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Posts Tagged ‘bosque mediterráneo’

«Bosque quemado en invierno», acrílico de C Bentabol (http://bentabol.artelista.com/)

Es posible, advierten algunos especialistas, que si del cómputo total de incendios forestales que se registran en nuestro país se restaran los fuegos provocados por la mano del hombre la naturaleza estaría en condiciones de asumir el impacto de las llamas, puesto que es un elemento característico de los ecosistemas mediterráneos, perfectamente adaptados a esta contingencia. “Los incendios”, explica Eusebio Cano, catedrático de Geobotánica de la Universidad de Jaén, “son tan viejos como la propia vegetación, y el que nos preocupen hoy más que en el pasado se debe al espectacular incremento de su frecuencia, simplemente porque a las causas naturales han venido a añadirse los siniestros provocados por el hombre”.

La gran alarma social que producen algunos incendios forestales, y los temores difundidos en gran medida por los medios de comunicación de que en estos siniestros se pierde un patrimonio natural insustituible, no siempre se corresponden con los procesos de recuperación espontánea, y a veces sorprendente, propios de los ecosistemas mediterráneos. No hay que dar todo por perdido sería, en resumen, la conclusión de los expertos que, en nuestro país, han evaluado, a corto y medio plazo, cómo responde la naturaleza a la agresión del fuego.

Uno de los primeros trabajos que se realizaron sobre este particular lo firmaron, a finales de los años 90 del pasado siglo, un grupo de biólogos catalanes que estudiaron durante tres años los mecanismos de supervivencia desplegados por animales y plantas en un amplio territorio (alrededor de 6.000 hectáreas en el macizo de Montserrat) afectado por el fuego. Sus observaciones, extrapolables a siniestros similares en otras zonas del país, han servido para corroborar, con datos rigurosos desde el punto de vista científico, lo que algunos expertos ya suponían: las formaciones vegetales tienden a la autosucesión, es decir, a autoreconstruir el paisaje anterior a partir de las mismas especies.

Esta tendencia natural depende de muchos factores, entre los que destaca la gestión que se haga en las zonas quemadas, y variará enormemente a escala temporal según se trate de áreas más o menos complejas. «Un prado, incluidas sus poblaciones de aves, se regenera en poco más de un año, un bosque tardará mucho más, y en los peores casos no tendremos la oportunidad de verlo con nuestros propios ojos», explica Francesc Llimona, uno de los autores de aquel trabajo.

El primer invierno es el más duro pero, si las condiciones climatológicas acompañan, en primavera la vegetación dará muestras de su vitalidad. Las encinas, alcornoques y robles, y la mayoría de arbustos como durillos, brezos o madroños, perfectamente adaptados al fuego, se regeneran rápidamente por rebrote, y no dejan mucho lugar para la entrada permanente de nuevas especies. En los pinares el proceso es más complejo, y aunque por germinación también comienzan a recuperarse, a lo largo del primer año aparecen con mayor frecuencia especies vegetales nuevas que aprovechan las especiales condiciones de luz y falta de competencia para colonizar estas áreas.

Las altas temperaturas que pueden llegar a alcanzarse en un incendio forestal son las que, en primera instancia, causan graves daños a la vegetación y alteran la composición física y química del terreno. En uno de estos siniestros pueden llegar a superarse fácilmente los 600 grados centígrados, cuando bastan 70-75 ºC para que, en treinta segundos, mueran las células de la materia vegetal, y por encima de los 450 ºC comience la combustión de la materia orgánica que enriquece los suelos.

Alconorque en la Vereda de Algarobejo (Córdoba)

La vegetación autóctona de todas las zonas de clima mediterráneo está, sin embargo, adaptada a esta acción devastadora del fuego. Es lo que se denomina pirofitismo, que puede ser activo o pasivo, un mecanismo natural que le permite sobrevivir a los incendios o volver a colonizar fácilmente las zonas quemadas.

En Andalucía el ejemplo más representativo de pirofitismo pasivo es el desarrollado por el alcornoque, recubierto de una corteza protectora (corcho) poco combustible. Este tipo de árboles rebrotan con facilidad por la copa y en pocos años pueden recobrar su aspecto original.

Más complejo es el pirofitismo activo. Las plantas que han evolucionado siguiendo este mecanismo de adaptación se activan fisiológicamente una vez que han sido consumidas por el fuego o bien han acomodado su ciclo vital a los incendios. Entre las primeras se encuentra la jara, cuyas semillas resisten bien el fuego, las altas temperaturas y la luminosidad, germinando una vez que se ha extinguido el siniestro. Los brezos y acebuches, que pertenecen al segundo grupo de las pirófitas activas, mantienen sus yemas, raíces y brotes de crecimiento indemnes, ya que están bajo el suelo, por lo no encuentran muchas dificultades para recuperar su actividad.

El éxito o fracaso de estos recursos dependerá de la intensidad y frecuencia de los siniestros. Incendios de gran intensidad, en los que se alcancen temperaturas elevadas, pueden causar una brusca disminución de los nutrientes, con lo que raíces y semillas no podrán utilizarlos para rebrotar y germinar. Si el fuego castiga insistentemente una misma zona comenzaran a ser dominantes las plantas mejor adaptadas, desplazando a las restantes. La vegetación más exigente, la de mayor valor ecológico, se verá sometida a la ley del más fuerte y desaparecerá definitivamente de estas zonas.

Los animales sufren de manera desigual los efectos de un incendio, y su recuperación está estrechamente ligada a la de la cubierta vegetal. Las aves suelen ser las menos afectadas gracias a su movilidad y, en muchos casos, ni tan siquiera muestran un comportamiento nervioso ante las llamas. Llimona cita el caso de carboneros y herrerillos, «que suelen desplazarse pocos metros por delante del fuego, o golondrinas y vencejos que se acercan descaradamente sobrevolando el frente de llamas en busca de los insectos que se elevan entre la humareda».

Las aves que gustan de espacios abiertos ocuparan sin problemas los espacios calcinados, pero si se quiere conservar la avifauna forestal puede ser necesario, en tanto se regenera la vegetación, mantener un cierto número de árboles quemados en donde puedan posarse, nidificar o buscar alimento.

Entre los mamíferos, reptiles, anfibios e insectos la mortalidad achacable al fuego es mayor. No todos pueden escapar al desastre, y al efecto directo de las llamas y el humo hay que sumar las condiciones adversas que se producen después del incendio. El aislamiento, la falta de alimento y refugio, y el hecho de que muchos de estos animales no puedan responder con la emigración ante las nuevas circunstancias pueden mermar seriamente sus poblaciones.

Sin embargo, también en estos casos se inicia un lento proceso de recuperación. La abundancia de pastos primaverales en las zonas quemadas hace que sean rápidamente colonizadas por ungulados como ciervos o gamos. Mientras se deciden a retornar especies que, como el conejo, necesitan el monte cerrado para sobrevivir, aparecen otras, como la liebre, que no precisan de una gran cobertura vegetal. El ratón de campo, capaz de adaptarse a un sinfín de situaciones, será la avanzadilla del grupo de los pequeños mamíferos, convirtiéndose al mismo tiempo en una fuente de alimento para carnívoros y rapaces nocturnas.

Explosión de clorofila en «Los Linares» (Sierra Morena, Córdoba)

Aparentemente serían los peces los únicos animales que permanecerían a salvo de las llamas, pero también los ecosistemas acuáticos sufren las consecuencias de los incendios al variar la vegetación de sus riberas, modificarse el caudal y la temperatura del agua, aumentar los sólidos en suspensión o alterarse la concentración de nutrientes. Sin embargo, no todos son efectos negativos, como señala Carlos Fernández Delgado, catedrático de Zoología de la Universidad de Córdoba, porque, a veces, «la adición de ingentes cantidades de restos de madera al cauce de un río puede aumentar la diversidad de hábitats y convertirse en una nueva fuente de nutrientes para la vida acuática».

Un bosque quemado resulta sin duda un paisaje triste pero, como concluye Francesc Llimona, no hay que dejarse llevar por el desánimo: «No se trata de una situación irreversible, lo único realmente irremediable son las recalificaciones urbanísticas que puedan producirse en las áreas incendiadas».

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Cuando, por fin, los nubarrones negros que estos días se empeñan en oscurecer nuestra salud se disipen habrá que descorchar con los amigos alguna buena botella de vino. Esta acción festiva, que millones de personas repiten a diario, es mucho más trascendente de lo que aparenta porque de ella depende el mantenimiento de algunos ecosistemas característicos del bosque mediterráneo. El 75 % de los ingresos que genera una explotación de alcornoques bien gestionada procede del corcho que se le extrae periódicamente, y la fabricación de tapones concentra el 85 % del negocio asociado a este producto vegetal, porcentaje que se eleva hasta el 90 % si la rentabilidad la medimos en puestos de trabajo.

Es decir, si la demanda de tapones de corcho decrece lo que peligra es algo más que una industria, es el propio mantenimiento de una de las parcelas más valiosas de nuestro patrimonio forestal.

A juicio de WWF, que desde hace varios años lidera una campaña en defensa de los tapones de corcho, “es muy importante que las bodegas sepan que, con su decisión de elegir un tipo de tapón u otro, están influyendo en el futuro de los alcornocales y, asimismo, de las especies asociadas a ellos, algunas tan valiosas y amenazadas como el águila imperial, la cigüeña negra o el lince”. En una superficie de alcornocal equivalente a la quinta parte de un campo de fútbol se han llegado a encontrar hasta 135 especies distintas de plantas, lo que da idea de la biodiversidad asociada a este bosque humanizado.

Estas masas forestales prestan, además, otros servicios ambientales, difíciles de evaluar en términos económicos pero imprescindibles. Los alcornocales conservan el suelo en comarcas amenazadas por la erosión, recargan los acuíferos, controlan la escorrentía moderando el riesgo de inundaciones y las pérdidas de tierra fértil, resisten al avance de los incendios forestales y, por último, ayudan a fijar el dióxido de carbono. En este último servicio, de gran importancia en la lucha contra el cambio climático, el corcho, asegura WWF, “resulta especialmente significativo, ya que es un material de muy larga duración y, por ello, idóneo para secuestrar CO2 durante prolongados periodos de tiempo”. Los alcornocales que se manejan para extraer corcho de manera regular producen una cantidad de materia prima hasta cinco veces superior a la que se mide en los ejemplares intactos, por lo este tipo de aprovechamiento incrementa la capacidad de fijar dióxido de carbono.

Lo cierto es que, como advierten los especialistas de WWF, “pocos materiales de origen natural manifiestan al tiempo tantas características útiles”. El corcho es impermeable, inodoro, resistente a los agentes químicos e inatacable por los líquidos, prácticamente imputrescible y muy resistente a  la acción de los insectos, compresible y elástico, con extraordinaria capacidad de recuperación dimensional, escasa conductividad térmica, excelente aislamiento acústico y de vibraciones, muy liviano y con elevada resistencia mecánica.

La aplicación documentada más antigua de la que se tiene referencia se remonta 3.000 años atrás, cuando los habitantes de Cerdeña empleaban este material para proteger sus armas de la humedad y construir diferentes elementos de uso doméstico, como cubos y otros recipientes. También se ha certificado la presencia del corcho en el antiguo Egipto, donde se usaba para fabricar flotadores destinados a las artes de pesca. En Atenas y Roma aparecen ya lo que podríamos considerar primitivos tapones con los que se preserva el contenido de las ánforas en las que se guarda vino o aceite.

En cualquier caso, los aprovechamientos del corcho no dejaban de ser humildes y, en demasiadas ocasiones, insuficientes para salvar de la quema a los alcornocales que, durante siglos, fueron muy apreciados para obtener de ellos carbón vegetal. Como señala el biólogo Simón Fos, en un trabajo publicado por la Universidad de Valencia, la exitosa combinación entre corcho y vino “debió esperar pacientemente la ocurrencia del monje Dom Pierre Perignon, que, a finales del siglo XVII, tuvo la feliz idea de añadir azúcar a los vinos jóvenes de la Champaña para conservar la efervescencia que producen de forma natural”. El éxito y la continuidad del méthode champenoise era pura utopía con los tapones de madera o de cáñamo impregnado en aceite, utilizados mayoritariamente hasta ese momento. Era necesario un material elástico e impermeable que se ajustara al recipiente una vez introducido y que impidiera la pérdida de los gases producidos durante la fermentación. Así, el tapón de corcho, señala Fos, “cumplió a la perfección estas exigencias y se convirtió en el guardián perfecto e inseparable del champán y, finalmente, de todos los productos de la industria vitivinícola”.

Por todas estas razones, pero, sobre todo, por la que señalaba al comienzo de este post, estoy deseando descorchar una buena botella de vino con los amigos.

 

Más información: http://www.wwf.es/que_hacemos/bosques/nuestras_soluciones/corcho_fsc_si/vino_ecologico_y_corcho_fsc/

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En el Año Internacional de los Bosques y en el Día Mundial de la Biodiversidad podemos unir ambas celebraciones viajando, sin salir de la Península Ibérica, hasta la selva del sur.

En contra de lo que algunos pudieran pensar a la vista de esos soberbios tapices vegetales que adornan amplias zonas de la Europa más fría, los bosques del centro y norte del continente cuentan con una biodiversidad relativamente baja. En ellos habitan muy pocas especies vegetales, y las funciones que desempeñan rara vez se superponen. Es decir, hay territorios forestales específicamente dedicados a la producción de madera, otros que actúan como tapiz protector del suelo; los hay que se aprovechan para el esparcimiento de la población o para brindar soporte a especies animales y vegetales.  En cambio, en los bosques mediterráneos todas estas funciones se superponen, son espacios humanizados, en los que crecen un elevadísimo número de especies, muchas de ellas endémicas, y presentan una biodiversidad muy elevada. Su gestión, por tanto, es sumamente compleja, ya que hay que conjugar los múltiples aprovechamientos con la conservación de los recursos que los hacen posibles.

Además, los terrenos forestales de países como España, Portugal, Grecia, Italia o Francia están sometidos a unas peculiares condiciones climáticas. Las sequías, que periódicamente azotan a estos territorios, unidas a los incendios estivales complican aún más la conservación de este patrimonio. La lista de amenazas se completa con la sobreexplotación a la que están sometidos algunos de estos bosques, habitualmente situados en zonas deprimidas desde el punto de vista social y económico. El fantasma de la erosión, uno de los peligros ambientales más graves del sur continental, está presente en muchos de estos territorios.

Andalucía alberga algunas de las mejores muestras de bosque mediterráneo que se conservan en todo el continente. Los encinares y alcornocales, que suman más de un millón de hectáreas, son el exponente más valioso de este tipo de ecosistemas. No menos importantes, en una región amenazada por la desertización, son las 200.000 hectáreas que ocupa el matorral mediterráneo noble, con una gran diversidad de especies y alta densidad.

El Parque Natural de los Alcornocales (Cádiz-Málaga), es uno de los mejores ejemplos que en todo el ámbito europeo se pueden encontrar de lo que es un bosque mediterráneo bien conservado, en el que la mayoría de las actividades humanas, agrícolas y ganaderas, están perfectamente integradas en el medio.

Ya en 1844, cuando las tierras del sur peninsular se convirtieron en destino predilecto de naturalistas foráneos, el científico alemán Moritz Willkomm llamó a estas  espléndidas masas forestales «la selva virgen europea», después de reconocer que se trataba del bosque más bello e interesante que habían visto sus ojos. Pero el aprecio que suscitaban fuera de nuestras fronteras no era compartido por las autoridades españolas, hasta el punto de que, en 1855, las leyes desamortizadoras de Madoz autorizaron la venta, y posterior corta, de muchos de los alcornocales que entonces se extendían por numerosas comarcas españolas.

La nefasta disposición tenía sin embargo algunas excepciones que, a larga, serían providenciales. Así, no se incluían aquellos montes poblados con quejigo y con  roble enano, precisamente dos de las especies más abundantes en los alcornocales gaditanos. En palabras de Máximo Laguna, botánico de la época, «el pigmeo salvó del hacha destructora al gigante».

El Parque Natural de los Alcornocales resulta, en sus más de 170.000 hectáreas de extensión, un espacio paradójico. A primera vista presenta una cierta uniformidad, muestra un paisaje que pudiera parecer monótono y hasta pobre al visitante. Sin embargo, la mezcla de unas peculiares condiciones geológicas y climáticas, combinadas con su estratégica posición geográfica, hacen de estos territorios un paraíso para la biodiversidad, en donde se alternan numerosos ecosistemas, algunos de ellos ciertamente peculiares y hasta exclusivos.

Parque Natural de los Alcornocales (Ventana del Visitante):

http://www.juntadeandalucia.es/medioambiente/servtc5/ventana/mostrarFicha.do;jsessionid=F855116252882DD95EB9FC7166021D0B?idEspacio=7410

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Hoy, con la llegada de la primavera, se celebra el Día Forestal Mundial, y el hashtag #forestal gana enteros en Twitter. Para celebrarlo rescato un texto que hace algún tiempo (2008) escribí para la revista «Estratos». Habla de los bosques olvidados de sureste árido español, de los bosques del desierto, una curiosa paradoja bien documentada. 

 

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Aunque hoy, a la vista de sus áridos paisajes, resulta difícil de creer, hubo un tiempo en que amplias zonas del sureste peninsular estuvieron dominadas por frondosos bosques. No fue un inesperado cambio climático el que transformó radicalmente estas tierras de Almería y Murcia, sino la acción devastadora del hombre a lo largo de los siglos. Acudiendo a yacimientos arqueológicos, archivos históricos, índices toponímicos y a la propia observación del medio natural, los hermanos Juan y Jesús García Latorre, historiador e ingeniero forestal respectivamente, han rescatado del olvido la densa vegetación que un día, no muy lejano, pobló algunas de las comarcas en las que ahora se ceba la erosión.

LOS BOSQUES DEL DESIERTO
La historia ecológica del sureste peninsular revela un sorprendente patrimonio forestal y faunístico

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José María Montero. Periodista ambiental
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En 1494, dos años después de la conquista del Reino de Granada, el viajero austriaco Jerónimo Münzer cruzaba la frontera que durante 300 años había delimitado dos sociedades bien distintas. Cristianos y musulmanes estaban separados por una amplia franja, prácticamente deshabitada, que se extendía entre Lorca (Murcia) y Vera (Almería). En el relato de su travesía, que incluye no pocas referencias a la abundante caza mayor, podemos leer: «Después de una jornada de nueve leguas por una comarca de exuberante vegetación, pero sin agua y despoblada, llegamos a Vera». Cuando los hermanos Juan y Jesús García Latorre, historiador e ingeniero forestal respectivamente, se toparon con este texto anotaron, para su correcta interpretación cinco siglos después, el siguiente comentario: «Nadie hoy, y menos un centroeuropeo, usaría la palabra exuberante para describir el raquítico matorral de la zona, una de las más áridas del sureste ibérico”.

 

La cita, aunque llamativa, es solo una muestra de las múltiples referencias históricas que ambos investigadores han manejado en sus trabajos de investigación sobre la historia ecológica de este sector de la Península. En definitiva, han sido capaces de ofrecer una nueva interpretación de algunos de estos paisajes, en los que el bosque, natural o creado por la mano del hombre, «habría sido un elemento importante hasta épocas muy recientes».

 

Lo que vio Münzer entre Lorca y Vera, aseguran los hermanos García Latorre, era una maquia de acebuches, una suerte de bosquete en el que se combinaban árboles, grandes y muy próximos entre sí, y un matorral muy alto. La combinación de estos dos elementos configuraba una vegetación densa y casi impenetrable. Espesas maquias de lentiscos, acebuches y sabinas también crecían en el Campo de Cartagena y en el Campo de Dalías.

 

Lejos de la humedad de las ramblas y de los suelos más profundos, la maquia se presentaba en forma menos densa, con los árboles muy dispersos entre el matorral. Un paisaje muy parecido al de la sabana africana. Algunos de aquellos primitivos acebuches que salpicaban estos parajes semidesérticos fueron injertados y unos pocos, destacan estos investigadores, “aún permanecen entre nosotros”. “Hemos localizado algunos de ellos”, precisan, “y son árboles impresionantes y extraños, a veces descomunales, con troncos retorcidos y aspecto de baobabs de la sabana. Centenarios, milenarios en ciertos casos, exhiben las señales de haber sido sometidos a todo tipo de manipulaciones y podas durante siglos para aprovechar sus frutos, madera y forraje”.

 

Cuando Münzer se interna en la comarca del Bajo Andarax, desde los municipios de Santa Fe de Mondújar hasta Almería capital, queda de nuevo sorprendido, en esta ocasión por un modelo de agricultura exótico, desconocido en el norte de Europa. El adjetivo que utiliza en esta parte del relato es “paraíso”. El paisaje que ahora se le presenta, describen los hermanos García Latorre, “era un extenso oasis formado por una densa y frondosa masa de palmeras y árboles frutales, bajo la que crecían, en claros y huecos entre los árboles, hortalizas, parrales, viñas, pequeños prados de alfalfa y bancales sembrados de cereal”. Un oasis artificial cuya existencia dependía de un complejo sistema hidráulico de acequias, pozos y norias. A diferencia de la agricultura que se practicaba en la Europa feudal, lo que crecía en esta zona del Bajo Andarax era fruto de una sabia combinación de horticultura y arboricultura que unía “valores utilitarios y estéticos”. Bosques silvestres y bosques humanizados componían un paisaje hoy desaparecido.

 

Esta es sólo una muestra de las numerosas evidencias que estos investigadores han ido reuniendo a lo largo de una década de trabajo, evidencias que acaban de reunirse en una publicación, Almería: hecha a mano, en la que se analizan las transformaciones ambientales que ha experimentado esta zona de la Península desde la prehistoria hasta la edad contemporánea. “Hemos podido comprobar con nuevos datos”, explica Juan García Latorre, “que efectivamente este desierto contó con una sorprendente cubierta forestal y una fauna extraordinaria hasta épocas históricas recientes”. El bosque mediterráneo en Almería, asegura, “era bastante más rico y complejo de lo que suponen botánicos y ecólogos cuando parten del estudio de la vegetación actual”.

 

Las pruebas de esta llamativa afirmación las han ido encontrando en yacimientos arqueológicos, archivos históricos o índices toponímicos. Y sobre las pistas que ofrecían estas fuentes han recorrido, palmo a palmo, este extenso territorio sureño, observando el medio natural para rescatar del olvido la densa vegetación, y la variada fauna, que un día, no muy lejano, pobló algunas de las comarcas que ahora aparecen dominadas por el desierto.

 

Ambos investigadores han podido, incluso, localizar, como en el caso de los acebuches milenarios, los restos de estos primitivos bosques. Oasis forestales “absolutamente desconocidos y, por tanto, desprovistos de cualquier protección”. Un buen ejemplo de este patrimonio oculto es el pinar del Barranco del Negro, en el corazón del Cabo de Gata, donde los árboles, adultos y jóvenes con una buena tasa de regeneración, sobreviven con tan sólo 170 mm de precipitación media anual. A este inesperado inventario se suman alcornocales en la desnuda sierra de los Filabres, a casi 1.000 metros de altitud, o centenarios quejigales en la sierra de Cabrera, en un enclave semiárido.

 

Precisamente en Cabo de Gata, un desierto volcánico con los índices de precipitación más bajos de Europa, los hermanos García Latorre han descubierto “enormes árboles milenarios, probablemente de más de 1.500 años de antigüedad en algunos casos, que se encuentran no sólo entre los más viejos de la Península Ibérica sino también de todo el Mediterráneo”. En Agua Amarga, por ejemplo, se ha localizado un soberbio olivo o acebuche injertado cuya edad se ha estimado entre 1.500 y 2.000 años, “un monumento de la época romana, pero un monumento vivo”.

 

También en las zonas serranas quedan restos espectaculares de los antiguos bosques almerienses, como el Carrascón de la Peana, una encina que crece a casi 1.500 metros de altitud, en el municipio de Serón. En su base alcanza un perímetro de 15 metros y se eleva hasta los 18 metros de altura, el equivalente a un edificio de seis plantas. “Este árbol”, detallan los investigadores, “ya aparece mencionado en un documento del siglo XVII, tiene una edad estimada de, al menos, 700 años, y posiblemente sea la encina más grande y vieja de Andalucía”.
Sobre una superficie de unos 28.000 kilómetros cuadrados, que cubre todo el sureste español, los hermanos García Latorre han examinado más de 3.000 topónimos que hacen referencia al medio natural y a la acción del hombre sobre el mismo. El alcornoque y la encina aparecen citados de forma muy abundante, circunstancia que “refleja la amplia distribución de estas especies, que iría desde las comarcas más montañosas y húmedas hasta las más áridas como el Cabo de Gata o el Campo de Cartagena”. Otros topónimos hacen referencia a los pinos, madroños, acebuches, lentiscos, coscojas, enebros y sabinas, especies, todas ellas, ya desaparecidas de estos territorios o con poblaciones que apenas son una reliquia de tiempos pasados.

 

Fue la mano del hombre la que arrasó este patrimonio forestal. La escasez de madera empieza a hacerse notar en el siglo XVIII. En julio de 1741 un inspector forestal de la marina de guerra visita la comarca de Vera inventariando los pinares, bastantes esquilmados ya. En la pequeña sierra de Almagro contó 1.600 pinos carrascos, de los que solo ha sobrevivido una pequeña mancha muy degradada en la cima; y en el valle de la Ballabona descubrió que los cultivos habían sustituido casi por completo a los pinos, de manera que solo pudo registrar la existencia de 320 pies, hoy completamente desaparecidos. A pesar de todo, todavía en 1763 el marqués de los Vélez nombraba guardas forestales para sus montes de Sanpétar, en donde lo único que han encontrado ahora estos investigadores «es un viejo pino de grandes dimensiones».
La fase final en la destrucción de los bosques almerienses se desarrolla a lo largo del siglo XIX, fenómeno que queda relatado con precisión en el Diccionario de Madoz, publicado a mediados de esa centuria. Hasta en nueve voces diferentes de esta obra, explica Andrés Sánchez Picón , profesor de Historia Económica de la Universidad de Almería, se recoge la desaparición del monte alto y bajo de la sierra de Gádor. En los casos de Dalías o Berja se habla de la destrucción reciente y completa de sus grandes encinares, y en parecidos términos se expresan los informantes de pueblos como Beires, Abla y Abrucena.

 

No se puede culpar a las peculiares condiciones climáticas de este desastre, ni tampoco, añade Sánchez Picón, se puede recurrir a rancias leyendas: «A finales del siglo XX, los habitantes de este rincón del sureste árido aluden a ambiguas y legendarias referencias históricas para explicar la deforestación provincial, y no son raras las acusaciones que hacen responsable a la construcción de la Armada Invencible de la desnudez de nuestros montes». Las causas hay que buscarlas en una sucesión, ininterrumpida desde la Edad Media, de alteraciones causadas por el hombre como consecuencia del cambio en el tipo de aprovechamientos agrícolas, la explosión demográfica, la intensa actividad minera y metalúrgica o la masiva recolección de esparto con destino a la industria papelera británica.

 

En lo que se refiere a la fauna se han hallado nuevas evidencias sobre la presencia de osos, ciervos, nutrias y corzos en las sierras de Almería hasta periodos históricos recientes. “También”, precisa García Latorre, “hemos averiguado, por fin, qué era la encebra, un équido no doméstico sobre el que encontramos referencias documentales desde la Edad Media hasta el siglo XVI. Al parecer era una especie de caballito salvaje con rayas que después de haber vivido en gran parte de España se extinguió en Almería en la época de Cervantes que, de hecho, lo cita en El Quijote”.

 

Estos son algunos de los aspectos más llamativos y curiosos de este trabajo de investigación pero, como advierten sus autores, “no constituyen su tema central”. El medio natural, en sentido estricto, no existe, sino que cuando contemplamos estos paisajes almerienses estamos viendo el producto de la interacción, durante miles de años, de la naturaleza y de las distintas civilizaciones que la han poblado, “cada una de las cuales explotó, manejó y transformó su entorno de manera peculiar y específica, y el estudio de estas interacciones es el verdadero tema central de nuestra obra”.

 

Examinando el pasado se pueden revelar algunas buenas noticias que, incluso, podrían contradecir las tesis más o menos oficiales. Una de nuestras conclusiones, destaca Juan García Latorre, “es que el medio natural de Almería no está más degradado que el de Asturias o Irlanda y que, en contra de lo que se viene afirmando desde hace mucho tiempo, el desierto y la desertización no avanzan en esta provincia, sino que, en realidad, están retrocediendo”. 

LA MINERÍA INSACIABLE

En el retroceso del bosque almeriense durante el siglo XIX jugó un papel fundamental la actividad minera, y en concreto las fábricas metalúrgicas que empleaban combustible vegetal a gran escala. Así lo habían manifestado numerosos autores aunque, hasta hace pocos años, nadie había calculado el impacto real de estas prácticas en la vegetación de comarcas concretas.
Tomando como referencia la sierra de Gádor, Andrés Sánchez Picón ofrece algunas cifras que hablan de la insaciable voracidad de los hornos de fundición que originalmente se alimentaban con especies de monte bajo como el esparto, fundamentales en una provincia que avanzaba a pasos agigantados hacia la desertización. Solo en los 13 años que van de 1823 a 1836, advierte este historiador, «se quemaron más de 660.000 toneladas de esparto», y entre 1796 y 1860 «pudieron desaparecer en esta sierra unas 50.000 hectáreas de espartal». Como contrapunto, añade, «en los 54 años del periodo comprendido entre 1861 y 1915, cuando el esparto en rama se convirtió en uno de los principales capítulos de las exportaciones almerienses hacia las fábricas de papel del Reino Unido, las expediciones de este vegetal alcanzaron un volumen total de 741.245 toneladas».

También fueron pasto de las llamas otras especies de monte alto, como las encinas. Sánchez Picón calcula que pudieron emplearse en los hornos más de medio millón de pies de este árbol, lo que equivale a una superficie afectada de unas 28.000 hectáreas. La cifra posee una magnitud aceptable, concluye, «si tenemos en cuenta que en el Atlas Forestal del siglo XVIII los funcionarios de la Marina habían anotado más de 700.000 encinas en las jurisdicciones montuosas de Roquetas, Dalías, Almócita y Canjáyar, una pequeña parte de la superficie de la sierra de Gádor». 

LA VIDA EN LA ARIDEZ

La aridez no siempre es consecuencia de la acción humana. A juicio de la bióloga Nuria Guirado, “es preciso aclarar que cuando nos referimos a condiciones climáticas áridas podemos estar hablando de las que rigen desde hace cinco mil años en el Paraje Natural del Desierto de Tabernas”. Almería participa del clima mediterráneo, y por tanto está sometida a un régimen de lluvias muy irregular, pero es que existen ecosistemas perfectamente adaptados a esta inestabilidad. “Es más”, detalla Guirado, “existen numerosos ejemplos de organismos vivos, como las retamas, cuya adaptación a estas condiciones climáticas tan particulares las convierte en auténticas islas de fertilidad, ya que protegen el suelo y facilitan la retención de nutrientes dentro del sistema”.

 

Argumentos similares defienden los hermanos García Latorre cuando hablan de “las virtudes poco conocidas de los secarrales almerienses”. El matorral, “una formación vegetal de gran belleza”, desempeña en el sureste español las mismas funciones que los bosques en otras zonas de Europa. «Posiblemente por estar tan acostumbrados a ellos”, razonan, “no se les presta la atención que merecen, llegando incluso a ser despreciados”.

 

En los áridos campos de Tabernas, por ejemplo, existe una zona donde las retamas alcanzan hasta tres y cuatro metros de altura, y llegan a desarrollar raíces de hasta cincuenta metros de profundidad. “Se ha podido comprobar”, destacan estos especialistas, “que a la sombra de las retamas se forma un microambiente especial, menos árido que el entorno circundante y más fértil gracias al nitrógeno que aportan los tallos que se van desprendiendo del matorral”. De esta manera, la retama, al crear unas condiciones muy favorables, facilita la instalación de numerosas especies vegetales que de otra forma no serían capaces de colonizar estas tierras, aumentando así la biodiversidad de la zona.

 

Un fenómeno similar se produce en las dunas de Punta Entinas, junto al municipio de Roquetas de Mar, donde las sabinas son capaces de alcanzar edades de hasta tres siglos sobre terrenos arenosos en los que escasean los nutrientes. A la sombra de esta especie se desarrollan otros muchos vegetales. En las tierras volcánicas de la sierra del Cabo de Gata se pueden encontrar hasta 70 especies diferentes de plantas en apenas 800 metros cuadrados de terreno. “¿En qué bosques de Europa existe una diversidad parecida?”, se preguntan los hermanos García Latorre. A pesar de los prejuicios que tenemos frente a las zonas áridas, concluyen, “podemos presumir de habitar en uno de los territorios con mayor diversidad vegetal de toda Europa”.

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Hoy en Twitter se comenta un problema ambiental de gran calado que, sin embargo, suele pasar desapercibido. «La pérdida de diversidad vegetal», advierte Juan Carlos Atienza (Coordinador de Conservación de SEO), «bloquea servicios ecosistémicos básicos para el ser humano». Esta oportuna llamada de atención me ha recordado los días que pasé en Júzcar (Málaga) cuando el pasado noviembre David, el dinámico alcalde de este pequeño municipio, me invitó a inaugurar las Jornadas Micológicas del Valle del Genal. 

Júzcar es una ejemplo excelente de este raro (por lo inusual) compromiso con los servicios ambientales (olvidados) que presta el mundo rural, y que los ciudadanos de la urbe ignoran por completo a pesar de que resultan esenciales para su bienestar.
A cuenta de aquella visita me ha parecido oportuno añadir a este blog las palabras que entonces escribí, y que titulé «El bosque habitado»:

Buenas tardes amigas y amigos. Hace unos minutos, cuando circulaba camino de Júzcar, he celebrado con mi familia la inmensa fortuna de poder escapar de la gran ciudad para sumergirnos en el bronce del otoño que, en este valle privilegiado, dibuja matices espectaculares. Gracias por brindarme la oportunidad de acercarme, una vez más, a este placer sencillo pero imprescindible. Gracias a David, el alcalde de Júzcar, por invitarme a estar hoy con vosotros. Y gracias, también, a los amigos de la editorial La Serranía y la Asociación Senderista Pasos Largos, que desde hace años son nuestros mejores guías, y nuestros mejores cómplices, en el conocimiento y defensa de estas tierras.

Siendo Andalucía una comunidad tan extensa y reuniendo tantos espacios naturales protegidos, tantas comarcas rurales valiosas, en Espacio Protegido siempre hemos mantenido un vínculo muy especial con este valle. Y no lo digo porque hoy esté aquí, en Júzcar, y quiera quedar bien con todos vosotros. He repasado nuestros archivos y he comprobado cómo son ya más de una docena los reportajes que hemos dedicado a esta comarca, tanto para denunciar las amenazas que en algún momento han hipotecado su conservación (ya fuera en forma de presas, canteras, campos de golf o urbanizaciones insostenibles) como para reunir pistas que sirvieran a cualquier viajero para acercarse a algunos de los enclaves más hermosos de esta comarca. Sin pretenderlo, porque nuestra programación de trabajo se hace con muchas semanas de antelación, el próximo sábado el Valle del Genal volverá a ser protagonista en Espacio Protegido, porque los niños y niñas de Igualeja nos hablarán, le hablarán a todos los andaluces, de cómo es ese bronce otoñal de los castaños que crecen en la misma puerta de sus casas.

No puedo negar que en este aprecio pesa, y mucho, la componente afectiva, como ya le confesé al alcalde y también dejé escrito hace algún tiempo en el prólogo que Rafa Flores me pidió para su libro sobre las mejores rutas naturales de la provincia de Málaga. El caso es que, como buen cordobés, la provincia de Málaga fue el escenario, cuando era niño, de muchas de mis vacaciones de verano. De hecho, el primer recuerdo que aún atesoro de unas vacaciones de verano, un recuerdo difuso pero maravilloso, tiene como escenario la Estación de Benaoján. Allí pasé dos largos veranos, con apenas cuatro o

cinco años, que forman parte de mis mejores recuerdos de infancia. Días felices que luego, en el invierno cordobés, seguían prolongándose en el paladar gracias a las chacinas de esta serranía que nunca faltaron en nuestra mesa.

El caso es que cuando hoy he llegado a Júzcar una vez más se me han mezclado las razones y las emociones. Y así ocurre, de la misma manera ocurre, en Espacio Protegido. Muchos pensaron que cuando en 1998 empezamos las emisiones íbamos a ser el clásico programa de espacios y especies, animales y vegetales; un programa que mirara a la naturaleza como un escenario, más o menos despoblado, en donde sólo cabe asombrarse con la belleza de los paisajes o la espectacularidad de ciertos animales (sobre todos si son grandes y tienen pelo o plumas). En definitiva, que íbamos a lanzar sobre nuestros espacios naturales la clásica mirada urbana, la mirada de la gran ciudad, esa que contempla el monte mediterrán

eo de una manera romántica e idealizada. Pero no quisimos que fuera así. Queríamos mezclar razones y emociones, y las emociones sólo se pueden incorporar si uno se acerca a los hombres y mujeres que pueblan nuestros espacios naturales, nuestras zonas rurales.

Los nuestros son espacios naturales humanizados. No podía ser de otra manera, porque los ecosistemas mediterráneos no se pueden concebir sin la presencia humana. Estos son territorios más culturales que naturales, y por eso la elevadísima biodiversidad que encontramos en ellos está estrechamente vinculada a prácticas ancestrales, al sabio manejo de los recursos naturales, a la convivencia, a veces amable y a veces terrible, con la naturaleza. ¿Podemos apreciar el valor de los castañares de Júzcar sin hablar con los vecinos que los aprovechan? ¿Podemos acercarnos a sus recursos micológicos sin ir de la mano de expertos recolecto

res locales o sin degustar unas setas en alguna cocina juzcareña?

Estas afirmaciones, dichas aquí, en Júzcar, ante un público entendido y sensible, son perogrulladas, son obviedades. Pero imaginaros estos mismos planteamientos en un escenario urbano, en el escenario de las grandes ciudades, allí donde se concentran muchos de los espectadores de Espacio Protegido. Escenarios donde los ciudadanos (y, como es lógico, no es su culpa) viven alejados del mundo rural y sus circunstancias; escenarios en donde han desaparecido los mecanismos naturales de ajuste (*) que nos permiten apreciar el valor de ciertos elementos o estimar el impacto ambiental de acciones cotidianas; escenarios en donde escasea, por desconocimiento, la empatía que nos permite acercarnos a los problemas del mundo rural. Escenarios, en definitiva, donde es fácil hablar de una naturaleza aproblemática a la que acudimos para relajarnos, pero donde resulta difícil hablar de una naturaleza humanizada, con sus luces y sus sombras.

En un medio urbano, en esos escenarios alejados de la tierra, puede resultar incómodo, y hasta revolucionario, hablar, por ejemplo, del pago por los servicios ambientales que los habitantes del medio rural prestáis al resto de la comunidad. Cuando un municipio como Júzcar decide conservar sus recursos naturales, proteger su riqueza micológica, cuidar sus masas forestales o los cursos de agua que transitan por su termino municipal, está generando riqueza para si mismo, sin duda, pero también está generando riqueza y bienestar para el resto de los andaluces.

El manejo sostenible de los recursos naturales de Júzcar, y el compromiso institucional y ciudadano que hace posible este ideal, mantiene la calidad de los ecosistemas, y estos generan servicios ambientales que se distribuyen mucho más allá de este territorio. Se regula el ciclo hidrológico, se mejora la calidad del aire, se mantienen los procesos que dan lugar a la generación y conservación de los suelos, se neutraliza la erosión, se fija el dióxido de carbono, se contribuye a la mitigación del cambio climático… Todos estos servicios ambientales, y otros muchos, no cuantificados de manera monetarista, benefician a toda la comunidad andaluza, pero la comunidad no paga por ellos a los vecinos de Júzcar, a los lugareños que hacen posible la existencia y mantenimiento de estos servicios.

La primera vez que vinimos al valle fue para ponernos del lado de los vecinos que querían evitar la construcción de una presa y el desarrollo de otros proyectos urbanísticos no menos delirantes. Y ya en aquella ocasión recurrimos a esos argumentos que no son fáciles de defender en una gran ciudad. Contamos entonces, como lo hemos hecho en otras muchas comarcas de la región, que esa no era una lucha en beneficio del propio valle sino en beneficio de todos los andaluces. Lo que la naturaleza nos regala en Júzcar, lo que nos regala en el Valle del Genal, no sólo es patrimonio de todos los andaluces sino que, estrictamente, alcanza a todos los andaluces, ya sea en forma de aire limpio, agua potable o suelo fértil.

Desgraciadamente, ejemplos como el de Júzcar, donde desde el Ayuntamiento hasta los vecinos han asumido esta tarea de conservación de sus señas de identidad ecológicas, escasean en otros territorios. Y no se trata de culpar a nadie, como ya he dicho, porque lo cierto es que las sociedades rurales, de una manera trágica (empujadas por el mercado, por el despoblamiento, por la falta de perspectivas y de ayudas…, porque nadie les paga por esos servicios ambientales que prestan de manera gratuita), se han ido contaminando de algunas de las perversiones propias de los modos de vida urbanos. A los habitantes de algunos municipios serranos les resulta difícil reconocer hoy como excepcional, como extraordinario, aquello que les rodea de forma cotidiana, y terminan renunciando a sus propias señas de identidad.

Es cierto que la costumbre mata el asombro, pero ¿cómo no dejar de asombrarse cuando uno llega a Júzcar, abre la ventana de la habitación del hotel y contempla un horizonte limpio, silencioso, frondoso, multicolor? Con ese horizonte, envidiable, conviven los vecinos de Júzcar todos los días del año, forma parte de sus señas de identidad, y por mucho que la gran ciudad resulte atractiva, y hasta decisiva para algunas cuestiones, no se puede renunciar, no se debe renunciar, a esos elementos tan primarios como esenciales. Y, sin embargo, insisto, en algunos municipios han decidido apostar por modelos de desarrollo que obligan a la desaparición de esas señas de identidad. De esta manera languidecen piezas esenciales de la cultura rural mediterránea, como dehesas o castañares, abandonados y dominados por los matorrales que multiplican el riesgo de incendio. Y también desaparecen elementos mucho más humildes, aparentemente menores, sin importancia. Elementos que nos remiten a una cultura con unos vínculos tan poderosos con el paisaje y los ecosistemas que, si llegan a desaparecer, se está comprometiendo el propio valor natural de ese territorio. Hablo de viejos caminos rurales, de acequias, de fuentes, de lavaderos, de cercados de piedra, de cultivos en terraza…

Tenemos que hacer un esfuerzo, todos, por devolver al medio rural su dignidad, sus verdaderas señas de identidad. Tenemos que ser capaces de buscar modelos que permitan hacer rentable la vida en el campo, que brinden oportunidades a los más jóvenes, que eviten el despoblamiento, que incorporen el pago por los servicios ambientales que el mundo rural presta a toda la sociedad,… Modelos que permitan a los habitantes de las grandes ciudades entender la ruralidad y respetarla. Y en ese esfuerzo, que desde Espacio Protegido hemos asumido como propio, son muy valiosos ejemplos como el de Júzcar, donde todos esos valores se reúnen de una manera modélica. Sin necesidad siquiera de pisar el pueblo basta asomarse a la página web, excelente (ya la quisieran algunos grandes municipios), para leer reflexiones oportunísimas sobre las señas de identidad serranas; relatos sobre los jornaleros de las castañas; información, abundantísima, sobre los recursos naturales de estas tierras, o guías turísticas y micológicas de cuidada edición.

Como veis no he venido a hablaros de hongos, aunque este sea el motivo de mi visita. A estas jornadas acuden personas que saben muchísimo más que yo de este tema, empezando por mi viejo amigo y paisano Baldomero Moreno, que ha sido quien nos ha enseñado, con rigor y amenidad, todo lo que en Espacio Protegido sabemos del reino fungi; o Manolo Becerra, al que llevo años leyendo y hoy, por fin, he podido conocer. Como digo no he venido ha hablaros de hongos, he venido a daros las gracias, porque con gente como vosotros el trabajo de los periodistas ambientales se llena de sentido, nuestra labor (sobre todo en un medio público) adquiere el valor del compromiso y nos permite mantener la esperanza de que otro futuro es posible, de que aún estamos a tiempo de salvar las verdaderas señas de identidad del monte mediterráneo, del bosque habitado. Pero, además, he venido a aprender y a disfrutar, porque mis habilidades micológicas son muy discretas, pero, aún así, en el archivo de mis mejores recuerdos también habitan muchas jornadas de invierno en las que he disfrutado buscando níscalos en los pinares de Villaviciosa de Córdoba o de Santa María de Trasierra y, sobre todo, atesoro en la memoria comidas en las que el paladar se ha alegrado con la simple contemplación, sobre un plato o unas rústicas rebanadas de pan, de unos boletus o unos gurumelos.

Dice Thich Nhat Hanh, un viejo maestro budista, que si al comer nos fijamos bien en los alimentos, sobre todo cuando estos proceden directamente de la naturaleza, si los miramos con cierta profundidad veremos en ellos todos los elementos que se han conjugado para hacerlos posibles. Y así, cuando miramos una seta, justo antes de disfrutarla, cuando la miramos con cierta atención y profundidad, veremos el sol, la lluvia, el frío, los árboles, la hojarasca, los insectos, la mano de los recolectores que la retiraron de una manera cuidadosa para que se multiplicara…
Si en las grandes ciudades algunos fuéramos capaces de mirar de esta manera una de las deliciosas setas de Júzcar que alegran cualquier plato veríamos en ella toda la belleza del Valle del Genal y también la inteligencia, espontánea, natural, sencilla, de sus vecinos y vecinas. Esos que hacen posible la existencia de este paraíso. Muchas gracias.

(*) El desaparecido Fernando González Bernáldez, catedrático de Ecología y pionero de la educación ambiental en España, sentaba hace años las bases de este argumento en una conferencia dirigida, precisamente, a periodistas ambientales. La sociedad de los cazadores-recolectores y las primitivas sociedades agro-pastoriles, explicaba, mantenían un grado de conciencia relativamente elevado de sus influencias ambientales. Su escasa especialización permitía que los miembros del grupo fuesen protagonistas y responsables de las consecuencias de sus intervenciones en el medio. Las “reglas éticas culturales”, a veces envueltas en apariencias extrañas, mágicas y supersticiosas, dejan frecuentemente traslucir un trasfondo adaptativo más o menos claro (como los conocidos ejemplos de la ética natural que aparece en el discurso del jefe indio Seattle o en los dichos y hechos del cazados indígena Dersu Uzala llevados al cine por Kurosawa).

Pero la sociedad industrial y post-industrial, advertía González Bernáldez, ha llevado consigo cambios que los sistemas de ajuste mencionados no han podido seguir. Una característica clave de estas sociedades modernas es la pérdida de conciencia de los efectos que sus acciones causan en la biosfera. No se trata sólo de la potencia de los medios de acción disponibles, sino sobre todo de que la especialización y el alejamiento de las fuentes de materias primas, y las complicadas cadenas de causas y efectos intermedios, hace que conozcamos cada vez peor las repercusiones últimas de nuestros actos, incluso de los más cotidianos.

El cazador-recolector era espectador diario de los efectos de sus acciones. Por ejemplo, él mismo cortaba la leña para calentarse. Pero cuando nosotros accionamos el interruptor de la luz no somos conscientes de los complicados procesos tecnológicos y ambientales conectados a esa sencilla acción y de sus repercusiones en lugares remotos (travesía de grandes petroleros, extracción de carbón, contaminación atmosférica, residuos radiactivos procedentes de centrales nucleares, construcción de grandes embalses,…). Un resultado típico, y lógico, es que nadie se sentiría responsable de esas complejas incidencias ambientales en caso de que se conociesen.

El “apretar botones” que actúan sobre complejos mecanismos nos otorga inmensas posibilidades, pero nos priva de la conciencia de nuestros actos, y de esta manera se dificulta la génesis de los mecanismos correctores. Los grupos humanos donde se llevaba a cabo el aprendizaje natural (familia, pandilla) ya no son los protagonistas de la actividad productiva, altamente especializada. La formación profesional es también muy específica y se centra en estrechos campos del conocimiento, muy sectoriales e inconexos.

Está claro, por tanto, que la conciencia ecológica, hasta ahora mantenida por mecanismos naturales en las formas primitivas de la sociedad humana, tiende a perderse en las actuales circunstancias. El deterioro del entorno, concluía González Bernáldez, refleja el desequilibrio que la ausencia de mecanismos correctores va produciendo. Y es justamente aquí en dónde aparecen los medios de comunicación de masas como posibles “restauradores” de esa conciencia ecológica. Ninguna otra herramienta es capaz de alcanzar a tan amplios sectores de la sociedad para mostrarles lo que se oculta detrás de esa sencilla acción que, a veces, se limita a apretar un botón. Este tipo de periodismo, el que revela causas y consecuencias, el que sitúa las noticias en su verdadero contexto, es un periodismo “sostenible”, que no se extingue en lo efímero del suceso y contribuye, por tanto, a crear conciencia de nuestros propios actos.

P.D.: La hospitalidad de Júzcar empezó de la mano de David, su alcalde, y se prolongó en todos los vecinos y vecinas con los que tuve ocasión de conversar y aprender. Jesús Mena nos introdujo en el Monte de Pujerra, y se preocupó de que encontráramos setas (incluso los menos habilidosos) sin extraviarnos. Antonio, camarero en el Bar Torrichelli, nos sirvió las mejores tapas con las mejores sonrisas. Iván y David, del Hotel Bandolero, nos hicieron sentir como en casa y disfrutar de unas croquetas de setas inolvidables. Gracias.

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