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Posts Tagged ‘Blanco Enea’

Fish-Kiss

A veces es difícil distinguir el beso del bocado. Comer también es una forma de amar (en el sentido más amplio que la imaginación os sugiera). Fish Kiss es uno de los cuadros que más me gustan de Jenny Keith (http://www.jennykeithhughes.com/Bio.aspx), lástima que esté vendido 😉

 

Prólogo inexplicable: A comienzos del pasado mes de mayo escribí este post que no publiqué (¿?) y que se quedó escondido en un rincón, oscuro, del portátil. Ahora ve la luz (por algo será) y no he cambiado una coma, aunque algunas referencias resulten ya anacrónicas…

Algunos ya conocéis, de primera mano o por mi insistente referencia, el que hace tiempo bauticé (sin permiso de la Sociedad Española de Psiquiatría, of course) como #efectogaditano, un trastorno de la personalidad que se manifiesta cuando uno enfila la AP-4 y pasa el peaje de Las Cabezas, se sube a un autobús de Los Amarillos camino de Trebujena o agarra el Regional que te conduce, sorteando esteros, hasta el mismísimo Puerto de Santa María.

No tiene cura. Aquellos que sucumbimos a este trastorno nos vemos atrapados en un infierno de castoras, puestas de sol, tortillitas de camarones, compases de chirigotas, paseos caleteros, bodegas, mayetos, camaleones, dunas, corrales, manzanilla, galeras, vaporcitos (o, más bien, nostalgia de vaporcitos), chicharrones, alegrías

En algunos escenarios el trastorno se agrava hasta el paroxismo. En mi caso, la dolencia se me disparata en el Mercado Central de Cádiz, sobre todo si he llegado a este bazar de piedra ostionera en el catamarán que cruza la bahía (debe ser el poniente cargado de sal, o el levante ariscón, qué se yo…).

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Los peces me rodean en el mercado, en la cocina, en el salón… ¿Cómo no sentirse pez entre peces? (Foto: JMª Montero)

El sábado entré en el mercado pasado el mediodía (que es un horario tardío, impropio de epicúreos) y en un par de horas, porque perdíamos el catamarán, compré como si no hubiera un mañana… Salmonetes, lomos de pescadilla, raya, cabracho, cazón, berberechos, chocos, atún rojo, percebes, chicharrones, hamburguesas de retinto, flamenquines caseros, cañaíllas, jamón ibérico, aceitunas chupadedos, tomates (de Conil), cebollas moradas, cebolletas, puerros, ajos, limones, fresas, melón, pimientos cuerno de cabra (de Chipiona), patatas nuevas (de Sanlúcar), manzanilla, oloroso… Dudé si embarcar en el catamarán o en un mercante de amplias bodegas, pero el caso es que conseguimos volver a nuestro refugio roteño arrastrando bolsas y carritos por los que asomaban alegres matas de perejil.

Entre los puestos del mercado, y no digamos frente al bodegón que siempre compongo en la pequeña encimera de mi cocina gaditana, me sentí como pez entre peces, acariciando escamas y manejando con delicadeza el cuchillo para ir seleccionando esa casquería marina tan exquisita como desconocida, ese corazón, mitad atlántico mitad mediterráneo, que se deshace en un delicado fumet o en una cremosa salsa.

Hay tribus en donde el cazador pide perdón por matar al animal que le servirá de alimento. Y lo entiendo, sobre todo cuando en el mercado me siento como pez entre peces, como pez en Cádiz (¿existe algún otro lugar donde un pez pueda ser más feliz?). Quizá no haya culpa, porque nos hemos alejado mucho de la naturaleza, pero sí que experimento un profundo agradecimiento, una primitiva devoción hacia la generosa despensa que aún encontramos en el mar, el único escenario en donde, los urbanitas más civilizados, aún somos cazadores-recolectores (bueno, en realidad otros cazan y recolectan para nosotros: los pescadores que se juegan la vida entre las olas).

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A la izquierda salmonetes a la sal y a la derecha chocos confitándose. Doblete marinero en mis fogones (Foto: JMª Montero)

El azar quiso que en la playa me encontrara a unos amigos con sus hijos (no hay nada mejor que cocinar, de manera inesperada, para unos amigos que, además, tienen la divertida costumbre de aplaudir en familia al final de la comida… si les ha gustado) y así nació el primer guiso del domingo: caldereta de berberechos y cabracho (una adaptación de la receta que ya en su día coloqué en este blog). Y mientras componía este sabroso mejunje marinero, en el fogón más amplio de la cocina se estaban confitando los chocos de acuerdo a las indicaciones que me regaló José María González Blanco (no me deja que le llame maestro, así es que os diré que es mi amigo y el alma del «Blanco Enea» cordobés): una lámina generosa de buen aceite de oliva -AOVE-, una guindilla y la hierba que tenía a mano -orégano silvestre del que rebuscamos en Los Linares–, todo a fuego muy lento durante… creo que fueron algo así como dos horas (efectivamente, se me fue un poco la pinza por culpa de Gabriela… la manzanilla).

Cuando los chocos estaban en su punto, y aún al fuego, los mojé con un copazo de Oloroso jerezano y dejé que el alcohol se evaporara y el vino se redujera a un goloso caramelo. Retiré los jugos, los encerré en un frasco de cristal  y guardé los chocos confitados en el frigorífico. Quiero recordar que fue justamente en ese momento cuando Luismi Domínguez me llamó para preguntarme si, en una visita relámpago a Sevilla, le daría cobijo en casa. Otra comida inesperada con, y para, un buen amigo.

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La sidra de pera de Eric Bordelet (¿o estábamos ya en los generosos jerezanos?) es lo que brilla, en el salón ya vacío de Aponiente, entre un rizo rebelde y unos dedos delicados… (Foto: JMª Montero)

La semana, preciosa, iba a terminar de la mejor manera, así es que, para que en esa cena inesperada estuviera parte de la alegría que compartí en Aponiente (sí, la semana la estrené cenando en Aponiente… menudo regalazo), los chocos los terminé, ya en Sevilla, con una salsa en la que estaban los jugos que guardé en el tarro, ligados con un poquito de mantequilla y otra pizca de Oloroso (aquí la inspiración vino directamente de la tripulación, atentísima, de Ángel León, y de la amiga que, entre copas, celebraba con una sonrisa cada uno de los muchos platos con los que navegamos, sin prisa, por un sorprendente Mar de Leva).

Ahí queda eso, para los que quieran confitar chocos en una noche de primavera. Y si no tenéis manzanilla der Guerrita, o Gabriela, para brindar sin mesura, también podéis sorprender a los amigos con una delicadísima sidra de pera, bien fría y en copa de vino, otro de los hallazgos del sumiller de Aponiente (sí, ya se, tampoco es cuestión de viajar hasta Normandía en busca de esa sidra, artesana, que firma Eric Bordelet, pero, en su defecto, compraros una asequible y humilde botella de Bulmers Pear (la inglesa o la irlandesa, eso ya es cuestión de gustos…) en Carrefour, y el paladar sabrá de lo que estamos hablando…).

PD: Lo mejor de sentirse un pez es que la memoria es limitada y cada día, cada hora, es un estreno y una sorpresa… Y también gusta que sean las olas, y no la voluntad, las que te lleven y te traigan…

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El Manteca en cuatro tiempos: ostiones y manzanilla en la barra; el caletero de los langostinos tigre; los chicharrones junto a la ventana; detalle de los ostiones (Foto: JMª Montero)

 

A Adán y Eva si los expulsaron de algún sitio fue, sin duda, de El Manteca. El paraíso, si es que existe, se parece mucho a esta taberna gaditana del barrio de La Viña, pegada a la Caleta y escoltada por dos vecinos que, a pie de barra, venden ostiones, langostinos tigre, gambas, camarones… mientras te ponen al día de lo que ha ocurrido en el barrio, o sea, en el paraíso, es decir: en el centro del universo.

La liturgia que nos conduce periódicamente a El Manteca (conviene que no transcurran, entre comunión y comunión, más de quince o veinte días) comienza, sin remedio, en el Mercado de Cádiz, quizá con un poco de jamón en Casa Ángel o con la compra de los avíos para una caldereta de pescado y mariscos. Pero en esta ocasión, a finales de agosto, aún sin frío suficiente, decidí atreverme con una berza, ese puchero tan de aquí y que nunca antes había cocinado.

La misma abuela que, en la entrada del mercado, me vendió, limpias y troceadas, las tagarninas y el cardillo, y también unas guindillas frescas de algún mayeto roteño, fue la que me relató, a toda mecha, la receta, sencilla, de este guiso. Dicho y hecho. Pero eso sí, antes de llegar a mi cocina con todos los ingredientes, me tomé mi tiempo por la calle Libertad, la plaza de la Cruz Verde y El Manteca, mirando, a lo lejos, las cristaleras cómplices, las del Campo de las Balas…

Después de cruzar la bahía llegué a mi cocina y dejé lista, para el día siguiente, esta berza gaditana, que sabe a tierra…

Los cardillos son los brotes de donde nacen las alcachofas, y las tagarninas son plantas rastreras silvestres, de sabor y textura parecida a los espárragos, con un ligero toque amargo. Ambas se pueden comprar en los mercados gaditanos, ya limpias y troceadas, listas para cocinar.

Las cantidades son generosas porque es un guiso para compartir y repartir.

Un cuarto de kilo de cardillos

Un cuarto de kilo de tagarninas

Medio kilo de garbanzos

Medio kilo de alubias blancas

Un cuarto de kilo de papada ibérica

Un chorizo

Un cuarto de kilo de morcillo de ternera

Una cabeza de ajos

1 guindilla fresca

1 cucharadita de pimentón dulce

Aceite de oliva (AOVE), sal, pimienta negra en grano

Una barra de pan de semillas o algún pan artesano bien crujiente.

 

El día de antes, como está mandao, se ponen en remojo los garbanzos y las alubias, aunque siempre cabe la posibilidad de tirar de legumbres cocidas y envasadas.

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La berza es sólo materia prima, un poquito de paciencia y manzanilla, en rama, mientras cocinamos (Foto: JMª Montero)

En una olla amplia se pone un chorreón generoso de aceite y cuando está algo caliente se añade la cabeza de ajos (con algún corte para que suelte bien la esencia), el chorizo (también con algún corte), la papada y el morcillo (en trozos no muy grandes). Se marea bien en el aceite, hasta que se dore un poquito, y entonces se añaden unos granos de pimienta negra, sal y una cucharadita de pimentón dulce. Volvemos a marear y entonces sumamos los cardillos y las tagarninas. Seguimos rehogando un poco, que todo se ligue. Llega el turno de los garbanzos y las alubias. Y ya con todos los ingredientes en el puchero ponemos agua suficiente como para cubrir el batiburrillo (si queremos más contundencia ponemos un caldo ligero de pollo). Fuego medio hasta que comience a cocer y entonces, con el fuego moderado pero alegre (para que mantenga un hervor suave), dejamos cocer unos 60 ó 90 minutos (vamos probando hasta que las verduras estén su punto).

Antes de que acabe la cocción retiramos de la olla la papada, el chorizo y la ternera. Quitamos el exceso de grasa de la papada y picamos todo, a cuchillo y mezclándole una guindilla fresca bien picadita también. Con el pan artesano y está pringá preparamos unos bocadillitos, listos para comer justo después del guiso.

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La pringá de la berza, bien picadita, con guindilla fresca y en pan crujiente, por si alguien se queda con hambre… (Foto: JMª Montero)

Plato hondo, tinto de Cádiz (esta vez nos acompañó un Samaruco y alguna manzanilla en rama, de Sanlúcar, mientras cocinaba) y pringá crujiente. El paraíso, si es que existe, está aquí, en la ciudad más antigua de Europa…

PD: José María González Blanco, el inquieto artista que cocina en Blanco Enea, ha tenido la osadía (muy en su línea 😉 de sugerirme que cocine esta berza en su casa. Y yo sincero le he contestado que a los fogones de Blanco Enea sólo entro si soy el pinche del pinche del cuarto pinche… si no… me da vértigo. Es como pasar de un karaoke al Gran Teatro. Pero aún así… ¿quién dijo miedo? Cuestión de organizarnos, tocayo, paisano, maestro… 😉

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A un lado la estrella apoyada en la cáscara de naranja, en el diminuto spa de un gintonic, y al otro la fotógrafa (lástima que no quedara reflejada en el vaso o en el hielo…;-). Y una vela encendida, y un mantel que aguantó todas las risas que dejamos en Blanco Enea…

PRÓLOGO.- Ya me lo descubrió Estíbaliz pero, aún así, es como si nunca hubiera pisado esa esquina de la plaza de San Pedro.

Lo inesperado aguardaba en Blanco Enea, donde José María se acercaba a la mesa con esa misma mirada que gastan los niños (entre traviesa y temerosa), para hacer de la comida un relato sugerente pero escueto en palabras, y dejar así que nos perdiéramos, sin brújula, en los vericuetos de sabores para los que vale cualquier adjetivo menos “aburridos”. Bajo el aparente orden de unos manteles impolutos, unos cubiertos alineados y un servicio atentísimo explotó, sin ruido ninguno, el caos (que es, aunque resulte chocante, la fuente original de la inspiración). Un torbellino de sensaciones que no sabes muy bien de dónde vienen y, sobre todo, a dónde te van a llevar. Porque en Blanco Enea se trata de eso, de dejarse llevar, de abandonarse para provocar, de manera suave o rotunda, la aparición de la sorpresa. Y luego, ya con el pelo revuelto y la lengua asombrada, sumergirse en el diminuto oleaje balsámico de un gintonic en el que flota, distraída, una estrella (¿fugaz? ¿de mar? ¿de anís?).

Mi amiga María Novo, que aún siendo gallega también mantiene un largo idilio con Córdoba, no se cansa de decírmelo (en esas tertulias que yo quisiera interminables) y de escribirlo en sus libros. “Lo que me fascina de la vida”, insiste María, “es esa capacidad que tiene para sorprendernos; sin esa presencia de lo aleatorio, de lo inesperado, la vida sería muy aburrida”.

Yo pensé, de manera equivocada (como en otros tantos asuntos en los que he confesado mi error), que la edad termina invitando a un cierto apego por lo previsible. Por simple comodidad. Por olvido o, tal vez, por miedo. Y es cierto que a veces, si uno ha navegado lo suficiente y ha sobrevivido a unas cuantas tormentas, la tentación por la calma chicha, por la dulce rutina, es muy poderosa…

Para evitar esa tentación (que debe ser de las pocas tentaciones malsanas) hay que rodearse de personas dispuestas a improvisar sin perder la sonrisa; viajar con amig@s vulnerables al placer sin medida; hay que visitar lugares en donde el orden es sólo una apariencia; ponerse en manos de artistas capaces de hacernos ver la realidad con otros ojos; dejar que el paladar se interne por territorios desconocidos; celebrar que lo raro es hermoso; beber más de la cuenta para que los brindis no acaben a medianoche; andar bajo la lluvia; bailar sin temor al ridículo ni al sudor; cantar por el puro gusto de oír que alguien nos hace el coro de aquella canción casi olvidada; hablar al oído para sortear el bullicio o para deslizar un secreto; andar descalzos en la madrugada; evitar el sueño para ver cómo amanece en otra ciudad, aunque sea tu propia ciudad, por puro placer…

Después de una noche en Blanco (Enea), el amanecer, que se coló tardío entre las cortinas del hotel, me encontró con el pelo revuelto y la lengua asombrada…

Todo eso, y algunas cosas más, fue lo que compartimos una madrugada de noviembre en Córdoba.

EPÍLOGO.- Cuando en el coche, ya de vuelta, sonó el «Libera me» de Jocelyn  Pook estuvimos tentados de no parar en Sevilla y continuar viaje hasta Portugal…

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Córdoba

Así luce la Mezquita, pasada la medianoche, a través de una copa de oloroso (Foto: JMª Montero)

Pueden imprimir estadísticas y contar la población en cientos de miles, pero para cada hombre una ciudad consiste solamente en unas pocas calles, unas pocas casas y muy pocas personas. Si desaparecen éstas, la ciudad no existe ya, excepto como un dolor en el recuerdo….

(Graham Greene, Nuestro hombre en La Habana).

 

 

 

Nacer en un determinado lugar es una circunstancia en la que nuestra voluntad no tiene nada que decir. A veces no depende ni siquiera de nuestros padres, que se vieron sorprendidos, en su nueva condición, en un lugar inesperado. Tampoco creo que ver las primeras luces en un escenario concreto determine, sin remedio, tu carácter, o te invista de dones y virtudes sin parangón (por eso, entre otros argumentos ridículos, no entiendo los nacionalismos desmesurados). Como escribió el bueno de Graham Greene, una ciudad, incluso nuestra ciudad, apenas se compone de un puñado de elementos que enlazan (a veces de manera caprichosa) la geografía con los afectos.10431831_770345889683204_712554023_n

Quien hace unos días me regaló la posibilidad de mirar mi propia ciudad como un turista para comprobar que, efectivamente, se compone de unas pocas calles y un puñado de sentimientos fue Estíbaliz Redondo, el alma (y la sonrisa) de Al-Salmorejo, una fantástica iniciativa dedicada, desde Córdoba, a la información agroalimentaria y gastronómica… con alma.

Estíbaliz nos invitó a comernos Córdoba y lo cierto es que casi lo consigue… En algo más de dos días recorrimos los olores y los sabores más antiguos, y también los más actuales, de una ciudad (Capital Iberoamericana de la Cultura Gastronómica 2014) que, sin dejar de ser ella misma, anda reinventándose (como tantos) en mitad de la tormenta.

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Estos son los hojaldres de Manolito Aguilar, con una receta que rebasa el siglo de vida y que invita al pecado sin mesura (Foto: JMª Montero)

Volví a la Montilla de mi infancia, la que retraté en Vino Vivo. Regresé a las bodegas de Moriles en las que mi padre me dejaba mojar los labios en un medio y escupir el trago en el albero recién regado. Los vinagres de Toro Albalá, con los que casi nos desayunamos,se asomaron a nuestra nariz con tal rotundidad que ya no nos abandonaron en todo el día y, así, hasta los primorosos hojaldres de Manolito Aguilar parecían teñidos por ese olor primitivo y limpio.

Hubo rueda de salmorejos, con los amigos de La Salmoreteca, para jugar a añadirles diferentes vinagres, imaginando todo lo que podríamos sumar, previsible e imprevisible, a este plato que es, a un tiempo, crema y salsa. Hay tantos salmorejos como cordobeses/as, y por eso hace algún tiempo también os hablé del mío, uno de tantos salmorejos únicos.

Pasé por Las Camachas donde comprobé, como hago siempre, que allí sigue el mismo camarero que nos servía, hace más de cuarenta años, las comidas familiares de domingo. Y también certifiqué que las clarisas de clausura siguen cantando, bajito, tras las rejas de la capilla (sombras en la sombra), sin mostrar sorpresa alguna, ni siquiera curiosidad, por los bulliciosos visitantes que, bien mojados en fino de tinaja, asaltaron el monasterio montillano en plena siesta.

En la azotea de La Taberna del Río nos zafamos de una noche inusualmente fría envolviéndonos en los manteles de papel y calentándonos las manos con las velas que adornaban las mesas (no creo que nunca hayan recibido a unos gastrónomos tan heterodoxos). Afortunadamente, cuando ni los manteles ni las velas remediaban ya la tiritera aparecieron las botellas de un anciano Pedro Ximénez (Don PX Gran Reserva, de Toro Albalá) con el que combatir la peor de las ventiscas.

La segunda noche nos asomamos a la Judería desde la azotea de Casa Pepe, donde nos esperaba una cena en la que estuvo presente (un acierto inesperado) el fino que desde hace tiempo consumimos en casa (Tertulia, fino en rama sin filtrar, de las Bodegas Delgado de Puente Genil). Cena de la que sólo recuerdo (eso sí, con nítida intensidad) un delicadísimo corte, en crudo (tiradito), de ventresca de atún rojo de almadraba combinada con tomate rosa de Cabra (uno de los secretos de las Subbéticas cordobesas), un fugaz y discretísimo flamenquín (en lo convencional es en donde, casi siempre, se la juega un buen restaurante) y un oloroso ecológico (Piedra Luenga) de Bodegas Robles de esos que predisponen a no irse demasiado pronto a dormir.

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La Corredera a eso de las dos de la madrugada… (Foto: JMª Montero)

¿Y quién quiere dormir cuando cena a los mismos pies de la Mezquita? Una noche más, mitad cordobés mitad turista, pisé sobre mis viejos pasos para recorrer el mapa emocional de esa ciudad que es mi ciudad sin serlo ya… Hay una Córdoba de noche que no existe de día. No es sólo que la oscuridad cambie el paisaje es que de madrugada se alumbran paisajes que al sol no existen. La calleja de las Flores, la calle del Pañuelo, la calle Cabezas, el Compás de San Francisco, la Corredera, el templo romano de la calle Claudio Marcelo y, rozando ya las tres de la madrugada, la cuesta del Bailío, que en tiempos comunicó la ciudad alta, la Medina, con el barrio de la Axerquía. Y fue precisamente en el último de los 31 escalones del Bailío donde me detuve para regalarles el asombro a los forasteros que me acompañaban. Asomarse a la plaza de Capuchinos a esa hora, en silencio, cuando en la calle no queda ni un alma, es entrar en el túnel del tiempo y descender así a una Córdoba ensimismada y austera, alumbrada por faroles mortecinos que apenas dibujan la silueta de un Cristo crucificado. De ella, de esta plaza, alguien dijo, con delicada precisión, que “no es más que un rectángulo de cal y de cielo…”

Lástima que esta simplicidad, que es la que domina en muchos de los rincones de Córdoba, se haya transformado en inmovilidad. Confundir historia con parálisis o tradición con letargo, es el veneno que ha convertido a una parte (importante) de la hostelería cordobesa en museo donde los nativos, con algo de paladar y ávidos de aventura, se aburren y apenas se reconocen (otra cosa son los foráneos, pero esos sencillamente, como hacemos todos fuera de casa, celebran lo desconocido).

Se durmieron en los fogones, en la decoración, en el servicio, en las bodegas… Y uno no sabe si es mejor, al fin, consolarse en los clásicos, que a pesar del aburrimiento aún mantienen cierto respeto por la materia prima, o embarcarse en aventuras inciertas en las que hay más ruido que nueces (aunque en la factura final te cobren las nueces y el ruido a precio de caviar adornado con los compases de la 5ª de Mahler…).

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Ámbar de mejillón: el recibimiento de Blanco Enea (Foto: JMª Montero)

El atrevimiento honesto y la técnica impecable la encontramos, como despedida, en Blanco Enea, un restaurante al que deberíamos peregrinar, al menos una vez en vida, todos los cordobeses. No sólo es que dispongan de uno de los mejores recibidores que he visto en una vivienda convertida en restaurante, sino que, además, saben usarlo, y por eso los entrantes se sirvieron al sencillo sol de la plaza de San Pedro, en la que, por ejemplo, las hojas de naranjo que, sureñas, adornaban los platos de ámbar de mejillón (por citar sólo una de las delicias con las que nos estrenamos) lucían un verde tentador.

Ya en el interior disfrutamos de un salón decorado sin estridencias, donde el aire limpio que llegaba a través del balcón se agitaba, suave, gracias a un abanico de techo. Había flores frescas en el centro de la mesa, decantadores que recordaban a estilizadas vasijas fenicias y servilletas de un blanco impoluto dobladas como peinetas. Cada detalle, empezando por un servicio tan profesional que parecía de otro planeta, invita a disfrutar y… nada más, porque en Blanco Enea nada nos distrae del sencillo placer de comer y beber en buena compañía, y eso ya es mucho en los tiempos que corren.

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¿Sopa? ¿Ensalada? ¿Jardín comestible? ¿Huerto zen? (Foto: JMª Montero)

Sobre la mesa se dispusieron vegetales comestibles que no desmerecían un patio del Alcázar Viejo vestido de primavera; bogavantes adornados con el trazo rotundo — casi un grafitti— de un ajo negro de Montalbán; aceites de Baena embotellados en coloridos frascos de perfume; árboles de chocolate de los que quizá imaginó Machado cuando paseaba entre los olivares de Baeza…

Detrás de todos estos aciertos podríamos encontrar a un chef engolado, a un cocinero tímido o a un empresario calculador, y ninguna de esas posibilidades restaría, en puridad, mérito al restaurante. Pero es que cuando conoces a José María González Blanco (porque ya se ocupa él de estar a pie de plato, comentando y celebrando) sumas unos cuantos enteros, extra, a Blanco Enea. Ya escribí en algún post que desconfío de los cocineros avinagrados y, sobre todo, de aquellos que brillan como estrellas solitarias (¿trabajan en equipo o prefieren rodearse de unos agradecidos palmeros?). José María se ve que disfruta con su trabajo y lo transmite a sus invitados; sabe quién le cubre las espaldas y le ordena la casa (Dani Molina) y, para colmo, ha descubierto el vínculo invisible que une la cocina con la poesía, la música o la fotografía (y viceversa).

El cocinero no es una persona aislada, que vive y trabaja sólo para dar de comer a sus huéspedes. Un cocinero se convierte en artista cuando tiene cosas que decir a través de sus platos, como un pintor en un cuadro.”        (Joan Miró)

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Al bogavante lo acompañaba, además del brochazo de ajo negro, una copa de Predicador (Foto: JMª Montero)

 

 

José María se formó en casa de Arzak y en el laboratorio de El Bulli, y ambos escenarios, ambas personalidades (difíciles de mezclar pero no imposible), están presentes en Blanco Enea. Hacedme caso, cordobeses y forasteros, peregrinad a este rincón de la Plaza de San Pedro donde se come y se bebe por puro placer…

 

 

 

 

P.D.: Como podéis imaginar yo era el periodista marciano en la tribu que tejió Estíbaliz, compuesta, como es lógico, por comunicadores vinculados al mundo de la gastronomía. Por eso me permito ciertas disgresiones, hago gala de mi ignorancia a propósito de los procelosos mares de la alta cocina, los gastroblogs y el periodismo sensorial, me recreo en detalles intrascendentes y obvio el comentario, técnico y pormenorizado, de los platos y vinos que degustamos. De todo ello el lector inquieto encontrará cumplida información en las magníficas anotaciones que dejaron mis compañeros/as de viaje como Reme Reina, Loleta, Manuel J. Ruíz  o Andoni Sarriegi.

 

Cocineros

Me coloqué entre José María (a mi derecha) y Dani, a ver si se me pegaba algo… (Foto: JMª Montero)

 

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