Fue Natalia Ginzburg, en su maravilloso libro “Las pequeñas virtudes”, la que, recordando su estancia en Londres y seguramente añorando la cocina de su Italia natal, mostraba su sorpresa por la infinidad de anuncios de comida y de restaurantes que salpicaban la ciudad. Una continua invitación a los mejores manjares servidos en las mejores mesas. Y, sin embargo, concluía Ginzburg, para los británicos todo aquello era simplemente food, comida, algo genérico y melancólico, desprovisto de sentimientos.
“En las novelas”, explica con sorna Ginzburg, “se lee que sirven some food, sin ninguna afectuosa especificación. Las mil latitas expuestas en las tiendas de alimentación llevan imágenes de los animales más variados y seductores, faisanes, perdices, gamos, cabritos y ciervos; exhiben nombres apetitosos y exóticos, y vistas de paisajes lejanos a donde sería muy bonito ir. Pero el que vive aquí desde hace tiempo no se llama al engaño: sabe bien que el contenido de esas latitas es siempre food, es decir, nada. Nada que se pueda comer con simpatía cordial, con placer tranquilo”.
Pues bien, en el Mediterráneo pasa todo lo contrario. El mejor anuncio de comida, y sobre todo la mejor publicidad de un restaurante, es el boca a boca. Y ese tránsito, primario, de paladar a paladar, sólo funciona si va bien cargado de afecto, de sentimientos, de pasión y hasta de lujuria. Como le ocurrió a Luis Miguel Dominguín aquella noche en que sedujo a Ava Gadner y saltó de la cama con la urgencia de tener que relatar sin demora la hazaña, hay veces en las que todavía no nos han servido el postre y ya estamos deseando salir a la calle para contar lo bien que hemos comido.
“Arte y sabor”, una de mis últimas etapas como peregrino del come-y-comparte, atesora esa virtud que sólo la mejor cocina mediterránea, la más sincera, nos regala. La virtud de poder compartir nuestra experiencia con cualquiera sabiendo que no exageramos, que nuestros sentidos no se confundieron, que lo que saboreamos realmente existió. De los platos de “Arte y sabor” podemos hablar como si fueran los platos que hubiera cocinado nuestra propia madre en el día de nuestro cumpleaños. De hecho, antes de probarlos, Vanesa Escamilla, la copropietaria del local, lanzó de forma distraída el mejor piropo con que se puede obsequiar a un cocinero (y la mejor promesa que se le puede hacer a los comensales): “A Zakaria le gusta que la gente coma bien”. Bastarían esas nueve palabras para anticipar lo que vino después, dejando que la imaginación (calenturienta) de los lectores hiciera el resto, pero, como Dominguín en aquella noche gloriosa, yo necesito contar lo que ocurrió un mediodía de primavera en este restaurante de la Alameda de Hércules (Sevilla) al que acudí en buena compañía (Rosa Fernández, Cristóbal Bermúdez, Ángel Fernández y Rosa Carretero).
Por una vez jugaba con ventaja, porque ya había comido en este mismo local cuando se llamaba de-esa-otra-manera-que-ahora-no-recuerdo. Allí me llevaron un grupo de amigos vegetarianos a los que el boca a boca había conducido a uno de los pocos lugares de Sevilla en donde se puede ser vegetariano con dignidad, es decir, en donde puedes comer de maravilla siendo vegetariano o, sin serlo, puedes disfrutar de lo mejor de la cocina vegetariana (en contra de lo que muchos pueden pensar los vegetarianos y los veganos no sufren de ninguna extraña enfermedad, ni tienen el paladar atrofiado, ni comen platos sosos y aburridos). Y, claro, aunque yo entonces no lo sabía, quien allí dignificaba la cocina vegetariana, tan presente en nuestra propia cultura gastronómica (que, no nos engañemos, no se construye únicamente sobre la morcilla y la panceta), era Zakaria.
Así es que, con la experiencia ya vivida y el comentario de Vanesa, me preparé para lo mejor. Y lo mejor llegó. Primero en forma de salmorejo de remolacha, en el que resultaba difícil adivinar los ingredientes porque habían ligado de una manera tan sutil que el todo superaba a las partes (lástima que, una vez más, la textura viniera de la mano de una diabólica, y aburrida, Thermomix).
En el siguiente escalón de esta subida a los cielos nos esperaba una ensalada de espinacas, queso de cabra, frutos secos y aguacate. Si una ensalada, como era el caso, está elaborada en el mismo momento, con buena materia prima y bien fresca, sólo se puede decir de ella que es perfecta. La sencillez no necesita de más adjetivos ni discusiones. Claro que, puestos a polemizar, y ya que la ensalada venía en un bol, los comensales nos dividimos entre los que gustaban de ese recipiente (como yo) o los que preferían el plato.
Con el paladar ya bien aceitado, como mandan los cánones del Mediterráneo, la orquesta, bien afinada, de “Arte y sabor” pasó del Andante de los entrantes al Allegro de lo que, para mí, era el primer plato: tempura de verduras con una de las salsas que más me gustan y que casi siempre tengo que alabar a cientos de kilómetros de casa. Me da igual si es para mojar verduras, guisos o pescados, a mi la salsa romesco me gusta en cualquier combinación y, desde luego, es una magnífica embajadora de la cocina mediterránea: nació en los humildes fogones de los pescadores y combina, de manera deliciosa, frutos secos, aceite de oliva y pebrot de romesco (pimiento secado con mimo y específico para esta salsa). Y es precisamente el picante que el pebrot aporta a la salsa el que invitaba a ese otro tempo más animado, imprescindible para atacar, con soltura, uno de los platos fuertes de la comida, el que estaba a punto de llegar…
Emparentadas con el flamenquín (perdonad que haga patria) las popietas de cerdo con manzana que nos sirvieron a continuación (y que causaron cierta sorpresa por ser un plato inusual) se comían en mi casa hace años, aunque desconozco de dónde venía ese arrebato gabacho (paupiette) en una cocina de proximidad como la de mi madre (aunque en alguna estantería reposaba El Práctico, ese tocho afrancesado donde reposa el saber culinario, aunque algo apulgarado, de varias generaciones).
En un negocio dominado por la falta de imaginación (aunque parezca lo contrario) da gusto encontrar una carta en la que te proponen platos inusuales o reinventan las recetas que otros han convertido en triste rutina. De un tiempo a esta parte los restaurantes han sido invadidos, entre otros platos predecibles, por las minihamburguesas y el atún teriyaki ( ¡ qué difícil resulta comer un atún teriyaki de verdad ¡ ), y lo cierto es que se puede sucumbir a esa moda sin necesidad de rendirse a la simple copia. El atún que llegó a nuestra mesa venía adornado con el sésamo que parecía anunciar un teriyaki más, pero era un guiño para despistar, porque, de nuevo, el Mediterráneo había ganado la partida (en este caso a la cocina oriental) y eran una salsa de espárragos y una ensalada (con su toque de naranja) las que acompañaban al pescado. Sorprendente.
A estas alturas de la comida Zacaria podría haber asomado para proponernos un postre y todos habríamos celebrado el broche final de una copiosa y suculenta comida, pero, como en los festines dionisiacos, se había reservado, nos había reservado, un plato final sólo apto para epicúreos. El olor a canela llegó a la mesa mucho antes que la pastela de pollo a la que sazonaba, de manera que todo quedó en manos del olfato, tan primitivo como eficaz a la hora de abrir el apetito (que ya estaba casi cerrado…).
La pastela resume, entre sus capas de pasta crujiente, el ideal gastronómico de la cocina árabe (o morisco-andalusí, aunque sobre el origen del plato hay división de opiniones). Lo salado convive con lo dulce, la carne con los frutos secos, el aroma de las especias con el caldo cuajado. ¿Se puede elegir mejor cita, para adornar esta receta con seis siglos de historia, que la de esa novela apócrifa que nos promete el paraíso?
“Todo está preparado con el arte de dedos expertos: la carne de cordero picada, los garbanzos, los piñones, los granos de cardamomo, la nuez moscada, el clavo, el jengibre, la pimienta y las hierbas aromáticas. Y tan bien hecho está, que se distingue el sabor de cada aroma«.
(Las mil y una noches)
Y ya rendidos llegó el postre para descubrirnos que aún quedaba apetito escondido (¿en dónde?). Leche frita con pasta filo y tarta de pera. Supongo que a estas alturas de mi relato la simple descripción del plato es suficiente para imaginar cómo se apoderó del paladar hasta bien entrada la noche.
P.D.: Por cierto, que no me acuerdo del vino que bebimos pero sí que no he olvidado el té moruno con hierbabuena con el que Vanesa y Zacaria nos despidieron.
(Fotografías: José María Montero)