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VENTANA

Así se ve pasar la vida, serena, a través de los ventanales de «Arte y Sabor».

Fue Natalia Ginzburg, en su maravilloso libro “Las pequeñas virtudes”, la que, recordando su estancia en Londres y seguramente añorando la cocina de su Italia natal, mostraba su sorpresa por la infinidad de anuncios de comida y de restaurantes que salpicaban la ciudad. Una continua invitación a los mejores manjares servidos en las mejores mesas. Y, sin embargo, concluía Ginzburg, para los británicos todo aquello era simplemente food, comida, algo genérico y melancólico, desprovisto de sentimientos.

“En las novelas”, explica con sorna Ginzburg, “se lee que sirven some food, sin ninguna afectuosa especificación. Las mil latitas expuestas en las tiendas de alimentación llevan imágenes de los animales más variados y seductores, faisanes, perdices, gamos, cabritos y ciervos; exhiben nombres apetitosos y exóticos, y vistas de paisajes lejanos a donde sería muy bonito ir. Pero el que vive aquí desde hace tiempo no se llama al engaño: sabe bien que el contenido de esas latitas es siempre food, es decir, nada. Nada que se pueda comer con simpatía cordial, con placer tranquilo”.

Pues bien, en el Mediterráneo pasa todo lo contrario. El mejor anuncio de comida, y sobre todo la mejor publicidad de un restaurante, es el boca a boca. Y ese tránsito, primario, de paladar a paladar, sólo funciona si va bien cargado de afecto, de sentimientos, de pasión y hasta de lujuria. Como le ocurrió a Luis Miguel Dominguín aquella noche en que sedujo a Ava Gadner y saltó de la cama con la urgencia de tener que relatar sin demora la hazaña, hay veces en las que todavía no nos han servido el postre y ya estamos deseando salir a la calle para contar lo bien que hemos comido.

ZACARIA

Zakaria y Vanesa se ocupan de que te sientas como en casa.

“Arte y sabor”, una de mis últimas etapas como peregrino del come-y-comparte, atesora esa virtud que sólo la mejor cocina mediterránea, la más sincera, nos regala. La virtud de poder compartir nuestra experiencia con cualquiera sabiendo que no exageramos, que nuestros sentidos no se confundieron, que lo que saboreamos realmente existió. De los platos de “Arte y sabor” podemos hablar como si fueran los platos que hubiera cocinado nuestra propia madre en el día de nuestro cumpleaños. De hecho, antes de probarlos, Vanesa Escamilla, la copropietaria del local, lanzó de forma distraída el mejor piropo con que se puede obsequiar a un cocinero (y la mejor promesa que se le puede hacer a los comensales): “A Zakaria le gusta que la gente coma bien”. Bastarían esas nueve palabras para anticipar lo que vino después, dejando que la imaginación (calenturienta) de los lectores hiciera el resto, pero, como Dominguín en aquella noche gloriosa, yo necesito contar lo que ocurrió un mediodía de primavera en este restaurante de la Alameda de Hércules (Sevilla) al que acudí en buena compañía (Rosa Fernández, Cristóbal Bermúdez, Ángel Fernández y Rosa Carretero).

ENSALADA

La subida a los cielos empezó con esta ensalada.

Por una vez jugaba con ventaja, porque ya había comido en este mismo local cuando se llamaba de-esa-otra-manera-que-ahora-no-recuerdo. Allí me llevaron un grupo de amigos vegetarianos a los que el boca a boca había conducido a uno de los pocos lugares de Sevilla en donde se puede ser vegetariano con dignidad,  es decir, en donde puedes comer de maravilla siendo vegetariano o, sin serlo, puedes disfrutar de lo mejor de la cocina vegetariana (en contra de lo que muchos pueden pensar los vegetarianos y los veganos no sufren de ninguna extraña enfermedad, ni tienen el paladar atrofiado, ni comen platos sosos y aburridos). Y, claro, aunque yo entonces no lo sabía, quien allí dignificaba la cocina vegetariana, tan presente en nuestra propia cultura gastronómica (que, no nos engañemos, no se construye únicamente sobre la morcilla y la panceta), era Zakaria.

Así es que, con la experiencia ya vivida y el comentario de Vanesa, me preparé para lo mejor. Y lo mejor llegó. Primero en forma de salmorejo de remolacha, en el que resultaba difícil adivinar los ingredientes porque habían ligado de una manera tan sutil que el todo superaba a las partes (lástima que, una vez más, la textura viniera de la mano de una diabólica, y aburrida, Thermomix).

En el siguiente escalón de esta subida a los cielos nos esperaba una ensalada de espinacas, queso de cabra, frutos secos y aguacate. Si una ensalada, como era el caso, está elaborada en el mismo momento, con buena materia prima y bien fresca, sólo se puede decir de ella que es perfecta. La sencillez no necesita de más adjetivos ni discusiones. Claro que, puestos a polemizar, y ya que la ensalada venía en un bol, los comensales nos dividimos entre los que gustaban de ese recipiente (como yo) o los que preferían el plato.

Con el paladar ya bien aceitado, como mandan los cánones del Mediterráneo, la orquesta, bien afinada, de “Arte y sabor” pasó del Andante de los entrantes al Allegro de lo que, para mí, era el primer plato: tempura de verduras con una de las salsas que más me gustan y que casi siempre tengo que alabar a cientos de kilómetros de casa. Me da igual si es para mojar verduras, guisos o pescados, a mi la salsa romesco me gusta en cualquier combinación y, desde luego, es una magnífica embajadora de la cocina mediterránea: nació en los humildes fogones de los pescadores y combina, de manera deliciosa, frutos secos, aceite de oliva y pebrot de romesco (pimiento secado con mimo y específico para esta salsa). Y es precisamente el picante que el pebrot aporta a la salsa el que invitaba a ese otro tempo más animado, imprescindible para atacar, con soltura, uno de los platos fuertes de la comida, el que estaba a punto de llegar…

POPIETA

¿En cuantos sitios de Sevilla te puedes comer unas popietas deliciosas?

Emparentadas con el flamenquín (perdonad que haga patria) las popietas de cerdo con manzana que nos sirvieron a continuación (y que causaron cierta sorpresa por ser un plato inusual) se comían en mi casa hace años, aunque desconozco de dónde venía ese arrebato gabacho (paupiette)  en una cocina de proximidad como la de mi madre (aunque en alguna estantería reposaba El Práctico, ese tocho afrancesado donde reposa el saber culinario, aunque algo apulgarado, de varias generaciones).

En un negocio dominado por la falta de imaginación (aunque parezca lo contrario) da gusto encontrar una carta en la que te proponen platos inusuales o reinventan las recetas que otros han convertido en triste rutina. De un tiempo a esta parte los restaurantes han sido invadidos, entre otros platos predecibles, por las minihamburguesas y el atún teriyaki ( ¡ qué difícil resulta comer un atún teriyaki de verdad ¡ ), y lo cierto es que se puede sucumbir a esa moda sin necesidad de rendirse a la simple copia. El atún que llegó a nuestra mesa venía adornado con el sésamo que parecía anunciar un teriyaki más, pero era un guiño para despistar, porque, de nuevo, el Mediterráneo había ganado la partida (en este caso a la cocina oriental) y eran una salsa de espárragos y una ensalada (con su toque de naranja) las que acompañaban al pescado. Sorprendente.

A estas alturas de la comida Zacaria podría haber asomado para proponernos un postre y todos habríamos celebrado el broche final de una copiosa y suculenta comida, pero, como en los festines dionisiacos, se había reservado, nos había reservado, un plato final sólo apto para epicúreos. El olor a canela llegó a la mesa mucho antes que la pastela de pollo a la que sazonaba, de manera que todo quedó en manos del olfato, tan primitivo como eficaz a la hora de abrir el apetito (que ya estaba casi cerrado…).

PASTELA

La pastela resume el ideal gastronómico de la cocina árabe.

La pastela resume, entre sus capas de pasta crujiente, el ideal gastronómico de la cocina árabe (o morisco-andalusí, aunque sobre el origen del plato hay división de opiniones). Lo salado convive con lo dulce, la carne con los frutos secos, el aroma de las especias con el caldo cuajado. ¿Se puede elegir mejor cita, para adornar esta receta con seis siglos de historia,  que la de esa novela apócrifa que nos promete el paraíso?

Todo está preparado con el arte de dedos expertos: la carne de cordero picada, los garbanzos, los piñones, los granos de cardamomo, la nuez moscada, el clavo, el jengibre, la pimienta y las hierbas aromáticas. Y tan bien hecho está, que se distingue el sabor de cada aroma«.

(Las mil y una noches)

Y ya rendidos llegó el postre para descubrirnos que aún quedaba apetito escondido (¿en dónde?). Leche frita con pasta filo y tarta de pera. Supongo que a estas alturas de mi relato la simple descripción del plato es suficiente para imaginar cómo se apoderó del paladar hasta bien entrada la noche.

TE

El sencillo final de un té moruno en el vaso preciso y precioso.

 

 

 

 

P.D.: Por cierto, que no me acuerdo del vino que bebimos pero sí que no he olvidado el té moruno con hierbabuena con el que Vanesa y Zacaria nos despidieron.

(Fotografías: José María Montero)

 

 

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Así lucía el Pago de Cerro Encinas, muy cerca de Montilla, en la media tarde del pasado sábado. Al fondo, las Subbéticas cordobesas.

“¿Estás preparado para meter tus manos en la tierra? ¿Tienes tiempo para hornear el pan, para fermentar el vino, para compartir tus platos con tu familia y tus amigos? Si no tienes tiempo para cocinar y para comer adecuadamente, es que no tienes tiempo para vivir”. 

(Satish Kumar, Earth Pilgrim)

Aunque se convirtió en el más inusual anuncio del fin de las vacaciones a mi aquel olor me encantaba. Durante varios veranos, en los últimos días de agosto, la robusta DKW de mi padre olía a uvas fermentadas, un aroma agrio y dulzón del que se reían mis amigos pero que a mi (supongo que en secreto) me encantaba.

No era un olor nuevo, porque mi padre, en las visitas familiares a Montilla o La Rambla, siempre me llevaba a alguna bodega donde, sin remilgos, el bodeguero me servía, para mojarme los labios, un dedo de vino en la misma copa que usaban los adultos. Y allí, aunque de forma menos rotunda y primitiva que en esa furgoneta que servía para acarrear uvas durante la vendimia, dominaba el mismo olor inconfundible.

Tendría por entonces ocho o diez años pero ya me gustaba el silencio húmedo de las bodegas. El suelo de tierra en penumbra. Las venencias de barba de ballena. Las barricas señaladas con tiza. Y, sobre todo, las crujientes codornices a la plancha con las que, en temporada, solíamos rematar la escapada a la campiña. Pero lo que se me quedaba fijado en la memoria hasta la siguiente excursión era aquel olor a vino vivo, aquel perfume que, desde entonces, me ata a la tierra de mi padre, de mis abuelos, de mis bisabuelos…

No había ningún artificio en aquellos placeres. Nadie ponía los ojos en blanco y recitaba, copa en mano, una larga lista de aromas y sabores imposibles. Los que sabían beber, aquellos de los que yo mismo aprendí a beber, lo hacían despacio, con respeto, celebrando sin aspavientos cada sorbo. Supongo que en ellos también, adultos entonces, el olor del vino abría la puerta de la memoria donde habitaban, intactos, aquellos primeros tragos de infancia. Celebración y ritual.

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Un tinto amable, sincero, del que siempre te parece que has bebido poco…

Y todo esto, que me ha ocupado un puñado de líneas y más adjetivos de los que hubiera querido usar, andaba agazapado, un mediodía de enero, en la bodega de Panrallao, en donde celebramos la segunda edición de esa gastroexperiencia que llamamos “come y comparte”. Allí probé mi primera copa de Cerro Encinas, la que despertó todos esos recuerdos, y escribí, sin pensar demasiado (el vino no se piensa): “De nuevo el respeto a un tiempo pasado encima de la mesa; la memoria emboscada en un tinto amable, sincero, del que siempre te parece que has bebido poco”. O sea, que me quedé con ganas de más; con un pellizco de curiosidad por saber quién estaba detrás de ese vino limpio que, siendo tinto, se producía en Montilla, en la misma Montilla de mis recuerdos de infancia.

Me asomé a la web de la bodega y entonces me encontré con otra sorpresa. Si no todos los bodegueros, por el hecho de serlo, saben hacer un buen vino, aún más difícil resulta que, además, sepan describir el vino que hacen, cómo lo hacen y, sobre todo, por qué lo hacen.

Sin rodeos. Sin convencionalismos. A contracorriente pero sin trampas. Así hace vino José Miguel Márquez y así escribe de sus vinos y de su aventura vital (que son casi la misma cosa). Sin literatura de cartón piedra.

Una boda en Montemayor me ha regalado, este pasado sábado, la oportunidad de conocer a José Miguel, de asomarme a sus viñedos (uno de los pagos más hermosos que he visto nunca), de entrar en su bodega, de probar sus vinos, de escuchar sus inquietudes. Marqué el teléfono móvil con el convencimiento de que un Sábado Santo no era el mejor momento para atender el deseo de un desconocido que, a las cinco de la tarde, pregunta si es posible visitar la bodega, pero… me equivoqué.

Botellas

Estas se han venido a casa…

Cuando descorchemos las cuatro botellas de vino que ya están en casa, y que compré dejándome llevar por las recomendaciones de José Miguel, os hablaré de lo que contienen, pero ahora, en este adelanto, os tengo que hablar de la persona que hace esos vinos, porque no es un tipo corriente.

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No hace falta mucho espacio, y nada de artificio, para disfrutar haciendo vino. José Miguel en el rincón más íntimo de su bodega.

Espero que mi hija, con trece años recién cumplidos, se diera cuenta de que más allá de todo ese ruido que nos acompaña en la gran ciudad, y con el que nos prometen el paraíso, hay personas que son profundamente felices trabajando en contacto con la tierra. Personas que hablan del pasado, de esa tierra de sus antepasados, con un profundo respeto, y que se proyectan hacia el futuro con la sonrisa del que sabe que está transitando, con atrevimiento, por un terreno desconocido y quiere que el viaje sea divertido.

En este bodeguero atípico hay una determinación rocosa que convive con una franca hospitalidad. Si de verdad te gusta el vino su casa se convierte en tu casa. Lo que hay es lo que se ve, y hasta lo que no se ve (como su mujer o sus hijas) está presente.

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Hay quien para poner una etiqueta agarra la botella, y quien la abraza.

En Marenas hay autenticidad (uso poco esta palabra tan manida, pero hay veces que debo usarla porque no hay otra más precisa) y un gusto, muy poco frecuente, por el detalle. El nombre de cada vino, la selección y proporción de las uvas, los dibujos que ilustran las etiquetas, el corcho,… todo responde a una intención, todo encaja en un proyecto, en una forma de beber y de vivir. ¿Y cómo no se va a reflejar todo esto en el vino?

El vino de José Miguel es un vino vivo, como aquel de mi infancia, como ese que me gustaría beber todos los días con mi familia y con mis amigos.

Lástima que ya no se le nombre así, pero incluso para los que no somos creyentes hay sábados que sólo pueden ser sábados de gloria.

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¿Cuántos turistas pasan cada día por la puerta del Génova?

 
“A la mente del principiante se le presentan muchas posibilidades; a la del experto, pocas”
(Shunryu Suzuky, Mente Zen, Mente de Principiante)
 

Resulta llamativo (por ser benevolente en la elección del adjetivo) que en España, una potencia turística a escala planetaria, la expresión “es-un-sitio-para-turistas” sea sinónimo de negocio ramplón, local zafio o antro donde serás asaltado por una pandilla de bandoleros, de generosa patilla, dispuestos a intoxicarte, a precio abusivo, con algún comistrajo que remotamente recuerda a ciertos platos de la gastronomía local.

Es-un-sitio-para-turistas” se ha convertido en una señal de alarma y en la peor publicidad que puede recibir un restaurante. Es cierto que esta expresión se usa en otros países (aunque la carga negativa no tenga la intensidad que le ponemos en esta tierra), y no es menos cierto que algunos locales (incluso de renombre) han hecho del maltrato al turista una forma de vida, casi un arte del que llegan a regodearse orgullosos. Todo eso es verdad, pero conviene no olvidar, también, que hay turistas (muchos turistas) con un gusto excelente que jamás pisarían ciertos establecimientos, y establecimientos que jamás pisarían a los turistas.

Pero lo más curioso de la expresión es que tiene vida propia. No necesita ser pronunciada. Nadie tiene que usarla para estigmatizar un restaurante. Ella sola se posa sobre el local si este está situado en determinadas zonas y, para colmo, tras los cristales advertimos la presencia de algún forastero acodado en la barra. ¿Quién de vosotros no ha pasado cientos de veces por un restaurante situado en alguno de los enclaves más atractivos de la ciudad y ha pensado –sin haberlo probado ni haber recibido consejo alguno—que era “un-sitio-para-turistas”? A mí me ha pasado docenas de veces en docenas de ciudades, lo confieso, y por eso, quizá, hasta que la secta de Come y Comparte no me invitó al Génova (café de la antigua calle) no reparé en su existencia. En mi descargo diré que lleva poco tiempo abierto, pero estoy casi seguro que alguna neurona, en automático, lo había señalado, en mi inconsciente, como “sitio-para-turistas” y, sencillamente, no lo veía al pasar por su puerta.

El emplazamiento del Génova es muy, muy comprometido. En uno de los mejores tramos de la avenida de la Constitución (antigua calle Génova), con amplios ventanales que miran a la Catedral y a un paso de la Plaza Nueva. En el cogollo de la Sevilla más Sevilla.

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El Génova propone un escenario cosmopolita donde turistas y nativos puedan mezclarse sin prejuicios.

¿Cuántos turistas pasan cada día por la puerta del Génova? ¿Cuántos “sitios-para-turistas”, de los que están a la altura de la expresión, se ubican por los alrededores? ¿Cómo escapar a la tentación de montar un sencillo abrevadero para guiris poco exigentes? ¿Cómo atraer a la clientela española, sevillanísima, a un local con vocación cosmopolita? ¿Cómo se combina el salmorejo y el sushi sin perder la compostura?

Los promotores de este café-restaurante-bar-de-copas (que de todo tiene un poco) han resuelto estos enigmas con la única combinación que funciona en el mundo de la restauración seria: con humildad y verdad. Antonio Manuel López, Gonzalo Soto García-Junco y los hermanos Jesús y Sebastián Armesto de la Lama acaban de aterrizar en el complicado mundo de la hostelería; su actividad profesional, hasta hace bien poco, nada tenía que ver con los fogones y los manteles. Son, por tanto, principiantes, una condición que no ocultan, y hacen bien porque lejos de ser una debilidad es una fortaleza.

En el Génova no hay trampa ni cartón. Las cosas son como son, para lo bueno y para lo malo. Pero la mente del principiante, a diferencia de la del experto, se pregunta muchas veces cómo mejorar y, sobre todo, se pregunta muchísimas veces “¿y por qué no?”, y casi siempre concluye con un “vamos a intentarlo”. La rutina mata el asombro, y muchos locales situados en zonas turísticas, aún siendo honestos, sucumben a la rutina o, lo que es peor, a la soberbia (“somos los mejores y no tenemos por qué cambiar, ni experimentar, ni arriesgar…”).

La carta del Génova tiene un puntito de atrevimiento (que se agradece) y la comida que nos propusieron fue un fiel reflejo de ese carácter aventurero que se les supone a los principiantes. Y la sencillez, y las ganas de mejorar, también se pusieron de manifiesto cuando los cuatro propietarios del local decidieron compartir mesa con nosotros. Aquí nadie quiso ver los toros desde la barrera (hasta el chef se escapó de la cocina varias veces para hablar… y escuchar). En la mesa nos sentamos Ángel y Cristóbal (los inventores de Come y Comparte), Lochy, Susana, Rosa y el que esto escribe, dispuesto, una vez más, a disfrutar de comida y conversación. Estábamos en un bar-restaurante pero, sinceramente, yo antes ponerme la servilleta ya me sentía como en casa de unos amigos que me invitan a comer.

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En un plato de sushi la vista es la que prepara al paladar, la que le anuncia los placeres por llegar.

Arrancamos con un surtido de sushi, uno de mis platos favoritos porque, para mi gusto, reúne los elementos que más aprecio en la cocina: frescura, sencillez y belleza. El emplatado impecable (a la altura de un bento-box comprado en una estación nipona) y la frescura de los ingredientes intachable (en esta tierra podemos perdonar una carne regular, pero somos implacables con un pescado dudoso, y no digamos si está crudo). El wasabi, del que me declaro adicto, era de los decentes (tremendos engrudos te plantan en algunos pseudojaponeses), aunque el arroz me resultó un poco seco (o tal vez es que a mí el sushi me gusta un poquito más húmedo). El maridaje con un blanco, fresquito, de Rueda fue otro acierto (por eso perdoné, en el primer asalto, que no apareciera un buen blanco andaluz).

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Ni Botero hubiera dibujado mejores curvas con una sencilla línea de tinta de calamar.

La casualidad quiso que el segundo plato que llegó a la mesa también se contara entre mis favoritos: chipirón a la plancha. Una de esas preparaciones, sublimes, que la rutina, de la que antes hablaba, ha convertido en comistrajo en demasiados bares del sur. De nuevo me sorprendió el emplatado, esa composición artística que prepara el paladar para lo mejor, una imagen que tiene mucho de erotismo, de ver antes de tocar, de mirar antes de morder…. El alioli de tinta de calamar no sólo estaba bueno (muy bueno) sino que, además, conforme íbamos saboreando el chipirón (en el que destacaba el crujiente, preciso, de los tentáculos) iba dibujando sinuosos trazos oscuros, de geometría imposible, en un plato que así iba perdiendo su blanco inmaculado. Lo dicho: puro erotismo gastronómico.

Después de la orgía vino un bacalao confitado que me dejó un tanto indiferente, tal vez porque, a mi juicio, estaba mal situado en el orden del menú. En mi paladar aún andaban chisporroteando los fuegos artificiales del sushi y el chipirón, un mal escenario para la sutileza de un pescado que, en esa  preparación sencilla, se me desdibujó. Aún así el plato escondía una grata sorpresa en forma de guarnición (esa gran maltratada que miman en el Génova): unas verduras frescas salteadas en su punto (nada de reventarlas y dejarlas como un mal suflé).

Y de la sutileza del bacalao a la contundencia de una mini-hamburguesa de ternera (doble salto mortal sin red). ¿Quién fue el primero que aplicó el minimalismo al bocata americano por antonomasia? Las mini-hamburguesas han invadido bares y restaurantes y, como ocurre en estos casos, han provocado la aparición de no pocos engendros que se disimulan entre dos trozos de pan dulce y algo de mostaza peleona. No es el caso de la mini-hamburguesa del Génova donde la carne (de excelente calidad) se cocinó en su punto (es la tercera vez que destaco el sabio manejo del calor en los fogones de este local, así es que no volveré a insistir en esta virtud) y la mayonesa de mostaza aportaba el mordiente necesario, sin pasarse ni quedarse corto. Para no distraerme de esos dos ingredientes yo hubiera prescindido del queso de cabra y de la cebolla caramelizada (y si me apuran hasta de la mostaza), pero admito que soy un poco estajanovista en asunto de hamburguesas (no me gusta la acumulación, en múltiples capas, de todo tipo de elementos comestibles que, al final, ni siquiera puedes distinguir). Los sobrecillos, suplementarios, de mostaza y tomate afearon un poco el plato y la mesa (todo hay que decirlo).

Lástima que entre la botellas vencidas no hubiera ningún vino andaluz.

A estas alturas de la comida dejé a un lado el blanco de Rueda y pedí un poco de tinto. Lástima que apareciera esa pregunta que a Ángel le suele poner de los nervios (y a mí también): “¿Rioja o Ribera?”. En España hay cerca de 70 denominaciones de origen, de las que 6 se encuentran en Andalucía. Uno de los puntos fuertes de un local está en su carta de vinos y, sobre todo, en aquellos vinos que se pueden tomar por copas y que se elaboran cerca de casa. No tiene mucho sentido que seamos capaces de ofrecer una sofisticada e interminable selección de gin-tonics (foráneos) y la oferta de vinos se nos quede corta. Como quiera que los propietarios del Génova estaban a pie de obra tomaron nota de este inconveniente  y se comprometieron a subsanarlo (aprovecho la confianza para pedirles que, asimismo, le den un repaso a la página web del local para dejarla, como la mini-hamburguesa, en su punto).

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Y coronando el magret, en su punto, unas humildes escamas de sal…

Quien en Sevilla se atreve a comenzar una comida con un surtido de sushi no debe tener miedo a concluirla con una plato igual de arriesgado (o más). El magret de pato, siendo una preparación absolutamente deliciosa, provoca fobias encendidas por motivos varios (desde el bienestar del animal que proporciona la pechuga hasta el sabor inconfundible de esta carne, pasando por el discreto sangrado que debe presentar en su justa cocción o el dulce que casi siempre la acompaña en las guarniciones). En Sevilla lo he comido (bueno) muy, muy pocas veces y una de ellas ha sido en el Génova. Fabuloso el magret y la guarnición (mermelada de frambuesa y compota de manzana).

Con el postre (coulant de chocolate acompañado de helado de vainilla y crema inglesa) sufrí el mismo vacío existencial que con el bacalao: mi paladar aún estaba recorriendo la pechuga de pato –bendito erotismo– y se resistía a dejarse enredar por el chocolate. Aún así, una vez más tengo que destacar los elementos accesorios, los que parece que pintan poco pero que, sin embargo, son decisivos: la crema inglesa te reconcilia con la Gran Bretaña (sí, algunas recetas comestibles ha dado ese país…).

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En una discreta infusión se puede resumir lo mejor de un restaurante

Y cuando parecía que ya sólo nos restaba despedirnos (no soy cafetero) aparecieron dos de los elementos más extraños en un restaurante de esta tierra: agua con gas y una infusión de las de verdad (es decir, no una de esas que se destilan a partir de un sobrecillo de papel relleno de serrín). El rooibos con el que terminé la comida venía servido en una tetera japonesa de hierro colado y ese detalle, tan imprescindible como inusual, fue la guinda definitiva para alegrarme por los turistas, y los nativos, que recalen en este bar-restaurante de la avenida de la Constitución.

Son principiantes, y eso me gusta…

“Un niño no sabe qué cosas no son posibles, de modo que está abierto a la exploración, al descubrimiento y a la experimentación. Si nos aproximamos a las tareas creativas con esa mente de principiante, podemos ver las cosas más claramente tal como son, sin que nuestra visión quede obstaculizada por nuestros puntos de vista prefijados, por nuestros hábitos o por lo que la sabiduría convencional dice acerca de la realidad (o acerca de lo que la realidad debería ser). La mente del experto está constreñida por el pasado y no está interesada en aquello que es nuevo, que es diferente o que no está probado. Nuestra mente de experto dirá que no puede hacerse (o que no debería hacerse), mientras que nuestra mente de principiante diría: <Me pregunto si esto se puede hacer>”

(Presentación Zen, Garr Reynolds)

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No hay muchos bares que puedan presumir de llevar abiertos 115 años.

“El placer es cuestión de equilibrio, no de abundancia; al contrario, a veces, para conseguir el placer hay que prescindir de caprichos a deshoras, fuera de temporada y en según qué compañías”

(La cocina al desnudo, Santi Santamaría)

Se agradece que la Iglesia (cualquier Iglesia) se haya ido retirando, aún a su pesar, de múltiples escenarios que son propios de la carne y no tanto del alma. Sin embargo, esta renuncia nunca debió producirse en el territorio de la gastronomía. El riguroso calendario de nuestras cocinas familiares estaba dictado, en gran medida, por las festividades religiosas, lo cual suponía un paradójico vínculo terrenal, porque dichos festejos no habían nacido de un austero arrebato espiritual sino que eran celebraciones superpuestas a viejos rituales paganos que, en todos los casos, señalaban los fértiles ciclos de la naturaleza.

Los solsticios y equinoccios, las fases lunares, las cosechas, las estaciones, la siembra, la siega, la trilla, la vendimia, los vaivenes de la trashumancia… marcaban el trabajo y la disponibilidad de alimento, de manera que, bajo las indicaciones de un precepto eclesiástico, se comía lo más razonable en cada época del año. Ciertamente es pecado comer naranjas fuera de temporada (porque hay que traerlas desde quién sabe dónde), pedir atún cuando las almadrabas tradicionales hace meses que dejaron de faenar (porque seguramente habrá sido capturado con las peores artes) o hincarle el diente a un chuletón de buey de Kobe teniendo a los cochinos de Jabugo a la vuelta de la esquina.

Lo que la religión, cualquier religión, bendijo como “bueno para comer” (imprescindible el ensayo del mismo nombre que firmó el antropólogo Marvin Harris) era, sin duda, lo mejor para comer, o, para ser exactos, lo más sensato, lo más sostenible. Detrás de mandamientos o ritos aparentemente absurdos (¿por qué los musulmanes no comen cerdo y se someten a prolongados ayunos diurnos?, ¿por qué los hindúes, asolados por las hambrunas, no se comen a las vacas?) habita un criterio ecológico que, una vez conocido, nos revela la cordura que con frecuencia negamos a estas prácticas.

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La Semana Santa está viva en las paredes de Casa Ricardo.

Si uno tiene presentes estas ideas, imprescindibles pero olvidadas, entra con una cierta serenidad de espíritu en Casa Ricardo, donde lo que ellos mismos llaman “ambiente cofrade” (que espantaría a más de uno) esconde algo más que esa afición desmedida al incienso y el capirote tan propia de algunos barrios sevillanos como éste de San Lorenzo. El espíritu cofrade de Casa Ricardo se expresa, de manera cabal, en su cocina, sometida, como Dios manda, al dictado de ese calendario que obliga a servir croquetas de bacalao en miércoles de ceniza, el primer día de Cuaresma (bendita puntería la nuestra, la de esta secta epicúrea –ese mismo miércoles también celebramos el entierro de la sardina carnavalera— que ha dado en llamarse “Come y comparte”).

Las presentan como las “reinas de la casa” y a mí me gusta ese respeto reverencial por un plato de comida (sobre todo en los tiempos que corren), como me gustaba, de pequeño, y más allá de consideraciones religiosas, el beso al pan que caía al suelo. Si una de estas croquetas cayera al suelo no sólo habría que besarla sino que, incluso, habría que pedirle perdón entre lágrimas sinceras.

Las croquetas de Casa Ricardo atesoran el secreto de las mejores croquetas, ese difícil equilibrio entre la cremosidad y el crujiente, entre lo líquido y lo sólido. ¿Dónde empieza un estado y acaba el otro? ¿Qué suerte de alquimia permite esa rara transmutación? Los humanos, quién sabe por qué extraña circunstancia evolutiva, adoramos el crujiente y si éste envuelve un corazón cremoso, sencillamente enloquecemos… Que un alimento haga un determinado sonido al comerlo es, en muchos casos, su principal virtud, quizá porque ese crujido lo identificamos con la frescura del alimento en sí o, tal vez, porque el oído también gusta de participar en un festín que parece reservado al gusto y el olfato. La crujibilidad, aunque el término resulte estrambótico, es una cualidad que ya investigan algunos científicos vinculados a la industria alimentaria.

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¿Quién puede comerse sólo dos croquetas?

Pero en la cocina de Casa Ricardo, sospecho, no hay mucho sitio para la alta tecnología y sus crujibilidades. Hay respeto a la tradición y al calendario. Y también hay un cierto sentido de la contención que, en contra de lo que podrían imaginar los más glotones, combina muy bien con la buena cocina. Como nos recuerda Santi Santamaría, el placer no nace de la abundancia: en este rincón del barrio de San Lorenzo bastan dos croquetas por plato para alcanzar el éxtasis. Y que me perdonen los que las emplatan, pero… las patatas paja sobran. O la guarnición mejora el plato o es preferible olvidarse de ella.

 

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Solo falta Cristóbal, que estaba, como no, detrás de la cámara. Y el único de pie es Ricardo Núñez, nuestro anfitrión.

A estas alturas del post ya habréis imaginado que los organizadores de “Come y comparte” (Ángel y Cristóbal) me invitaron, por tercera vez, a esta gastroexperiencia, en donde uno no sabe bien si el mayor placer lo proporciona la comida o la compañía. En esta ocasión tuve el gusto de sentarme con SusanaBenitoJosé Luis y May.

Todos, sin excepción, nos rendimos a las reinas de la casa. Las croquetas eclipsaron, de manera injusta, al resto del menú. Es lo que tienen los mitos. Y, sin embargo, hubo platos que no las desmerecieron, como el queso de rulo a la plancha con vinagreta de miel y frutos secos del bosque, una preparación en donde, a pesar del ambiente cofrade, se coló el eco antiguo de una Sevilla morisca entregada a las voluptuosas pasas de Corinto, los piñones gratinados o la miel de caña. Esta conducta herética seguramente impregna los mismísimos cimientos de un bar, de una abacería, que abrió sus puertas en 1898, porque aún se atrevieron  a servirnos un plato de pollo a la moruna, si bien lo consideraremos pecado venial porque el supuesto carácter moruno se había diluido tanto (posiblemente debido a unas especias conversas) que, sin duda, no pasaría el concienzudo examen del imán más benevolente (y eso que el pollo, delicioso, puso mucho de su parte).

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El arroz de la esquina es un intruso en este precioso paisaje de bacalao y mollo.

El bacalao volvió a aparecer en la mesa en su manifestación más carnal: un buen lomo apenas braseado y cubierto con salsa mollo, una preparación redundante, porque en Galicia, que es de donde viene la receta familiar, el término mollo es sinónimo de salsa, de cualquier salsa. A no ser que ésta, la de Casa Ricardo, sea la-madre-de-todas-las-salsas, lo cual no sería extraño teniendo en cuenta que esta deliciosa combinación de aceite, pimentón y ajo está presente en numerosas recetas salpicadas por toda la Península Ibérica e islas de su periferia (en mi blog la recordé en su variante alentejana). Lástima que, por segunda vez, la guarnición –arroz en este caso – no estuviera a la altura ni del bacalao ni del mollo.

La comida terminó con unas torrijas de libro sagrado. Sin adornos. Sin florituras. Sin tonterías. Unas señoras torrijas de miércoles de ceniza que te recuerdan, con mucha más eficacia que la propia ceniza, lo que te pierdes cuando abandonas este mundo cruel. Curioso también en este caso el vínculo entre la carne y el espíritu, entre la vida y el más allá, porque la referencia más antigua a este plato (siglo XV) habla de su utilidad en la recuperación de parturientas. Y curioso también su origen porque… vienen de la cocina andalusí (a pesar del ambiente cofrade, los musulmanes ganan por goleada la cocina de Casa Ricardo).

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Si la palabra «casa» aparece dos veces es que la hospitalidad es doble.

Comentadas las virtudes, y algunos pecados veniales, hay que detenerse, aunque con benevolencia –por la magnífica hospitalidad con la que fuimos recibidos por Ricardo Núñez–, en los pecados mortales. Ni un solo tinto andaluz en la carta de vinos (para este olvido había excusa hace veinte años, pero ahora es imperdonable) y, aunque me duela decirlo, una televisión (afortunadamente apagada) en el pequeño comedor.

 

P.D.: Entre los elementos inmateriales que más me gustaron de Casa Ricardo figura su horario de cocina. Cuando lo pregunté me dijeron que de eso… no tenían, porque cada día (y sobre todo cada noche) se adaptan a los clientes. Es decir, que si alguien llega tarde no se le niega un plato de comida caliente. Ese es el mejor horario de cocina. No se qué opinan al respecto cocineros, sindicalistas e inspectores de trabajo, pero una cocina sureña con horario es una cocina claramente envenenada por los bárbaros del norte y sus pérfidas costumbres.

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Basta cambiar de acera para pasar de los placeres terrenales a los santos sacramentos.

 

Y como si la propia Iglesia quisiera refrendar esta generosa disposición, cuando salimos de Casa Ricardo, a deshoras, un viejo marmolillo, justo enfrente, nos recordó que ese era el lugar exacto al que, también a deshoras, podíamos acudir en busca de los santos sacramentos.

Alimentos para el cuerpo y para el espíritu con sólo elegir una u otra acera de la calle Hernán Cortes. Así es esta ciudad…

 

 

Epílogo musical

La cocina de los conventos es el mejor ejemplo de cómo la gastronomía y la religión, al menos en esta tierra, se entienden de maravilla. La voz de Carlos Cano, y el piano de Benjamín Torrijo, nos conducen, en el epílogo de este post, a la alacena de las monjas…

 

 

 

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Declaración de principios de panrallao: «sabores que dejen memoria…»

Cocinar es recordar. En este mismo blog expliqué hace tiempo cómo se puede cocinar de memoria, esa fórmula, casi mágica, que nos permite reconstruir, sin receta ni guía, aquellos platos de los que disfrutamos, por ejemplo, en nuestra (cada vez más lejana) infancia. Cocinar es recordar, y por eso hay que mantener vivo ese conocimiento que va saltando de generación en generación, perpetuando el cariño de los que, hace siglos, ya estaban cocinando, sin saberlo, para nosotros.

Hay lugares en donde ese respeto al pasado, a la memoria, se aprecia antes incluso de comer porque se ha incorporado al escenario, en un guiño que no pocos agradecemos. ¿Cuál fue el primer elogio que algunos comensales dedicaron a panrallao, el local de vinos y tapas donde el pasado miércoles celebramos la tercera edición de Come y Comparte? No creo que sea muy frecuente pero lo primero que nos gustó fue… el suelo. Un suelo de mosaico hidráulico que me recordaba la entrada de una de aquellas casas de pueblo en donde vivían las que en mi infancia mejor cocinaban. Un suelo que los paladines de la modernidad condenaron al olvido, por considerarlo provinciano, sin saber, quizá, que en sus orígenes se mezclan el Renacimiento italiano y el modernismo francés.

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Un suelo como éste nos traslada a otro tiempo… sin salir de panrallao.

Por segunda vez los promotores de esta gastroexperiencia (Ángel Fernández Millán –Hecho en Andalucía– y Cristóbal Bermúdez –De Tapas por Sevilla-) me habían invitado a comer, compartir y escribir (no se qué me gusta más) y, en esta ocasión, mis compañeras de mesa eran María (@losblogsdemaria, Los blogs de María), Lochy (@cocinoparati, Cocino para ti) y Shawn (@SevillaTapas, Azahar-Sevilla). Si habéis pinchado en sus blogs ya os habréis dado cuenta de que, una vez más, me tocaba ser el alien de la reunión (un periodista ambiental rodeado de expertas cocineras e intrépidas exploradoras de tapas).

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En Sevilla la mejor decoración puede ser un sencillo ventanal abierto a la calle y a la luz.

Mientras llegaban los platos seguí fijándome en otros detalles del escenario. Curioso el color de la mesa, porque precisamente el azul es un tono frío que los humanos consideramos muy poco atractivo en los alimentos (así es que, por contraste, imagino que la comida pinta apetecible encima de una mesa azul). Estupendos los amplios ventanales a la calle Divino Redentor (Nervión), que regalan esa luz natural de la que esta ciudad presume y que, inexplicablemente, nos escatiman en demasiados locales. Además, lo que se disfruta a través del cristal son unos naranjos bien cargados de frutos, paisaje que predispone a la alegría de una comida sureña (el rugido del parloteo… también, aunque ese nos roba la serenidad, qué le vamos a hacer…).

Lo primero que llegó a la mesa fue el vino y, como anuncian en su web los responsables de panrallao, a algunos nos cogió “desprevenidos”, porque si te dicen que la comida se va a acompañar con un Montilla lo último que esperas es un tinto. Cerro Encinas es un vino natural (antes los eran todos, ahora el adjetivo ya no es tan obvio) que mezcla, con delicadeza, Syrah y Monastrell a partes iguales. José Miguel Márquez, el apasionado viticultor que lo produce en tierras cordobesas, confiesa que busca en la tierra “la <memoria perdida> de los vinos de antes”. De nuevo el respeto a un tiempo pasado encima de la mesa; la memoria  emboscada en un tinto amable, sincero, del que siempre te parece que has bebido poco.

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Un vino para cada mes y también un vino para cada día. En panrallao hay carta de sobra.

En locales como panrallao no es raro encontrar una buena carta de vinos, con marcas previsibles y también algunas sorpresas (en este local, conviene destacarlo, las sorpresas son más numerosas de lo habitual y se agradece). Pero lo que no es frecuente, uno de los aciertos de panrallao, es la posibilidad de poder consumir cualquiera de esos vinos, cualquiera, por copa, a un precio razonable y en unas condiciones óptimas (las botellas abiertas están selladas al vacío).

Pero, ¿dónde está la comida? Para no lanzarse al futuro de manera atropellada, el primer plato también venía del pasado: berenjenas fritas. Un clásico, actualizado con buen criterio: corte en tiras gruesas, fritura en su punto (sin empaparruchar) y salsa de queso (inesperada). ¿Para qué usar el tenedor?

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El steak tartar es una preparación que no admite medianías y en panrallao la bordan.

Me hubiera gustado seguir comiendo con los dedos para ser fiel al origen de la siguiente tapa. El steak tartar era la comida más cómoda para los guerreros tártaros que, si hacemos caso a lo que me contaron en las estepas de Kazajistán (en donde siguen cabalgando sus descendientes), colocaban algo de carne, picada y especiada, bajo la montura, de manera que el propio calor del caballo cocinara ligeramente la mezcla y esta pudiera comerse con las manos y sin necesidad de desmontar. Sabiendo quiénes nos sentábamos a la mesa me pareció que la elección de esta tapa era una muestra de valentía y autoestima: el steak tartar no admite elaboraciones mediocres, o está muy bueno o no hay quien se lo coma. Y en esta ocasión, al menos para mi gusto, estaba muy bueno, algo en lo que resultaba decisiva la excelente alcaparra que llevaba mezclada (otro día hablaré de cómo los encurtidos más deliciosos han terminado por convertirse en corchos avinagrados) y las crujientes rebanadas de pan que lo acompañaban (Shawn y yo echamos en falta algunas rebanadas más….).

Con el pulpo tampoco conviene arriesgar en exceso. La textura y el sabor de este animal deberían ser inconfundibles pero… a veces se confunden. El pulpo braseado con salsa de ostras y rinrán, nuestro siguiente plato, quedó algo desdibujado. La salsa, y el rinrán (que los cordobeses, en su versión  serrana, llamamos mazaporra), se comieron al pulpo. Quizá fue un bache coyuntural porque Shawn me aseguró que en una visita anterior el pulpo no se dejó intimidar por la salsa. ¿O fué que tiramos de tenedor en un plato que pide cuchara y un recipiente más grande?

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Tres tapas en una: bacalao, migas y morcilla. ¿De dónde salió esta combinación?

El azar quiso que el bache se sorteara de la mejor manera posible: el siguiente plato fue, a mi juicio, el mejor de la cita. Bacalao a baja temperatura (que gran día ese en el que los cocineros descubrieron que todos los fogones pueden colocarse en la posición MIN) con morcilla y migas. Tres platos en uno. El bacalao, ahora sí, expresaba toda su inconfundible personalidad, y, además, era un lomo precioso a la vista (como para comer a ciegas… a mí que no me busquen en Dans le noir ). Las migas y la morcilla, excelentes, y, por supuesto, inesperadas (como la salsa de queso de la apertura). Una manera atrevida de conseguir que los comensales celebren un plato es proponer una combinación, bien trenzada, sobre la que no existe memoria (¿de dónde habrá salido la mezcla de esos tres ingredientes?).

Lástima que después de este subidón… viniera otro bache. A la lasaña de rabo de toro le faltaba bravura. Admitiendo que no existen toros suficientes en toda la península ibérica para abastecer las ollas de este guiso, el problema no estaba en la materia prima (si era ternera o buey… cumplió), si no en la falta de personalidad del propio guiso. Cuando en una carta lees «toro» el paladar se prepara para un golpe de carácter, para una demostración de temperamento. Suavizar esa promesa de emociones fuertes provoca un cierto desencanto. Aquí me pasó al contrario que en el bacalao con migas y morcilla: tengo muchos rabos de toro en la memoria (en el buen sentido de la expresión, por supuesto).

Siempre he desconfiado de las recetas que se anuncian con demasiadas palabras. Tiendo a pensar que la excelencia del plato (y el tamaño de la ración) es inversamente proporcional a las líneas que ocupa en la carta. Pero esta vez me equivoqué. Las galletas-de-chocolate-recién-hechas-con-chocolate-blanco-en-taza bien podrían haberse anunciado con una sola palabra, con una sola letra (con una onomatopeya, para ser exactos): Mmmmmmmm…

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Se acabó la galleta y tiramos… de pan crujiente (mojado en chocolate blanco).

Los naranjos-naranja, y los mosaicos hidráulicos, y la mesa azul, y el tinto Cerro Encinas, con todos sus colores y sus matices, se rindieron al humilde blanco y negro del postre. Mmmmmmmmmmm. Los hubo que cuando se acabó la galleta tiraron de pan, bien crujiente, para seguir mojando en el chocolate blanco. Pan con chocolate. Mmmmmmmmmmm. ¿Quién no tiene en la memoria una merienda así, sencilla, con los amigos, en la calle?

 

Comer es recordar. Y en la propia web de panrallao admiten que su objetivo es conseguir “sabores que dejen memoria”. Esa es la mejor declaración de intenciones (los baches se sortean o se reparan, las intenciones… no, o se tienen o no se tienen).

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¿Son compatibles la hostelería de calidad, la amistad y la sonrisa? Los miembros del  equipo de panrallao, con Luis sosteniendo el cazo, tienen cara de saber el secreto de ese cóctel.

Tres apuntes finales:

  • Me gustan los locales que están en manos de amigos (Miguel Bauzano, al frente del bar, y Luis Bonet, en los fogones) que no han perdido la amistad a pesar de la presión que hay que soportar en este tipo de negocios.
  • Me gustan los cocineros que sonríen, que visten de cocineros y que tienen los cuchillos a la vista. Luis es cocinero, no hay duda.
  • Una mesa en donde quedan los restos del banquete sin recoger puede expresar descuido (cuando los camareros se olvidan de los clientes) o desenfado (cuando te sientes como en casa). En panrallao hay desenfado (una virtud que en Sevilla rápidamente se confunde con el compadreo, que es otra cosa).

EPÍLOGO //Las ostras que andaban escondidas en el guiso de pulpo provocaron un recuerdo literario muy oportuno. La cocina y la memoria, que han tejido el hilo conductor de este post, mantienen un vínculo poderoso, como descubrió un  jovencísimo (9 años) Anthony Bourdain cuando, en una experiencia iniciática, se comió su primera ostra (recién pescada en la mítica cuenca de Arcachon):

“Monsieur Saint-Jour preguntó con su rudo acento girondino si alguno de nosotros quería comer otras.

Mis padres titubearon. Dudo que estuvieran dispuestos a comer de verdad una de esas pequeñas viscosidades sobre las cuáles flotábamos. Mi hermano retrocedió horrorizado.

(…) Monsieur Saint-Jour me hizo señas de que me acercara a la borda, se inclinó por encima hasta que la cabeza le hubo casi desaparecido bajo el agua y emergió sujetando en su recio puño cerrado –que más parecía zarpa—una única ostra cubierta de limo, enorme, de forma irregular. Abrió aquella cosa con un cuchillo herrumbrado de punta curva y me la alargó, mientras todos me miraban.

(…) La cogí con la mano, apoyé la concha en la boca como me había enseñado el entonces ya sonriente monsieur Saint-Jour y la engullí sorbiéndola de un bocado. Sabía a agua de mar… a salmuera… a carne… y, de alguna manera, a futuro.

Ya todo fue diferente. Todo.

No sólo sobreviví. Disfruté.

Supe que aquello era la magia apenas vislumbrada entre las tinieblas, de la cual sólo era consciente a medias. Lo hice por retorcido. Había tenido una aventura, y todas cuantas la siguieron en la vida – la comida, la larga y muchas veces estúpida búsqueda de la próxima experiencia, drogas, sexo o cualquier sensación nueva–, todas han sido fruto de aquel momento.

En ese instante aprendí algo. Visceral, instintiva, espiritualmente –de alguna manera precursora también sexualmente—aprendí algo. No había vuelta atrás. El genio saltó de la botella. Ahí empezó mi vida de cocinero, de maestro cocinero.

La comida tenía poder ”.

(Memorias de un chef, Anthony Bourdain, Editorial RBA)

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Paisaje después de la batalla… Así nos despedimos de panrallao.

 

 

 

 

P.D.: Me quedé con ganas de probar el tiramisú, así es que tendré que volver…

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Comiendo y compartiendo en La Chunga (Pilar en el centro; a su izquierda Ángel y a su derecha un servidor; detrás Carmen y Enrique; y Cristóbal disparando la cámara).

El post más leído de este blog (cerca de 3.000 visitas en los últimos doce meses) no habla de medio ambiente, ni de periodismo, ni de filosofía… habla de cocina. Cuando en diciembre de 2011 publiqué mi receta de tiramisú de piñones la encabecé con una cita que siempre resulta oportuna cuando nos referimos a una comida  en buena compañía: “Nadie cocinó nunca para su enemigo”. Por eso, hablar de comer y compartir es, casi siempre, una feliz redundancia, convertida, además y gracias a Cristóbal Bermúdez (De tapas por Sevilla) y Ángel Fernández Millán (Hecho en Andalucía), en una innovadora gastroexperiencia de la que he sido afortunado cobaya.

La idea consiste en reunir a un grupo heterogéneo de comensales, de esos que gustamos de trastear en los fogones y lucimos servilleta con desparpajo, vinculados, tan sólo, por nuestra afición (¿o es adicción?) a los escaparates virtuales, bitácoras electrónicas y redes sociales. Se nos cita en un local en el que se manifieste lo mejor de la nueva gastronomía del sur y, a partir de ahí, invitados por los organizadores, nos dejamos llevar… El único compromiso es el relato, sincero, de los hechos.

Ya digo que fui afortunado cobaya en la primera cita de este “Come y Comparte” que nos llevó, el pasado 9 de enero, hasta “La Chunga (Tapas y Platillos)”, en el número 9 de la calle Arjona, esquina con la calle Albuera, en Sevilla, muy cerca de la antigua Estación de Córdoba. Cristóbal y Ángel habían convocado, como compañeros de mesa, a Pilar Bernal (Tupersonalshopperviajero) y a Carmen González & Enrique Vargas-Machuca (Delicietas). Un grupo con el que fue un placer compartir, charlar… y comer.

LA VISTA

Fue inevitable. Pura deformación profesional. Nada más acodarme en la barra, con una copa de La Gitana, descubrí, en los estantes que son antesala de los fogones, algunos libros de cocina, dispuestos, como en mi propia casa, entre latas de tomate y paquetes de cuscús. La literatura gastronómica no es para tenerla en el salón ni en la biblioteca, y las letras (que también decoran, en citas ingeniosas, las paredes de La Chunga) son una buena manera de provocar el apetito (cualquier apetito).

La vista se paseó luego por el cuarto de baño, que es en donde naufragan  muchos locales sureños. Impecable. La cisterna funcionaba, había jabón y papel higiénico en cantidades suficientes y, sobre todo, estaba muy limpio. Sí, ya se que estos detalles serían intrascendentes en Helsinki, pero… estamos en Sevilla. ¿Si uno tiene sucio el cuarto de baño por qué vamos a suponer que tendrá limpia la cocina, o las manos, o los peroles? Hace tiempo que deje de pisar algunos sitios en donde me resulta muy difícil comer sabiendo que en algún momento tendré que pisar el cuarto de baño con los mismos reparos que el que visita un depósito de residuos tóxicos…

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En una carta, de sólo una página, hay mucha cocina (Foto: JMª Montero).

Y, por fin, examiné la carta que, a la distancia en la que un miope no distingue la ensaladilla rusa de la piña colada, ya prometía por su diseño retro. Una selección ajustada de platos en donde se combina lo clásico y lo innovador, y en la que, por fortuna, no caen en la trampa, ridícula, de describir con tres líneas de texto, alambicado y pretencioso, lo que puede revelarse en dos o tres palabras (antes de decidirse conviene hacer trabajar, sin demasiadas pistas, a la imaginación, que es otro sentido fundamental a la hora de sentarnos a comer en cualquier restaurante).

En fin, que habíamos empezado bien. Aún no habían salido los primeros platos y en el marcador ya se anotaban varios puntos a favor de La Chunga.

EL OLFATO

Posiblemente el olfato sea el sentido con más poder de evocación. La voz latina evocare, de la que nace este verbo, hace referencia a ese curioso sortilegio por el que los humanos somos capaces de colocar ante nuestra imaginación sucesos o escenarios que, en ese momento, no están al alcance de nuestros ojos, bien porque fue en otro tiempo cuando los contemplamos o, sencillamente, porque nunca pusimos sobre ellos nuestra mirada.

La evocación es, al mismo tiempo, recuerdo y descubrimiento, nostalgia y sorpresa. Causa, por ello, una notable movilización de los afectos. Requiere más del corazón que del cerebro y, por tanto, suele ser muy poderosa cuando lo que buscamos es tomar conciencia de algo, ser sensibles ante una realidad terrible o hermosa.

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El mundo siempre luce más bonito a través de una copa de Barbazul (Foto: JMª Montero).

¿Y todo este rollo a qué viene? Pues a que una vez sentados a la mesa lo primero que me pusieron por delante fue una copa de Barbazul, ese prodigioso tinto gaditano que huele a sotobosque mediterráneo y en el que mi nariz siempre descubre (o cree descubrir, que es casi lo mismo) el perfume balsámico de los pinares de Punta Candor, la sal de los corrales de San José o de San Clemente, y hasta las hierbas aromáticas que salpican el terruño de los mayetos. Todas esas evocaciones, y muchas más, viajan encerradas en la tintilla de Rota (Cádiz) que alegra este vino, una uva al borde de la desaparición, una reliquia enológica que con buen criterio han rescatado, entre otras, las bodegas Huerta de Albalá.

EL PALADAR

Sorprender a un cordobés, que hace patria con el salmorejo, es complicado, pero lo cierto es que ese fue el primer plato que nos sirvieron. Un plato de elaboración tan sencilla que… es muy difícil de elaborar. El paladar, educado en los delicados salmorejos de madres y abuelas, se rebela en cuanto la acidez o el amargor no cumplen con los cánones (casi siempre por culpa de los tomates o el aceite).

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Así lucía el salmorejo, con su huevo duro, su jamón y sus palillos de pan (que diríamos en Córdoba) – (Foto: JMª Montero).

El salmorejo de La Chunga sabe a salmorejo, y eso es mucho, muchísimo. Y el emplatado, fundamental, no busca combinaciones absurdas ni tampoco se queda corto: su poquito de huevo duro, algunas lascas de buen jamón y unos picos crujientes. Ni más, ni menos. Eso sí (llegó, por fin, el turno de las críticas… amables), la rusticidad de esta crema, que nació en las cocinas más humildes, ha sido literalmente triturada por la Thermomix, ese robot sin alma que envenena nuestras cocinas. Todos los salmorejos callejeros, absolutamente todos, tienen la aburrida textura-Thermomix, esa que lo mismo vale para una crema de tomate que para una mousse de limón. No digo yo que volvamos a la paciente elaboración de mortero, pero las batidoras menos sofisticadas ofrecen algunos matices más en la textura de un plato que no debería perder las señas de identidad de su origen. Como bien sabe el paladar, el sabor también es textura (y viceversa).

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¡ Qué sería de la vida sin perejil ! (Foto: JMª Montero).

El salmorejo fue sólo el preludio de otros platos con los que ir alimentando nuestro apetito. Los boquerones fritos nos confesaron, sin hablar, que eran frescos, que habían pasado por una fritura cabal y que gustaban del sencillo adorno de perejil (! qué sería de la vida sin perejil ¡). En la capital del pescaíto frito cada vez resulta más difícil comer un buen pescaíto frito (doble mérito para La Chunga). Además, sin que hubiera intención (¿o sí?), la friturilla compartió mesa con el salmorejo, invitando a una combinación que siempre me ha gustado (en casa el salmorejo sirve para mojar patatas, berenjenas o boquerones fritos).

La carne (secreto de cerdo ibérico) estaba bien jugosa, en su punto, sin reventarla (que diría mi amigo Iñaki, el rey de la cocina casera de Estella). Las salsas (gaucha y de ajo) deliciosas, aunque la de ajo buscaba paladares recios. Salsas en las que es difícil resistir la tentación de mojar sopas, como debe ser.

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Una minúscula pinza une todo lo que debe fusionarse en este kebab de pollo (Foto: JMª Montero).

El kebab de pollo se cocinó en un territorio incierto pero atractivo, a medio camino entre Turquía y México, en una fusión sostenida por una pinza minúscula. Y la mezcla de yogurt y cítricos, que salpicaba el interior de la tortita de trigo, me recordó ese cóctel dominicano, apto para todos los públicos, en el que se mezclan leche, naranja y lima, y cuya simple pronunciación te transporta al atardecer de una playa con cocoteros: morir soñando.

El bacalao confitado me resultó más confitado que bacalao (aquí pesa mi lusofilia, lo confieso); en las berenjenas a la parmesana volvió a manifestarse la temible Thermomix, y el rissotto me resultó un poco aburrido (aunque el parmesano, delicioso, luchó por escapar de ese aburrimiento).

Y cuando todo parecía haber llegado a su fin… aparecieron los postres. Soy un goloso al que no le gusta empalagarse y por eso busco, en ese último plato, algo más que un grosero chute de azúcar. En la carta los llaman cookies pero yo creo que, en realidad, el cremoso yogurt con frutas estaba cubierto por esas maravillosas bolachas desmigadas que adornan las tartas de las viejas pastelarias  de Oporto. Y en el goloso de chocolate (que rozaba el pecado) había grandes dosis de nostalgia porteña, quizá la de algún postre, casi olvidado, que tomé una noche de lluvia en Palermo o en San Telmo.

Conclusión: en la cocina de La Chunga, sospecho, hay muchas cocinas.

EL OÍDO

Decir que un bar de Sevilla, o de Cádiz, o de Granada es ruidoso es una perogrullada. Y, desde luego, es injusto culpar al establecimiento del alboroto, cuando los que gritamos somos los comensales. En La Chunga el nivel de decibelios, con el local a tope, está dentro del estándar sureño: a todo trapo. No ayuda la ubicación del local (cerca de una avenida muy transitada y con amplios escaparates que filtran poco el ruido exterior), pero se agradece que los camareros y cocineros (rompiendo la tradición local) no se comuniquen entre ellos como pastores tiroleses separados por un valle alpino.

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«A mal tiempo ríase la gente» (una de las máximas de La Chunga) – (Foto: Enrique Vargas-Machuca).

La música me gusta tanto que no puedo comer con ella, porque me distrae (si es buena) o me irrita (si es mala), y en ambos casos resta concentración al paladar. Paradójicamente sí que acostumbro a cocinar con música (y en muchas de mis recetas, de hecho, comento la música que escuché mientras las elaboraba), quizá porque la ejecución de un plato tiene una suerte de compás, de medida coreografía, y también porque la música ayuda a crear el ambiente sonoro que ciertas elaboraciones agradecen (¿se puede cocinar un tzatziki sin escuchar de fondo a Eleftheria Arvanitaki?).

En descargo de La Chunga diré que la música que sonó durante nuestra comida, como también advirtió Pilar en su blog, eran temazos de los 70-80, y uno no tiene más remedio, diga lo que diga el paladar, que rendirse ante tamaña selección.

EL TACTO

Este suele ser el gran olvidado en cualquier banquete, aunque una comida sin tacto, sobre todo fuera de casa, pierde mucho. El tacto, más allá de la piel, tiene que ver con los detalles en los que un restaurante (y su personal) se la juega.

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Geno (primera de la izquierda) se sentó a la mesa en traje de faena y con cara de estar disfrutando en la cocina (Foto: Cristóbal Bermúdez).

Todo estuvo servido con mucho tacto, y los detalles (empezando por el buen humor de todo el equipo chungo) no se descuidaron en ningún momento. Pero si tengo que destacar el detalle definitivo éste lo puso Genoveva Torres (Geno), la responsable, junto a Juanma, de La Chunga, quien salió de la cocina para saludarnos y, sorprendentemente, nos preguntó qué NO nos había gustado. Inaudito. Llevo cerca de 30 años en Sevilla y nunca me había ocurrido algo así. Al contrario, cuando en alguna ocasión he tenido que quejarme de algo, en un bar o restaurante, he sido tratado, casi siempre, como un marciano, enfrentándome, con demasiada frecuencia, a esta frase terrible: “Pues es usted el único cliente que se nos ha quejado…”.  Vaya hombre, qué mala suerte…

A Geno le conté lo que no me había gustado (y en este blog queda escrito), y gracias a su ofrecimiento, al tacto con que nos preguntó, pude salir de La Chunga sin ninguna queja, y estoy seguro de que no soy el único.

Gracias por la invitación a los organizadores, y por la hospitalidad a las chungas y chungos.

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El último detalle de Geno estaba un poco escondido (Foto: Cristóbal Bermúdez).

“El maestro Taizan Maezumi Roshi preguntó a un estudiante carpintero si la reforma del zendo se acabaría pronto. <Básicamente está hecha>, contestó el estudiante. <Sólo faltan algunos detalles>. El maestro zen enmudeció estupefacto durante un momento y después anunció: < ¡ Pero los detalles son todo ¡ >”

(La sabiduría del corazón, Jack Kornfield)

 

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