurre y la invasión se prolonga en el tiempo, surgen vínculos, desconocidos hasta ese momento, entre los especimenes exóticos y el ecosistema en el que se han instalado. Puede manifestarse entonces la paradoja de que ciertas especies autóctonas comiencen a depender del invasor y, en ese caso, la erradicación no sólo es dificultosa sino que también es desaconsejable, al menos hasta conocer ese nuevo entramado biológico.

En las marismas del Guadalquivir no vivía ninguna especie de cangrejo de agua dulce hasta que en 1973 se introdujo, de manera intencionada, el cangrejo rojo americano, cuyos primeros ejemplares procedían de Louisiana (EEUU). Este crustáceo exótico no solo se adaptó sin problemas a su nuevo hábitat sino que comenzó a multiplicarse a gran velocidad. En 1982 se capturaron ya tres millones de kilos, lo que suponía alrededor de 250 millones de individuos, con una densidad que llegaba a superar los 50 animales por metro cuadrado. Hoy está presente en toda la zona marismeña y es objeto de un notable aprovechamiento pesquero; y es precisamente esta última circunstancia la que ha originado un contundente rechazo a la reciente sentencia del Tribunal Supremo que considera al cangrejo rojo especie invasora a todos los efectos, lo que supone la prohibición genérica de posesión, transporte, tráfico y venta de ejemplares vivos o muertos, incluyendo el comercio exterior. Un golpe terrible a una actividad económica que mueve cada año 20 millones de euros y genera más de 150.00 jornales.

Pero aunque la decisión del Supremo sea intachable desde el punto de vista jurídico, no lo es tanto desde el punto de vista socioeconómico y tampoco, aunque resulte paradójico, lo es desde la perspectiva ecológica, incluso si consideramos que esta última es la que justifica la sentencia.

La proliferación de esta especie invasora siempre se ha evaluado de manera negativa, al considerar que el cangrejo rojo ha causado profundas alteraciones en los ecosistemas marismeños y, en particular, en los terrenos protegidos de Doñana. No hay duda de que en este espacio natural se han modificado algunas variables como consecuencia de la invasión de este invertebrado, pero poco se sabía, hasta hace una década, de estas modificaciones, atendiendo tanto a las desventajas como a las ventajas.

Focha común alimentándose de cangrejos rojos (Foto: Rafael Pereiro)

Esta nueva forma de contemplar el problema quedó reflejada en un estudio que, ya en 2004, firmaban Zulima Tablado y Fernando Hiraldo, investigadores de la Estación Biológica de Doñana (EBD-CSIC), para los que resultaba imprescindible “conocer el papel que está desempeñando este invertebrado en los ecosistemas marismeños”.

Una revisión exhaustiva de los comportamientos alimenticios de más de 40 especies animales, autóctonas de las marismas y potenciales consumidoras de cangrejos, ha permitido desvelar algunos de esos vínculos tejidos entre el invasor y los nativos, de manera que han podido establecerse algunos de los efectos de esta relación y, en particular, su incidencia en el aumento o disminución de las poblaciones de las especies autóctonas.

No hay duda, señalan Hiraldo y Tablado, de que el cangrejo rojo “es ahora una especie clave en este territorio”, ya que sirve de alimento a un buen número de animales autóctonos. Dependiendo del periodo del año analizado, entre 13 y 18 especies, contando aves, reptiles, mamíferos y peces, consumen cangrejos en proporciones medias o altas. Aunque la aparición de esta nueva presa ha provocado la respuesta de un buen número de especies, estas, precisan los investigadores, “no han modificado sus estrategias de búsqueda de alimento”. Sencillamente, para muchos de estos predadores el cangrejo rojo se ha convertido, por su tamaño, en la presa más rentable desde el punto de vista energético.

La presencia de este alimento, desconocido en la marisma hasta hace treinta años, ha influido en las poblaciones de sus predadores, algo que, por vez primera, demostró de forma clara el trabajo de estos biólogos. En lo que se refiere a las aves, precisaban Hiraldo y Tablado, “los predadores de cangrejo, de los que existían datos sobre la evolución de sus poblaciones, se han incrementado más que otras especies”. Y algo parecido ha ocurrido con especies de las que sólo te tienen referencias de sus tendencias poblacionales, como es el caso de la nutria.

Gaviota sombría tras la captura de un cangrejo rojo (Foto: Gonzalo Criado)

Pero llegados a este punto surge la paradoja. El incremento en las poblaciones de algunas aves, por más que se trate de especies protegidas, puede acarrear una mayor presión sobre algunos otros animales presentes en su dieta, circunstancia que podría terminar por desequilibrar el sistema. Es decir, el cangrejo, de forma indirecta, puede inducir a la desaparición de otros animales valiosos.

Este no deja de ser un escenario pesimista ya que cabe otra interpretación. Quizá, precisan los investigadores, “nos encontremos en un periodo de ajuste entre predadores y presa, de manera que termine alcanzándose un punto de equilibrio distinto al actual, en el que los cangrejos desciendan por efecto de sus predadores y posteriormente estos también rebajen su número para mantenerse en densidades aceptables”. Se conseguiría así una suerte de “control biológico natural”.

Admitiendo ambas hipótesis lo cierto es que los especialistas siguen investigando hacia donde va a evolucionar esta situación, por lo que, en definitiva, estos y otros trabajos similares invitan a nuevas pesquisas, de manera que la influencia del cangrejo pueda modularse en beneficio de las especies autóctonas, empezando, quizá, por los humanos que han hecho de su aprovechamiento una fuente de riqueza en una comarca muy castigada por el desempleo.

POSTDATA: COMPETICIÓN APARENTE

Hasta hace pocos años los especialistas sólo atendían a los efectos directos que las especies invasoras podían causar en los ecosistemas que les daban cobijo. Pasaban así inadvertidos los impactos indirectos que, aunque menos evidentes y a más largo plazo, pueden llegar a causar profundas alteraciones.

Muchos de estos efectos ocultos tienen su base ecológica en el fenómeno conocido como “competición aparente”, mecanismo que es el que han estudiado en Doñana, y con referencia al cangrejo rojo, Fernando Hiraldo y Zulima Tablado. Con frecuencia, si hacemos caso al previsible desarrollo de este fenómeno, la aparición de una nueva presa, como es el caso de este crustáceo americano, provoca en los animales que la consumen primero una respuesta funcional y luego una numérica.

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Los primeros ejemplares de cangrejo rojo llegaron a Doñana procedentes de Louisiana (EEUU) y no solo se adaptaron sin problemas a su nuevo hábitat sino que comenzaron a multiplicarse a gran velocidad.

Es decir, al principio los predadores disminuyen su presión sobre los animales autóctonos que habitualmente forman parte de su dieta porque incorporan cantidades importantes de la nueva especie exótica. De esta manera aumentan las poblaciones de los predadores con lo que, en una segunda fase, se incrementa la presión sobre las presas autóctonas, anteriormente favorecidas. Si estas cuentan con poblaciones reducidas la nueva situación puede resultar catastrófica.

Para complicar aún más el panorama, los predadores, que han multiplicado sus efectivos gracias al nuevo aporte de alimento, pueden convertirse a su vez en presas de otros animales que acudan atraídos por esta explosión poblacional. La eterna tensión entre ganadores y perdedores, donde los papeles se pueden intercambiar con suma facilidad. Es suficiente un pequeño cambio en el sutil equilibrio de un ecosistema para desencadenar todo este torbellino.

En definitiva, la aparición de una especie exótica supone en muchos casos el inicio de una compleja cadena de alteraciones y desequilibrios difíciles de precisar si no es mediante una investigación minuciosa, algo que raramente se incorpora a una sentencia judicial…


 Epílogo (por ahora): Un blog, aunque parezca lo contrario, lo hacen sus lectores, así es que las oportunas observaciones de un lector me hacen precisar el título, añadiendo dos signos de interrogación, y también citar el trabajo de Pepe Tella (y otros) que en 2010 certificaron las observaciones de Hiraldo y Tablado pero añadiendo el matiz del desequilibrio en la cadena trófica con lo que su balance final era negativo. To be continued…

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Una mañana de invierno en los olivares de Alcaudete (Jaén) – Foto: JMª Montero

La capacidad que tiene Paco Casero para liderar iniciativas en defensa del campo andaluz no ha mermado con la edad y mucho me temo que tampoco se verá afectada por su jubilación (administrativa). El pasado domingo un numeroso grupo de amig@s nos reunimos en Baena (Córdoba) para rendirle homenaje en esa supuesta despedida del mundo laboral. Y allí, en la almazara de los Nuñez de Prado, en vez de recapitular acerca de lo mucho que ha ido fraguando a lo largo de los años se despachó, en su línea habitual, con un puñado de nuevos proyectos en los que ya se ha embarcado. Uno de ellos busca la declaración del olivar mediterráneo como Patrimonio de la Humanidad, y ya que Paco se ha puesto en ello (no sabe la UNESCO la que se le viene encima) voy a regalarle algunos argumentos que refuerzan esta aspiración.

La arboricultura es una constante del paisaje mediterráneo, una de sus señas de identidad. El bosque primitivo se pliega a las necesidades del hombre, proporcionándole recursos básicos sin perder algunas de sus principales funciones ecológicas. Mientras que en la Europa atlántica y continental las plantas leñosas apenas representan, como media, un 10 por ciento de la superficie agrícola, en los países ribereños del Mediterráneo suman más del 40 % de los suelos cultivados. El olivo es uno de los elementos característicos de este peculiar patrimonio natural, sobre todo en comunidades como la andaluza, donde esta variedad doméstica del acebuche silvestre ocupa cerca de un millón y medio de hectáreas.

Cultivado en régimen extensivo, el olivar puede cumplir un importante papel en la  conservación de los suelos y, por tanto, en la lucha contra la desertización en un territorio, el sur de la Península Ibérica, especialmente amenazado por este proceso. Es cierto que se trata de un monte ahuecado, abierto, y que por tanto no reúne las mejores condiciones para defender el terreno de la erosión, pero aún así, su amplia copa cumple una estimable función protectora contra el impacto erosivo de las gotas de lluvia y su potente sistema radical sujeta la tierra. Es, además, una especie perfectamente adaptada al clima mediterráneo y poco exigente, capaz de resistir, en mejores condiciones que otros cultivos leñosos, la carencia casi absoluta de precipitaciones en las épocas más calurosas, al mismo tiempo que soporta heladas, afianzándose en todo tipo de suelos y colonizando altitudes superiores a los dos mil metros.

En algunos casos se llega a hablar de este cultivo como si se tratara de la cubierta vegetal natural, ya que representa una derivación del primitivo bosque mediterráneo transformado por el hombre. Aunque en numerosas comarcas se ha ido instalando sobre lo que eran primitivas masas de encina, no es menos cierto que, en sus modalidades de cultivo más tradicionales, el olivar se asemeja a una dehesa, sistema en el que se alcanza un cierto grado de equilibrio entre la explotación de los recursos y el mantenimiento de una rica biodiversidad.

Con estos argumentos, no pocos especialistas consideran que el olivar realiza muchas de las funciones del bosque mediterráneo del que procede, y representa en este sentido un grado de madurez intermedio entre las tierras de cultivo y el bosque propiamente dicho.

Los olivos tienen una menor presencia en la franja costera andaluza, mientras que en Sierra Morena llegan a ocupar más de un tercio de la superficie cultivada. También abundan en la franja subbética, desde la Sierra Sur sevillana hasta Iznalloz (Jaén), y, sobre todo, en la depresión del Guadalquivir, salpicando las campiñas cordobesa y jiennense. Esta última provincia, con más de 570.000 hectáreas dedicadas a esta leñosa, constituye la gran reserva olivarera de Andalucía.

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Olivos en las laderas donde se encajona el río Ardila, en la raya con Portugal – Foto JMª Montero

Entre la fauna que ha elegido estas explotaciones como refugio destacan las aves, de las que se calcula que unas 40 especies viven ligadas estrechamente al olivar, la mayoría migradoras procedentes de Europa o África (como zorzales, abubillas,  ruiseñores o cucos), pero también algunas sedentarias (jilgueros o rabilargos). Por los beneficios que reportan  a la agricultura, son las insectívoras, protegidas por este motivo desde 1896, las más valiosas de este catálogo, alcanzando en algunos casos densidades notables. Del petirrojo, por ejemplo, se calcula que pueden encontrarse alrededor de cuatro ejemplares por hectárea,  y cada uno de ellos llega a comerse más de dos kilos de insectos al año, actuando como el mecanismo natural más eficaz de lucha contra las plagas.

En zonas costeras este árbol también sirve de refugio al amenazado camaleón. Los pinares, en los que popularmente se suele situar a estos reptiles, constituyen un hábitat marginal, al que recurren solo en el caso de que hayan desaparecido otros soportes más adecuados como retamares, pequeñas explotaciones agrícolas de carácter familiar, huertas y cultivos leñosos. Por desgracia, en la fachada litoral este tipo de agricultura está siendo devorada por la implacable expansión urbanística.

El valor ambiental que se atribuye al olivar no es, sin embargo, un argumento válido en todos los casos. Durante sus diferentes fases de expansión territorial el olivo se ha instalado muchas veces en terrenos claramente inadecuados, sobre todo en lo que se refiere a la pendiente, sustituyendo con desventaja al monte mediterráneo tradicional. Ello ha provocado una aceleración intensa de los procesos erosivos, al igual que el uso desmedido de productos quimicos ha empobrecido la flora y fauna silvestres asociadas a este cultivo. En estos casos todas sus virtudes se ven oscurecidas, pero también se pueden ver multiplicadas cuando el olivo, en extensivo, no sólo ocupa los terrenos más propicios sino que, además, se cultiva respetando las condiciones de la agricultura ecológica.

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Arrozales y arañas

A primera hora de la mañana el rocío adornaba las telas de araña que cubrían el arrozal (Foto: JMª Montero)

Esta mañana hemos recorrido los arrozales del Bajo Guadalquivir preparando las próximas entregas de «Tierra y Mar» y«Espacio Protegido» (Canal Sur Televisión). Nos hemos manchado de barro y nos hemos dejado picar por los últimos mosquitos de la temporada para poder explicar, a pie de cultivo, cómo es posible que estas extensas llanuras cerealistas convivan, casi en armonía, con uno de los espacios naturales más valiosos de Europa. De hecho, Doñana ya no puede entenderse sin la existencia de los arrozales, que se han convertido en una valiosa despensa cuando el alimento escasea en el interior del territorio protegido.

El papel ecológico del arrozal nunca puede suplantar a lo que sería una marisma natural no transformada, pero, dicho esto, no cabe duda de que este es el mejor cultivo que puede existir en el entorno de Doñana, porque es el más parecido a los terrenos originales de esta zona.

Los arrozales son una despensa natural a la que acuden las aves en dos momentos especialmente delicados. A finales de la primavera y comienzos del verano, cuando en la marisma comienza a escasear el agua, las tablas de arroz están inundadas por lo que se convierten en una zona de refugio indispensable para asegurar el ciclo reproductivo de numerosas especies.  También en otoño, después de la cosecha, estos campos son frecuentados por las aves migratorias e invernantes, como los numerosos gansos que recalan desde el norte de Europa.

En la zona del Brazo del Este han llegado a censarse más de 230 especies de aves, debido a la interesante configuración del paisaje, compuesto por campos de arroz parcheados con áreas no transformadas; y en la extensa finca de Veta la Palma, se han registrado algunos inviernos concentraciones de hasta 300.000 aves.

Los terrenos de Veta la Palma, aunque sea de forma accidental, albergan elementos que el parque nacional, convertido en una especie de isla, no tiene o ha ido perdiendo con el paso de los años, con lo que actúa como un colchón amortiguador de los defectos de Doñana. Cuando las aves concluyen la reproducción y abandonan los territorios protegidos se distribuyen por zonas como Veta la Palma, de tal manera que si no existieran estas áreas periféricas seguramente habría especies que ni siquiera criarían.

Algunos especialistas están convencidos de que a esta concentración de fauna no se le está sacando el suficiente rendimiento económico a través de iniciativas turísticas. De forma comunal los titulares de estas fincas podrían aprovechar la riqueza inusual que supone tener tal variedad de aves durante largas temporadas a disposición de los visitantes que quieran conocerlas, y que podrían pagar por esas visitas igual que pagan por entrar en los terrenos del parque nacional.

El arrozal, defienden no pocos conservacionistas, es un cultivo perfectamente compatible con el espacio natural de Doñana siempre que se someta a los criterios de la producción integrada, reduzca su dependencia de los productos químicos, no emplee aguas subterráneas para su mantenimiento o reclame infraestructuras claramente insostenibles.

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