
Así de sencillos pintaban los ingredientes de esta fusión antes de empezar a jugar con ellos, paseándolos por Portugal, el País Vasco y la Sierra de Aracena…
La cocina está repleta de términos indescifrables, de recetas alambicadas, de procedimientos sofisticados, de hallazgos sorprendentes y emplatados prescindibles. Sólo hay que asomarse a una de esas biblias, algo rancias, que no deben faltar en los anaqueles de un buen o una buena cocinilla (por ejemplo: El Práctico. Resumen mundial de cocina y pastelería –publicado en Buenos Aires en el lejano 1927 pero que se sigue reeditando sin tregua–) para dejarse embriagar por un vocabulario lánguidamente afrancesado: blanchir, brasier, chanfroite, velouté…
Sin necesidad de acudir a los fogones del país vecino, y aunque casi todas las innovaciones hayan nacido de la nouvelle cuisine, la cocina patria también ha contribuido a este catálogo de delicatessen lingüísticas con términos que, de rarezas reservadas a los restaurantes de élite, han pasado a estomagante rutina en los gastrobares de barrio: deconstruir, esferificar, gelificar…
De todos estos términos, con los que ya te asaltan, como digo, en cualquier taberna de medio pelo, a mi el que me inspira más miedo es el de la “fusión”. Cuando leo en el letrero de la entrada, o en la carta, el inquietante concepto de “cocina fusión” me entran ganas de salir corriendo, lo confieso, quizá porque se me vienen al paladar algunas fusiones, ciertamente clásicas —pero de cuna anglosajona–,que nunca me han resultado muy atractivas (la Tex-Mex, la Cajún o la Balti, por poner tres ejemplos que he catado en sus mismísimos lugares de origen).
Por eso me vais a perdonar si, a pesar de este prejuicio, hoy tengo el descaro de proponeros una fusión de bacalaos, porque la receta que he estado maquinando (ya sabéis, la acostumbrada secuencia de ensayo y error hasta dar con la tecla) mezcla algunas técnicas de la cocina tradicional portuguesa (que tanto me gusta y que tan bien trata al bacalao) con otros aderezos propios del norte peninsular, donde al bacalao también se le respeta como es debido (ese pil-pil vasco que es tan simple, tan simple… que no siempre te sale bien) y algún ingrediente de la sierra de Huelva (ya veis que en la fusión he ido dando bandazos por todo el mapa de la península, de acuerdo a lo que tenía en la despensa… como casi siempre).
Tres trozos de lomo de bacalao salado (pero bacalao decente, Gadus morhua de buen aspecto y salazón impecable).
Dos boletus edulis de tamaño medio (si no pueden ser frescos, porque no sea temporada, deberían ser ultracongelados para que mantengan sus propiedades y aroma).
Ajos, guindilla, leche, huevo, sal, pimienta y perejil.
Arrancamos tirando de técnica lusa: los escalfados que se usan para la elaboración más tradicional del Bacalhau à Brá. Después de haber desalado los lomos de bacalao durante 24-36 horas (cambiando el agua cada 6-8 horas y manteniendo el recipiente en el frigorífico para evitar desagradables fermentaciones), ponemos en el fuego una olla con abundante agua. Cuando rompa a hervir colocamos en ella el bacalao desalado y esperamos que vuelva el hervor para retirarla del fuego y dejar reposar los lomos, en ese agua caliente, cinco minutos. Mientras, calentamos en otra olla leche suficiente para cubrir el bacalao, sin dejar que hierva. Cuando esté bien caliente (insisto: sin que llegue a hervir), retiramos del fuego y colocamos en ella los lomos y los dejamos marinar en esa leche una hora u hora y media.

Los más atrevidos pueden lanzarse al mortero para elaborar un crujiente de ajo, guindilla y boletus…
En una sartén con un poco de aceite de oliva freímos cuatro o cinco dientes de ajo cortados en láminas, además de una guindilla seca, pequeña, a la que habremos retirado las semillas y laminado también.
Si hemos recolectado los boletus nosotros mismos, trataremos de no lavarnos, retirando con un cuchillo las partes del pie que estén más sucias y cepillando los posibles restos de tierra. Si estamos fuera de temporada habrá que recurrir a boletus silvestres ultracongelados como los que compro, siempre que puedo, en el “Sirlache” de Aracena (Huelva), lugar al que debéis acudir en peregrinación si viajáis por esta zona serrana. Troceamos las setas y las añadimos al sofrito de ajo y guindilla. Fuego bajo y breve, para que el boletus quede jugoso pero libere todas sus esencias. Salpimentamos con mesura.
Retiramos el bacalao de la leche, lo enjuagamos en un poco de agua caliente y retiramos, con los dedos, la piel y las espinas, de manera que nos quedemos con las tradicionales y sabrosas lascas. Las añadimos a la sartén, mareamos un minuto a temperatura media, retiramos del fuego y añadimos dos yemas de huevo batidas. Movemos con suavidad para que la yema ligue todos los ingredientes sin cuajarse en exceso. Emplatamos usando un molde circular y rematamos con unas hojas de perejil.

Terminado el vaivén así quedó, sobre el añil de mi cocina, la fusión de bacalao una vez emplatada y con su adorno de perejil…
Una variante para los que son capaces de lanzarse a emplatados más atrevidos consiste en pasar el sofrito de ajos, guindilla y boletus por el mortero hasta conseguir una pasta más o menos homogénea. La colocamos, bien extendida, sobre un papel vegetal apto para el horno, la cubrimos con otro papel vegetal, y la pasamos por el microondas (máxima potencia) durante dos o tres minutos (vigilar para que no se chamusque) hasta conseguir una torta más o menos crujiente sobre la que colocaremos las lascas de bacalao adornadas con el perejil.
El bacalao tiene la virtud, como otros platos rotundos, de agradecer tanto un blanco con personalidad (un Txacoli de Getaria o un Verdejo de Rueda) como un tinto respetable (un Mencia, joven, de la Ribera Sacra, por ejemplo).
Y perdonadme por tanta fusión y tanta tontería…