Hace unos días, en un debate en la Facultad de Comunicación de Sevilla, me preguntaron si, frente a la emergencia climática, todavía era optimista. Creo que por vez primera confesé en público haber perdido el optimismo del que siempre he presumido. Ya no tengo argumentos lo suficientemente sólidos como para sostenerlo y no soy persona que se entregue al júbilo de un futuro mejor desde la inconsciencia. Me he convertido, contra mi voluntad, en un optimista bien (demasiado bien, por desgracia) informado.
He perdido el optimismo y me he agarrado a la esperanza, me he atado a ella como el marino que se ata al timón de un velero desarbolado en el corazón de una galerna. La esperanza se alimenta de lo inesperado, de lo inédito, de lo que nace a contracorriente desafiando la razón, de lo que se impone por encima del silencio obligado, de lo que aparece, sin esperarlo, contradiciendo al pesimismo. Greta Thunberg es esperanza. Los escolares europeos de los Fridays for Future son esperanza.
Pero justo al encenderse esta tímida luz en mitad de la oscuridad, este faro que parece indicarnos cómo sobrevivir a la galerna, es cuando más cuidado debemos tener para no recuperar, en el peor momento, el optimismo perdido. ¿Qué es lo mejor que podemos hacer los adultos para ayudar a Greta? Apartarnos de su camino, no entorpecer, no molestar y, sobre todo, no contaminar con nuestros viejos errores las nuevas esperanzas.
Resulta tentador, por ejemplo, combatir la apatía ambiental de políticos, medios de comunicación y ciudadanos recurriendo al miedo (aunque no sepamos, o no estemos muy seguros, en qué dirección debemos correr) o, peor aún, considerando que, tal vez, no sea tan mala idea empezar a aplicar estrictas y urgentes regulaciones “ecológicas”, al margen de la aprobación ciudadana, para evitar así el colapso. Por muy negro que se dibuje el horizonte (y se dibuja cada vez más negro) las dos me siguen pareciendo, como siempre he defendido, muy malas soluciones, atajos peligrosamente cercanos al ecofascismo (al ecototalitarismo, para ser más certeros en el uso del calificativo) que ya asoma las orejas y al que, mucho me temo, veremos crecer y crecer (sobre todo en las sociedades más opulentas). Ya tenemos entre nosotros, con apariencia de personas comprometidas con la conservación del medio ambiente, a unos cuantos ecofascistas que se pasean por las redes sociales como impolutos salvapatrias y sospechosos gurús sabelotodo. Y aparecerán muchos más, seguro. Ya no existen los negacionistas (nadie puede contradecir a la Ciencia), ahora sólo nos enfrentamos a oportunistas (aunque se tengan que camuflar) dispuestos a reservarse el uso exclusivo de unos recursos naturales amenazados (aunque hablen del bien común). Cuidado con los lobos con piel de cordero. Cuidado con la maldad disfrazada.
Un momento. Dejadme que me contradiga un poco (como acostumbro): quizás sea el tiempo del miedo, de acuerdo; quizás haya que mostrar, de manera descarnada, hacia dónde nos conduce tanta insensatez. Quizá sea el momento de hablar de crisis existencial porque lo que está en juego es nuestra propia supervivencia como especie (empezando, por supuesto, por los más débiles, por los desfavorecidos, por los oprimidos). Quizás sea el tiempo del miedo, pero… ¿hacia dónde corremos? El problema no puede desvincularse de las soluciones, y por eso hay que insistir en los nuevos escenarios, en los nuevos actores, en las nuevas alianzas, en los motivos para la esperanza. Hay que insistir en el diálogo. Las coincidencias son maravillosas (¡ qué seguros nos sentimos con los nuestros !) pero poco fértiles, es mucho más estimulante la discrepancia educada. Así es que debemos explorar todas las perspectivas y, sin miedo, todas las aristas de este diálogo (que son muchas). Hay que señalar hacia dónde, asustados, sería conveniente correr.
Recapitulando: ¿con miedo o sin miedo? Difícil elección. Sigo pensando, a pesar de la emergencia, que es mejor convencer que asustar, y muchísimo mejor acordar que imponer. La crisis ambiental no puede resolverse con una merma en la calidad democrática de nuestras sociedades (otra merma más, quiero decir). El fin no justifica los medios; el fin, en este caso, sólo justifica a los totalitarios de siempre, esta vez disfrazados de justicieros ambientales (¿sálvese quien pueda?). En vez de traicionar la esencia del modelo democrático lo que hay que hacer es mejorarlo, reforzarlo. Los que creemos en la democracia, con todos sus defectos y sus enormes virtudes, estamos obligados a una inmisericorde autocrítica desde la que explorar, sin miedo o asustados, nuevos modelos de gobernanza, esos que pide Greta de una manera contundente y firme; de forma poco sofisticada pero emocional y, sobre todo, radicalmente educada. No, no es necesario gritar, mejor es convencer. Con calma. Con respeto.
Amenazados por la crisis ambiental, cuando más necesarias son las redes sociales para dialogar, buscar alianzas, confrontar opiniones, potenciar las relaciones y tejer nuevos modelos de sociedad… más se esfuerzan los hooligans en hacer ruido, disparando a todo lo que se mueve, torpedeando cualquier conversación a la que no hayan dado su visto bueno. El ecofascismo tiene en el mundo virtual un magnífico caldo de cultivo. Pero no, desde la mala educación, desde la soberbia y la violencia no se puede construir un futuro mejor. Y, por favor, no me habléis de la emergencia como excusa para sacar el garrote y la imposición. Se puede ser rebelde… y educado (Gandhi). Se puede ser revolucionaria… y educada (Vandana Shiva). Se puede ser firme… y educado (Bertrand Russell). Se puede ser visionaria… y educada (Rachel Carson). La educación no está reñida con la rebelión, con la resistencia, con la protesta. Ni siquiera la fe religiosa es excluyente en un debate de este calado, sólo hay que leer la encíclica Laudato Si´ del Papa Francisco. No, no es necesario renunciar a la educación, y a las fórmulas más conciliadoras, para ser firmes en la defensa de nuestro futuro común. En esto también nos está dando una lección, a los adultos, Greta Thunberg y el movimiento de escolares europeos que lidera. No los molestemos, hagámonos a un lado o, mejor aún, coloquémonos detrás, siguiendo, con respeto, su estela. No seamos como esos políticos que el día-mundial-de-lo-que-sea sostienen la pancarta que abre la manifestación-de-lo-que-sea, los que se suben a la mesa-presidencia-de-lo-que-sea, los que cortan la cinta-de-lo-que-sea.
No contaminemos con nuestro ego y nuestro cabreo la esperanza que representan Greta y millones de escolares europeos, no hagamos el gilipollas ni los convenzamos de que se conviertan en gilipollas para medrar. Ya hemos visto para que sirve la gilipollez que nos invade, esa que por no distinguir no distingue ni colores políticos.
“Hay mucho abusón que se cree con derecho a ser desagradable con otros en nombre de una buena causa como la sostenibilidad, la solidaridad o la excelencia profesional”, aseguraba, fiel a una realidad que muchos consideramos familiar, el periodista Héctor Llanos cuando hace unos días entrevistaba en Copenhague al filósofo Aaron James. Y este último le contestó con otra evidencia que también constatamos muchos, demasiados, en nuestro día a día: “Exacto. En este caso, hay que olvidarse de la dicotomía derechas o izquierdas. Tenemos que centrarnos en la idea de que ser o tolerar a un gilipollas nunca favorece a un colectivo. Puede que los gilipollas logren cierto poder o control sobre las cosas, pero van a ser siempre infelices. Lo opuesto a ser gilipollas es ser feliz. Es algo que debemos enseñar a nuestros hijos”.
Los gilipollas que, siempre cabreados y mirándose el ombligo, andan vociferando por las redes sociales son el mejor ejemplo de la infelicidad humana, y el colmo es que nos la quieran imponer con el argumento que sea. No, por favor, dejadnos ser pesimistas activos y civilizados, dejadnos alimentar la esperanza para, aún en el corazón de la peor galerna, no renunciar a la democracia, ni al diálogo, ni a la justicia, ni a la educación, ni a la felicidad.