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Posts Tagged ‘comunicación conciliadora’

Siempre es un placer colaborar con la Fundación Social Universal, en esta ocasión aportando mi análisis en torno al lenguaje del cambio climático y a la biodiversidad democrática que, creo, hay que incorporar a este debate.

Nota al margen: En febrero publiqué en este mismo blog un texto a propósito del lenguaje del cambio climático (La lengua del cambio). Pocas semanas después los responsables de la Fundación Social Universal me pidieron un artículo, para su revista, sobre esta misma cuestión, un problema que preocupa mucho a las entidades comprometidas con las acciones de ayuda al desarrollo y las atención a los más desfavorecidos. Aunque el artículo en papel reproduce algunos párrafos de aquel primer post también es verdad que incorpora contenidos diferentes que creo oportuno compartir, sobre todo porque así me lo han pedido algunos amigos y colegas. Espero que estas reflexiones os sean de utilidad. 

El 17 de octubre de 1976 el diario El País elegía este titular a dos columnas para advertir de un problema ambiental en ciernes: “El clima mundial va a cambiar”. El origen del fenómeno se precisaba en un antetítulo no menos claro: “Provocado por la contaminación de anhídrido carbónico”. Nadie puede excusarse diciendo que nada se sabía del cambio climático hasta hace poco porque desde aquella información en un periódico generalista hasta hoy han pasado más de 40 años de información pública ininterrumpida. Si esta inquietud queremos trasladarla al ámbito andaluz podemos elegir el reportaje, a página completa, que yo mismo firmé, también en El País, un 15 de marzo de 1993 y que titulé “Paisajes para un nuevo clima” (en este caso era el subtítulo el que no dejaba lugar a dudas: “Científicos andaluces tratan de predecir los efectos del cambio climático”). Visto lo acontecido desde entonces es inevitable pensar que, en el mejor de los casos, hemos desperdiciado un cuarto de siglo, porque las acciones llevadas a cabo hasta ahora no se corresponden con la gravedad del problema y sus consecuencias a escala planetaria y, en particular, en nuestra propia comunidad autónoma.

Cuando me dicen que el cambio climático es una moda mediática reciente, tiro de hemeroteca para encontrar referencias como esta: un reportaje de El País fechado en octubre de 1976.

Uno de los elementos que más me preocupan en esta peligrosa dejación, tanto de las administraciones como de los ciudadanos, es el empeño en aplicar fórmulas que ya se han demostrado poco eficaces, la tozuda insistencia en el bucle endogámico que sólo conduce a las clásicas prédicas al coro, el uso de un lenguaje que seduce muy poco a los que se muestran ajenos a esta emergencia. Frente al cambio climático, y las acciones que buscan moderar su impacto, no valen los discursos de siempre, donde se encuentran cómodos (inexplicablemente cómodos) hasta los más comprometidos activistas, algo que pudimos comprobar algunos de los periodistas que asistimos a la reciente Cumbre del Clima (COP25). Demasiados lugares comunes que provocan indiferencia, demasiados tópicos y generalizaciones con las que amplios sectores de la sociedad nunca se han identificado, demasiados puristas, demasiados pesimistas, demasiado postureo. Vivimos instalados en un peligroso abuso del catastrofismo, como estrategia para llamar la atención, y en un permanente requerimiento de compromiso a ciudadanos que apenas conocen la naturaleza del problema y su relación con el mismo. Sostiene Maxwell Boykoff, investigador de la Universidad de Colorado-Boulder (EEUU) y director del Observatorio de Medios y Cambio Climático, y su reflexión es tan aguda como provocadora, que, “en ocasiones, al elegir términos como <desafíos climáticos> y <crisis climática>, puede que nuestros sinceros esfuerzos para facilitar el compromiso público con el cambio climático acaben construyendo más muros que puentes.

Quizá sea el momento, por pura urgencia, de multiplicar los puentes, y en esta tarea de delicada ingeniería social el lenguaje resulta decisivo, tanto como la propia actitud (sincera) de diálogo (la suma de puntos de vista no necesariamente coincidentes), actitud que está muy presente en los movimientos sociales más jóvenes pero que se enreda y se espesa en otros actores tan bienintencionados como desactualizados. Dentro de poco, y formando parte de las acciones ligadas a la declaración de emergencia climática decretada por el gobierno central, tendremos que desarrollar en España una herramienta similar a la Asamblea Ciudadana del Clima que ya funciona en el Reino Unido. ¿Qué es lo que más me seduce de la experiencia británica? Su biodiversidad que, más allá de un carácter democrático indiscutible, busca evitar el mencionado bucle endogámico, el discurso de los de siempre con los resultados de siempre. Quien se asome a la web de esta asamblea (https://www.climateassembly.uk/) descubrirá que el 22,7 % de sus miembros tienen entre 16 y 29 años, que el 50 % son mujeres, que el 38,2 % se sitúan en el nivel más bajo de cualificación educativa, que el 17 % se sienten poco o nada preocupados por el cambio climático, que el 16,4 % pertenecen a minorías étnicas y que, además, se han establecido mecanismos que garantizan la presencia de ciudadanos que habitan en las zonas más desfavorecidas del país. Pura biodiversidad democrática.

A propósito de muros y puentes hice mías, cuando las descubrí, las aportaciones de John Galtung, el especialista noruego que lleva décadas liderando las investigaciones sobre la mejor manera de resolver los conflictos sociales. Sus recomendaciones en escenarios tan complejos como el que nos plantea el acuerdo social en torno al cambio climático también pasan por el desarrollo de una comunicación democrática, conciliadora y creativa. Sobre esta última virtud, Galtung nos regala su particular punto de vista: en un conflicto entre partes, explica este sociólogo y matemático, no se trata de convencer, se trata de escucharlas a todas para entender, para entenderlas, y luego se necesita “mucha creatividad para tender puentes entre objetivos legítimos, porque todas las partes tienen, como mínimo, un objetivo legítimo“.

En lo que respecta a los medios de comunicación, mi hábitat natural, los ciudadanos desean, creo, que el periodista les ayude a entender la complejidad de este problema ambiental (por no decir existencial) sin hurtarles ni uno solo de los elementos que lo componen. La contradicción forma parte de esa realidad compleja, y la incertidumbre también, así es que necesitamos, más que nunca, periodistas dispuestos a mantener, insisto, una mirada abierta, democrática y conciliadora. Y estas tres virtudes no hay por qué sacrificarlas en el periodismo de denuncia, al contrario, son las que lo dignifican y lo alejan del periodismo sectario. La primera señal con la que se anuncia el totalitarismo, con la que se presentan los totalitarios, es la eliminación de los grises.

Los ciudadanos (creo) no quieren juicios (y mucho menos prejuicios), ni sentencias y condenas inapelables, ni manuales sobre lo que deben hacer y lo que no deben hacer. Tampoco vale poner como excusa otro futuro que no sea el nuestro. No hay que escudarse en nuestros hijos, ni en nuestros nietos, porque mucho más consecuente sería traducir esa lógica preocupación familiar  en espacios donde los que hablen y decidan sean nuestros hijos y nuestros nietos. Se acabó el ocupar las vanguardias cuando ya se nos pasó el tiempo de ser vanguardia. Se acabó el obstaculizar el camino a los que vienen reclamando ser actores y no meros espectadores. Y tampoco nos valen los líderes que sólo saben de mítines y arengas en las que se busca la aprobación de los prosélitos. Predicar al coro nunca sirvió de mucho. Sentirte aplaudido por los fieles es el objetivo de los incapaces. Buscar la aprobación de los gurús, de los caudillos inmaculados, sólo sirve para alimentar el ego y alejarnos de la calle, ese espacio en donde nada es inmaculado. Ahora, más que nunca, se necesita una comunicación conciliadora donde esté presente la diversidad, donde podamos conocer todos los elementos en disputa y, sobre todo, una comunicación plural donde concederles a los disconformes, a los desinformados, a los críticos, a los discriminados, a los desfavorecidos, la posibilidad de que expresen sus puntos de vista, porque en ellos habrá, seguro, alguno o algunos razonables, legítimos (que diría Galtung).

La lucha contra el cambio climático, que sólo tiene sentido (dada la magnitud del fenómeno y la urgencia en la toma de decisiones) si a ella se suman ciudadanos de toda condición, necesita también de un nuevo lenguaje, un discurso actualizado y plural, el diseño (colaborativo) de una comunicación (creativa) de precisión, adaptada, como sostiene Boykoff y como defendemos algunos periodistas (¿pocos?), al contexto y a las señas de identidad de las audiencias (en plural, porque no existe una audiencia única, aunque traten de convencernos de lo contrario). Seguir con lo de siempre, también en lo que se refiere a la comunicación, es renunciar a que nos entiendan y nos acompañen.

Para contar, escuchar y hacer lo de siempre… ya tengo a los de siempre… con los resultados de siempre. Y, sinceramente, más allá de un cierto entretenimiento narcisista (al que todos somos vulnerables) esta sintonía monocorde entre iguales me parece un empeño muy poco estimulante, aburrido y escasamente fértil. En determinados escenarios (creo) los adultos, los de siempre, están, estamos, sobrerrepresentados y, lo que es peor (creo), estamos auto-investidos de una sabiduría sobrevalorada (sólo hay que ver cómo hemos resuelto, o no-resuelto, algunos problemas vitales). El “eso-ya-te-lo-decía-yo”, el “yo-ya-lo-sabía” y la petulante “voz-de-la-experiencia” reducen notablemente su valor en territorios, como el del cambio climático, absolutamente inéditos y, por tanto, absolutamente desconocidos. Territorios en donde se requiere de mucha imaginación y atrevimiento, valores que (ley de vida) van mermando con los años. Lo dicho: hay establecer una auténtica y generosa diversidad, esa que a los mayores nos cuesta muchísimo.

No podemos, no debemos, ser propietarios de nuestro propio presente, y del presente de nuestros hijos, y del presente de nuestros nietos y del futuro universal. Eso es sí que es un Ministerio del Tiempo, egoísta, monolítico y plenipotenciario. Cada cual es dueño de su propio tiempo y el de mis hijos es… de mis hijos. Lo dicho: no es fácil dar un paso atrás para dejar espacio a otras voces (porque el ego y el vértigo vital son muy puñeteros), pero considero que en este empeño, y aunque resulte paradójico, un paso atrás nos va a ayudar, a todos, a dar varios pasos adelante.

Nota confinada: Este artículo lo escribí a comienzos del pasado mes de febrero. Entonces no podía imaginar que la última frase (“…un paso atrás nos va a ayudar, a todos, a dar varios pasos adelante”) era casi una premonición de lo que se nos venía encima. Hoy (mediados de abril) los responsables de la revista me piden que revise el texto y estoy, como millones de ciudadanos en todo el planeta, confinado en casa, confinado y convencido de que la Covid-19 es una nueva oportunidad, muy dolorosa, de ordenar nuestras prioridades y frenar (no ya por imposición sino por convicción) un modelo de desarrollo que nos conduce al abismo. El planeta entero ha dado un paso atrás para evitar que la pandemia cause aún más daño del que está causando, justo lo que necesitamos para enfrentar otros problemas vitales como el del cambio climático. Mientras cambiamos de rumbo (como en la manida metáfora del barco que se dirige hacia un iceberg) hay que, al menos, reducir la velocidad para ganar tiempo. Las evidencias científicas no dejan lugar a dudas en la íntima relación que existe entre la destrucción de la naturaleza, la pérdida de biodiversidad, y la multiplicación de epidemias de potenciales efectos devastadores. Proteger nuestros recursos naturales, combatir el cambio climático, es protegernos a nosotros mismos.

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La lucha contra el cambio climático necesita de un nuevo lenguaje, un discurso actualizado y plural, el diseño (colaborativo) de una comunicación (creativa) de precisión, adaptada al contexto y a las señas de identidad de las audiencias. Lo de siempre… ya no vale.

Si Maxwell Boykoff trabajara en un medio de comunicación, lo que él denomina “diferentes enfoques para diferentes audiencias en contextos diferentes” podría resumirse en el concepto, mucho más sencillo, de “periodismo de proximidad”, un periodismo, del que hablé en el XXX CICOM 2015, que conocemos bien en los medios de mediano o pequeño tamaño, esos que estamos pegados al territorio aunque no siempre aprovechemos esta poderosa condición que nos diferencia de los mensajes homogéneos que fabrica la globalización. El investigador de la Universidad de Colorado-Boulder (EEUU) y director del Observatorio de Medios y Cambio Climático acaba de publicar un nuevo libro dedicado al oportunísimo debate en torno a la comunicación del cambio climático (Creative (Climate) Communications: Productive pathways for science, policy and society”) donde pone el acento en una cuestión que nos preocupa a algunos (¿pocos?) periodistas: la necesidad de un nuevo discurso en torno a los problemas ambientales y en particular en torno al cambio climático. Un discurso en el que resulta decisivo un periodismo capaz de interpretar las claves del contexto en el que se consume su oferta, un periodismo que no cae rendido ante la información convocada, las trivialidades, el catastrofismo o las fuentes remotas, un periodismo de auténtico servicio público. 

No valen los discursos de siempre (lo comprobamos en COP25), donde se encuentran cómodos (demasiado cómodos) hasta los más comprometidos activistas. Demasiados lugares comunes que provocan indiferencia, demasiados tópicos y generalizaciones con las que amplios sectores de la sociedad nunca se han identificado. Sostiene Boykoff, y su reflexión es tan aguda como provocadora, que, “en conjunto, existen muchas pruebas gracias a la investigación en ciencias sociales, así como a la práctica profesional, que apoyan la idea de que ser explícito sobre el cambio climático puede distanciar en lugar de involucrar al público y al electorado. En ocasiones, al elegir términos como <desafíos climáticos>y <crisis climática>, puede que nuestros sinceros esfuerzos para facilitar el compromiso público con el cambio climático acaben construyendo más muros que puentes”.

Quizá sea el momento, por pura urgencia, de multiplicar los puentes, y en esta tarea de delicada ingeniería social el lenguaje resulta decisivo, tanto como la propia actitud (sincera) de diálogo, actitud que está muy presente en los movimientos más jóvenes pero que se enreda y se espesa en otros actores tan bienintencionados como desactualizados.

A propósito de muros y puentes hice mías, cuando las descubrí, las aportaciones de John Galtung, el especialista noruego que lleva décadas liderando las investigaciones sobre la mejor manera de resolver los conflictos sociales. Sus recomendaciones en escenarios tan complejos como el que nos plantea el acuerdo social en torno al cambio climático también pasan por el desarrollo de una comunicación democrática, conciliadora y creativa. Sobre esta última virtud, que tanto me interesa y sobre la que ya he escrito en este blog, Galtung nos regala su particular punto de vista: en un conflicto entre partes, explica este sociólogo y matemático, no se trata de convencer, se trata de escucharlas a todas para entender, para entenderlas, y luego se necesita “mucha creatividad para tender puentes entre objetivos legítimos, porque todas las partes tienen, como mínimo, un objetivo legítimo.

Los medios de comunicación convencionales siguen sin saber muy bien cómo sortear una crisis que es, sobre todo, de credibilidad. Si la audiencia nos abandona, si cuestiona nuestro rigor y desconfía de nuestro trabajo, es porque se ha cansado de ese periodismo reduccionista que se asoma a una realidad complejísima y la simplifica hasta obtener un tranquilizador escenario de buenos y malos, un sencillo paisaje en blanco y negro. Un periodismo maniqueo y soberbio que no tiene sentido alguno en un mundo en donde las nuevas tecnologías de la información permiten a cualquier ciudadano estar al tanto de toda esa complejidad, la misma que se le quiere hurtar desde ciertos púlpitos. Los ciudadanos desean, creo, que el periodista les ayude a entender esa complejidad sin hurtarle ni uno solo de los elementos que la componen. La contradicción forma parte de esa realidad compleja, y la incertidumbre también, así es que necesitamos, más que nunca, periodistas dispuestos a mantener una mirada abierta, democrática y conciliadora. Y estas tres virtudes no hay por qué sacrificarlas en el periodismo de denuncia, al contrario, son las que lo dignifican y lo alejan del periodismo sectario. La primera señal con la que se anuncia el totalitarismo, con la que se presentan los totalitaristas, es la eliminación de los grises.

Los ciudadanos (creo) no quieren juicios (y mucho menos prejuicios), ni sentencias y condenas inapelables, ni manuales sobre lo que deben hacer y lo que no deben hacer. Tampoco vale poner como excusa otro futuro que no sea el nuestro. No hay que escudarse en nuestros hijos, ni en nuestros nietos, porque mucho más consecuente sería traducir esa lógica preocupación familiar en espacios donde los que hablen y decidan sean nuestros hijos y nuestros nietos. Se acabó el ocupar las vanguardias cuando ya se nos pasó el tiempo de ser vanguardia. Se acabó el obstaculizar el camino a los que vienen reclamando ser actores y no palmeros. Se acabaron los discursos porque, en manos de las redes sociales, vuelven las conversaciones, y si el verdadero periodista no es capaz de competir con este nuevo modelo democrático de información on-line dejará en manos de algunos peligrosos influencers, más interesados en el ruido que en el rigor, la interpretación de una realidad, compleja, que necesita de algo más que 140 caracteres (y el coro silente de miles de followers) para ser comprendida. Lástima que esas redes sociales que han devuelto el protagonismo a la conversaciones sean las mismas con las que justifican su éxito (medido en followers, of course) esos comunicadores maniqueos que defienden la militancia (ciega) para mostrarnos un mundo felizmente reducido a buenos y malos.

Y tampoco nos valen los líderes que sólo saben de mítines y arengas en las que se busca la aprobación de los militantes. Predicar al coro nunca sirvió de mucho. Sentirte aplaudido por los fieles es el objetivo de los incapaces. Buscar la aprobación de los gurús, de los líderes inmaculados, sólo sirve para alimentar el ego y alejarnos de la calle, ese espacio en donde nada es inmaculado. Ahora, más que nunca, se necesita una comunicación conciliadora donde esté presente la diversidad, donde podamos conocer todos los elementos en disputa y, sobre todo, una comunicación plural donde concederles a los disconformes la posibilidad de que expresen sus puntos de vista, porque en ellos habrá, seguro, alguno o algunos razonables, legítimos (que diría Galtung).

Explorar estos nuevos territorios exige, como es sensato, buscar un punto de equilibrio que no sacrifique las bondades de esos otros discursos, esos nuevos discursos, adaptados a los receptores que han de recibirlos y entenderlos (como paso previo a cualquier acción). Quiero decir que discrepar no es callar, ni un periodismo de precisión obliga a silenciar conceptos que son incómodos para determinadas audiencias. El silencio, como nos recuerda Boykoff citando a otros especialistas (Geiger, Middlewood, Swim, Leombruni…), “puede dar a la sociedad la idea de que el cambio climático quizás no sea un problema importante o una amenaza, y también desperdicia oportunidades de hacer frente a la desinformación y al escepticismo de cara al público”.

La lucha contra el cambio climático, que sólo tiene sentido (dada la magnitud del fenómeno y la urgencia en la toma de decisiones) si a ella se suman ciudadanos de toda condición, necesita de un nuevo lenguaje, un discurso actualizado y plural, el diseño (colaborativo) de una comunicación (creativa) de precisión, adaptada, como sostiene Boykoff y como defendemos algunos periodistas (¿pocos?), al contexto y a las señas de identidad de las audiencias (en plural, porque no existe una audiencia única, aunque traten de convencernos de lo contrario). Seguir con lo de siempre (también en lo que se refiere a la comunicación) es renunciar a que nos entiendan y nos acompañen.  

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La realidad es demasiado compleja como para reducirla a un chiste o a un mitin…

«Estamos en un momento de incertidumbre donde la ciudadanía cree que está informada cuando solo está entretenida» (Rosa María Calaf)

«Puede que esto no guste a nadie…». Así comenzaba el famoso discurso que Ed Murrow pronunció en 1958, durante la Convención de Directores de Informativos para Radio y Televisión, y en el que lamentaba la imposible combinación de noticias, entretenimiento y publicidad que, en los medios de comunicación de masas norteamericanos, estaba deteriorando la calidad de la información. Un peligroso cóctel nacido para saciar el apetito (feroz) de audiencia; una carrera (frenética) en la que empezaban a no tener cabida las informaciones «desagradables y molestas» (más tarde empezarían a sobrar, también, las informaciones complejas). Audiencia a toda costa, aunque en el camino las señas de identidad del buen periodismo quedaran pulverizadas.

Tal y como Murrow predijo entonces, hace cerca de 60 años, el entretenimiento ha ido fagocitando a la información hasta crear terribles confusiones, híbridos en donde es difícil distinguir (incluso para los mismos periodistas) la frontera que separa la realidad de la ficción (ese territorio incierto que tanto preocupaba a Margarita Rivière), y también peligrosas adicciones (que afectan a esos escenarios  ¿sacrosantos? que van más allá, mucho más allá, del periodismo generalista).

«El periodismo ya no se concibe más que como una narración de historias, presuntamente reales, de estructura idéntica a la ficción. Es perfectamente normal que la información –desde los deportes y las noticias rosas a la política o las noticias económicas – adopte hoy la forma del folletín y del culebrón” (Margarita Rivière).

En algunos de esos escenarios, como en el de la divulgación científica, escenarios que requieren de especial mimo porque el rigor (¿irrenunciable?) se sostiene sobre un entramado muy complejo (y desconocido para un buen número de comunicadores), se está generando, se ha generado, creo, una de esas adicciones malsanas que sólo se satisfacen con entretenimiento-non-stop, diversión-no-limits y seducción-kingsize. Comienza a resultarme cansina, lo confieso, esa corriente, tan de moda en la comunicación de la ciencia, que abusa de la diversión como objetivo último, que sobrevalora la risa como soporte pedagógico, olvidando que la función debe estar por encima de la forma. Si queremos llegar al gran público claro que debemos ser atractivos (hablando de neurología, de física cuántica o de arqueología subacuática), pero, sobre todo, nuestra obligación es ser útiles, hacer que el público nos entienda, y no tanto que se divierta.

Hace tiempo leí una entrevista con Stephen Few, uno de los pioneros en reflexionar sobre los principios de eso que ahora llaman visualización de datos, el recurso que con tanta fuerza y utilidad se ha incorporado al mundo del periodismo. He rescatado aquella entrevista para compartir un párrafo que, salvando las distancias (aunque no son muchas), refleja bien lo que trato de explicar a propósito de la divulgación científica adicta al espectáculo, esa que se consume en la risa, deja un buen sabor de boca a la audiencia, satisface el ego del divulgador pero… apenas genera conocimiento.

«Me dio la impresión de que muchos profesionales toman los datos y se dedican simplemente a buscar una forma divertida y original de mostrarlos, en vez de entender que el periodismo consiste -una vez reunidas las informaciones- en facilitar la vida de los lectores, no en entretenerlos. El trabajo del diseñador de información no es encontrar el gráfico más novedoso, sino el más efectivo» (Stephen Few, El País, 29.8.2011)

Hubert N. Alyea es un magnífico ejemplo de cómo el humor inteligente puede ser tremendamente útil en la divulgación de la ciencia, siempre que el que lo use tenga humor y, sobre todo, inteligencia.

Construir, a partir de la risa, un entramado lo suficientemente sólido como para que se sostenga el conocimiento y pueda expandirse con  ciertas garantías no es tarea fácil (aunque parezca lo contrario). El humor inteligente es una virtud reservada… a los más inteligentes.  Y como ejemplo basta comparar, sin renunciar a la risa, las fantásticas clases de química de Hubert N. Alyea (Universidad de Princeton) con los ridículos shows ¿científicos? que se pasean por algunas televisiones y que triunfan en Youtube. Entre unas y otros ha pasado más de medio siglo, pero Hubert sigue ganando por goleada.

El hecho de que los medios de comunicación hayan dejado de estar gobernados por periodistas explica también esta peligrosa deriva hacia el entretenimiento por encima de la información, una estrategia que ha terminado por contaminar todo tipo de  escenarios, como el de la divulgación científica, en donde se busca la risa o el aplauso antes que la más discreta comprensión (con frecuencia, silenciosa). En manos de gerentes, especialistas en marketing, analistas de audiencia o community manager, en el orden de prioridades de muchos comunicadores ya no ocupa los primeros puestos la generación de conocimiento (a partir de una información rigurosa y asequible) sino la agradecida diversión.

Pero si en el periodismo científico hay que protegerse de esta fiebre por el espectáculo, que suele garantizarnos el aplauso de la audiencia, en el periodismo ambiental hay que alejarse de esa corriente que defiende la militancia (ciega) con el peligroso argumento de que lo que está en juego no admite neutralidad alguna.

A más de uno le gustaría que la realidad fueran las redes sociales donde todo, hasta lo más complejo, se puede reducir a 140 caracteres, y el éxito sólo depende del número de followers (reales o falsos, este es un matiz intrascendente).

Al margen de las circunstancias económicas en las que siempre nos escudamos, la crisis del periodismo es, sobre todo, una crisis de credibilidad, que se origina a partir de una pérdida de valores, y de las (buenas) prácticas en las que estos se materializan, valores que forman parte de la misma esencia de este oficio, de sus verdaderas señas de identidad. Si la audiencia nos abandona, si cuestiona nuestro rigor y desconfía de nuestro trabajo, es porque se ha cansado de ese periodismo reduccionista que se asoma a una realidad complejísima y la simplifica hasta obtener un tranquilizador escenario de buenos y malos, un sencillo paisaje en blanco y negro. Un periodismo maniqueo y soberbio que no tiene sentido alguno en un mundo en donde las nuevas tecnologías de la información permiten a cualquier ciudadano estar al tanto de toda esa complejidad, la misma que se le quiere hurtar desde ciertos púlpitos. Los ciudadanos desean, creo, que el periodista les ayude a entender esa complejidad sin hurtarle ni uno solo de los elementos que la componen. La contradicción forma parte de esa realidad compleja, y la incertidumbre también, así es que necesitamos, más que nunca, periodistas dispuestos a mantener una mirada abierta, democrática y conciliadora. Y estas tres virtudes no hay por qué sacrificarlas en el periodismo de denuncia, al contrario, son las que lo dignifican y lo alejan del periodismo sectario. La primera señal con la que se anuncia el totalitarismo, con la que se presentan los totalitaristas, es la eliminación de los grises.

Los ciudadanos no quieren juicios (y mucho menos prejuicios), ni sentencias y condenas inapelables, ni manuales sobre lo que deben hacer y lo que no deben hacer. Se acabaron los discursos porque, en manos de las redes sociales, vuelven las conversaciones, y si el verdadero periodista no es capaz de competir con este nuevo modelo democrático de información on-line dejará en manos de algunos peligrosos influencers , más interesados en el ruido que en el rigor, la interpretación de una realidad, compleja, que necesita de algo más que 140 caracteres (y el coro silente de miles de followers) para ser comprendida.

Lástima que esas redes sociales que han devuelto el protagonismo a la conversaciones sean las mismas con las que justifican su éxito (medido en followers, of course) esos periodistas maniqueos que defienden la militancia (ciega) para mostrarnos un mundo felizmente reducido a buenos y malos.

 

Hay quien busca mejorar el conocimiento y quien se conforma con el aplauso del coro. Tener criterio propio complica bastante el aplauso…

 

» El periodista debe tener una visión panóptica y cuando se limita a reflejar los comportamientos de los medios sociales está traicionando el principio moral del periodismo que es informar a la ciudadanía de lo que está pasando» (Entrevista a Juan Soto Ivars a propósito de la presentación de su ensayo Arden las redes).

Los problemas ambientales, la mayoría de ellos, son de tal complejidad y envergadura que ese periodismo áspero y soberbio, tan complaciente con algunas fuentes que defienden la pureza y lo políticamente correcto (y no hablo necesariamente de la política dominante), no sólo es aburrido sino que es, sobre todo, estéril. Algunos periodistas necesitan sentir que determinadas fuentes, aquellas que (afortunadamente para todos) están entregadas a la defensa de nuestro patrimonio común, celebran su determinación y, sobre todo, su incuestionable toma de postura. Pero es que los periodistas no nos debemos a nuestras fuentes, por loable y abnegado que sea su trabajo, sino a nuestros receptores, esos que necesitan conocer, sin juicios previos, todas las posturas enfrentadas, todos los puntos de vista, todas las aproximaciones, todas las incertidumbres… Y lo peor es que esos periodistas, convertidos en militantes (ciegos), exigen esa misma militancia a sus colegas, como prueba de compromiso y pureza. Como si esto fuera una guerra y no un debate en el que deben primar los argumentos por encima de las adhesiones. La furia es, con frecuencia, la que contamina algunos discursos supuestamente periodísticos, discursos que, en realidad, son mítines en donde resulta mucho más fácil juzgar que entender. Por eso, y aunque resulte paradójico, algunos de los que dicen combatir la censura han acabado por convertirse en los nuevos censores.

«La gente empieza a tener miedo de decir ciertas cosas, pero no porque me van a insultar los otros, sino porque me van a insultar los míos. A mí es eso lo que realmente me preocupa. (…) La postcensura funciona así: gente que tiene una ideología pero puede que no esté al 100% de acuerdo con ella acaba no expresando sus puntos de disconformidad por miedo a que los suyos le llamen traidor. Mucha gente no se atreve a cuestionar ciertos dogmas porque la presión puede ser insufrible. Ahí es donde está el peligro, que nos volvemos monolíticos». (Entrevista a Juan Soto Ivars a propósito de la presentación de su ensayo Arden las redes).

Aunque a algunos les cueste admitirlo todas, todas las banderas son de conveniencia. Mejor un diálogo (abierto) que una guerra a golpe de banderas…

Predicar al coro nunca sirvió de mucho. Sentirte aplaudido por los fieles es el objetivo de los incapaces. Buscar la aprobación de los gurús, de los líderes inmaculados, sólo sirve para alimentar el ego y alejarnos de la calle, ese espacio en donde nada es inmaculado. Ahora, más que nunca, se necesita una comunicación conciliadora donde esté presente la diversidad, donde podamos conocer todos los elementos en disputa y, sobre todo, concederles la posibilidad de que expresen sus puntos de vista porque en ellos habrá, seguro, alguno o algunos razonables, legítimos.

No se, hay algo que no me cuadra. Algunas de las partes en conflicto, aquellas que se consideran legítimas per se, dicen que quieren cambiar el mundo, acabar con las injusticias, perseguir la corrupción, ayudar a los más débiles, proteger el medio ambiente, trabajar por la paz… Pero todo eso lo defienden con un tono y unos argumentos que no se corresponden con esas (buenas) intenciones. No se, hay algo que no me cuadra cuando leo, cuando escucho, a alguno de estos justicieros de última hora que quieren salvarnos por obligación y a cara de perro. Ni me gustan los toros ni soy cazador, pero, ¿qué sentido moral tiene que un animalista se alegre de la muerte de un torero, o un ecologista de la muerte de un cazador? ¿Qué autoridad ética le concedemos al que justifica el insulto como un arma para la defensa propia? La violencia, aunque sólo sea verbal, ¿es un medio razonable para defender intereses legítimos?

No sólo para los políticos, las instituciones internacionales o las ONGs son utilísimos los trabajos de Johan Galtung, el gran científico de la paz. También los periodistas deberíamos conocer, y tener muy presentes, las reflexiones de Galtung a propósito de la resolución de conflictos porque igualmente sirven para construir esa comunicación democrática, conciliadora y creativa. Sobre esta última virtud, que tanto me interesa y sobre la que ya he escrito en este blog, Galtung nos regala su particular punto de vista: en un conflicto entre partes, explica el sociólogo y matemático noruego, no se trata de convencer, se trata de escucharlas a todas para entender, para entenderlas, y luego se necesita «mucha creatividad para tender puentes entre objetivos legítimos, porque todas las partes tienen, como mínimo, un objetivo legítimo«.

Es preferible escuchar a gritar, interpretar con reposo antes que correr en busca de la exclusiva (un triunfo ridículo en un mundo  interconectado en tiempo real). Condenar a los que no piensan como nosotros es excluirlos de una solución que será cooperativa… o no será. Diálogo, no arengas. Conversaciones, no mítines. Y aquí, por favor, sí que se necesitan algunas gotas de buen humor.

 

Los prejuicios son, con demasiada frecuencia, el disfraz de la ignorancia y el miedo.

 

 

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