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Posts Tagged ‘COP25’

Siempre es un placer colaborar con la Fundación Social Universal, en esta ocasión aportando mi análisis en torno al lenguaje del cambio climático y a la biodiversidad democrática que, creo, hay que incorporar a este debate.

Nota al margen: En febrero publiqué en este mismo blog un texto a propósito del lenguaje del cambio climático (La lengua del cambio). Pocas semanas después los responsables de la Fundación Social Universal me pidieron un artículo, para su revista, sobre esta misma cuestión, un problema que preocupa mucho a las entidades comprometidas con las acciones de ayuda al desarrollo y las atención a los más desfavorecidos. Aunque el artículo en papel reproduce algunos párrafos de aquel primer post también es verdad que incorpora contenidos diferentes que creo oportuno compartir, sobre todo porque así me lo han pedido algunos amigos y colegas. Espero que estas reflexiones os sean de utilidad. 

El 17 de octubre de 1976 el diario El País elegía este titular a dos columnas para advertir de un problema ambiental en ciernes: “El clima mundial va a cambiar”. El origen del fenómeno se precisaba en un antetítulo no menos claro: “Provocado por la contaminación de anhídrido carbónico”. Nadie puede excusarse diciendo que nada se sabía del cambio climático hasta hace poco porque desde aquella información en un periódico generalista hasta hoy han pasado más de 40 años de información pública ininterrumpida. Si esta inquietud queremos trasladarla al ámbito andaluz podemos elegir el reportaje, a página completa, que yo mismo firmé, también en El País, un 15 de marzo de 1993 y que titulé “Paisajes para un nuevo clima” (en este caso era el subtítulo el que no dejaba lugar a dudas: “Científicos andaluces tratan de predecir los efectos del cambio climático”). Visto lo acontecido desde entonces es inevitable pensar que, en el mejor de los casos, hemos desperdiciado un cuarto de siglo, porque las acciones llevadas a cabo hasta ahora no se corresponden con la gravedad del problema y sus consecuencias a escala planetaria y, en particular, en nuestra propia comunidad autónoma.

Cuando me dicen que el cambio climático es una moda mediática reciente, tiro de hemeroteca para encontrar referencias como esta: un reportaje de El País fechado en octubre de 1976.

Uno de los elementos que más me preocupan en esta peligrosa dejación, tanto de las administraciones como de los ciudadanos, es el empeño en aplicar fórmulas que ya se han demostrado poco eficaces, la tozuda insistencia en el bucle endogámico que sólo conduce a las clásicas prédicas al coro, el uso de un lenguaje que seduce muy poco a los que se muestran ajenos a esta emergencia. Frente al cambio climático, y las acciones que buscan moderar su impacto, no valen los discursos de siempre, donde se encuentran cómodos (inexplicablemente cómodos) hasta los más comprometidos activistas, algo que pudimos comprobar algunos de los periodistas que asistimos a la reciente Cumbre del Clima (COP25). Demasiados lugares comunes que provocan indiferencia, demasiados tópicos y generalizaciones con las que amplios sectores de la sociedad nunca se han identificado, demasiados puristas, demasiados pesimistas, demasiado postureo. Vivimos instalados en un peligroso abuso del catastrofismo, como estrategia para llamar la atención, y en un permanente requerimiento de compromiso a ciudadanos que apenas conocen la naturaleza del problema y su relación con el mismo. Sostiene Maxwell Boykoff, investigador de la Universidad de Colorado-Boulder (EEUU) y director del Observatorio de Medios y Cambio Climático, y su reflexión es tan aguda como provocadora, que, “en ocasiones, al elegir términos como <desafíos climáticos> y <crisis climática>, puede que nuestros sinceros esfuerzos para facilitar el compromiso público con el cambio climático acaben construyendo más muros que puentes.

Quizá sea el momento, por pura urgencia, de multiplicar los puentes, y en esta tarea de delicada ingeniería social el lenguaje resulta decisivo, tanto como la propia actitud (sincera) de diálogo (la suma de puntos de vista no necesariamente coincidentes), actitud que está muy presente en los movimientos sociales más jóvenes pero que se enreda y se espesa en otros actores tan bienintencionados como desactualizados. Dentro de poco, y formando parte de las acciones ligadas a la declaración de emergencia climática decretada por el gobierno central, tendremos que desarrollar en España una herramienta similar a la Asamblea Ciudadana del Clima que ya funciona en el Reino Unido. ¿Qué es lo que más me seduce de la experiencia británica? Su biodiversidad que, más allá de un carácter democrático indiscutible, busca evitar el mencionado bucle endogámico, el discurso de los de siempre con los resultados de siempre. Quien se asome a la web de esta asamblea (https://www.climateassembly.uk/) descubrirá que el 22,7 % de sus miembros tienen entre 16 y 29 años, que el 50 % son mujeres, que el 38,2 % se sitúan en el nivel más bajo de cualificación educativa, que el 17 % se sienten poco o nada preocupados por el cambio climático, que el 16,4 % pertenecen a minorías étnicas y que, además, se han establecido mecanismos que garantizan la presencia de ciudadanos que habitan en las zonas más desfavorecidas del país. Pura biodiversidad democrática.

A propósito de muros y puentes hice mías, cuando las descubrí, las aportaciones de John Galtung, el especialista noruego que lleva décadas liderando las investigaciones sobre la mejor manera de resolver los conflictos sociales. Sus recomendaciones en escenarios tan complejos como el que nos plantea el acuerdo social en torno al cambio climático también pasan por el desarrollo de una comunicación democrática, conciliadora y creativa. Sobre esta última virtud, Galtung nos regala su particular punto de vista: en un conflicto entre partes, explica este sociólogo y matemático, no se trata de convencer, se trata de escucharlas a todas para entender, para entenderlas, y luego se necesita “mucha creatividad para tender puentes entre objetivos legítimos, porque todas las partes tienen, como mínimo, un objetivo legítimo“.

En lo que respecta a los medios de comunicación, mi hábitat natural, los ciudadanos desean, creo, que el periodista les ayude a entender la complejidad de este problema ambiental (por no decir existencial) sin hurtarles ni uno solo de los elementos que lo componen. La contradicción forma parte de esa realidad compleja, y la incertidumbre también, así es que necesitamos, más que nunca, periodistas dispuestos a mantener, insisto, una mirada abierta, democrática y conciliadora. Y estas tres virtudes no hay por qué sacrificarlas en el periodismo de denuncia, al contrario, son las que lo dignifican y lo alejan del periodismo sectario. La primera señal con la que se anuncia el totalitarismo, con la que se presentan los totalitarios, es la eliminación de los grises.

Los ciudadanos (creo) no quieren juicios (y mucho menos prejuicios), ni sentencias y condenas inapelables, ni manuales sobre lo que deben hacer y lo que no deben hacer. Tampoco vale poner como excusa otro futuro que no sea el nuestro. No hay que escudarse en nuestros hijos, ni en nuestros nietos, porque mucho más consecuente sería traducir esa lógica preocupación familiar  en espacios donde los que hablen y decidan sean nuestros hijos y nuestros nietos. Se acabó el ocupar las vanguardias cuando ya se nos pasó el tiempo de ser vanguardia. Se acabó el obstaculizar el camino a los que vienen reclamando ser actores y no meros espectadores. Y tampoco nos valen los líderes que sólo saben de mítines y arengas en las que se busca la aprobación de los prosélitos. Predicar al coro nunca sirvió de mucho. Sentirte aplaudido por los fieles es el objetivo de los incapaces. Buscar la aprobación de los gurús, de los caudillos inmaculados, sólo sirve para alimentar el ego y alejarnos de la calle, ese espacio en donde nada es inmaculado. Ahora, más que nunca, se necesita una comunicación conciliadora donde esté presente la diversidad, donde podamos conocer todos los elementos en disputa y, sobre todo, una comunicación plural donde concederles a los disconformes, a los desinformados, a los críticos, a los discriminados, a los desfavorecidos, la posibilidad de que expresen sus puntos de vista, porque en ellos habrá, seguro, alguno o algunos razonables, legítimos (que diría Galtung).

La lucha contra el cambio climático, que sólo tiene sentido (dada la magnitud del fenómeno y la urgencia en la toma de decisiones) si a ella se suman ciudadanos de toda condición, necesita también de un nuevo lenguaje, un discurso actualizado y plural, el diseño (colaborativo) de una comunicación (creativa) de precisión, adaptada, como sostiene Boykoff y como defendemos algunos periodistas (¿pocos?), al contexto y a las señas de identidad de las audiencias (en plural, porque no existe una audiencia única, aunque traten de convencernos de lo contrario). Seguir con lo de siempre, también en lo que se refiere a la comunicación, es renunciar a que nos entiendan y nos acompañen.

Para contar, escuchar y hacer lo de siempre… ya tengo a los de siempre… con los resultados de siempre. Y, sinceramente, más allá de un cierto entretenimiento narcisista (al que todos somos vulnerables) esta sintonía monocorde entre iguales me parece un empeño muy poco estimulante, aburrido y escasamente fértil. En determinados escenarios (creo) los adultos, los de siempre, están, estamos, sobrerrepresentados y, lo que es peor (creo), estamos auto-investidos de una sabiduría sobrevalorada (sólo hay que ver cómo hemos resuelto, o no-resuelto, algunos problemas vitales). El “eso-ya-te-lo-decía-yo”, el “yo-ya-lo-sabía” y la petulante “voz-de-la-experiencia” reducen notablemente su valor en territorios, como el del cambio climático, absolutamente inéditos y, por tanto, absolutamente desconocidos. Territorios en donde se requiere de mucha imaginación y atrevimiento, valores que (ley de vida) van mermando con los años. Lo dicho: hay establecer una auténtica y generosa diversidad, esa que a los mayores nos cuesta muchísimo.

No podemos, no debemos, ser propietarios de nuestro propio presente, y del presente de nuestros hijos, y del presente de nuestros nietos y del futuro universal. Eso es sí que es un Ministerio del Tiempo, egoísta, monolítico y plenipotenciario. Cada cual es dueño de su propio tiempo y el de mis hijos es… de mis hijos. Lo dicho: no es fácil dar un paso atrás para dejar espacio a otras voces (porque el ego y el vértigo vital son muy puñeteros), pero considero que en este empeño, y aunque resulte paradójico, un paso atrás nos va a ayudar, a todos, a dar varios pasos adelante.

Nota confinada: Este artículo lo escribí a comienzos del pasado mes de febrero. Entonces no podía imaginar que la última frase (“…un paso atrás nos va a ayudar, a todos, a dar varios pasos adelante”) era casi una premonición de lo que se nos venía encima. Hoy (mediados de abril) los responsables de la revista me piden que revise el texto y estoy, como millones de ciudadanos en todo el planeta, confinado en casa, confinado y convencido de que la Covid-19 es una nueva oportunidad, muy dolorosa, de ordenar nuestras prioridades y frenar (no ya por imposición sino por convicción) un modelo de desarrollo que nos conduce al abismo. El planeta entero ha dado un paso atrás para evitar que la pandemia cause aún más daño del que está causando, justo lo que necesitamos para enfrentar otros problemas vitales como el del cambio climático. Mientras cambiamos de rumbo (como en la manida metáfora del barco que se dirige hacia un iceberg) hay que, al menos, reducir la velocidad para ganar tiempo. Las evidencias científicas no dejan lugar a dudas en la íntima relación que existe entre la destrucción de la naturaleza, la pérdida de biodiversidad, y la multiplicación de epidemias de potenciales efectos devastadores. Proteger nuestros recursos naturales, combatir el cambio climático, es protegernos a nosotros mismos.

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La lucha contra el cambio climático necesita de un nuevo lenguaje, un discurso actualizado y plural, el diseño (colaborativo) de una comunicación (creativa) de precisión, adaptada al contexto y a las señas de identidad de las audiencias. Lo de siempre… ya no vale.

Si Maxwell Boykoff trabajara en un medio de comunicación, lo que él denomina “diferentes enfoques para diferentes audiencias en contextos diferentes” podría resumirse en el concepto, mucho más sencillo, de “periodismo de proximidad”, un periodismo, del que hablé en el XXX CICOM 2015, que conocemos bien en los medios de mediano o pequeño tamaño, esos que estamos pegados al territorio aunque no siempre aprovechemos esta poderosa condición que nos diferencia de los mensajes homogéneos que fabrica la globalización. El investigador de la Universidad de Colorado-Boulder (EEUU) y director del Observatorio de Medios y Cambio Climático acaba de publicar un nuevo libro dedicado al oportunísimo debate en torno a la comunicación del cambio climático (Creative (Climate) Communications: Productive pathways for science, policy and society”) donde pone el acento en una cuestión que nos preocupa a algunos (¿pocos?) periodistas: la necesidad de un nuevo discurso en torno a los problemas ambientales y en particular en torno al cambio climático. Un discurso en el que resulta decisivo un periodismo capaz de interpretar las claves del contexto en el que se consume su oferta, un periodismo que no cae rendido ante la información convocada, las trivialidades, el catastrofismo o las fuentes remotas, un periodismo de auténtico servicio público. 

No valen los discursos de siempre (lo comprobamos en COP25), donde se encuentran cómodos (demasiado cómodos) hasta los más comprometidos activistas. Demasiados lugares comunes que provocan indiferencia, demasiados tópicos y generalizaciones con las que amplios sectores de la sociedad nunca se han identificado. Sostiene Boykoff, y su reflexión es tan aguda como provocadora, que, “en conjunto, existen muchas pruebas gracias a la investigación en ciencias sociales, así como a la práctica profesional, que apoyan la idea de que ser explícito sobre el cambio climático puede distanciar en lugar de involucrar al público y al electorado. En ocasiones, al elegir términos como <desafíos climáticos>y <crisis climática>, puede que nuestros sinceros esfuerzos para facilitar el compromiso público con el cambio climático acaben construyendo más muros que puentes”.

Quizá sea el momento, por pura urgencia, de multiplicar los puentes, y en esta tarea de delicada ingeniería social el lenguaje resulta decisivo, tanto como la propia actitud (sincera) de diálogo, actitud que está muy presente en los movimientos más jóvenes pero que se enreda y se espesa en otros actores tan bienintencionados como desactualizados.

A propósito de muros y puentes hice mías, cuando las descubrí, las aportaciones de John Galtung, el especialista noruego que lleva décadas liderando las investigaciones sobre la mejor manera de resolver los conflictos sociales. Sus recomendaciones en escenarios tan complejos como el que nos plantea el acuerdo social en torno al cambio climático también pasan por el desarrollo de una comunicación democrática, conciliadora y creativa. Sobre esta última virtud, que tanto me interesa y sobre la que ya he escrito en este blog, Galtung nos regala su particular punto de vista: en un conflicto entre partes, explica este sociólogo y matemático, no se trata de convencer, se trata de escucharlas a todas para entender, para entenderlas, y luego se necesita “mucha creatividad para tender puentes entre objetivos legítimos, porque todas las partes tienen, como mínimo, un objetivo legítimo.

Los medios de comunicación convencionales siguen sin saber muy bien cómo sortear una crisis que es, sobre todo, de credibilidad. Si la audiencia nos abandona, si cuestiona nuestro rigor y desconfía de nuestro trabajo, es porque se ha cansado de ese periodismo reduccionista que se asoma a una realidad complejísima y la simplifica hasta obtener un tranquilizador escenario de buenos y malos, un sencillo paisaje en blanco y negro. Un periodismo maniqueo y soberbio que no tiene sentido alguno en un mundo en donde las nuevas tecnologías de la información permiten a cualquier ciudadano estar al tanto de toda esa complejidad, la misma que se le quiere hurtar desde ciertos púlpitos. Los ciudadanos desean, creo, que el periodista les ayude a entender esa complejidad sin hurtarle ni uno solo de los elementos que la componen. La contradicción forma parte de esa realidad compleja, y la incertidumbre también, así es que necesitamos, más que nunca, periodistas dispuestos a mantener una mirada abierta, democrática y conciliadora. Y estas tres virtudes no hay por qué sacrificarlas en el periodismo de denuncia, al contrario, son las que lo dignifican y lo alejan del periodismo sectario. La primera señal con la que se anuncia el totalitarismo, con la que se presentan los totalitaristas, es la eliminación de los grises.

Los ciudadanos (creo) no quieren juicios (y mucho menos prejuicios), ni sentencias y condenas inapelables, ni manuales sobre lo que deben hacer y lo que no deben hacer. Tampoco vale poner como excusa otro futuro que no sea el nuestro. No hay que escudarse en nuestros hijos, ni en nuestros nietos, porque mucho más consecuente sería traducir esa lógica preocupación familiar en espacios donde los que hablen y decidan sean nuestros hijos y nuestros nietos. Se acabó el ocupar las vanguardias cuando ya se nos pasó el tiempo de ser vanguardia. Se acabó el obstaculizar el camino a los que vienen reclamando ser actores y no palmeros. Se acabaron los discursos porque, en manos de las redes sociales, vuelven las conversaciones, y si el verdadero periodista no es capaz de competir con este nuevo modelo democrático de información on-line dejará en manos de algunos peligrosos influencers, más interesados en el ruido que en el rigor, la interpretación de una realidad, compleja, que necesita de algo más que 140 caracteres (y el coro silente de miles de followers) para ser comprendida. Lástima que esas redes sociales que han devuelto el protagonismo a la conversaciones sean las mismas con las que justifican su éxito (medido en followers, of course) esos comunicadores maniqueos que defienden la militancia (ciega) para mostrarnos un mundo felizmente reducido a buenos y malos.

Y tampoco nos valen los líderes que sólo saben de mítines y arengas en las que se busca la aprobación de los militantes. Predicar al coro nunca sirvió de mucho. Sentirte aplaudido por los fieles es el objetivo de los incapaces. Buscar la aprobación de los gurús, de los líderes inmaculados, sólo sirve para alimentar el ego y alejarnos de la calle, ese espacio en donde nada es inmaculado. Ahora, más que nunca, se necesita una comunicación conciliadora donde esté presente la diversidad, donde podamos conocer todos los elementos en disputa y, sobre todo, una comunicación plural donde concederles a los disconformes la posibilidad de que expresen sus puntos de vista, porque en ellos habrá, seguro, alguno o algunos razonables, legítimos (que diría Galtung).

Explorar estos nuevos territorios exige, como es sensato, buscar un punto de equilibrio que no sacrifique las bondades de esos otros discursos, esos nuevos discursos, adaptados a los receptores que han de recibirlos y entenderlos (como paso previo a cualquier acción). Quiero decir que discrepar no es callar, ni un periodismo de precisión obliga a silenciar conceptos que son incómodos para determinadas audiencias. El silencio, como nos recuerda Boykoff citando a otros especialistas (Geiger, Middlewood, Swim, Leombruni…), “puede dar a la sociedad la idea de que el cambio climático quizás no sea un problema importante o una amenaza, y también desperdicia oportunidades de hacer frente a la desinformación y al escepticismo de cara al público”.

La lucha contra el cambio climático, que sólo tiene sentido (dada la magnitud del fenómeno y la urgencia en la toma de decisiones) si a ella se suman ciudadanos de toda condición, necesita de un nuevo lenguaje, un discurso actualizado y plural, el diseño (colaborativo) de una comunicación (creativa) de precisión, adaptada, como sostiene Boykoff y como defendemos algunos periodistas (¿pocos?), al contexto y a las señas de identidad de las audiencias (en plural, porque no existe una audiencia única, aunque traten de convencernos de lo contrario). Seguir con lo de siempre (también en lo que se refiere a la comunicación) es renunciar a que nos entiendan y nos acompañen.  

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La imagen vale mucho más que las miles de palabras que se dijeron en la clausura de la COP25. Ese día, cuando por la mañana, bien temprano, entré en la Zona Azul de la Cumbre del Clima, en el área institucional, me encontré con esta metáfora y sencillamente la fotografié con mi móvil, sin otros testigos que unos operarios que bromeaban con la faena que les habían encomendado. Un reflejo de periodista al que no di demasiada importancia… pero la imagen, para mi sorpresa (o no), se ha hecho viral. A ver en qué envolvemos la COP26 😦 (Fotografía: José María Montero).

Los que seguís este blog para minorías sabéis que pertenezco a un oficio donde está muy mal visto no saber de algo, de-lo-que-sea… de todo. La condición de todólogo es connatural al propio ejercicio del periodismo, y si para colmo trabajas en televisión, o en sus alrededores, se te presume la omnisciencia. Quizá por eso a casi nadie ha extrañado que en pocas semanas el universo mediático español se haya visto enriquecido con una extensa nómina de sesudos especialistas en cambio climático, resueltos analistas de los mercados de carbono, meticulosos peritos en dinámica atmosférica, agudos estrategas en gobernanza ambiental y, cómo no, avispados profetas de lo-que-está-por-venir (tanto si actuamos como si no actuamos: interpretar la acción o la inacción, desde la ignorancia, suele ser un empeño poco o nada riguroso que predispone a esos caprichosos vaivenes).

Con el desparpajo que sólo está al alcance de los auténticos gurús he visto a colegas que -sin sonrojarse- han pontificado sobre la COP25 -sin pisarla-, hilando unas cuantas frases hechas, transitando por los correspondientes lugares comunes y rasgándose las vestiduras en defensa, of course, de todo lo políticamente correcto. A estos tres ingredientes facilones les colocas un poco de literatura (sin reparar en digresiones, golpes de pecho y guiños pseudofeministas), algunas citas posturosas (que no falte Thoreau, por supuesto) y unas ilustraciones molonas, y ya tienes un best-seller para calmar conciencias, hacer caja y alimentar el ego-eco-friendly. A falta de un editor avispado, con esta misma materia prima se puede montar un curso universitario (y hasta un máster), un think tank de andar por casa o, prácticamente gratis, un manifiesto revolucionario y una campaña en redes sociales de esas que, aún abusando de obviedades y faltas de ortografía, te aúpan al Olimpo de los influencers.

Cuando para Canal Sur Televisión cubrí la Cumbre de la Tierra (Río de Janeiro, 1992) los periodistas ambientales éramos cuatro gatos. En la COP25 (Madrid, 2019) la familia de plumillas verdes ha tenido su propia zona de trabajo (gracias a APIA). No pudimos posar todos (por la Cumbre andábamos unos 40 ambientales -de los casi 200 periodistas españoles acreditados-), pero aquí tenéis una buena muestra de este green-dream-team 🙂 La especialización como valor innegociable del buen periodismo.

Ya os conté qué virtudes profesionales, a mi corto juicio, eran necesarias para sobrevivir a una COP (si uno pensaba abordarla como periodista y no como simple redactor de ideas ajenas), y también relaté el día después de una Cumbre del Clima con sus claroscuros, sus mensajes entre líneas y sus notas a pie de página. Ahora, hoy, un mes después de cubrir la COP25 para los informativos diarios de Canal Sur Televisión, vuelvo a las andadas, rebuscando en las zonas de sombra de un encuentro inabarcable la sustancia inmaterial con la que tejer algunas reflexiones propias (si es que existen reflexiones estrictamente propias), mensajes entrelíneas que escapen del murmullo, grisáceo y monótono, que se ha instalado en las redes.

Prólogo: ni puristas, ni pesimistas.

La primera cautela decisiva (porque pertenece al capítulo de las obligaciones higiénicas) es acometer cualquier análisis AfterCumbre alejándose, a la misma prudencial distancia, tanto de los puristas como de los pesimistas. Unos y otros son veneno a la hora de enfrentarse a esta emergencia climática. Los primeros porque, convencidos de estar en posesión de la verdad absoluta, carecen de la humildad necesaria para escuchar, dialogar, ceder y acordar. Consumen más energía en censurar las opiniones ajenas que en argumentar las propias. Y los segundos porque, en el mejor de los casos, han llegado a la conclusión de que compartir todo tipo de malas noticias nos predispone a la acción, olvidando que ese abuso de catastrofismo sólo conduce a la angustia y/o la indiferencia suicida. Si añadimos el postureo (recordad: que no falten las citas de Thoreau ni los guiños pseudofeministas) entonces ya tenemos la peligrosa «Triple P» del ambientalismo simplón. !Vade retro!

1.- Rebajemos la escala: la gobernanza de lo cercano.

No nos obsesionemos con la deserción de Donald Trump (deserta de todo aquello en donde no pueda imponer su criterio imperial, ya sea la OTAN, el Acuerdo de París o la OMC) o la tibieza de algunos otros emperadores. El cambio climático es un problema global que exige alianzas globales, sin duda, pero la acción local está adquiriendo una fuerza de tal calibre que, en algunos casos, la suma de esas iniciativas de pequeña o mediana escala supera con creces los efectos de algunas pomposas deserciones estatales. ¿Cuántas empresas, ciudades, estados, universidades, provincias, comunidades autónomas, ciudadanos, están ya actuando para frenar el cambio climático?

Si conseguir un nuevo modelo de gobernanza planetaria se antoja una tarea aún más compleja que el nacimiento de la Sociedad de Naciones (cuya enzima decisiva fue la I Guerra Mundial, ojo), trabajemos en el desarrollo de la gobernanza local, de la gobernanza de barrio, de colegio, de empresa, de familia. Proyectemos nuestros buenos deseos en lo cercano, y no sólo en lo que se refiere a la acción sino también en la educada reclamación (pidamos a los que más responsabilidad tienen que sean los que más se impliquen). Alimentemos la creatividad antes que la reactividad, pero (por favor) que no nos confundan azuzando nuestro sentimiento de culpa los que tienen mucha más culpa que nosotros.

Si la lucha contra el cambio climático se nos antoja inabarcable, rentabilicemos nuestro esfuerzo en los cambios domésticos. Cada vez estoy más convencido de que la única revolución posible es la revolución de lo próximo, de lo cercano. Menos mítines, arengas y soflamas, menos teatro, y más sonreírle al vecino, llegar al trabajo silbando, pedir perdón, decir buenos días, abrazar, ceder el paso, no tocar el claxon, echarle una mano al amigo, dar las gracias, preguntar al que está triste, no exigir, no suponer, no amenazar, no maquinar, brindar con la gente a la que quieres y decirle que la quieres, escuchar en silencio al que discrepa, regalar música o vino sin motivo, etc… etc… etc… La sostenibilidad tiene mucho que ver con el respeto y la convivencia, así es que no es mal comienzo este esfuerzo, nada intrascendente, por mejorar el espacio interpersonal y a partir de ahí… ir aumentando la escala.

2.- Abran paso, llegan los niños.

Si ponemos la lupa generacional sobre este problema aparecerán, también, las ventajas de reducir la escala. No son sólo jóvenes, que ya se habían incorporado a esta movilización y lo que han hecho es reforzar su presencia y su compromiso, ahora aparecen los niños, ahora se suman al escenario de la acción y la reclamación los menores de edad, algo que espanta a tantos voceros (o será que son pocos pero hacen mucho ruido) que algún poderoso valor debe tener, seguro, este fenómeno. Con tanta fuerza ha irrumpido la infantilización (en el mejor sentido del término) en este debate climático que en la COP25 los imperturbables miembros de seguridad de la ONU, en una decisión incomprensible, desalojaron del espacio de negociación, y hasta amenazaron con retirarles la credencial, a algunos de estos chiquillos (y de paso nos inmovilizaron, en tierra de nadie, a los pocos periodistas que estábamos presentes en la burda maniobra).

Los más jóvenes no tardaron en subirse al escenario del plenario, pero no estoy muy seguro de que, además de oirlos, los escucharan. (Foto: José María Montero)

La educación (insisto) no está reñida con la rebelión, con la resistencia, con la protesta. No. En esto también nos está dando una lección, a los adultos, Greta Thunberg y el movimiento de escolares europeos al que sirve de inspiración (por cierto, la generación mejor formada en la historia del continente). No los molestemos, hagámonos a un lado o, mejor aún, coloquémonos detrás, siguiendo, con respeto, su estela. No seamos como esos políticos que el día-mundial-de-lo-que-sea sostienen la pancarta que abre la manifestación-de-lo-que-sea, los que se suben a la mesa-presidencial-de-lo-que-sea, los que cortan la cinta-de-lo-que-sea.

Si tecleamos en Google para rastrear qué valores aporta la infancia al conjunto de la sociedad, qué nos aportan los niños, de qué manera la mirada de los más pequeños es valiosa en la resolución de problemas que parecen superar su capacidad de entendimiento, nos encontraremos con miles de referencias que, malinterpretando nuestra pregunta, nos conducen en la dirección contraria, insistiendo en todo lo que los niños pueden aprender de los adultos. Y digo yo que, viendo cómo nos enfrentamos los adultos a ciertos problemas, quizá merezca la pena hacerles un poco más de caso no sólo a los jóvenes sino también a los niños y permitirles, incluso, aprender del valiosísimo fracaso que casi siempre precede a los hallazgos decisivos.

Estamos en buenas manos, en las manos de los que aún saben jugar y tienen ojos que ven lo que tocan. Foto: José María Montero.

Cuando me asomé a una festiva manifestación de niños que reclamaban justicia climática a la entrada de Ifema, en las puertas de la COP25, un adulto, a la vista de las canciones, pancartas ingeniosas y caras pintadas, aseguró que en realidad «estaban jugando». Tal vez no se dio cuenta que justamente en ese supuesto menosprecio estaba el poder de un grupo que, por edad, jamás había pisado una Cumbre. Quizá si el ocurrente adulto hubiera leído a Tonucci (perdonad la suposición -sin pruebas- y la pedantería -sin arrogancia-) entendería el valor (oculto) de lo que estaba viendo: «Jugar para un niño es la posibilidad de recortar un trocito de mundo y manipularlo, sólo o acompañado de amigos, sabiendo que donde no pueda llegar lo puede inventar» (Francesco Tonucci). La creatividad, claro que sí, es la bendita creatividad sin límites que los adultos perdimos en el camino o dejamos maltrecha a cuenta de recibir mandoblazos y embutirnos en apretados corsés.

¿Qué hacemos para defender la creatividad en una sociedad así, en un sistema educativo así, en unas empresas así, en unas familias así? ¿Quién protege a los creativos? ¿Quién los defiende de la rutina y el orden? ¿Quién se ocupa de estos exploradores sin los que resultará imposible descubrir soluciones a los grandes problemas de la humanidad, desde el cáncer hasta la depresión pasando por el cambio climático? ¿Quién, sin entenderlos, juzgará imprescindible su manera de hacer, fresca, heterodoxa y hasta caótica? ¿Cómo sobrevivirán a los mediocres y a los estúpidos, a los puros y a los pesimistas, siempre conspirando en contra de la diferencia?

Abran paso, llegan los niños (y las niñas, cuidado…).

3.- Al planeta le da igual.

Ya sé que quedan monísimas las fotos de osos polares, de paradisiacos arrecifes de coral, de tupidos bosques boreales y de koalas, pero si seguimos insistiendo en el impacto del cambio climático en los elementos más llamativos de nuestra naturaleza nos olvidaremos de que al planeta, en todas sus manifestaciones (monísimas, insulsas o feorras), le importa un pimiento el cambio climático. El planeta se adaptará, una vez más, a lo que venga, y en ese tránsito, una vez más, habrá perdedores y ganadores (efectivamente: nosotros, los humanos, somos perdedores natos).

«Nos enfrentamos a riesgos, llamados existenciales, que amenazan con barrer del mapa a la humanidad», explica Anders Sandberg, investigador del Instituto para el Futuro de la Humanidad (Universidad de Oxford). Y detalla: «No se trata solo de los riesgos de grandes desastres, sino de desastres que podrían acabar con la historia». Quizá ha llegado el momento de pasear menos a los koalas y un poco más a los habitantes de Tuvalu, dejar de lamentar la terrible existencia de los osos polares y mostrar la lucha por la supervivencia en las aldeas del Sahel castigadas por sequías desproporcionadas que alargan el soudure, moderarnos en la exhibición de los glaciares, los bosques boreales, las selvas tropicales o los arrecifes de coral (como único referente estético a la hora de alertar sobre el cambio global) y poner el acento en las comunidades rurales sin futuro o en los inhóspitos arrabales de las megalópolis.

La naturaleza, creo, no debería usarse como sobresaliente espejo de la catástrofe, porque la catástrofe la vamos a sufrir los que miramos, arrobados, a esa naturaleza que no tiene en si misma más sentido que el que nosotros, pobres víctimas, queramos otorgarle. Mejor que hablar de lo que podemos hacer por salvar esa naturaleza, para la que somos un elemento banal, creo que debemos insistir en lo que la naturaleza puede hacer por nosotros, por nuestra propia supervivencia como especie, y aplicarnos en la tarea no sólo de conservarla sino, sobre todo, de restaurarla (o dejarla en paz, para que lo haga ella misma).

4.- Escuchar a los pequeños.

Tan impoluta luce esta sala de reuniones en la COP25 que el resultado de cualquier debate se antoja inevitablemente estéril. Foto: José María Montero.

¿Os acordáis del Senado Imperial de Coruscant? Sí, el de Star Wars (Episodio III, La Venganza de los Sith), esa especie de colmena circular, gigantesca y oscura, en donde están representados los miles de mundos habitados que componen el cinematográfico imperio galáctico. Todos están representados, sí, pero el poder recae en un grupo reducido de mundos que dejan que la voz de los pequeños se oiga pero que no se escuche. Inspirado (asegura la Wookieepedia) en las maniobras de Augusto para transformar la República Romana en el dictatorial Imperio Romano, el Senado de Coruscant muestra esa fórmula aparentemente democrática en la que todos pueden hablar, pocos son escuchados y sólo una discreta minoría disfruta de auténtico poder ejecutivo.

No sé por qué el plenario de la COP21 (París) me recordó esa deshumanizada imagen galáctica, la misma que encontré en la COP25 (Madrid). Pude escuchar sin trabas a los pequeños, incluso a los muy pequeños, pero no estoy muy seguro de que el resto de la colmena estuviera atenta a sus alegatos (no confundir las exquisitas normas de protocolo que dicta la diplomacia internacional con la escucha atenta). Y fueron en esos discursos humildes, de países y colectivos humildes, donde encontré las más crudas evidencias del sufrimiento que ya está causando el cambio climático, los más desesperados y sinceros mensajes de socorro, las propuestas más atrevidas y ecuánimes. Escuchando a los más pequeños supe de la urgencia, de la emergencia, sin eufemismos ni rodeos alambicados. ¿Y qué hacían mientras tanto los grandes? Pues algunos aprovecharon para darse un paseo (EEUU), consultar el Whatsapp (aquí la lista es larga, aunque me dio la impresión de que los gigantes asiáticos ganaban por goleada), mostrar su escaso liderazgo y su incapacidad para la negociación ambiciosa (Chile) o hacerse notar sacando su lado más bravucón (Brasil).

¿Agotamiento? ¿Aburrimiento? ¿Sueñan los delegados con bosques eléctricos? Foto: José María Montero.

PD: La prórroga de la clausura, que convirtió a la COP25 en la más larga de la historia, obligó a algunas de las delegaciones (sí, las pequeñas, las humildes) a regresar a sus países sin poder participar en las deliberaciones finales. No, no es que tuvieran prisa, es que no podían asumir el coste de un cambio de vuelos y hoteles. A veces para votar es imprescindible poder pagar. Money, money…

5.- El tiempo del sufrimiento.

La emergencia climática requiere el diseño de nuevos paradigmas en el terreno de la economía, de la ecología, de la politología… pero lo que más necesitamos, es reforzar la empatía, antes incluso de ese esfuerzo por multiplicar los conocimientos académicos. La empatía, que no requiere de cátedras ni de inversiones millonarias, es una virtud muy poderosa que, sin embargo, se nos antoja cada vez más rara y escasa.

Ha llegado el tiempo del sufrimiento, es el precio de la inacción, y la inercia del cambio climático que, aún actuando de forma urgente y decidida (algo que no parece posible), va a originar una dolorosa crisis humanitaria en multitud de territorios, algunos de ellos a escasos kilómetros de casa. Si no somos capaces de ponernos en el pellejo del otro, si pensamos que el dolor no nos va a alcanzar a nosotros, si miramos para otro lado convencidos de que las inundaciones, las olas de calor, las sequías o las enfermedades emergentes sabrán discriminar nuestro lugar de nacimiento, el saldo de nuestra cuenta corriente, el escudo de nuestro pasaporte o nuestro color de piel… es que nos fallan el cerebro y el corazón.

Tal vez nuestras capacidades como especie, incluida la empatía, se están viendo superadas por la naturaleza y la magnitud del problema, y el colapso, o la autodestrucción, son inevitables. Pero aún así, y como ocurre con los enfermos terminales, mejor sería evitar el sufrimiento hasta donde la empatía sea capaz de reducirlo.

6.- Ciencia con emoción: el poder de las metáforas.

La rotundidad de las evidencias científicas en torno al cambio climático ha alcanzado tal magnitud que el negacionismo no es ya una postura basada en la dudosa credibilidad del trabajo de miles de investigadores. El negacionismo es ahora una forma de oportunismo disfrazada de lícito escepticismo. El mantra es sencillo: «Si la ciencia viene a estropearme el negocio, cuestionemos el rigor de la ciencia antes que revisar el coste ambiental y social de nuestro negocio, su peligrosa viabilidad«.

Pero la ciencia, impecable en sus postulados racionales, necesita de la emoción para buscar cómplices más allá de su burbuja endogámica, para hacer que sus alertas sean entendidas por los ciudadanos que nada saben del método científico y que son tremendamente vulnerables a las soflamas (esas sí, cargadas de calculada emoción) de los que ven amenazados sus negocios o comprometido el pago de sus deudas monumentales, y para salvarse hacen a la ciencia culpable de un alarmismo ciego que sacrificará el sacrosanto crecimiento económico y el bendito desarrollo.

La metáfora es, en manos de los científicos más creativos, una poderosa herramienta emocional que, alejándose del discurso indescifrable, no traiciona el rigor. Hace años, con la sencillez con la que explicaba lo complejo, me lo resumió José Luis Sampedro, un economista atípico con el que me gustaría haber tenido más relación que aquel encuentro inesperado y fugaz en la recepción de un hotel granadino: «Si metemos un pollito en una caja de zapatos nadie en su sano juicio podrá pensar que el pollito crecerá sin límite o que, al menos, se convertirá en lustrosa gallina sin destrozar la caja, y sin embargo estamos en manos de los que aseguran que el pollito no dejará de crecer ni romperá el contenedor por mucho que la caja de zapatos tenga un tamaño innegociable«.

7.- Del tobogán al precipicio.

Llevo décadas abonado a las impecables metáforas de Miguel Delibes y algo menos a las no menos ingeniosas que me regala, de COP en COP, David Howell, uno de los observadores más lúcidos en estos farragosos encuentros. En COP25 me explicó la diferencia entre un suave tobogán de largo recorrido y baja velocidad en el que podríamos habernos deslizado, sin vértigo ni peligro, desde el volumen de emisiones que la ciencia ya señaló como insostenibles hace tres décadas hasta unos niveles que no pusieran en peligro nuestra propia supervivencia, y el precipicio, profundo y vertical, al que nos vemos obligados a lanzarnos de cabeza (y sin paracaídas) en el escaso tiempo que nos queda para evitar el colapso.

Las metáforas me siguieron persiguiendo en forma de letras rendidas y macetas a las que alcanzó una repentina otoñada. Foto: José María Montero

Y mientras vamos cayendo en picado, cual Titanic camino al iceberg y a toda máquina, no abandonemos la empatía porque, como en el caso del transatlántico, los primeros en ahogarse serán los de tercera clase, claro, pero al final el agua llegará hasta el salón donde bailamos, despreocupados, los afortunados pasajeros de primera clase. ¡Ah!, y tampoco nos olvidemos de lo inútil que resultará nuestra soberbia en este mal trago: los efectos de la peor catástrofe siempre son relativos, porque para los pasajeros del Titanic el hundimiento del buque fue una putada, pero para las langostas que esperaban ser cocinadas en las peceras de la cocina fue un verdadero milagro.

8.- Los medios del ego.

Cuando todas las noches me colocaba delante de la sala Baker, la sala del plenario, para tratar de explicar en directo lo que había ocurrido durante esa jornada de negociaciones en la COP25, escuchaba, como es lógico, las peroratas de algun@s de mis colegas (tod@s trabajábamos en ordenada, apretada y obediente fila). Y, una vez más, me topé con esos clásicos-de-ayer-y-de-hoy más propios de una retransmisión deportiva o del relato vacuo de una interminable final de Eurovisión: la nada convertida en crónica, la peripecia del periodista por encima de los acontecimientos, las certezas de cartón piedra en un escenario repleto de incertidumbres, las frases hechas, las anécdotas elevadas a la categoría de exclusiva, los lugares comunes, la ciencia como revestimiento y no como cimiento,… He de admitir, eso sí, que la mayoría de est@s cronistas, y de los que luego iba viendo en los diferentes canales (algun@s sentados en mesas de debate moderadas por profesionales que, un@s y otr@, saben de cambio climático lo mismo que de música pentatónica china) lucían muy bien vestid@s y maquillad@s, jugueteaban con gafas de moderna montura, tomaban notas (así como sesudas y apresuradas) en impolutos moleskines, se movían por el plató en delicada coreografía, adornaban su discursos con imágenes de koalas y osos polares, y miraban directamente a la cámara con la arrogante seguridad de aquel directivo de Camp (Manuel Luque) que nos convenció de las bondades del detergente Colón. Y algun@ de ell@s, incluso, se ha atrevido a regalarnos ciertas columnas, sosas y huecas, buscando el lustre que todavía otorga la prensa escrita.

Una vez más ante el inevitable vértigo de tener que explicar (en directo) lo complejo, contarlo a cientos de miles de personas y en poco más de un minuto. Foto: José María Montero

Menudo desperdicio. Los más potentes medios de comunicación entregados al ego, la vacuidad y los fuegos de artificio: «Ya están aquí los que tanto saben de cubrir crisis y nada saben de la crisis que tienen que cubrir» (Rosa María Calaf, dixit). Pobre periodismo.

9.- Nuevos escenarios de acción.

El punto 1 nos debería llevar, de manera natural, a este otro ítem. Los discursos bienintencionados y biendocumentados y bienexplicados requieren de escenarios donde llevarlos a la práctica. Los parlamentos son tentadores, al igual que las salas de conferencias y las aulas universitarias, pero para hablar de cambio climático también hay que asomarse a los mercados de abastos, los estadios de fútbol, las iglesias, los parques, los asilos, los teatros, los bares, las guarderías y hasta las cárceles. Y proponer, en esos mismos escenarios, acciones modestas que sumen en ese cómputo humilde pero imparable de lo cercano, de lo doméstico, de lo que se mueve lejos de los senados imperiales pero muy cerca de la tierra, la que se escribe sin mayúscula inicial, esa que pisamos a diario.

10.- El dedo de Greta.

Hay niños, muchos niños, que mueren cruzando el mar en busca de una vida digna. Niños que terminan alimentando el turismo sexual de adultos adinerados y sin escrúpulos. Niños que triunfan en la selva de la farándula o se pasean por las pasarelas de medio mundo (el desarrollado, of course). Niños que juegan a ser adultos en programas de televisión casposos. Niños que rebuscan en los basureros para sobrevivir. Niños que ayudan a sus padres en humildes negocios, en explotaciones agrícolas, en ruidosos mercadillos. Hay niños que cuidan de sus hermanos, de sus padres, de sus abuelos, asumiendo responsabilidades muy por encima de su edad. Niños que acuden a escuelas de fútbol, o de danza, bajo la inquisidora mirada de sus padres que quieren convertirlos, al precio que sea, en Leo Messi, Megan Rapinoe, Tamara Rojo o Israel Galván. Hay niños que compiten por ser chefs en concursos donde la cocina es una guerra y no un placer. Hay tantos niños a los que no dejan ser niños, que resulta sorprendente (por usar un calificativo suave) la estúpida preocupación que ha asaltado a esa caterva de adultos empeñados en salvar a Greta Thumberg de las garras de sus malvados padres, de los oscuros tejemanejes de ciertas multinacionales o de maquiavélicos lobbies (desconocemos cuáles) y del estrés que debe de estar provocándole tanta lucha. Perdonadme el topicazo, pero mientras Greta señala a la luna los tontos se fijan en el dedo. Y si se cabrean tanto, y la emprenden con esta joven, no es sólo porque señala lo que algunos (demasiados) no quieren ver, sino porque después de señalar el problema se remanga y se pone a trabajar, a predicar con el ejemplo. La atacan por que no es inofensiva (como lo son casi todas las modelos, las prostitutas, las cantantes o las dependientas). Lo que molesta no son sus discursos sino sus acciones. ¿Dónde se ha visto una niña dando lecciones en vez de pasearse, bien maquillada y ligera de ropa, por una pasarela o un escenario? La reacción contra Greta Thumberg es intencionadamente agresiva, viejuna y muy, muy machista.

Momento en el estaban hablando en el plenario de COP25 las delegadas de mi país. Sí, nací en Córdoba, pero mi verdadera patria es Youth. Foto: José María Montero.

¿Qué hubiera sido de nosotros, como civilización, sin el ejemplo inspirador de Gandhi, Rosa Parks, Luther King, Ana Frank o Mandela? Ninguno, ninguna, se encuentra ya entre nosotros, pero abrieron caminos por los que hoy transitan millones de personas en busca de un futuro mejor. Tengo la sensación de que el icono Greta va a desaparecer de la primera línea en breve, y creo que ese paso atrás fortalecerá aún más el movimiento que se ha ido tejiendo en torno a su persona, un movimiento que necesita líderes, como todos los movimientos, pero que precisa, sobre todo, de la inspiración (y el estimulante cabreo) que el dedo de Greta, y sus acciones, ya han dejado en todo el planeta.

Epílogo: cinco preguntas de difícil respuesta.

a) Alcanzar la neutralidad en carbono significa transformar el sistema económico de manera radical, en muy poco tiempo y sin dejar a nadie atrás en esa carrera de obstáculos. ¿Es posible o es una utopía que ya no vamos a ser capaces de alcanzar?

b) Si no existe un modelo de gobernanza global y, en consecuencia, no existen mecanismos para hacer de los compromisos internacionales una obligación, ¿es posible actuar con decisión, justicia y rapidez, desde la generosa voluntariedad de los gobiernos?

c) Cada vez que se celebra una COP se insiste en el elevadísimo coste de la transición ecológica y no son pocos los países que se arrugan ante un esfuerzo aparentemente inasumible, pero… ¿por qué no somos capaces de explicar (bien) el coste, terrible, de la inacción?

d) ¿Cómo conseguir que la transición, además de rápida y efectiva, sea justa, sobre todo para los más vulnerables (desfavorecidos, mujeres, niños, indígenas, desempleados, ancianos…)?

e) Más allá de la calle, ¿hasta dónde llegará la voz de los más jóvenes? ¿Qué influencia, qué capacidad de negociación, qué poder de decisión tendrán los nuevos movimientos sociales en el sofisticado mecanismo de debate del senado galáctico en el que se han convertido las COP? ¿Cómo se encaja la urgencia de la juventud en la desesperante lentitud de los estados y las organizaciones?

Mi redacción es tan, tan pequeña, que puedo instalarla en cualquier sitio, lo mismo en París, que en Madrid o en Glasgow. De COP en COP. Foto: José María Montero.

 

 

 

Nota al pie: Nos vemos, espero, en la COP26, en Glasgow, north-by-northwest

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