La de cosas que está iluminando este virus. La de personalidades, bien trajeadas, que quedan al desnudo cuando aparece una emergencia. La de discursos romos que retratan a los que, en tiempos de bonanza, se nos presentaban como chispeantes interlocutores. Con qué facilidad, cuando nos alcanza la tormenta, se quiebra la falsa empatía y aparece el sálvese-quien-pueda.
Esta pandemia ha multiplicado algunas perturbaciones sociales hasta convertirlas en insana costumbre, uno de esos hábitos casposos que, sin apenas oposición, se extienden a mayor velocidad que los patógenos. Por ejemplo, hemos descubierto con asombro que el país cuenta con cientos de miles de epidemiólogos aficionados, guardias civiles voluntarios y economistas de fin de semana, a los que tenemos que padecer en sus delirantes juicios, incómodas denuncias y absurdas recetas.
Hay en esta caterva de borregos un grupo que me resulta particularmente incómodo y dañino, un rebaño que lleva con nosotros toda la vida pero que en momentos de zozobra se viene arriba y nos da la turra hasta límites insoportables. Son esos profetas del apocalipsis que culpan de todos los males a los «jóvenes», así, en sentido genérico. Resulta paradójico verles hablar del futuro de sus hijos y de sus nietos, a boca llena, y, al mismo tiempo, atizarles a los «jóvenes» por su manifiesta irresponsabilidad, esa que, a su espantado juicio, nos conduce al precipicio.
Recibo vídeos de señoras repintadas, así como muy modernas, que cargan contra los jóvenes por salir a la calle cual «descerebrados» poniendo en peligro a toda la sociedad (al universo en su conjunto, diría yo). Leo parrafadas en Facebook de otoñales gurús, progres de toda la vida, que señalan a los jóvenes, «maleducados» en su conjunto, como únicos responsables de la suciedad que se desparrama por nuestras calles y parques, de la indiferencia frente al cambio climático y del derroche energético. Acumulo tuits de ingeniosos internautas que reclaman el internamiento (¿Guantánamo?) de los «jóvenes», sin rechistar, para evitar la cuarta, la quinta o la sexta ola pandémica.
No es cuestión de DNI, aquí nada tiene que ver la partida de nacimiento, sino de discurso. Quien así se expresa se ha hecho viejo de golpe, carcamal sin remedio. No sabría decir hasta dónde se extiende la juventud pero no hay duda de que en estos casos se ha extinguido para no volver.
Y digo que desconozco los límites de la mocedad porque he tenido el privilegio de tratar a jóvenes sexagenarios, septuagenarios, octogenarios y nonagenarios como María Novo, Satish Kumar, José Manuel Caballero Bonald o Clara Janés, a los que, jamás, he oído hablar de los «jóvenes» como una excrecencia social, como una perturbación, como alienígenas de imprevisible y peligroso comportamiento. Al contrario, han celebrado, celebran, el fértil estímulo que brindan los pocos años, el atrevimiento de la adolescencia, la frescura de los que, como resueltos exploradores, se internan por territorios desconocidos, la compañía de los que aún tienen pocos miedos y casi ninguna posesión, la creatividad de los que se saltan las reglas. Son jóvenes que hablan de los jóvenes, entre iguales, sin juicios, sin condenas, sin ni siquiera dar lecciones (o haciéndolo con la humildad de quien no está seguro a pesar de la experiencia).
Nuestras ciudades (hostiles) no las han diseñado los jóvenes. El cambio climático no ha venido de la mano de los jóvenes. Las desigualdades, las guerras, las hambrunas… no son obra de los jóvenes. Ellos son las víctimas y, aún así, los victimarios se quejan de lo irresponsables que son los «jóvenes».
El parrandeo sin mascarilla ni distancia se hace muy visible en la calle (el territorio natural de los jóvenes), y absolutamente discreto en los jardines de las unifamiliares (en donde se refugian los más talluditos). La diversión a puerta cerrada, el aislamiento y la moderación son cosas de adultos (con haberes). ¿Qué porcentaje de jóvenes incumplen las medidas de seguridad? ¿Alguien lo sabe? ¿Por qué se carga de manera tan desproporcionada contra los jóvenes?
Mis redes sociales están repletas de viejunos a los que se les ha averiado la empatía (o nunca llegó a funcionarles). Desprecian, a pesar de su aparente erudición, el coste colectivo que tendrá la ausencia de vida universitaria presencial, la limitación en los viajes o en las actividades culturales, las relaciones afectivas cercenadas, el miedo a un futuro más incierto que nunca. A estos carcas sólo les interesa de los «jóvenes» ser el argumento bienintencionado de sus minúsculas acciones («lo hago pensando en el futuro de los más jóvenes») o los destinatarios de su cabreo existencial («con jóvenes así no vamos a ninguna parte»).
En una cosa tienen razón: hay jóvenes que no respetan nada. Menos mal: esta es la única esperanza posible.
Nota al pie: No quiero imaginar cómo eran estos carcas cuando tenían 16, 18, 20 años… si es que alguna vez los tuvieron.