
Hoy en Twitter se comenta un problema ambiental de gran calado que, sin embargo, suele pasar desapercibido. «La pérdida de diversidad vegetal», advierte Juan Carlos Atienza (Coordinador de Conservación de SEO), «bloquea servicios ecosistémicos básicos para el ser humano». Esta oportuna llamada de atención me ha recordado los días que pasé en Júzcar (Málaga) cuando el pasado noviembre David, el dinámico alcalde de este pequeño municipio, me invitó a inaugurar las Jornadas Micológicas del Valle del Genal.
Júzcar es una ejemplo excelente de este raro (por lo inusual) compromiso con los servicios ambientales (olvidados) que presta el mundo rural, y que los ciudadanos de la urbe ignoran por completo a pesar de que resultan esenciales para su bienestar.
A cuenta de aquella visita me ha parecido oportuno añadir a este blog las palabras que entonces escribí, y que titulé «El bosque habitado»:
Buenas tardes amigas y amigos. Hace unos minutos, cuando circulaba camino de Júzcar, he celebrado con mi familia la inmensa fortuna de poder escapar de la gran ciudad para sumergirnos en el bronce del otoño que, en este valle privilegiado, dibuja matices espectaculares. Gracias por brindarme la oportunidad de acercarme, una vez más, a este placer sencillo pero imprescindible. Gracias a David, el alcalde de Júzcar, por invitarme a estar hoy con vosotros. Y gracias, también, a los amigos de la editorial La Serranía y la Asociación Senderista Pasos Largos, que desde hace años son nuestros mejores guías, y nuestros mejores cómplices, en el conocimiento y defensa de estas tierras.
Siendo Andalucía una comunidad tan extensa y reuniendo tantos espacios naturales protegidos, tantas comarcas rurales valiosas, en Espacio Protegido siempre hemos mantenido un vínculo muy especial con este valle. Y no lo digo porque hoy esté aquí, en Júzcar, y quiera quedar bien con todos vosotros. He repasado nuestros archivos y he comprobado cómo son ya más de una docena los reportajes que hemos dedicado a esta comarca, tanto para denunciar las amenazas que en algún momento han hipotecado su conservación (ya fuera en forma de presas, canteras, campos de golf o urbanizaciones insostenibles) como para reunir pistas que sirvieran a cualquier viajero para acercarse a algunos de los enclaves más hermosos de esta comarca. Sin pretenderlo, porque nuestra programación de trabajo se hace con muchas semanas de antelación, el próximo sábado el Valle del Genal volverá a ser protagonista en Espacio Protegido, porque los niños y niñas de Igualeja nos hablarán, le hablarán a todos los andaluces, de cómo es ese bronce otoñal de los castaños que crecen en la misma puerta de sus casas.
No puedo negar que en este aprecio pesa, y mucho, la componente afectiva, como ya le confesé al alcalde y también dejé escrito hace algún tiempo en el prólogo que Rafa Flores me pidió para su libro sobre las mejores rutas naturales de la provincia de Málaga. El caso es que, como buen cordobés, la provincia de Málaga fue el escenario, cuando era niño, de muchas de mis vacaciones de verano. De hecho, el primer recuerdo que aún atesoro de unas vacaciones de verano, un recuerdo difuso pero maravilloso, tiene como escenario la Estación de Benaoján. Allí pasé dos largos veranos, con apenas cuatro o
cinco años, que forman parte de mis mejores recuerdos de infancia. Días felices que luego, en el invierno cordobés, seguían prolongándose en el paladar gracias a las chacinas de esta serranía que nunca faltaron en nuestra mesa.
El caso es que cuando hoy he llegado a Júzcar una vez más se me han mezclado las razones y las emociones. Y así ocurre, de la misma manera ocurre, en Espacio Protegido. Muchos pensaron que cuando en 1998 empezamos las emisiones íbamos a ser el clásico programa de espacios y especies, animales y vegetales; un programa que mirara a la naturaleza como un escenario, más o menos despoblado, en donde sólo cabe asombrarse con la belleza de los paisajes o la espectacularidad de ciertos animales (sobre todos si son grandes y tienen pelo o plumas). En definitiva, que íbamos a lanzar sobre nuestros espacios naturales la clásica mirada urbana, la mirada de la gran ciudad, esa que contempla el monte mediterrán
eo de una manera romántica e idealizada. Pero no quisimos que fuera así. Queríamos mezclar razones y emociones, y las emociones sólo se pueden incorporar si uno se acerca a los hombres y mujeres que pueblan nuestros espacios naturales, nuestras zonas rurales.
Los nuestros son espacios naturales humanizados. No podía ser de otra manera, porque los ecosistemas mediterráneos no se pueden concebir sin la presencia humana. Estos son territorios más culturales que naturales, y por eso la elevadísima biodiversidad que encontramos en ellos está estrechamente vinculada a prácticas ancestrales, al sabio manejo de los recursos naturales, a la convivencia, a veces amable y a veces terrible, con la naturaleza. ¿Podemos apreciar el valor de los castañares de Júzcar sin hablar con los vecinos que los aprovechan? ¿Podemos acercarnos a sus recursos micológicos sin ir de la mano de expertos recolecto
res locales o sin degustar unas setas en alguna cocina juzcareña?
Estas afirmaciones, dichas aquí, en Júzcar, ante un público entendido y sensible, son perogrulladas, son obviedades. Pero imaginaros estos mismos planteamientos en un escenario urbano, en el escenario de las grandes ciudades, allí donde se concentran muchos de los espectadores de Espacio Protegido. Escenarios donde los ciudadanos (y, como es lógico, no es su culpa) viven alejados del mundo rural y sus circunstancias; escenarios en donde han desaparecido los mecanismos naturales de ajuste (*) que nos permiten apreciar el valor de ciertos elementos o estimar el impacto ambiental de acciones cotidianas; escenarios en donde escasea, por desconocimiento, la empatía que nos permite acercarnos a los problemas del mundo rural. Escenarios, en definitiva, donde es fácil hablar de una naturaleza aproblemática a la que acudimos para relajarnos, pero donde resulta difícil hablar de una naturaleza humanizada, con sus luces y sus sombras.
En un medio urbano, en esos escenarios alejados de la tierra, puede resultar incómodo, y hasta revolucionario, hablar, por ejemplo, del pago por los servicios ambientales que los habitantes del medio rural prestáis al resto de la comunidad. Cuando un municipio como Júzcar decide conservar sus recursos naturales, proteger su riqueza micológica, cuidar sus masas forestales o los cursos de agua que transitan por su termino municipal, está generando riqueza para si mismo, sin duda, pero también está generando riqueza y bienestar para el resto de los andaluces.
El manejo sostenible de los recursos naturales de Júzcar, y el compromiso institucional y ciudadano que hace posible este ideal, mantiene la calidad de los ecosistemas, y estos generan servicios ambientales que se distribuyen mucho más allá de este territorio. Se regula el ciclo hidrológico, se mejora la calidad del aire, se mantienen los procesos que dan lugar a la generación y conservación de los suelos, se neutraliza la erosión, se fija el dióxido de carbono, se contribuye a la mitigación del cambio climático… Todos estos servicios ambientales, y otros muchos, no cuantificados de manera monetarista, benefician a toda la comunidad andaluza, pero la comunidad no paga por ellos a los vecinos de Júzcar, a los lugareños que hacen posible la existencia y mantenimiento de estos servicios.
La primera vez que vinimos al valle fue para ponernos del lado de los vecinos que querían evitar la construcción de una presa y el desarrollo de otros proyectos urbanísticos no menos delirantes. Y ya en aquella ocasión recurrimos a esos argumentos que no son fáciles de defender en una gran ciudad. Contamos entonces, como lo hemos hecho en otras muchas comarcas de la región, que esa no era una lucha en beneficio del propio valle sino en beneficio de todos los andaluces. Lo que la naturaleza nos regala en Júzcar, lo que nos regala en el Valle del Genal, no sólo es patrimonio de todos los andaluces sino que, estrictamente, alcanza a todos los andaluces, ya sea en forma de aire limpio, agua potable o suelo fértil.
Desgraciadamente, ejemplos como el de Júzcar, donde desde el Ayuntamiento hasta los vecinos han asumido esta tarea de conservación de sus señas de identidad ecológicas, escasean en otros territorios. Y no se trata de culpar a nadie, como ya he dicho, porque lo cierto es que las sociedades rurales, de una manera trágica (empujadas por el mercado, por el despoblamiento, por la falta de perspectivas y de ayudas…, porque nadie les paga por esos servicios ambientales que prestan de manera gratuita), se han ido contaminando de algunas de las perversiones propias de los modos de vida urbanos. A los habitantes de algunos municipios serranos les resulta difícil reconocer hoy como excepcional, como extraordinario, aquello que les rodea de forma cotidiana, y terminan renunciando a sus propias señas de identidad.
Es cierto que la costumbre mata el asombro, pero ¿cómo no dejar de asombrarse cuando uno llega a Júzcar, abre la ventana de la habitación del hotel y contempla un horizonte limpio, silencioso, frondoso, multicolor? Con ese horizonte, envidiable, conviven los vecinos de Júzcar todos los días del año, forma parte de sus señas de identidad, y por mucho que la gran ciudad resulte atractiva, y hasta decisiva para algunas cuestiones, no se puede renunciar, no se debe renunciar, a esos elementos tan primarios como esenciales. Y, sin embargo, insisto, en algunos municipios han decidido apostar por modelos de desarrollo que obligan a la desaparición de esas señas de identidad. De esta manera languidecen piezas esenciales de la cultura rural mediterránea, como dehesas o castañares, abandonados y dominados por los matorrales que multiplican el riesgo de incendio. Y también desaparecen elementos mucho más humildes, aparentemente menores, sin importancia. Elementos que nos remiten a una cultura con unos vínculos tan poderosos con el paisaje y los ecosistemas que, si llegan a desaparecer, se está comprometiendo el propio valor natural de ese territorio. Hablo de viejos caminos rurales, de acequias, de fuentes, de lavaderos, de cercados de piedra, de cultivos en terraza…
Tenemos que hacer un esfuerzo, todos, por devolver al medio rural su dignidad, sus verdaderas señas de identidad. Tenemos que ser capaces de buscar modelos que permitan hacer rentable la vida en el campo, que brinden oportunidades a los más jóvenes, que eviten el despoblamiento, que incorporen el pago por los servicios ambientales que el mundo rural presta a toda la sociedad,… Modelos que permitan a los habitantes de las grandes ciudades entender la ruralidad y respetarla. Y en ese esfuerzo, que desde Espacio Protegido hemos asumido como propio, son muy valiosos ejemplos como el de Júzcar, donde todos esos valores se reúnen de una manera modélica. Sin necesidad siquiera de pisar el pueblo basta asomarse a la página web, excelente (ya la quisieran algunos grandes municipios), para leer reflexiones oportunísimas sobre las señas de identidad serranas; relatos sobre los jornaleros de las castañas; información, abundantísima, sobre los recursos naturales de estas tierras, o guías turísticas y micológicas de cuidada edición.
Como veis no he venido a hablaros de hongos, aunque este sea el motivo de mi visita. A estas jornadas acuden personas que saben muchísimo más que yo de este tema, empezando por mi viejo amigo y paisano Baldomero Moreno, que ha sido quien nos ha enseñado, con rigor y amenidad, todo lo que en Espacio Protegido sabemos del reino fungi; o Manolo Becerra, al que llevo años leyendo y hoy, por fin, he podido conocer. Como digo no he venido ha hablaros de hongos, he venido a daros las gracias, porque con gente como vosotros el trabajo de los periodistas ambientales se llena de sentido, nuestra labor (sobre todo en un medio público) adquiere el valor del compromiso y nos permite mantener la esperanza de que otro futuro es posible, de que aún estamos a tiempo de salvar las verdaderas señas de identidad del monte mediterráneo, del bosque habitado. Pero, además, he venido a aprender y a disfrutar, porque mis habilidades micológicas son muy discretas, pero, aún así, en el archivo de mis mejores recuerdos también habitan muchas jornadas de invierno en las que he disfrutado buscando níscalos en los pinares de Villaviciosa de Córdoba o de Santa María de Trasierra y, sobre todo, atesoro en la memoria comidas en las que el paladar se ha alegrado con la simple contemplación, sobre un plato o unas rústicas rebanadas de pan, de unos boletus o unos gurumelos.
Dice Thich Nhat Hanh, un viejo maestro budista, que si al comer nos fijamos bien en los alimentos, sobre todo cuando estos proceden directamente de la naturaleza, si los miramos con cierta profundidad veremos en ellos todos los elementos que se han conjugado para hacerlos posibles. Y así, cuando miramos una seta, justo antes de disfrutarla, cuando la miramos con cierta atención y profundidad, veremos el sol, la lluvia, el frío, los árboles, la hojarasca, los insectos, la mano de los recolectores que la retiraron de una manera cuidadosa para que se multiplicara…
Si en las grandes ciudades algunos fuéramos capaces de mirar de esta manera una de las deliciosas setas de Júzcar que alegran cualquier plato veríamos en ella toda la belleza del Valle del Genal y también la inteligencia, espontánea, natural, sencilla, de sus vecinos y vecinas. Esos que hacen posible la existencia de este paraíso. Muchas gracias.
(*) El desaparecido Fernando González Bernáldez, catedrático de Ecología y pionero de la educación ambiental en España, sentaba hace años las bases de este argumento en una conferencia dirigida, precisamente, a periodistas ambientales. La sociedad de los cazadores-recolectores y las primitivas sociedades agro-pastoriles, explicaba, mantenían un grado de conciencia relativamente elevado de sus influencias ambientales. Su escasa especialización permitía que los miembros del grupo fuesen protagonistas y responsables de las consecuencias de sus intervenciones en el medio. Las “reglas éticas culturales”, a veces envueltas en apariencias extrañas, mágicas y supersticiosas, dejan frecuentemente traslucir un trasfondo adaptativo más o menos claro (como los conocidos ejemplos de la ética natural que aparece en el discurso del jefe indio Seattle o en los dichos y hechos del cazados indígena Dersu Uzala llevados al cine por Kurosawa).
Pero la sociedad industrial y post-industrial, advertía González Bernáldez, ha llevado consigo cambios que los sistemas de ajuste mencionados no han podido seguir. Una característica clave de estas sociedades modernas es la pérdida de conciencia de los efectos que sus acciones causan en la biosfera. No se trata sólo de la potencia de los medios de acción disponibles, sino sobre todo de que la especialización y el alejamiento de las fuentes de materias primas, y las complicadas cadenas de causas y efectos intermedios, hace que conozcamos cada vez peor las repercusiones últimas de nuestros actos, incluso de los más cotidianos.
El cazador-recolector era espectador diario de los efectos de sus acciones. Por ejemplo, él mismo cortaba la leña para calentarse. Pero cuando nosotros accionamos el interruptor de la luz no somos conscientes de los complicados procesos tecnológicos y ambientales conectados a esa sencilla acción y de sus repercusiones en lugares remotos (travesía de grandes petroleros, extracción de carbón, contaminación atmosférica, residuos radiactivos procedentes de centrales nucleares, construcción de grandes embalses,…). Un resultado típico, y lógico, es que nadie se sentiría responsable de esas complejas incidencias ambientales en caso de que se conociesen.
El “apretar botones” que actúan sobre complejos mecanismos nos otorga inmensas posibilidades, pero nos priva de la conciencia de nuestros actos, y de esta manera se dificulta la génesis de los mecanismos correctores. Los grupos humanos donde se llevaba a cabo el aprendizaje natural (familia, pandilla) ya no son los protagonistas de la actividad productiva, altamente especializada. La formación profesional es también muy específica y se centra en estrechos campos del conocimiento, muy sectoriales e inconexos.
Está claro, por tanto, que la conciencia ecológica, hasta ahora mantenida por mecanismos naturales en las formas primitivas de la sociedad humana, tiende a perderse en las actuales circunstancias. El deterioro del entorno, concluía González Bernáldez, refleja el desequilibrio que la ausencia de mecanismos correctores va produciendo. Y es justamente aquí en dónde aparecen los medios de comunicación de masas como posibles “restauradores” de esa conciencia ecológica. Ninguna otra herramienta es capaz de alcanzar a tan amplios sectores de la sociedad para mostrarles lo que se oculta detrás de esa sencilla acción que, a veces, se limita a apretar un botón. Este tipo de periodismo, el que revela causas y consecuencias, el que sitúa las noticias en su verdadero contexto, es un periodismo “sostenible”, que no se extingue en lo efímero del suceso y contribuye, por tanto, a crear conciencia de nuestros propios actos.
P.D.: La hospitalidad de Júzcar empezó de la mano de David, su alcalde, y se prolongó en todos los vecinos y vecinas con los que tuve ocasión de conversar y aprender. Jesús Mena nos introdujo en el Monte de Pujerra, y se preocupó de que encontráramos setas (incluso los menos habilidosos) sin extraviarnos. Antonio, camarero en el Bar Torrichelli, nos sirvió las mejores tapas con las mejores sonrisas. Iván y David, del Hotel Bandolero, nos hicieron sentir como en casa y disfrutar de unas croquetas de setas inolvidables. Gracias.