
Primero fue un artículo (*) de Daniel Innerarity sobre ciertas confusiones en torno al placer. Después vino una reflexión compartida con mi amiga Cristina Monge, en la Aragon Climate Week, a propósito de los sacrificios, equivocados, que se vinculan a las soluciones que planteamos frente al cambio climático, reflexiones que Cristina trasladó también a un artículo (**) muy estimulante. Y finalmente, el círculo, o los tres vértices de este triángulo, lo cerró una invitación de mi amigo Toni Delgado para que, en buena compañía, mostrara los vínculos, invisibles para gran parte de los ciudadanos, que mantiene el mejor jamón ibérico (fuente indiscutible de placer) con la biodiversidad que atesoran nuestras dehesas.
De la teoría a la prática a través del olfato y el paladar. La acción climática tiene muchas aristas y algunas son tan efectivas como placenteras. O, dicho de otra manera, agarré los artículos de Daniel y Cristina y, de la mano del Consorcio de Jabugo , me fui a pasear por las dehesas de Huelva, buscando las evidencias de sus oportunas hipótesis.
Cuando hablamos de biodiversidad es inevitable que en el imaginario colectivo aparezcan escenarios como los densos bosques tropicales o los exóticos arrecifes de coral, mientras que pocos son los que sitúan esa explosión de vida en nuestras domésticas dehesas, las selvas del sur, una parte sustancial de la riqueza natural que atesora el bosque mediterráneo. Como virtud añadida, las dehesas, al igual que ocurre con las salinas, no son obra exclusiva de la naturaleza, fenómeno que resta méritos a los humanos que conviven con junglas o atolones, sino que es una sorprendente muestra de a dónde nos puede conducir la combinación de naturaleza y acción (sensata) humana. Aprovechar no siempre es sinónimo de destruir, a veces, y esto es muy frecuente en los ecosistemas mediterráneos, aprovechar es sinónimo de construir. Cuando los humanos nos damos así la mano con la naturaleza no es que sumemos, es que multiplicamos.
Esa colaboración a contracorriente explica por qué en una dehesa es imposible separar ecología, economía y cultura (desde la arquitectura rural hasta la gastronomía). O, dicho de otra manera: el desarrollo sostenible, ese tan cacareado y tan desconocido en su correcta ejecución, ya estaba inventado, pero, como suele pasar, lo cercano, lo doméstico, lo sencillo, no despierta el asombro.
Sin la acción humana la dehesa no existiría. Sin los pastores, sin la ganadería en extensivo, sin la selvicultura tradicional, este ecosistema humanizado y biodiverso no existiría. El 18 % de nuestra Red Natura, el listado que señala lo mejor de nuestro patrimonio natural, está vinculado al pastoreo en extensivo, un aprovechamiento milenario que multiplica la biodiversidad, genera riqueza y, sobre todo, ayuda a evitar la despoblación de las zonas rurales, la mayor amenaza que sufren estos territorios.
Los números son un parco reflejo de la realidad, repleta de matices intangibles y difícilmente cuantificables, pero son un indicador que nos permite imaginar el valor de estos escenarios. En un solo metro cuadrado de dehesa bien conservada pueden localizarse hasta 135 especies de flora diferentes, y en el conjunto de un ecosistema de estas características encontramos más de 60 especies de aves nidificantes, alrededor de una veintena de mamíferos y un número similar de anfibios y reptiles. Los insectos, a los que se presta menos atención, son decisivos en las dehesas, con ejemplos como el de los escarabajos coprófagos, indispensables para generar suelo fértil.
¿Qué es lo que explica esta riqueza? Pues el mismo factor que hace que una sociedad sea próspera: la heterogeneidad, la mezcla, el mestizaje. La biodiversidad se encuentra cómoda cuando en un mismo tapiz conviven zonas arboladas, matorrales y pastizales, salpicados de nichos ecológicos que ofrecen oportunidades a la vida en sus infinitas manifestaciones (muros de piedra, cultivos, charcas temporales…).

Esa es la biodiversidad evidente, la que cualquiera poniendo atención, y con la compañía adecuada, puede descubrir paseando por una dehesa. Pero, ¿y la riqueza oculta? Las especies son importantes, pero, ¿y las funciones y los servicios? En la nómina de lo que una dehesa nos aporta, a todos (no sólo a su propietario), está el paisaje, el patrimonio cultural, la protección frente a inundaciones e incendios, la regulación climática al fijar dióxido de carbono, la conservación del suelo fértil, la mejora de la calidad del aire, la recarga de los acuíferos, el mantenimiento del acervo genético (razas ganaderas autóctonas, por ejemplo), el control de algunos vectores de enfermedades, la polinización, etc. etc.
Nadie paga al agricultor, al pastor, al ganadero por estos servicios de los que se beneficia, insisto, toda la sociedad. Sería justo, entiendo, repercutirlos, como valor añadido, al precio de los alimentos que produce la dehesa (con una explicación fácil, al alcance de cualquier consumidor), una fórmula sencilla para otorgarles valor y contribuir al mantenimiento de esos oficios indispensables. Y llegados a este punto, que es a donde quería llevarme mi amigo Toni, no es difícil mostrar el mejor ejemplo: los productos derivados del cerdo ibérico, con el jamón a la cabeza de este catálogo de alimentos, de proximidad, que nos procuran felicidad.
Ningún territorio, ningún ecosistema decisivo, ningún otro hábitat de los que tenemos en la Península puede contarse mejor a través del olfato y el paladar, dos sentidos muy poderosos. Los alimentos que obtenemos de esos cerdos ibéricos que se han criado en libertad, en dehesas sanas, al ritmo que marcan las estaciones, son una extensión sensorial de esos campos, en ellos está encerrada toda la biodiversidad (la evidente y la oculta), y por eso cuando los consumimos aparece la fértil combinación de razones y emociones (a las que conducen el gusto y el olfato).

La cesta de la compra, nuestra cocina doméstica, el comedor donde nos sentamos cada día en familia o entre amigos, son de las herramientas más sencillas, por cotidianas, pero al mismo tiempo de las más eficaces, a la hora de frenar la degradación ambiental, la pérdida de biodiversidad, el cambio climático. Elegir alimentos de proximidad, vinculados a hábitats de gran valor ecológico y cultural, significa frenar el despoblamiento rural, consumir productos con bajísima huella hídrica y de carbono, mantener nuestros paisajes, fijar el exceso de carbono atmosférico, defender nuestra identidad cultural y, algo tremendamente importante, alimentar nuestra felicidad.
Coincido con Daniel y con Cristina, hemos confundido las soluciones: no es el sufrimiento, la ecoangustia, la única salida a esta encrucijada ambiental. Hay multitud de soluciones que parten del placer, y comer un buen jamón ibérico es una de ellas. Sólo habría que añadir un matiz nada intrascendente, el de la justicia social que es la que permite democratizar el consumo de estos alimentos. Pero incluso admitiendo ese matiz, no nos engañemos, en las sociedades opulentas gastamos mucho más, a pesar de las injusticias (o quizá como consecuencia de ellas), en elementos prescindibles que en buenos alimentos. ¿Jamón ibérico o un móvil de última generación? ¿Caña de lomo o atracón de fast food? ¿Embutidos de bellota o unas deportivas de marca? ¿Qué nos procura más placer? ¿A dónde va nuestro dinero en un caso y en otro? ¿Quién se beneficia de un modelo de consumo y del otro?
La felicidad ibérica no es tan cara como parece y, con frecuencia, es el camino más directo a la solución de algunos de nuestros problemas.
PD: De todo esto hablé una tarde de otoño, entre amigos, en Sabores del Almacenito, donde los responsables del Consorcio de Jabugo me invitaron a explicar de qué manera la biodiversidad y el mejor jamón ibérico están hermanados hasta ese punto en el que una y otro no se explican por separado en un territorio tan hermoso como el de las mejores dehesas de la Península.
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(*) “Es posible pensar de otro modo el placer y la propiedad, como gozo compartido. Lo común es un modo de apropiación que se pone como límite el abuso. Los placeres pueden aumentar cuando se comparten de manera igualitaria. Gozar en la igualdad, la satisfacción de formar parte de una sociedad justa son formas de placer que podrían ser una alternativa positiva a su reducción individualista».
(**) “Toda la concienciación del mundo servirá para poco si no se dispone de las estructuras sociales, políticas y económicas que permitan activar las medidas de transición ecológica como lo que son: una oportunidad para el disfrute y el placer».