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Posts Tagged ‘Chipiona’

El día que las hice nadie se distrajo haciéndoles una foto (estábamos en el asunto de disfrutarlas), así es que no tuve más remedio que cocinarlas de nuevo para inmortalizarlas junto a una copa de moscatel dorado.

Si no versiono me aburro. En la cocina raramente me someto al dictado de una receta, entre otras cosas porque pocas recetas conozco que garanticen el resultado que prometen si uno es fiel, sin desvío alguno, a los procedimientos, las cantidades y los tiempos. Hay en todas las recetas, incluso en las que uno mismo considera propias (y por ello exactas), enormes dosis de incertidumbre que sólo cabe atribuir a circunstancias cuyo cálculo y previsión no encontraremos en ningún manual: estado de ánimo, perfil de los comensales, condiciones atmosféricas, calidad de la materia prima, tipo de fuego, características del utillaje, música de fondo, paisaje que se contempla desde la ventana, día de la semana, excelencia o no de los cuchillos (ítem decisivo), vino que acompaña al cocinero en sus quehaceres, etc, etc, etc.

Versiono porque es imposible la fidelidad a lo que es por naturaleza cambiante y también porque me aburro. Me aburren la ortodoxia y la pureza llevadas a la cocina, donde me divierto precisamente porque ahí nada es puro y la heterodoxia es la puerta por donde entran los grandes fracasos (de los que tanto se aprende) y los hallazgos brillantes (que celebrarán los comensales). En realidad la ortodoxia me aburre en cualquier quehacer, por eso también en el universo del arte, en sus múltiples manifestaciones, me fascinan las versiones hasta el punto de coleccionarlas en el caso de obras para piano (una misma pieza la escucho en manos de Kissin, de Lang Lang, de Buniatishvili, de Wang, de Ashkenazy, de Lisitsa, de Volodin o de Trifonov, por citar una playlist que llevo en mi móvil para asombro, y desesperación, de algunos que me han pedido escucharla y no han podido soportar el bucle de versiones).

En cada versión, ya sea música, pintura o cocina, hay un matiz que enriquece el original, un elemento sorprendente que aniquila lo previsible, un chispazo que ilumina lo que antes estaba en sombra o no existía. Me gustan las versiones porque cuando vivimos, con conciencia de estar vivos, estamos versionando constantemente, saliéndonos del plan trazado, improvisando. Desconfío (mucho) de aquellos que ejecutan las recetas o las partituras con disciplina militar, los que conducen sólo por autopistas y con ayuda de un navegador y, sobre todo, los que viven sin cambiar de planes.

Hace unos años, como ya conté en este mismo blog, tuve un sueño en el que cocinaba torrijas sin descanso. Al amanecer, con el cerebro bañado en canela, no tuve más remedio que cumplir el sueño, ajustándome, de forma heterodoxa, a la receta de mi abuela y de mi madre. Desde entonces no había vuelto a cocinar torrijas, hasta que hace unos días las incorporé como postre a una comida con amigos. Y lo hice porque se apoderó de mí (las recetas siempre se apoderan de mí, no encuentro otro verbo que exprese mejor el deseo de cocinar) una versión que seguro alguien ya había perpetrado antes que yo pero que a mí me pareció original y tentadora en su atrevimiento: torrijas de horchata con salsa de cítricos. Dicho y hechas.

– Una docena de rebanadas de pan como de un dedo de grosor. A mí no me gusta usar pan de molde ni ese pan que anuncian como «especial para torrijas». Me gusta una barra de buen pan, prieta, pero del día anterior, un poquito dura, o, como mucho, un pan brioche que también sea del día anterior.

– 1 litro de horchata fresca (la venden en los refrigerados de Mercadona, en recipiente de cristal, y gana bastante en comparación con las más industriales).

– 1 vaso de zumo de naranja natural.

– 1 copa de amontillado o de oloroso seco.

– Cáscara de naranja y de limón.

– Canela en rama y clavo.

– Azúcar morena.

– 3 huevos batidos

– Aceite de oliva, aceite de girasol y mantequilla.

Los pasos son muy sencillos y, como en tantas otras recetas, lo único decisivo es la audacia, el cariño y la calidad de la materia prima.

En una sartén amplia y honda mezclamos 3/4 de aceite de girasol y 1/4 de aceite de oliva (AOVE) y ponemos el fuego en posición medio-fuerte. Añadimos unas cáscaras de naranja (sólo la cáscara, sin el albedo -la parte blanca-) que van a aromatizar la fritura y también nos servirán como referencia de la temperatura porque colocaremos las torrijas cuando las cáscaras estén flotando y burbujeando -las retiraremos en ese momento-).

Empapamos muy bien las rebanadas de pan en la horchata, pero no tanto como para que se deshagan (diez segundos, por cada lado, suele ser suficiente). Pasamos las rebanadas por huevo batido y las freímos con el aceite bien fuerte pero controlando la temperatura para que se doren sin quemarse. Las vamos colocando en una fuente con papel de cocina que absorba el exceso de aceite.

En otra sartén derretimos una cucharada sopera de mantequilla, añadimos cáscara de naranja y de limón, un trozo de canela en rama y dos o tres clavos (especia, ojo). Salteamos todo a temperatura media, subimos el fuego y añadimos el amontillado. Cuando empiece a hervir acercamos una cerilla y flambeamos (cuidado con los extractores o muebles que quedan muy cerca del fuego) para que se evapore el alcohol. Ya sin llama bajamos el fuego y añadimos el zumo de naranja. Dejamos reducir a fuego medio hasta que todo el líquido se convierta en salsa (retiramos las cáscaras de cítricos, la canela y el clavo). Reservamos.

En un cacillo mezclamos tres o cuatro cucharadas de azúcar moreno con un par de cucharadas de agua y calentamos la mezcla hasta obtener un caramelo no demasiado espeso. Reservamos.

Servimos las torrijas (a mí me gustan aún tibias) cubriéndolas con un hilo de caramelo y otro de salsa de cítricos. Ponemos los ojos en blanco. Suspiramos. Repetimos.

El moscatel de Chipiona, las naranjas de nuestro jardín, los limones del vecino, la canela de nuestra visita a Tánger…

PD: No me resultó difícil elegir el vino con el que acompañar este postre versionado: Moscatel Dorado César Florido. Olvidaros del clásico moscatel denso y empalagoso (que tiene sus aficionados, por supuesto), este moscatel dorado que se cría en Chipiona (Cádiz), en una bodega familiar cuyas botas reposan a cincuenta metros escasos del Atlántico, es otra cosa. Un vino de postre delicadísimo, repleto de matices (cacao, miel, avellanas tostadas, roble…), que compro desde hace años, junto a un amontillado salino y un curioso fino amanzanillado, en el viejo despacho de la mismísima bodega.

Aquí está la prueba que quedó registrada en mi Instagram el 28 de octubre de 2018: la cazuela de quesos británicos salteados, en The Cheese Bar, alcanzó la categoría de delicatessen gracias a la inesperada compañía de este moscatel. El sol de Chipiona en Londres.

Un moscatel con el que (para mi sorpresa) cené el pasado otoño en The Chesse Bar (Candem Stables, Londres) donde brillaba con luz propia junto a la carta de quesos. La sugerencia de maridaje de un chef culto y atrevido, de esos que no le temen a las versiones.

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Manzanamundi-rsmCon las personas es un dicho que me induce al error con demasiada frecuencia (e, incluso, al error estrepitoso). Pero con las ciudades… es otra cosa.

La primera impresión es la que cuenta (asegura el dicho), y en mi caso el amor a primera vista suele venir, en una ciudad desconocida, a través de su comida y su bebida. Es verdad que soy un auténtico todoterreno en asuntos de mesa y mantel, y no le hago ascos a casi nada, pero no se trata de tener una tolerancia infinita sino de saber apreciar el carácter de una ciudad a través de su cocina, antes de que éste se manifieste por medio de sus habitantes, sus monumentos o sus parques.

Esa primera impresión se me queda grabada en alguna neurona de las muchas que dedico a los placeres gastronómicos y termina por originar un auténtico reflejo condicionado al mejor estilo de Pavlov. Así, por ejemplo, si alguien nombra a la caribeña ciudad de Santo Domingo en mi cerebro se enciende el recuerdo de un lambí a la criolla con tostones. Si me hablan de Atenas vuelve a mi paladar el rústico sabor de un plato de dolmadákia me Rizi. En Nueva York se me fijó al encéfalo la crème brûlée de Les Halles, y en Amsterdam una erwtensoep con anguila ahumada (nos salvó de morir congelados). En Buenos Aires fueron los chinchulines de una parrilla en San Telmo los que me curaron el jet lag, y en Sidney unas ostras de roca, fresquísimas, rechupeteadas en el Fish Market. No quisiera olvidarme de los humildes garbanzos tostados de la plaza de  Uta al-Hammam en Chaouen, el rice&curry con kadawi (gambas marinadas envueltas en hojas de platanera) de Colombo (cuando los tamiles aún ponían bombas en esa caótica ciudad) o el cordero guisado que devoré, bajo la jaima de Mohamed, en el oasis de Veta (Mauritania).

¿Y si me nombras Roma? ¿Saldrá a relucir una pizza, un risotto, unos tagliatelle, unos raviolis?

La primera vez que pisé Roma llegué en tren, que es una maravillosa manera de llegar a una ciudad, a cualquier ciudad. Venía del norte, de Orvieto, y me bajé en Termini bien entrada la noche. El taxista me dejó en la puerta de ese acogedor hotelito familiar que está a dos pasos de via Veneto y a un corto paseo de Villa Borghese (el nombre me lo reservo para l@s amig@s), y cuando llegué a la recepción pregunté, antes que nada, dónde me darían de cenar.

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Botellas de vino, citas literarias y pizarras llenas de platos escritos en un delicioso italiano. Como para no recordar el San Marco de via Sardegna…

Alabados sean los países latinos en los que aún se puede comer a horas intempestivas. Los camareros del San Marco, en la cercana via Sardegna, no se inmutaron cuando vieron aparecer al último cliente del día que, para colmo, no hablaba italiano. Y allí, en el San Marco, fue dónde comí por vez primera unos soberbios carciofi alla romana. Así es que cuando me hablan de Roma en el paladar se me instalan esas alcachofas de buen tamaño cocinadas de una manera tan simple que me costó trabajo averiguar el secreto de la receta.

Y esta alambicada introducción, característica de mi manera de entrar en materia cuando me asomo al blog, viene a cuento de otras carciofi, mucho más domésticas, que cociné hace unos días. Se asomaban, pidiendo cariño, desde una cesta del mercado de Chipiona (Cádiz) y juraban ser de una variedad local. Los alcauciles (que así también llamamos a las alcachofas) eran irregulares, exhibían unas vistosas franjas violáceas en sus hojas y estaban a buen precio. Comida de proximidad. Comida sin artificios. Se vinieron a casa y allí, sin prisa, fusioné estos frutos de la huerta chipionera con aquella sencilla receta romana a la que, como siempre, añadí algunos matices sureños.

6 alcauciles de buen porte

6 dientes de ajo

Unas ramitas de perejil fresco y unas hojas de hierbabuena

Sal y pimienta

Un vaso de amontillado decente.

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Los alcauciles autóctonos de Chipiona, aún en la cesta del mercado, merecían una foto.

Limpiamos los alcauciles. Cortamos los tallos y los pelamos (los tallos), dejando sólo el tronco más blando. Separamos las hojas exteriores, más duras y verdes, y prescindimos de ellas. Cortamos con un cuchillo bien afilado el extremo de cada alcaucil, de manera que quede bien recto y sin la terminación más dura de las hojas. Ponemos los alcauciles, ya limpios, y también sus tallos, en un bol con agua fría, el zumo de un limón y una pizca de sal. Que no se oxiden ni pierdan ese punto de amargor tan característico.

En una sartén amplia ponemos dos cucharadas soperas de aceite de oliva y cuando esté caliente freímos un par de ajos picados. Retiramos del fuego cuando los ajos estén ligeramente dorados.

Picamos el resto de ajos, el perejil y la hierbabuena, y a ese picadillo, muy fino, le añadimos sal y pimienta negra recién molida. Con los dedos, y con cuidado, abrimos un poco el corazón de cada alcaucil y lo embadurnamos, de manera generosa, con el picadillo. Los vamos colocando, boca abajo, en la sartén con el aceite y los ajos. Añadimos los tallos de los alcauciles picados en trozos no muy pequeños.

Ponemos a fuego medio y dejamos que se frían un poquito en el aceite, con cuidado de no quemarlos (siempre boca abajo). Añadimos la copa de amontillado y dejamos que se vaya consumiendo sin subir mucho el fuego, lo suficiente para que se ponga a hervir con un poco de alegría. Añadimos un vaso de agua, tapamos y dejamos cocer unos 30-40 minutos, hasta que las hojas más exteriores estén cocinadas. Si el agua se consume podemos añadirle más.

Para que la memoria de Roma fuera perfecta me faltó el vino. En el mercado de Chipiona no suelen vender Nero d´Avola pero sí que encontré una botella de mi adorado Barbazul que estuvo a la altura de los carciofi.

Y otro día hablaré del vin santo con biscotti, un postre que me devuelve al Trastévere (que es como estar en Roma… sin estar en Roma).

Buon appetito !!!

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La foto que ilustra este post la tomé en Chipiona (Cádiz), el sábado 15 de octubre, a las 22:30 h., en una zona de paseo marítimo absolutamente desierta a esas horas. Nadie caminaba por el paseo (que también contaba con sus correspondientes farolas encendidas), ni por la arena de la playa, ni mucho menos se bañaba en el mar, pero potentes focos situados sobre mástiles repartían generosamente su luz en mitad de la noche y la neblina.

La foto la subí a Twitter con el siguiente comentario: “Playas de Chipiona (CA) iluminadas. ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Por cuánto? Tirando energía, dinero y sentido común”.

Como es lógico los comentarios no se hicieron esperar aunque, para mi sorpresa, alguno de ellos criticaba mi foto y mi análisis del asunto. El argumento de la crítica era que las playas de Chipiona son un monumento y merecen, como otros monumentos, ser iluminadas durante la noche. Claro que, a lo peor, es que no hay que iluminar, de esa manera, ni playas ni monumentos…

No es la primera vez que en este blog escribo a propósito de la contaminación lumínica (ver: https://elgatoeneljazmin.wordpress.com/2011/03/03/la-luz-que-ensucia-el-cielo/), pero lo cierto es que, dentro del amplio abanico de insensateces que nos han llevado a ensuciar el cielo nocturno hasta convertirlo en una bóveda blanquecina de la que han desaparecido las estrellas, la que me parece más sangrante, por absurda y ruinosa, es  la que ha servido para transformar algunas de nuestras playas en arenales sobreiluminados. ¿Para qué? ¿Para quién?

Pasear una noche de verano por algunas playas urbanas, a la tenue luz de la luna, se ha convertido en una reliquia del pasado que no pocos ciudadanos añoran. Como si se tratara de pistas deportivas en las que se estuviera desarrollando un campeonato nocturno de alguna extraña disciplina, amplias zonas de litoral, y las aguas marinas adyacentes, reciben la iluminación de potentes focos situados sobre grandes mástiles.

Los ayuntamientos que han decidido derrochar así dinero, energía y sentido común, argumentan que la iluminación de las playas favorece el uso público de las mismas durante las horas nocturnas, compensando así la escasez de parques y zonas de ocio al aire libre. Y, al mismo tiempo, consideran que así se reducen los actos vandálicos (un argumento manido y falso que, en este país, siempre aparece a la hora de justificar la sobreiluminación de cualquier escenario). Sin embargo, como se ha demostrado en muchos de estos enclaves, el uso de estos focos no ha favorecido una mayor presencia de vecinos en las playas,  por lo que la factura energética y el impacto ambiental resultan desproporcionados en relación a las personas que realmente disfrutan de estos servicios. Y tampoco ha disminuido el vandalismo.

Ya  a finales de los años 90, cuando algunas playas de Cádiz capital incorporaron estos sistemas de iluminación que luego se han extendido a otras localidades, un grupo de especialistas advirtieron de sus indeseables consecuencias. Para empezar, y debido al diseño, potencia y orientación de estos sistemas de iluminación, se emite una radiación directa hacia el firmamento del todo desproporcionada, con unos costes económicos, paisajísticos y ecológicos muy difíciles, si no imposibles, de justificar. Lo primero que desaparece es el  espectáculo del firmamento nocturno, de manera que las playas no tienen noches, no se ve la luna, ni se puede contemplar la Vía Láctea o disfrutar con una lluvia de estrellas, y esto ya supone una importante pérdida desde el punto de vista cultural. Si consideramos a nuestras playas como un monumento (natural), esta manera de iluminarlo destruye gran parte de su atractivo.

Además, los vecinos de estos tramos litorales sufren los inconvenientes de la intrusión lumínica en sus hogares. En algunas de las viviendas que se sitúan en las inmediaciones de las torres de iluminación no hay más remedio que mantener las persianas bajadas durante la noche si se quiere dormir, y, además, también se advierte una inusual presencia de insectos voladores, con las consiguientes molestias a las personas que por allí transitan o viven.

No menos importante es el impacto sobre la flora y la fauna. La contaminación lumínica afecta a distintas especies de aves, murciélagos y, sobre todo, insectos. Más del 90 % de los lepidópteros (mariposas y polillas) son de hábitos nocturnos, y de su existencia depende la polinización de numerosas plantas y la alimentación de multitud de predadores.  La atracción que ejercen los focos de gran potencia sobre estos insectos desequilibra todo el sistema natural, provocando una gran mortandad de individuos y la acción oportunista de los murciélagos en perjuicio de las aves insectívoras que no pueden competir con ellos.

Como efecto indirecto, la iluminación ha permitido, en algunas playas, que mariscadores y pescadores ilegales esquilmen durante la noche zonas particularmente frágiles que antes sólo frecuentaban muy pocas personas, de manera esporádica y con la limitada ayuda de una linterna.

Resulta llamativo, por lo absurdo, ver a los ciudadanos que han mantenido su costumbre de organizar barbacoas nocturnas en algunas de estas playas, protegerse de la luz artificial con las mismas sombrillas que usan durante el día.

Por mucho que se trate de playas urbanas, la iluminación artificial, si aceptamos que en algunos casos puede estar justificada, debería limitarse a las zonas que realmente frecuentan los ciudadanos, con instalaciones de bajo impacto y horarios razonables. Lo demás es… tirar la energía, el dinero y el sentido común.

Información adicional sobre contaminación lumínica en Andalucía:

http://www.juntadeandalucia.es/medioambiente/site/web/menuitem.486fc6e1933804f2c562ce105510e1ca/?vgnextoid=57500bd8ac2db210VgnVCM2000000624e50aRCRD

Iniciativa Starlight: http://starlight2007.net/index.php?lang=es

La contaminación lumínica en las playas de Cádiz: http://www.celfosc.org/galeria/cadiz/cadiz.htm

Revista Consumer. Informe: Iluminar para ver menos:

http://revista.consumer.es/web/es/20110101/actualidad/informe1/75824.php

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Corrales de Chipiona. Fotografía de José Castro (Premio Jarife - Ateneo de Chipiona)

Camino de alguno de esos chiringuitos que además de perpetrar paellas también dan café (o algo parecido) a los bañistas más madrugadores, hace unos días nos detuvimos en algunos de los corrales que adornan las playas de Chipiona (Cádiz). Aprovechando la bajamar pudimos explorar sus muros y la extensa laguna que dibujaban. Como quiera que Iñaki y Ana preguntaron el origen y funcionamiento de estos ingenios pesqueros, desconocidos en el norte peninsular (aunque también los hay en Irlanda y Gales), hoy tiro de archivo (dediqué una “Crónica en verde” a este tema un lunes, 26 de mayo de 2003, en las páginas de El País-Andalucía) para contar algunas curiosidades a propósito de estas trampas saladas en las que se sigue practicando una pesca realmente sostenible.  

Los corrales son obra, a partes iguales, del hombre y la naturaleza. Se trata de una serie de parcelas delimitadas por muretes de construcción artificial, usando piedra ostionera, cuya cota de coronación, a media marea, permite la entrada de peces durante la pleamar y su fácil captura en la bajamar.

Los historiadores atribuyen un origen árabe a los corrales de pesca que se repartían por diversos enclaves de la costa atlántica gaditana. La primera referencia gráfica de estos ingenios se encuentra en el mapa de la desembocadura del Guadalquivir realizado por Samuel Champlain a finales del siglo XVI, y ya a mediados del siglo XVIII el Catastro de Ensenada registra ocho de estos corrales en la localidad de Chipiona, la mayoría de ellos propiedad de la Iglesia.

Además de este municipio, también contaban con construcciones de esta naturaleza las vecinas poblaciones de Sanlúcar de Barrameda, el Puerto de Santa María y Rota.

Los corrales, hoy declarados monumento natural, están formados por una pared continua de piedra que, en algunos casos, llega a alcanzar los dos kilómetros de longitud. La altura de los muros está calculada con precisión, de manera que suelen partir a ras de playa para ir ganando altura conforme se adentran en el mar, hasta cubrir una cota máxima de 1,5 metros. La disposición de las piedras con las que están construidos es ciertamente llamativa, ya que se trata de numerosas lajas delgadas que se encajan sin necesidad de mortero. Los ostiones y bellotas de mar han crecido sobre ellas, recubriéndolas y cementando de manera natural toda la estructura.

El interior de los corrales se encuentra surcado por caños que facilitan la evacuación del agua, ya que estos enormes recintos permanecen sumergidos durante la pleamar y quedan al descubierto cuando baja la marea, dejando atrapadas en su interior a multitud de especies que son las que los pescadores aprovechan. Los sargos, mojarras, lisas y pejerreyes suelen utilizar los corrales para criar a sus alevines, mientras que los peces de mayor tamaño, como corvinas, róbalos o palometas, acuden a ellos en busca de peces jóvenes que les sirvan de alimento. Asimismo, chocos, cangrejos, erizos y camarones también frecuentan los corrales para desovar.

Las peculiares características de estos enclaves hace que en ellos puedan convivir especies animales y vegetales propias de zonas rocosas junto a otras que gustan de los fondos de arena o fango. Así, abundan diferentes variedades de algas, fanerógamas marinas, anélidos, peces y moluscos, que otorgan a los corrales una inusual riqueza que, en cierto modo, recuerda a las zonas de arrecife. La presencia de alimento abundante y de fácil acceso es una característica que aprecian, además, numerosas aves marinas y limícolas, visitantes habituales de estos ingenios.

Por último, y en lo que se refiere a sus valores ecológicos, algunos de estos corrales han ofrecido el resguardo necesario para que se mantuvieran parte de los mejores cinturones de dunas de este tramo litoral, como ocurre en Punta Candor, al limitar los efectos de la erosión marina sobre la costa.

Para saber más: 

Trampas en el mar. La «Crónica en verde» original: http://bit.ly/pbiAuN

Corrales de pesca irlandeses: http://terraeantiqvae.com/profiles/blogs/corrales-de-pesca-irlandeses

 

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Este mediodía, mirando a las dunas de Doñana, he disfrutado (como un niño) saboreando un buen tazón de caracoles chicos (Theba pisana) en un chiringuito de Chipiona (Cádiz). El paisaje era perfecto y la compañía inmejorable.  Ha sido uno de los mejores momentos de las vacaciones. Un momento sencillo pero intenso, como la comida que ha contribuido a este instante de placer.

A finales de febrero o comienzos de marzo, cuando todavía no nos ha abandonado el invierno, comienzan a verse en los mercados andaluces las exquisitas cabrillas (Otala lactea), recolectadas, sobre todo, en la provincia de Cádiz. El tiempo soleado favorece la temprana aparición de estos caracoles, muy apreciados en las cocinas del sur peninsular. Dentro del extenso grupo de los gasterópodos (24.000 especies en todo el planeta), las cabrillas, burgajos (Helix aspersa), chapas (Iberus gualterianus morfo gualterianus) y  caracoles chicos constituyen elementos primordiales de la gastronomía andaluza, aunque, en realidad, estos animales también forman parte de los hábitos culinarios de otras comunidades autónomas, como la aragonesa, la valenciana o la catalana. 

El aprovechamiento alimenticio de los caracoles se remonta a la prehistoria. Los romanos llegaron incluso a cultivarlos en unos recintos especiales (cochlearias), extendiendo por diversos países europeos el aprecio culinario por estos animales.  En épocas más recientes, y sobre todo en países como Francia,  su consumo pasó de ser considerado un hábito de pobres a convertirse en distintivo de las clases más pudientes.

La variedad de denominaciones populares que en España reciben las diferentes especies de caracoles da idea de su arraigo gastronómico en múltiples zonas. José Ramón Arrébola, profesor del departamento de Fisiología y Biología Animal de la Universidad de Sevilla, y Ramón Álvarez, especialista del Instituto Aragonés de Antropología, destacan en un trabajo conjunto esta particularidad y señalan, además de las ya citadas, un buen número de especies comestibles y sus correspondientes denominaciones: el judío en Aragón (Otala punctata); la vaqueta o caracol de monte o serrano en la Comunidad Valenciana, y caracol blanco en el Maestrazgo turolense (Iberus gualterianus morfo alonesis); la vinyala en Cataluña, xona, xoneta o vaqueta de bancal o d´horta en la Comunidad Valenciana, y cabra en Aragón (Eobania vermiculata); el navarrico en Navarra (Cepaea nemoralis); la caracola en Aragón, carragina o cargolí en Cataluña, avellanenc en la Comunidad Valenciana, y cargol jueu en Baleares (Theba pisana).

Además del consumo en bares y restaurantes, algunos de ellos especializados en este producto, también se anotan importantes celebraciones festivas en torno a estos humildes animales. Así lo destacan Arrébola y Álvarez que, como ejemplo, citan el Aplec del Cargol, “fiesta gastronómica por excelencia en Lleida, en la que durante tres días, y coincidiendo con el tercer fin de semana de mayo, leridanos y visitantes degustan platos cuyo elemento principal es el caracol, todo ello promovido y organizado por una Federació de Colles”.

Aunque algunos autores consideran que determinadas poblaciones de caracoles autóctonos podrían llegar a desaparecer si no se ordena su aprovechamiento, Arrébola aclara que esta es una conclusión «difícil de establecer, aunque existan indicios de su veracidad, si antes no se estudia en profundidad la situación real de cada una de las especies”. Sí se conocen casos particulares, añade, «como el del Iberus gualterianus morfo gualterianus, al que popularmente llaman chapa, la especie endémica más valiosa de España, que sólo habita en enclaves reducidos de algunas sierras jiennenses, granadinas y almerienses, y que hoy, a pesar de ser comestible y muy apreciado, apenas se recolecta por su escasez».

Las estimaciones más fiables sitúan en unas 18.000 toneladas el volumen de caracoles que todos los años se consume en España (prácticamente el doble de lo que se consumía en 1986).

Otro día, con más tiempo, os seguiré contando curiosidades de los caracoles, y también colgaré alguna receta de familia para cocinar caracoles chicos, en caldo, y cabrillas, en salsa.


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