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Posts Tagged ‘Cádiz’

A este plato azul le tengo especial cariño, al igual que a mi curtida tabla de madera. Este es mi mediodía en la cocina gaditana donde regreso a Ítaca de la mano de un aliño de langostinos con albahaca y sésamo. Foto: José María Montero.

Hay quien suspira imaginando largas horas de lectura, siestas sin despertador, animadas tertulias a la luz de la luna o viajes a destinos exóticos. A todo eso me entrego en verano, en reparador desorden, pero mi particular Ítaca está en la cocina, en mi cocina gaditana (*). No concibo empezar las vacaciones sin un buen madrugón para elegir el mejor pescado de la lonja y luego encerrarme en mi pequeña cocina a inventar, a disfrutar, a compartir. Cada año me da por enredar en una dirección, y eso explica que haya veranos donde reinan las vichyssoises (heterodoxas) con coco y rape, otros en los que dominan los guisos de raya, o las calderetas, o el sushi-a-la-andaluza o las albóndigas. Y lo mismo que cambio de recetas cambio de vinos, imprescindibles mientras cocino, transitando entre las manzanillas (en rama, pasadas, amontilladas), los finos, los amontillados, los finos perdidos, los palos cortaos…

Imaginar las vacaciones es soñar con días y días y días y días cocinando. Cocinando por la mañana, por la tarde, por la noche. Cocinar para dos, para cuatro, para diez. Cocinar pescados, cocinar verduras, cocinar carnes, cocinar postres. Cocinar a la gaditana, a la cordobesa, a la italiana, a la japonesa, a la dominicana. Cocinar.

Este año rompí (como debe ser) la tradición y la primera receta propia (si es que existen recetas propias) la cociné en territorio sevillano, el último día de trabajo y a las 6 a.m., cuando resulta complicado probar el plato o acompañar la faena con una copa de algo que no sea café. Cociné, una vez más, para compartir, para despedir la temporada de «Tierra y Mar» y «Espacio Protegido» (Canal Sur Televisión) con aquellas personas del equipo que durante un largo año han dado lo mejor en lo laboral y en lo personal. Cada cual aportó algo y, un viernes más, brindamos por el trabajo bien hecho. Brindar también es trabajar (seguro que ya hay por ahí algún coach, algún gurú, que coincide con esta particular política de personal).

Estas amigas me estaban esperando este año en mi primer día de vacaciones. Los paisajes de Cádiz son extraordinarios. Foto: José María Montero

Antes de salir el sol ya andaba cocinando un aliño de gambones con albahaca y sésamo, aunque un oportuno comentario de mi amiga Chica me hizo considerar, muy seriamente, la posibilidad de ejecutar esta ricura con langostinos chiguatos de Sanlúcar de Barrameda (ya tenéis tarea, ya estáis tardando en agarrar el omnisciente Google para saber qué es eso de los langostinos chiguatos).

– Langostinos chiguatos en cantidad generosa (que menos que tres o cuatro por cabeza).

– Tomates cherry, cebolleta morada, pimiento y rábano.

– Sésamo, lima, sal, pimienta negra, albahaca fresca, piñones y aceite AOVE.

– Manzanilla (para cocinar y para beber mientras se cocina).

Como son chiguatos los langostinos no hay que pelarlos, pero sí que separamos las cabezas y las ponemos en una sartén con un poco de aceite. Sofreímos presionando con el cucharón para los animalitos suelten todo su jugo. Regamos con un poco de manzanilla, concedemos unos minutos para que en la crema rosada se combinen bien los sabores del marisco y la manzanilla. Colamos y reservamos.

Preparamos un picadillo generoso de tomates cherry, cebolleta morada, rábano, pimiento y algunas hojas de albahaca. O bien picada o, tirando de mandolina, todas las verduras cortadas en finas láminas. Disponemos el picadillo sobre una fuente.

En el mortero majamos, con paciencia y decisión, unas cuantas hojas de albahaca fresca, unos granos de pimienta negra, la piel de media lima rallada, el zumo de esa media lima, un puñado de piñones y un buen chorreón de AOVE. Reservamos ese aliño (que podemos corregir en una u otra dirección según nos guste más cítrico o menos, más apiñonado o menos, más picante o menos…).

En una sartén salteamos el sésamo para que se aromatice. Reservamos. En la misma sartén ponemos un poquito de AOVE y una guindilla partida, calentamos y salteamos los chigüatos (sin pasarnos). Retiramos la guindilla, el aceite lo mezclamos con el aliño del mortero y los chiguatos (cuando se enfríen) los disponemos sobre el picadillo.

Emplatamos: cubrimos picadillo y chiguatos con el aliño y el sésamo. Mezclamos y sacamos la botella de manzanilla del congelador. Suspiramos: hemos llegado a Ítaca.

(*) Hay quien considera (ojo) que Ítaca, la patria de Odiseo, no es una isla del mar Jónico sino que, en realidad, los poemas homéricos hablan de Ítaca cuando se refieren a Cádiz. Según esta teoría Monte Nérito es Nertobriga (San Fernando), el puerto de Forcis es LaCaleta, el Puerto Retro es el actual puerto de Cádiz y la Fuente de Aretusa es Fuente Amarga, cerca de Chiclana de la Frontera. Vale que el defensor de esta tesis (Iman Jacob Wilkens) no haya sumado muchos adeptos, pero yo coincido con él: para mí Ítaca es Cádiz, sin duda alguna.

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En los despojos se esconde, con frecuencia, lo más sabroso, el sabor que, por humilde, casi nadie conoce. Así lucían mis pieles de mar una mañana de julio (Foto: José Mª Montero)

«Cada palmo de la piel es un viaje, de descubrimiento, de retorno…”

(Océano mar, Alessandro Baricco)

 

Cuando se cocina por gusto las limitaciones añaden placer a este vicio (casi) solitario. La escasez (poco espacio, poco tiempo, poco presupuesto) multiplica la dificultad, y la dificultad llama a la imaginación. La mejor cocina hunde sus raíces en la adversidad y en la manera de enfrentarla (efectivamente, un principio que puede aplicarse a otras muchas parcelas de la vida). Y en ese pulso, vital, la creatividad y el atrevimiento, que vienen a ser casi la misma cosa, resultan decisivos.

Ingredientes incompletos, comensales exigentes, herramientas inadecuadas, fogones desconocidos, recetas olvidadas, errores de cálculo… La lista de posibles obstáculos es generosa, como generosa suele ser la creatividad con la que debemos enfrentarnos a cada una de estas trampas. ¿Acaso nuestras abuelas, y las abuelas de nuestras abuelas, se arrugaban cuando les faltaba un ingrediente? O, mejor dicho, ¿acaso no supieron elaborar recetas alucinantes con lo poco que tenían a mano y, en muchos casos, sencillamente con los despojos, las sobras, los restos que despreciaban en las cocinas más pudientes?

Luis, el pescadero que más sabe de peces en todo el mercado de Chipiona, me miró con algo de extrañeza pero, con la amabilidad de siempre, se mostró dispuesto a satisfacer mi curioso pedido:

– ¿Me guardarías la piel y las aletas de las rayas que vayas limpiando?

– Claro…

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En la piel, en las escamas, están las olas detenidas, y el reflejo del sol, y las algas, y la sal… (Foto: José María Montero)

Cuando volví tenía un buen puñado de piel y unos sabrosos recortes de aleta.  Esa iba a ser la materia prima de un plato, o de varios platos, que aún no sabía muy bien cómo iba a enfrentar pero que me venían rondando por la imaginación desde hacía varios días. Cocina de batalla, de sobras. Cocina-con-lo-que-hay. Cocina en donde pesa más la imaginación que el presupuesto. Cocina para divertirse.

Empecé por unos torreznos de piel de raya que sirvieron para adornar un ajoblanco de naranja (del que hablaré otro día porque este verano lo he ido versionando, tuneándolo con todo tipo de añadidos, desde torreznos de raya hasta almendras garrapiñadas). Los trozos de piel más delicados los lavé en una solución de agua, vinagre y sal, dejándolos reposar unos minutos en ese mejunje para evitar el natural, pero molesto, olor a amoniaco que destilan algunas rayas (no es necesariamente una señal de descomposición sino que es consecuencia de la peculiar biología de este animal en el que se acumulan cantidades apreciables de trimetilamina y urea). Un último lavado con agua fría y, después de secarla con un paño, corté la piel en tiras de un dedo de largo y unos dos centímetros de ancho. Las salé y, enharinadas, las freí en aceite bien caliente hasta que quedaron crujientes. Unas terminaron en el fondo del ajoblanco de naranja y otras las usamos de picoteo marino para alegrar una manzanilla Gabriela con la botella escarchada.

El guiso fue algo más sofisticado aunque en realidad tiene poco misterio porque es una adaptación de otros potajes, sencillos, en los que en vez de raya solemos usar manitas de cerdo o callos. Aún así estuve un rato buscándole un nombre a esta preparación inusual. ¿Falsos callos de raya? ¿Callos de mar? ¿Guiso de rayos? ¿Potaje de piel de mar? Bueno, dejaré en manos de los comensales, presentes y futuros, el bautizo del plato, y ahora sólo describiré la alquimia con la que tanto disfruté una mañana de julio en mi pequeña cocina gaditana.

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Torreznos atlánticos listos para crujir desde el fondo de un ajoblanco de naranja (Foto: José M´ª Montero)

Después de lavar la casquería marina (siguiendo el procedimiento ya citado), corté en trozos no muy grandes la piel más gelatinosa, la que mantenía adherencias de carne, y también los recortes de aleta. En una olla amplia puse un dedo de aceite de oliva y, a fuego medio, empecé a marear tres o cuatro ajos pelados y troceados; cuando empezaron a dorarse añadí tres lonchas gruesas de mojama de atún (picada en daditos) y una guindilla pequeña. Seguí mareando y entonces llegó el turno de la cebolla (grande y cortada en gajos generosos) y el pimiento verde (cortado en tiras). Dejé que el sofrito se hiciera un poco y entonces lo mojé con una copa de manzanilla. Cuando se evaporó el alcohol y se redujo un poco el líquido añadí dos tomates bien maduros, pelados y troceados en dados pequeños. Seguí mareando un poco más para ligar todos los sabores y entonces llegaron a la olla los trozos de piel y aleta de raya. Mezclé bien todos los ingredientes y añadí media cucharadita de pimentón dulce, una pizca de pimentón picante y dos o tres rodajas de morcilla ibérica (en la versión 2.0 usé chorizo ibérico y no sabría decir cuál me gustó más). Durante diez o quince minutos estuve mareando con suavidad todos los ingredientes para, finalmente, añadir cerca de un litro de caldo de pollo casero. Reduje el fuego, manteniendo el burbujero del caldo, y me olvidé del guiso durante un par de horas. Para rematarlo añadí un par de patatas chascadas (o quebradas, como se suele llamar a este tipo de corte característico de los guisos). Y cuando las patatas estaban casi hechas fue a parar a la olla un bote de garbanzos ya cocidos. Últimos hervores y a reposar (el guiso estaba infinitamente más rico al día siguiente).

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Así quedó el guiso de… ¿falsos callos de raya? ¿Callos de mar? ¿Guiso de rayos? ¿Potaje de piel de mar? (Foto: José Mª Montero)

No debería habérselo confesado pero cuando volví al puesto de Luis, a comprar pescado y a pedir una vez más el favor de la casquería, le aseguré que esos trozos de piel y de aleta terminarían teniendo un precio porque es imposible que algo tan delicioso acabe en la basura o se regale con el (falso) convencimiento de que es un despojo incomestible. ¿Cuántas recetas maravillosas han nacido en torno a la humilde casquería en la que nuestras abuelas reconocían lo extraordinario?

En la cocina, y fuera de ella, ¿de qué depende nuestra felicidad, del exceso o de la imaginación, del miedo o del atrevimiento? Hay que vivir, y cocinar, sin demasiadas cautelas ni mandamientos…

“Nada se parece tanto a la ingenuidad como el atrevimiento» 

(Oscar Wilde)

 

 

 

 

 

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Fish-Kiss

A veces es difícil distinguir el beso del bocado. Comer también es una forma de amar (en el sentido más amplio que la imaginación os sugiera). Fish Kiss es uno de los cuadros que más me gustan de Jenny Keith (http://www.jennykeithhughes.com/Bio.aspx), lástima que esté vendido 😉

 

Prólogo inexplicable: A comienzos del pasado mes de mayo escribí este post que no publiqué (¿?) y que se quedó escondido en un rincón, oscuro, del portátil. Ahora ve la luz (por algo será) y no he cambiado una coma, aunque algunas referencias resulten ya anacrónicas…

Algunos ya conocéis, de primera mano o por mi insistente referencia, el que hace tiempo bauticé (sin permiso de la Sociedad Española de Psiquiatría, of course) como #efectogaditano, un trastorno de la personalidad que se manifiesta cuando uno enfila la AP-4 y pasa el peaje de Las Cabezas, se sube a un autobús de Los Amarillos camino de Trebujena o agarra el Regional que te conduce, sorteando esteros, hasta el mismísimo Puerto de Santa María.

No tiene cura. Aquellos que sucumbimos a este trastorno nos vemos atrapados en un infierno de castoras, puestas de sol, tortillitas de camarones, compases de chirigotas, paseos caleteros, bodegas, mayetos, camaleones, dunas, corrales, manzanilla, galeras, vaporcitos (o, más bien, nostalgia de vaporcitos), chicharrones, alegrías

En algunos escenarios el trastorno se agrava hasta el paroxismo. En mi caso, la dolencia se me disparata en el Mercado Central de Cádiz, sobre todo si he llegado a este bazar de piedra ostionera en el catamarán que cruza la bahía (debe ser el poniente cargado de sal, o el levante ariscón, qué se yo…).

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Los peces me rodean en el mercado, en la cocina, en el salón… ¿Cómo no sentirse pez entre peces? (Foto: JMª Montero)

El sábado entré en el mercado pasado el mediodía (que es un horario tardío, impropio de epicúreos) y en un par de horas, porque perdíamos el catamarán, compré como si no hubiera un mañana… Salmonetes, lomos de pescadilla, raya, cabracho, cazón, berberechos, chocos, atún rojo, percebes, chicharrones, hamburguesas de retinto, flamenquines caseros, cañaíllas, jamón ibérico, aceitunas chupadedos, tomates (de Conil), cebollas moradas, cebolletas, puerros, ajos, limones, fresas, melón, pimientos cuerno de cabra (de Chipiona), patatas nuevas (de Sanlúcar), manzanilla, oloroso… Dudé si embarcar en el catamarán o en un mercante de amplias bodegas, pero el caso es que conseguimos volver a nuestro refugio roteño arrastrando bolsas y carritos por los que asomaban alegres matas de perejil.

Entre los puestos del mercado, y no digamos frente al bodegón que siempre compongo en la pequeña encimera de mi cocina gaditana, me sentí como pez entre peces, acariciando escamas y manejando con delicadeza el cuchillo para ir seleccionando esa casquería marina tan exquisita como desconocida, ese corazón, mitad atlántico mitad mediterráneo, que se deshace en un delicado fumet o en una cremosa salsa.

Hay tribus en donde el cazador pide perdón por matar al animal que le servirá de alimento. Y lo entiendo, sobre todo cuando en el mercado me siento como pez entre peces, como pez en Cádiz (¿existe algún otro lugar donde un pez pueda ser más feliz?). Quizá no haya culpa, porque nos hemos alejado mucho de la naturaleza, pero sí que experimento un profundo agradecimiento, una primitiva devoción hacia la generosa despensa que aún encontramos en el mar, el único escenario en donde, los urbanitas más civilizados, aún somos cazadores-recolectores (bueno, en realidad otros cazan y recolectan para nosotros: los pescadores que se juegan la vida entre las olas).

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A la izquierda salmonetes a la sal y a la derecha chocos confitándose. Doblete marinero en mis fogones (Foto: JMª Montero)

El azar quiso que en la playa me encontrara a unos amigos con sus hijos (no hay nada mejor que cocinar, de manera inesperada, para unos amigos que, además, tienen la divertida costumbre de aplaudir en familia al final de la comida… si les ha gustado) y así nació el primer guiso del domingo: caldereta de berberechos y cabracho (una adaptación de la receta que ya en su día coloqué en este blog). Y mientras componía este sabroso mejunje marinero, en el fogón más amplio de la cocina se estaban confitando los chocos de acuerdo a las indicaciones que me regaló José María González Blanco (no me deja que le llame maestro, así es que os diré que es mi amigo y el alma del «Blanco Enea» cordobés): una lámina generosa de buen aceite de oliva -AOVE-, una guindilla y la hierba que tenía a mano -orégano silvestre del que rebuscamos en Los Linares–, todo a fuego muy lento durante… creo que fueron algo así como dos horas (efectivamente, se me fue un poco la pinza por culpa de Gabriela… la manzanilla).

Cuando los chocos estaban en su punto, y aún al fuego, los mojé con un copazo de Oloroso jerezano y dejé que el alcohol se evaporara y el vino se redujera a un goloso caramelo. Retiré los jugos, los encerré en un frasco de cristal  y guardé los chocos confitados en el frigorífico. Quiero recordar que fue justamente en ese momento cuando Luismi Domínguez me llamó para preguntarme si, en una visita relámpago a Sevilla, le daría cobijo en casa. Otra comida inesperada con, y para, un buen amigo.

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La sidra de pera de Eric Bordelet (¿o estábamos ya en los generosos jerezanos?) es lo que brilla, en el salón ya vacío de Aponiente, entre un rizo rebelde y unos dedos delicados… (Foto: JMª Montero)

La semana, preciosa, iba a terminar de la mejor manera, así es que, para que en esa cena inesperada estuviera parte de la alegría que compartí en Aponiente (sí, la semana la estrené cenando en Aponiente… menudo regalazo), los chocos los terminé, ya en Sevilla, con una salsa en la que estaban los jugos que guardé en el tarro, ligados con un poquito de mantequilla y otra pizca de Oloroso (aquí la inspiración vino directamente de la tripulación, atentísima, de Ángel León, y de la amiga que, entre copas, celebraba con una sonrisa cada uno de los muchos platos con los que navegamos, sin prisa, por un sorprendente Mar de Leva).

Ahí queda eso, para los que quieran confitar chocos en una noche de primavera. Y si no tenéis manzanilla der Guerrita, o Gabriela, para brindar sin mesura, también podéis sorprender a los amigos con una delicadísima sidra de pera, bien fría y en copa de vino, otro de los hallazgos del sumiller de Aponiente (sí, ya se, tampoco es cuestión de viajar hasta Normandía en busca de esa sidra, artesana, que firma Eric Bordelet, pero, en su defecto, compraros una asequible y humilde botella de Bulmers Pear (la inglesa o la irlandesa, eso ya es cuestión de gustos…) en Carrefour, y el paladar sabrá de lo que estamos hablando…).

PD: Lo mejor de sentirse un pez es que la memoria es limitada y cada día, cada hora, es un estreno y una sorpresa… Y también gusta que sean las olas, y no la voluntad, las que te lleven y te traigan…

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De abajo a arriba, y de izquierda a derecha, Coque, Venus y Júpiter. Al fondo el castillo de Santa Catalina y las olas de La Caleta. Y sonando… una canción (casi) a capella, jugando con el poniente y la luna menguante, enredándose como un rizo (rebelde), como un (invisible) hilo rojo…

«Dinos nuestro nombre verdadero /

enséñanos el fuego /

Líbranos del tiempo /

líbranos del miedo…«

(Santo, SantoCoque Malla).

 

Portada

En la foto de Palir, como en todas las buenas fotos, pesa más lo invisible que lo visible…

Los invitados se marcharon al jardín y en el salón, ya vacío, sólo quedaron las luces, tendidas y encendidas, una guitarra muda y seguramente el germen, invisible, de lo que estaba por venir… Es lo que veo en la foto de Palir Paroa, y también lo que adivino. Quiero creer, con esa fe radical de los ateos, que en ese salón, esa noche, justo cuando Palir disparó su cámara, estaban tejiéndose, lejos de todos y en silencio, algunas de las canciones que cuatro años después, también en noche (casi) cerrada, yo mismo reconocería, como íntimas, frente al poniente del Atlántico, en cuarto menguante, junto a las cristaleras cómplices de una azotea gaditana.

Hay discos, hay canciones, que sin empeño alguno, sin voluntad por parte del que las disfruta, deciden, con criterio propio, acompañarte en un determinado tránsito. Son la banda sonora que alguien compuso para ti con inquietante y risueño tino. Las mujeres de Coque aparecieron en Córdoba, en la Navidad de 2014, y se subieron a mi coche, y en él se quedaron, rodando camino a Algeciras, a Medina Azahara, a Noudar, a Júzcar… Se dejaron tararear en mitad de la lluvia o en plena madrugada, siempre en el momento oportuno, porque todos aquellos momentos fueron oportunos y fugaces (como todos los momentos que son hermosos).

Las que estaban por venir, las que flotaban entre las luces del salón de Coque, las vimos nacer, al fin, en aquella azotea de julio donde, una vez más, quise parar el reloj. Despertaron, acústicas,  junto al Campo de las Balas, sobre La Caleta, al filo de la medianoche, allí donde quisimos librarnos del miedo y del tiempo. Y allí se quedaron, ingrávidas y luminosas, como las bombillas que Palir retrató en el salón de Coque.

«Me encantaba comer y beber /

no pensar qué decir ni qué hacer /

Cada minuto, cada segundo /

infinito, infinito…«

(El último hombre en la Tierra – Coque Malla).

Y allí seguían cuando, pasado el invierno, nos reconocieron, cuando las reconocimos, cuando volvieron a subirse a mi coche y se dejaron tararear. De Cádiz a Cádiz. Y el mismo poniente, o uno parecido. Y el mismo atardecer, o uno parecido. Y los esteros, y las nubes, y las risas, y las gaviotas, y la sal, y las manos…

Todo igual y todo diferente. Como la primera noche: sin miedo y sin tiempo…

 

 

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El Manteca en cuatro tiempos: ostiones y manzanilla en la barra; el caletero de los langostinos tigre; los chicharrones junto a la ventana; detalle de los ostiones (Foto: JMª Montero)

 

A Adán y Eva si los expulsaron de algún sitio fue, sin duda, de El Manteca. El paraíso, si es que existe, se parece mucho a esta taberna gaditana del barrio de La Viña, pegada a la Caleta y escoltada por dos vecinos que, a pie de barra, venden ostiones, langostinos tigre, gambas, camarones… mientras te ponen al día de lo que ha ocurrido en el barrio, o sea, en el paraíso, es decir: en el centro del universo.

La liturgia que nos conduce periódicamente a El Manteca (conviene que no transcurran, entre comunión y comunión, más de quince o veinte días) comienza, sin remedio, en el Mercado de Cádiz, quizá con un poco de jamón en Casa Ángel o con la compra de los avíos para una caldereta de pescado y mariscos. Pero en esta ocasión, a finales de agosto, aún sin frío suficiente, decidí atreverme con una berza, ese puchero tan de aquí y que nunca antes había cocinado.

La misma abuela que, en la entrada del mercado, me vendió, limpias y troceadas, las tagarninas y el cardillo, y también unas guindillas frescas de algún mayeto roteño, fue la que me relató, a toda mecha, la receta, sencilla, de este guiso. Dicho y hecho. Pero eso sí, antes de llegar a mi cocina con todos los ingredientes, me tomé mi tiempo por la calle Libertad, la plaza de la Cruz Verde y El Manteca, mirando, a lo lejos, las cristaleras cómplices, las del Campo de las Balas…

Después de cruzar la bahía llegué a mi cocina y dejé lista, para el día siguiente, esta berza gaditana, que sabe a tierra…

Los cardillos son los brotes de donde nacen las alcachofas, y las tagarninas son plantas rastreras silvestres, de sabor y textura parecida a los espárragos, con un ligero toque amargo. Ambas se pueden comprar en los mercados gaditanos, ya limpias y troceadas, listas para cocinar.

Las cantidades son generosas porque es un guiso para compartir y repartir.

Un cuarto de kilo de cardillos

Un cuarto de kilo de tagarninas

Medio kilo de garbanzos

Medio kilo de alubias blancas

Un cuarto de kilo de papada ibérica

Un chorizo

Un cuarto de kilo de morcillo de ternera

Una cabeza de ajos

1 guindilla fresca

1 cucharadita de pimentón dulce

Aceite de oliva (AOVE), sal, pimienta negra en grano

Una barra de pan de semillas o algún pan artesano bien crujiente.

 

El día de antes, como está mandao, se ponen en remojo los garbanzos y las alubias, aunque siempre cabe la posibilidad de tirar de legumbres cocidas y envasadas.

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La berza es sólo materia prima, un poquito de paciencia y manzanilla, en rama, mientras cocinamos (Foto: JMª Montero)

En una olla amplia se pone un chorreón generoso de aceite y cuando está algo caliente se añade la cabeza de ajos (con algún corte para que suelte bien la esencia), el chorizo (también con algún corte), la papada y el morcillo (en trozos no muy grandes). Se marea bien en el aceite, hasta que se dore un poquito, y entonces se añaden unos granos de pimienta negra, sal y una cucharadita de pimentón dulce. Volvemos a marear y entonces sumamos los cardillos y las tagarninas. Seguimos rehogando un poco, que todo se ligue. Llega el turno de los garbanzos y las alubias. Y ya con todos los ingredientes en el puchero ponemos agua suficiente como para cubrir el batiburrillo (si queremos más contundencia ponemos un caldo ligero de pollo). Fuego medio hasta que comience a cocer y entonces, con el fuego moderado pero alegre (para que mantenga un hervor suave), dejamos cocer unos 60 ó 90 minutos (vamos probando hasta que las verduras estén su punto).

Antes de que acabe la cocción retiramos de la olla la papada, el chorizo y la ternera. Quitamos el exceso de grasa de la papada y picamos todo, a cuchillo y mezclándole una guindilla fresca bien picadita también. Con el pan artesano y está pringá preparamos unos bocadillitos, listos para comer justo después del guiso.

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La pringá de la berza, bien picadita, con guindilla fresca y en pan crujiente, por si alguien se queda con hambre… (Foto: JMª Montero)

Plato hondo, tinto de Cádiz (esta vez nos acompañó un Samaruco y alguna manzanilla en rama, de Sanlúcar, mientras cocinaba) y pringá crujiente. El paraíso, si es que existe, está aquí, en la ciudad más antigua de Europa…

PD: José María González Blanco, el inquieto artista que cocina en Blanco Enea, ha tenido la osadía (muy en su línea 😉 de sugerirme que cocine esta berza en su casa. Y yo sincero le he contestado que a los fogones de Blanco Enea sólo entro si soy el pinche del pinche del cuarto pinche… si no… me da vértigo. Es como pasar de un karaoke al Gran Teatro. Pero aún así… ¿quién dijo miedo? Cuestión de organizarnos, tocayo, paisano, maestro… 😉

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Bahía de Cádiz, 23 de julio de 2015, primeras luces… «Me voy por la mañana / a ver el sol nacer…» (Foto: José Mª Montero)

Me despedí de la bahía, en luna menguante, mirando la danza de Júpiter y Venus sobre el Campo de las Balas. Pedí un deseo cuando una estrella fugaz, diminuta, señaló el castillo de Santa Catalina. Dejamos que el poniente nos abrigara y que esa misma brisa atlántica se llevara, camino de La Caleta, la última emoción furtiva, la que se encendió, la que se incendió, con una canción (casi) a capella.

Me despedí de la bahía sin saber que había vuelto al punto de partida con la rara exactitud de los relojes. Paré y pacté. Dejé que el tiempo pasara, muy lento, y que el calendario de las ciudades del mundo no se detuviera. Me guardé, una a una, todas las piedritas en los bolsillos y me entregué a un silencio que, protegido entre delicados corchetes, estaba en todos los rincones menos en las circunvoluciones de mi cerebro (donde los recuerdos seguían, alborotados, jugando al escondite).

Me embarqué, ya en luna creciente, para volver a pisar Cádiz, y me di el gusto de ver amanecer antes de tocar tierra. Poco a poco las primeras luces fueron pintando las olas y luego, en un suave tono naranja, la línea del horizonte. Desde allí, a lo lejos, me lanzaron un reflejo (¿un guiño?) las cristaleras cómplices.

Me perdí por Cádiz, como siempre, y mis ojos, sin gafas, descubrieron que no sólo en Barcelona o en Estrasburgo la ciudad tenía escondidos mensajes cifrados sino que también aquí, en las callejas de la Viña y del Pópulo, la ciudad hablaba de sueños, de sonrisas o de poesía. Palabras escondidas. Palabras viajeras. Palabras.

 

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En mi móvil guardé las palabras que se escondían en los escaparates de Cádiz y también las que, en negrita, viajaron desde lejos, en una rara sincronía, para acompañarlas. Foto: José Mª Montero

PD: Hoy es 7 de agosto y, por tanto, la Tierra, como en aquel pequeño vals, ha dado una vuelta completa alrededor del Sol para dejarme exactamente en el mismo lugar. ¿Somos nosotros los que, de manera mansa e imperceptible, volvemos al punto de partida, una y otra vez, o es el universo entero el que gira para regalarnos una segunda oportunidad? Convencidos de que el curso del tiempo es lineal e irreversible no admitimos esos misteriosos bucles a los que tanto esfuerzo dedican poetas y físicos, emparejados, aunque resulte extraño, en la búsqueda de una explicación a esa paradoja que traiciona los relojes, los calendarios y las agendas.

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La historia de esta caldereta se inicia en el bullicio matutino del Mercado Central de Cádiz, donde ya me estaban esperando estos cabrachos (Foto: JMª Montero)

 

“¿Hay algo menos egoísta, algún trabajo menos alienado, un tiempo mejor aprovechado que preparar algo delicioso y nutritivo para las personas que queremos?»

(Cocinar. Una historia natural de la transformación, Michael Pollan)

 

El secreto de una buena caldereta de pescado y marisco, como el de otras tantas recetas, no está en la cocina sino en el mercado. La técnica no es compleja (aunque hay que ser minucioso), el cariño se supone, las dudas se resuelven en las miles de páginas dedicadas a la gastronomía casera en Internet, el tiempo se araña o se conquista, y la compañía se busca (excelente) para la ocasión, pero la materia prima… ese elemento no admite azar, trampa ni conformismo.

Así es que esta caldereta de pescado y marisco nace en el Mercado Central de Cádiz, una mañana, bien temprano, de finales de julio, cuando después de cruzar la bahía en catamarán (el del Consorcio de Transportes de la Bahía de Cádiz, que yo no tengo barco propio…) visitamos, sin prisa, los puestos donde se ordenan (desde hace unos tres mil años) cabrachos y gallos, atunes y cigalas, almejas y corvinas.

Elegimos dos cabrachos de mediano tamaño (sumaban cerca de un kilo), una cola de rape que también rozó el mismo peso, tres cuartos de kilo de almejas y otros tres cuartos de kilo de gambas blancas. En el capítulo de las verduras (suministradas desde los cercanos huertos de Chipiona y Conil) elegimos puerros, cebollas moradas, pimientos de freír (cornicabras autóctonos), ajos y tomates bien maduros. El inventario para la alquimia se completó con manzanilla de Sanlúcar (La Cigarrera), oloroso de la Señora (Taberna der Guerrita), harina, guindilla, sal gruesa (gaditana, of course), pimienta negra en grano (recién molida) y perejil fresco.

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Así lucía el bodegón marinero en mi cocina. Daba pena tener que cocinarlo (Foto: JMª Montero)

Ver cómo un pescadero experimentado limpia el género es un espectáculo que se disfruta y del que se aprende mucho, pero yo soy uno de esos bichos raros que, casi siempre, prefiere limpiar él mismo el pescado, para que nadie me prive de ese placer (sí, he escrito placer). Así es que comencé limpiando los cabrachos para, con mucho cuidado y tino (precauciones básicas si no queremos que se nos clave alguna de sus espinas venenosas), separar los lomos, bien limpios de raspas, y depositar todos los restos en una olla grande (tranquilos, el calor inactiva el veneno de las espinas).

Limpiamos la cola de rape, separando la carne de la raspa y eliminando cualquier tejido oscuro que aún tuviera adherido. Y la raspa, troceada, también al puchero.

Pelamos las gambas, y las cabezas y cáscaras… efectivamente: al perol.

Cocemos al vapor las almejas: en una sartén amplia ponemos dos dedos de agua con sal y cuando comience a hervir añadimos las almejas, que iremos retirando en el mismo momento en que se abran. Ese agua bien impregnada en el sabor de las almejas no se tira porque… también se añade a la marmita.

Ponemos unos seis litros de agua en la olla y animamos el fuego para que hiervan todos los despojos marineros. Cuando empiece el burbujeo añadimos un puerro cortado en tacos, una cebolla troceada en dos mitades, dos ramas de perejil, un puñado de sal y una copa (generosa) de manzanilla. Hervimos a fuego moderado durante unos 30 minutos (retirando la espuma que se va generando en la superficie) y luego dejamos reposar el caldo (podemos tostar unas hebras de azafrán y machacarlas con un poco de ese caldo para añadir el mejunje final a la cazuela).

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La transformación final está cerca… (Foto: JMª Montero)

En sartén amplia (la de las almejas ya está libre) empezamos a elaborar el sofrito. Un chorreón de AOVE (Aceite de Oliva Virgen Extra) en el que, cuando esté caliente, ponemos cuatro o cinco dientes de ajo laminados y una guindilla seca, pequeña, troceada. Mareamos y cuando los ajos estén casi dorados añadimos una cebolla grande laminada. Mareamos unos minutos y añadimos dos o tres pimientos troceados y sin pepitas. Dejamos pochar a fuego lento. Ya casi pochado añadimos un par de puerros cortados en finas rodajas. Seguimos pochando con suavidad.

Los lomos de cabracho y de rape los cortamos en dados no muy grandes y los enharinamos. Ponemos aceite a calentar y cuando esté listo para la fritura pasamos el pescado por la sartén hasta dorarlo un poquito (solo un poquito). Retiramos y empapamos el aceite sobrante del pescado con papel de cocina.

Añadimos el pescado al sofrito de verduras. Mareamos con suavidad para que los dados de cabracho y rape no se deshagan. Añadimos dos tomates pelados y rayados (o bien troceaditos). Mareamos. Añadimos una copita de oloroso. Seguimos mareando unos minutos, hasta que se evapore el oloroso y el tomate se haga un poco.

Colamos el caldo del pescado y lo mantenemos bien caliente. En cada bol, o en cada plato hondo, disponemos unas cuantas gambas, unas cuantas almejas y una ración de sofrito con pescado. Regamos con el caldo en la cantidad que a cada uno le guste (los hay que se decantan por el modelo sopa-con-tropezones y otros que prefieren el pescado y el marisco apenas mojados en el caldo). Las gambas (tienen que ser bien frescas) se hacen con el mismo calor del caldo (aunque las podemos hervir ligeramente en la marmita antes de disponerlas en el plato).

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Del mercado a la mesa: pura alquimia. De la bahía de Cádiz al paladar, y vuelta… (Foto: JMª Montero)

Tomamos la cuchara, nos la llevamos a la boca, cerramos los ojos y volvemos al mismo centro de la bahía de Cádiz, a su luz y a su sal. Nos dejamos mecer por el poniente. Suspiramos.

P.D.: El vino lo pusieron los vecinos: un Yugo Airén (Valdepeñas) y un Torre de Gazate Crianza 2008 (también de Valdepeñas). Este último se defendió bien con la ternera de Retinto, vuelta y vuelta, que nos comimos de segundo plato, y también con los quesos del postre.

Efectivamente, no fue una comida al uso, fue un banquete, gaditano, de despedida.

 

 

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Antes de saber en dónde había nacido cada uno yo imaginaba que El Kanka y Rozalén se habían conocido en alguna taberna del barrio de la Viña (ya puestos, en Casa Manteca), o bajo el enorme ficus que llaman el “árbol del Mora” y que mira a La Caleta (en la plaza de Carlos Cano, para incorporar a un tercer cantautor a este grupo irrepetible).

Pero no, ni el malagueño Kanka ni la albaceteña Rozalén son gaditanos, ¿o sí? “Un gaditano nace en donde le da la gana”, dicen en estas tierras del sur. Y eso… es así.

Anoche El Kanka se asomó al gaditano Pay-Pay, en la recoleta calle del Silencio. No había atascos en la bahía, ni barricadas en el puente de Carranza, pero antes de llegar a Puertatierra ya habíamos pinchado tres o cuatro veces en el coche el arrepentimiento que bordan Rozalén y El Kanka. El dolor y el humor no están reñidos, al menos aquí, en el sur…

P.D.: Lástima que algunas melómanas sean todavía menores de edad…

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Bolonia

Ensenada de Bolonia (Cádiz), con las ruinas de Baelo Claudia en primer término, la sierra de la Plata a la izquierda y la duna a la derecha. Al fondo, entre brumas, el perfil de la costa africana.

Hace unos días, por los carriles de Betijuelo, volví a subir a la sierra de la Plata (Cádiz) desde la que es posible contemplar uno de los paisajes costeros más hermosos de Andalucía. A la derecha la ensenada de Bolonia, las ruinas de Baelo Claudia y la duna inmaculada que serpentea entre pinares; a la izquierda la amenazada playa de Valdevaqueros, con el cielo salpicado de velas de kitesurf, la playa de los Lances y la isla de las Palomas, internándose en la última frontera del Atlántico. Y al fondo, soberbio, el Yebel Musa, la otra columna de Hércules, la que está plantada en suelo africano. Las dos orillas casi fundidas.

A vista de pájaro el Estrecho es, ciertamente, muy estrecho.

Desde hace millones de años, la naturaleza, que no sabe de política o religión, ha tejido lazos que unen territorios aparentemente dispares. El Estrecho de Gibraltar es una frontera irrelevante cuando se trata de comparar las características ambientales del sur de Andalucía y el norte de Marruecos. Quizá este sea uno de los pocos lugares del planeta en donde es posible plantear acciones intercontinentales orientadas a conservar un patrimonio ecológico común. Así al menos lo entendieron la Junta de Andalucía y el Reino de Marruecos, cuando, en 1998, se embarcaron en el diseño de la Reserva de la Biosfera Andalucía-Marruecos.

En total,  esta reserva intercontinental ocupa más de un millón de hectáreas, incluyendo, en la parte española, dos reservas de la biosfera declaradas con anterioridad (Sierra de Grazalema y Sierra de las Nieves). Además de estos espacios, la aportación andaluza incluye un amplio sector de las provincias de Cádiz y Málaga en el que ya existen cuatro parques naturales (los dos citados además de Los Alcornocales y El Estrecho), cuatro parajes naturales (Desfiladero de los Gaitanes, Los Reales de Sierra Bermeja, Playa de los Lances y Sierra Crestellina) y tres monumentos naturales (Dunas de Bolonia, Pinsapo de las Escaleretas y Cañón de las Buitreras). En lo que se refiere al norte de Marruecos, las provincias que se suman a este proyecto son las de Tánger, Tetuán, Larache y Chefchaouen, en donde existen 18 espacios protegidos. Quizá el más importante sea el Parque Nacional de los Montes de Talassemtane, aunque son igualmente relevantes otros enclaves de interés ecológico tanto continentales (Jbel Bouhachem o Jbel Karrich) como litorales (Koudiet Taïfour, laguna de Smir, Côte Gomara o Cirque de Jebha).

Uniendo todos estos territorios, situados a un lado y al otro del Estrecho, se obtiene la frontera zoológica que marca el límite en la distribución de especies animales y vegetales típicas del continente africano y del europeo, de manera que, por ejemplo, la riqueza botánica es sobresaliente en las dos orillas. El caso más llamativo de esta flora excepcional y compartida podría ser el del pinsapo, un abeto endémico que concentra su única área de distribución en el extremo occidental de las cordilleras béticas y en el Rif marroquí. También son paisajes compartidos aquellos compuestos por encinas, alcornoques o matorrales mediterráneos.

Un fenómeno parecido se manifiesta en el capítulo faunístico en el que, además, se cuenta con el valor añadido de las rutas migratorias que atraviesan la reserva y que determinan la presencia de un buen número de aves, ya sean sedentarias, de paso o nidificantes estacionales.

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CONIL Y LA ALMADRABA

Procesando los atunes capturados en la almadraba de Conil de la Frontera (Cádiz) (Grabado de Georgius Houfnaglius, 1572)

Quizá el mejor lugar que existe para conocer las señas de identidad de una ciudad y sus habitantes sea el mercado. Para mi un sábado perfecto se inicia, bien temprano, en el mercado de algún pueblo de la costa gaditana (y así lo hice ayer). Me encanta pasear por los mostradores bien surtidos de esas delicias que el mar nos regala, y escuchar a los vendedores, y a los paisanos, alabar la frescura del género, discutir los precios o intercambiar recetas poco sofisticadas. Pero, ¿hasta cuándo podremos disfrutar de este recreo sencillo que va de la vista al paladar?

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Estas fueron las galeras (Squilla mantis) gaditanas que ayer acabaron en mi cesta de la compra.

Aunque la intensidad con la que hoy se agotan nuestros caladeros sólo cabe atribuirla al impacto de una flota muy tecnificada y a una más que evidente sobrepesca, los humanos siempre hemos manifestado cierta inquietud cuando, sin motivo aparente, disminuían las capturas de peces, crustáceos, moluscos o cefalópodos. El fenómeno no es exclusivo de esta época de consumo insensato. El problema viene de antiguo y hunde sus raíces en un escaso conocimiento científico sobre la dinámica de las poblaciones animales y la ecología marina.

Un buen ejemplo de esta preocupación ancestral, combinada con una dosis notable de ignorancia, lo encontramos en la pesca de atunes en las almadrabas del Golfo de Cádiz. La disminución de capturas que hoy nos inquieta, y que está directamente relacionada con una presión excesiva sobre la especie, aparece ya documentada en un escrito de Fray Martín Sarmiento, fechado en el siglo XVIII. El religioso, a petición del Duque de Medina Sidonia, investigó las causas de la decadencia de las almadrabas, aportando conclusiones tan actuales como que «el modo de pescar mucho es el peor modo de pescar y de apurar la pesca», o que «faltan los pescados en el mar porque se desprecian las leyes de la veda que se pusieron justamente en favor de la cría».

Pese a la larga historia de la pesca del atún, y el sofisticado arte con el que se le trampea, hace tres siglos se mantenían ideas tan singulares como que estos peces se alimentaban, entre otras cosas, de bellotas: «Los atunes, según Atheneo, son unos puercos marinos que comiendo dichas bellotas engordan muchísimo (…), y que, cuando el año es abundante en bellotas, lo será también en atunes».

Igualmente, en lo que se refiere a las rutas migratorias de este animal por el Estrecho (entra en el Mediterráneo en la primavera –atún de derecho– y sale al Atlántico en el verano –atún de revés–), se recurre al argumento de que estos peces ven mal con el ojo izquierdo por lo que se desplazan cerca de la costa africana al entrar al Mediterráneo. Como solución, Fray Martín Sarmiento propone cristianizar el litoral africano y así «faltaría el temor [a los moros], se cruzaría la entrada del golfo por el estrecho, se procuraría espantar los atunes de aquel lado y cargarían al lado de las almadrabas».

Sí, hace tres siglos el conocimiento científico estaba salpicado de argumentos tan delirantes como éstos, pero… habiendo aumentado el rigor de nuestros conocimientos, ¿hemos mejorado, en paralelo, la capacidad para conservar éste y otros muchos recursos naturales?  Sospecho que los puercos del mar no son los atunes…

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