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Cernuda

«Y entonces la ignorancia,
la indiferencia y el olvido, vuestras armas
de siempre, sobre mí caerán…»

Una de las muchas anécdotas (reales o inventadas) que se le atribuyen a Churchill tiene como protagonista a un joven parlamentario conservador que, en su primer día de trabajo (es un decir…), se acercó al escaño del primer ministro para mostrarle su admiración. Al novato no se le ocurrió mejor panegírico que exaltar la alianza que en ese justo instante lo unía al estadista: “Nunca pude imaginar que un día yo estaría sentado junto a usted, mirando a esos bancos en los que, frente a nosotros, se sientan nuestros enemigos, los laboristas, a los que vamos a combatir juntos”. A Sir Winston le sorprendió la miopía del joven parlamentario y así se lo hizo saber: “No se confunda usted, nuestros enemigos se sientan junto a nosotros, a los que usted está mirando es a nuestros contrincantes”.

De ser cierta, la anécdota pudo haber inspirado otra mucho más cercana en el tiempo y el espacio, y cuya veracidad adquiere menos dudas porque me la transmitieron de primera mano. En la visita que Helmut Kohl hizo al Parque Nacional de Doñana, invitado por su amigo Felipe González, los especialistas que iban a organizar su recorrido le advirtieron que para disfrutar de los mejores paisajes, y de su fauna, era imprescindible madrugar. Kohl preguntó la hora a la que tendría que levantarse y le dijeron que sobre las seis de la mañana. “No hay problema”, respondió el canciller, “en Alemania todos los días a las seis de la mañana llevo ya dos horas combatiendo a los democristianos”. Efectivamente, Kohl era el líder de los democristianos…

Consuela comprobar que el cainismo no es exclusivo de nuestra tierra, aunque aquí lo practicamos con un grado de refinamiento difícil de alcanzar en otras latitudes. En nuestro oficio, sin ir más lejos, el cainismo se practica con desparpajo y alegría incluso en una época tan terrible como la que nos está tocando vivir. Sólo hace falta comprobar, hoy mismo, la reacción de algunos medios, y algunos periodistas, al anunciado cierre de la Radio Televisión Valenciana, o la manera en que nos tratan algunos colegas (¿colegas?) a los profesionales de la Radio Televisión de Andalucía.

El cainismo se suele disfrazar de santa indignación, de honestidad a prueba de bombas, de rigor presupuestario, de defensa de valores universales, de lucha obrera o de cualquier pamema al uso. Pero el cainismo solo busca el provecho propio: quien quiere comer solo es porque quiere comer más.

Si al cainismo lo alimentamos con un poquito de envidia ibérica (nada de recebo, ibérica-ibérica) y unas gotitas de terapia freudiana (aquí no sólo matamos al padre: si es necesario matamos también a la madre, a los abuelos, al perro y al canario) entonces no dejamos títere con cabeza y nos deslizamos hacia la estupidez absoluta. Los que seguís este blog sabéis de sobra que el estúpido (de acuerdo a la definición del economista Carlo M. Cipolla) es aquella persona “que causa pérdidas a otra persona o grupo de personas sin obtener ninguna ganancia para sí mismo e incluso incurriendo en pérdidas”.

Y todo este largo preámbulo, un defecto característico de este blog, viene a cuenta de algunas experiencias personales recientes (¿de dónde, si no, se alimenta un blog?) y, sobre todo, del aniversario de la muerte de Luis Cernuda, un poeta al que, en su tiempo, despreció la derechona más rancia y censuró la izquierda oficial. ¿Quiénes eran los amigos y quiénes los enemigos? Para el que tiene criterio propio es, a veces, difícil distinguir a unos y a otros… Hoy, cincuenta años después de la muerte del poeta (en el exilio), no está de más recordar cómo  hablaba de sus paisanos

A SUS PAISANOS

(Luis Cernuda en Desolación de la quimera, 1956-1962)

No me queréis, lo sé, y que os molesta
cuanto escribo. ¿Os molesta? Os ofende
¿Culpa mía tal vez o es de vosotros?
Porque no es la persona y su leyenda
lo que ahí, allegados ahí, atrás os vuelve.
Mozo, bien mozo era, cuando no había brotado
leyenda alguna, caísteis sobre un libro
primerizo lo mismo que su autor: yo, mi primer libro.
Algo os ofende, porque sí, en el hombre y su tarea.

¿Mi leyenda dije? Tristes cuentos
inventados de mí por cuatro amigos
(¿Amigos?), que jamás quisisteis
ni ocasión buscasteis de ver si acomodaban
a la persona misma así traspuesta.
Mas vuestra mala fe los ha aceptado.
Hecha está la leyenda, y vosotros, de mí desconocidos,
respecto al ser que encubre mintiendo doblemente,
sin otros escrúpulo, a vuestra vez la propaláis.
Contra vosotros y esa vuestra ignorancia voluntaria,
vivo aún, sé y puedo, si así quiero, defenderme.
Pero aguardáis al día cuando ya no me encuentre
aquí. Y entonces la ignorancia,
la indiferencia y el olvido, vuestras armas
de siempre, sobre mí caerán, como la piedra,
cubriéndome por fin, lo mismo que cubristeis
a otros que, superiores a mí, esa ignorancia vuestra
precipitó en la nada, como el gran Aldana.

De ahí mi paradoja, por lo demás involuntaria,
pues la imponéis vosotros: en vuestra lengua escribo,
criado estuve en ella y, por eso, es la mía,
a mi pesar quizá, bien fatalmente. Pero con mis expresas excepciones,
a vuestros escritores de hoy ya no los leo.
De ahí la paradoja: soy, sin tierra y sin gente,
escritor bien extraño; sujeto quedo aún más que otros
al viento del olvido que, cuando sopla, mata.

Si vuestra lengua es la materia
que empleé en mi escribir y, si por eso,
habréis de ser vosotros los testigos
de mi existencia y su trabajo,
en hora mala fuera vuestra lengua
la mía, la que hablo, la que escribo.
Así podréis, con tiempo, como venís haciendo,
a mi persona y mi trabajo echar afuera
de la memoria, en vuestro corazón y vuestra mente.

Grande es mi vanidad, diréis,
creyendo a mi trabajo digno de la atención ajena
y acusándoos de no querer la vuestra darle.
Ahí tendréis razón. Mas el trabajo humano
con amor hecho, merece la atención de los otros,
y poetas de ahí tácitos lo dicen
enviando sus versos a través del tiempo y la distancia
hasta mí, atención demandando.
¿Quise de mí dejar memoria? Perdón por ello pido.

Mas no todos igual trato me dais,
que amigos tengo aún entre vosotros,
doblemente queridos por esa desusada
simpatía y atención entre la indiferencia,
y gracias quiero darles ahora, cuando amargo
me vuelvo y os acuso. Grande el número
no es, mas basta para sentirse acompañado
a la distancia en el camino. A ellos
vaya así mi afecto agradecido.

Acaso encuentre aquí reproche nuevo:
que ya no hablo con aquella ternura
confiada, apacible de otros días.
Es verdad, os lo debo, tanto como
a la edad, al tiempo, a la experiencia.
A vosotros y a ellos debo el cambio. Si queréis
que ame todavía, devolvedme
al tiempo del amor. ¿Os es posible?
Imposible como aplacar ese fantasma que de mí evocasteis.

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