
No sólo es que haya que resistir, es que tenemos que defender este espacio público (aunque sea virtual) frente al ataque de los totalitarios. En esta plaza, a la que hemos venido a hablar, no queremos tanques ni a los cobardes que se esconden en ellos.
«Si los estúpidos han estado presentes, más o menos en la misma proporción, a lo largo de la historia y en todo tipo de escenarios, ¿por qué unas sociedades prosperan y otras entran en decadencia? Depende exclusivamente de la capacidad de los individuos inteligentes para mantener a raya a los estúpidos« (Allegro ma non troppo, Carlo Cipolla)
Esta semana, y casi al mismo tiempo, descubrí al biólogo (y poeta) David George Haskell y despedí al humorista (y cantaor) Chiquito de la Calzada. Y en ambos caso celebré que existan personas así, capaces de señalarnos cuáles son las cuestiones trascendentales y cuáles las accesorias, dónde hay que poner la luz y dónde no merece la pena detenerse. A los gurús con los que brego a diario, a los administradores de la sabiduría suprema y el fuego sagrado -quiero decir-, quizá les espante esta asociación, pero a mi me parece de lo más natural. Chiquito y Haskell representan lo mejor de la condición humana, expresan esa virtud, escasa pero vital, que hace que determinadas personas antepongan la cooperación a la competencia y defiendan la relación por encima del individuo.
“No existe el individuo dentro de la biología. La unidad fundamental de la vida es la interconexión y la relación. Sin ellas, la vida termina”, sostiene con rotunda lucidez Haskell, y a la mente se me vienen docenas de ejemplos que escapan del campo de la biología y entran en el de la política, la cultura, la economía, la amistad… Y veo la infinita torpeza de los muchos que siguen queriendo construir un mundo nuevo dinamitando las relaciones, las conexiones, los vínculos. El egoismo de los que creen que la identidad es sagrada y requiere de un elevado grado de pureza que, inevitablemente, se adquiere por medio del aislamiento, como si quisieran evitar a toda costa las fatídicas miasmas de los otros (siempre impuros, of course).
Chiquito era cualquier cosa menos puro, su atractivo estaba precisamente en su capacidad para reinventarlo todo mezclándolo todo sin miedo ni pudor (gestos espasmódicos, palabros imposibles, sonidos guturales, pantalones sobaqueros, camisas cha-cha-chá…). Su única identidad era la no-identidad. Hace años el escritor Luis Landero dijo que el fenómeno Chiquito le provocaba «la nostalgia de las vanguardias que se fueron«. Y no me extraña que el sentimiento fuera de nostalgia porque el paisaje que domina, el paisaje de los puros, es pura carcundia.
En la búsqueda de la máxima higiene, y a falta de eficaces mascarillas, los defensores de la sagrada identidad también acostumbran a usar la lengua (junto a banderas, fronteras y porras) como eficaz parapeto, olvidando que el lenguaje nació para ser puente y no foso. Precisamente el último libro de Haskell (Las canciones de los árboles) se interna en el fascinante mundo del lenguaje de la naturaleza, el lenguaje universal de los seres vivos, el que conecta, no el que separa: «Desde un escarabajo masticando el interior de un árbol muerto hasta las olas que bañan las raíces de una palmera, la naturaleza habla constantemente, por encima o bajo tierra, utilizando sonidos, olores, señales y vibraciones. Son redes conectadas con todo ser viviente, incluido el ser humano (es decir, contigo)«. Y Chiquito, desde otro ángulo (menos académico, ni falta que hace), propone exactamente lo mismo: un lenguaje silvestre que no establezca distinciones. Más allá de que su humor os parezca extraordinario o deleznable, Chiquito, que aportó generosas dosis de surrealismo al oficio, invirtió los términos que defienden los guardianes del fuego sagrado y construyó un idioma impuro, absurdo, indescifrable, caótico, inclusivo, un idioma que nadie puede estudiar pero que, sin embargo, todo el mundo entiende. Un idioma que une a las personas mediante la risa sin necesidad de ninguna gramática. Un idioma que han terminado por chapurrear millones de individuos para hablar únicamente de cosas buenas. Sorprendente.

Hay muchos días en los que, para explicarme la realidad (sin echarme a llorar), no tengo más remedio que recurrir al chiquitistaní. Gracias a Chiquito de la Calzada tenemos un idioma que une a las personas mediante la risa sin necesidad de ninguna gramática.
¿Y toda esta digresión, que va de Haskell a Chiquito, a cuenta de qué? Pues de lo de siempre: la búsqueda de caminos que nos eviten terminar en el despeñadero. En la resolución de no pocos problemas ambientales, y en su misma divulgación, son (con frecuencia) más valiosas las relaciones que el propio conocimiento, porque del segundo hemos generado grandes cantidades olvidando que su valor se debilita si no se apoya en una red de relaciones que establezca esos vínculos que, a veces, lo explican todo. Como dice Haskell, como demuestra Chiquito.
Los maleducados, los maniqueos, los agresivos, los violentos, los puros que circulan por las redes sociales tirotean las relaciones (el conocimiento podemos obtenerlo en otros espacios virtuales donde, en soledad, disfrutaremos de orden y silencio), justamente lo más valioso para aquellos que pensamos que las redes sociales son valiosas. De un espacio público hacen un campo de batalla, un lugar oscuro en donde sólo caben adhesiones o garrotazos, un territorio minado por las descalificaciones, un escenario en el que reina la testosterona de peor calidad, de manera que muchas voces oportunas y amables, de esas que tejen relaciones, se retiran, dolidas y tristes, de las redes. Y no, no podemos tolerar que los déspotas se apropien de este espacio público, que dinamiten las reflexiones, que arrinconen a los tolerantes, que expulsen a las mujeres (particularmente vulnerables a estas manifestaciones de agresividad, como bien señalaba hace unos días mi amigo Javier Martín), que persigan a los dialogantes, que insulten a los pacíficos.
Las parejas, los amigos, la familia, la sociedad en su conjunto crece con el estímulo de la discrepancia, una circunstancia cotidiana que debería obligarnos a considerar puntos de vista en los que jamás hubiéramos reparado. El debate, incluso desde posiciones antagónicas, fertiliza el cerebro y alimenta la empatía. Pero la discrepancia sin educación, el debate sin respeto, sólo conduce al triste dominio de los bárbaros. En este espacio público, como en otros no-virtuales, son ya demasiados los amigos, las amigas, que están renunciando a hablar, que se están callando, que están retirándose de las conversaciones, abrumados, abrumadas, por la mala baba de unos y otros (colocad las banderas que queráis, los bárbaros están en todos los bandos).
Vuelve el imperio de los talibanes del pensamiento único y no, no sólo están en donde imagináis que están. Atención a los pacifistas que se acercan con la garrota en la mano, los dialogantes que no paran de gritar, los progresistas abonados a las tesis más casposas, los salvapatrias que quieren una patria gris y obediente. Todos, unos y otros, maleducados hasta el ridículo. Gente que considera sospechosa la alegría y la risa. Individuos que piensan mal porque creen que así aciertan siempre.
Nunca imaginé a ciertas personas, cultas, viajadas, comprometidas en tareas de educación o en colectivos sociales de vanguardia, personas que conozco fuera de las redes y aparentan ser ciudadanos amables y risueños, jamás los imaginé destilando tanta bilis, tanta agresividad, tanto rencor. Nunca imaginé que en problemas de interés común, aquellos que más precisan del diálogo pausado, la discrepancia cívica se transformara en un linchamiento inmisericorde.
Las redes arden en torno a la cuestión catalana y uno circula por ese territorio tratando de ponerse a cubierto de francotiradores, matones y hooligans. Si cuelgas un artículo para añadir elementos de reflexión, te apedrean. Si comentas un suceso para tratar de situarlo en su contexto, te apedrean. Si citas una conferencia por su oportunidad, te apedrean. Si cuelgas una canción, te apedrean. Si reproduces una obra de arte, te apedrean.
No os marchéis amigos, no os vayáis de Facebook ni de Twitter ni de ningún otro espacio público, quedaros, seguid discrepando de lo que queráis, seguid disfrutando de la libertad que estos talibanes quieren administrar como si fuera de su propiedad. No os marchéis amigas, os necesitamos los que aquí nos quedamos, hablando en libertad, discrepando con educación, escuchando con respeto al que piensa como nosotros pero, sobre todo, al que piensa de manera distinta. Sin gritar. Sin sospechar. Sin menospreciar. Sin insultar. Sin amenazar. Que se vayan ellos. Que se vayan, como diría Chiquito, los cobardes.
«Lo universal es lo particular… sin banderas« (Miguel Torga).