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Posts Tagged ‘David Trueba’

La mayor parte de los problemas del mundo se deben a la gente que quiere ser importante”. (T.S. Eliot)

Mi experiencia me dice que Eliot tenía razón. Yo no alcanzo a hablar en términos planetarios pero al cabo de unas cuantas décadas de bregar entre humanos la mayor parte de los problemas que, sin tener que ver con la salud o los accidentes vitales, me han producido algún que otro dolor de cabeza, notables desengaños, enfados intensos (aunque pasajeros) y, sobre todo, decepciones, esas sí, de tamaño planetario, los han provocado personas que querían ser importantes (a toda costa).

Y no me refiero a esa dosis de ego, medida y saludable, que nos permite ser y estar entre nuestros iguales. Tampoco a la demanda, ponderada, de reconocimiento, o a la necesidad, vivificante cuando no nos desborda, de resultar significativos en la vida de otros. No, no hablo de esos juegos del Yo con los que nos construimos y nos relacionamos. No me refiero a esa búsqueda ciega de certezas con la que tratamos de burlar al olvido. La certeza, ya lo conté en este mismo blog, está sobrevalorada y a veces su búsqueda nos hace pasar por encima de nuestros semejantes, cuando lo común, lo humano, es la incertidumbre y sus correspondientes contradicciones (que deberían vivirse con la humildad correspondiente). Walt Whitman hablaba de las multitudes que lo habitaban y que eran la fuente de sus contradicciones, y el Dr. Cardoso, uno de los personajes de Sostiene Pereira, defendía la existencia de una suerte de confederación de almas que, aún sometidas al Yo hegemónico, dependían de un incierto equilibrio de fuerzas que iba modulando nuestra manera de ser, a veces con inesperados quiebros que sorprendían a los que esperaban de nosotros una personalidad inmutable, firme y consecuente.

Lo más interesante de la vida es aprender. En la medida en que tenemos una actitud discipular, es decir, de receptividad y de humildad, la vida es interesante. La humildad es el punto de partida y el punto de llegada. Lo que nos impide ser humildes y receptivos son nuestros prejuicios . (Pablo d´Ors)

Los importantes no se contradicen, y si lo hacen enmascaran esas fintas como nuevas certezas aún más inquebrantables que las anteriores. Yo siempre he desconfiado de esas personas que dicen no haber cambiado nunca de opinión, las que se mantienen firmes desde hace décadas en sus planteamientos, sin una fisura, sin un matiz, sin una reconsideración. Lo que parece un signo de integridad a mi se me antoja un síntoma de fragilidad, de miedo a lo desconocido, de resistencia al cambio (que es como resistirse a vivir). Los importantes suelen ser personas temerosas, de esas en las que el escudo del ego protege (oculta) unos mimbres débiles e inestables, apenas sostenidos por los prejuicios.

Admito que todos vamos sorteando como podemos la tormenta, y ciertos juegos de ese Yo que no deja de multiplicarse para sobrevivir, esas contradicciones del que es uno y es muchos, son las que con frecuencia nos salvan del naufragio. Lo explica la psicóloga norteamericana Patricia Linville en su “modelo de autocomplejidad”, en el que, precisamente, esa confederación de almas que inventó Antonio Tabucchi es la que nos hace resistir aún en las peores circunstancias. La autocomplejidad de Linville se refiere al número de representaciones que componen el Yo, y al grado de diferenciación que mantienen. Y son precisamente las personas con una elevada autocomplejidad, aquellas que conviven con sus contradicciones sin cercenarlas ni tampoco identificarse con una sola representación, “las más resistentes a los sucesos vitales negativos, puesto que aunque una parte de su identidad quede cuestionada o debilitada por estas experiencias, siempre existirán otras partes del Yo que podrán utilizar como anclaje psicológico”.

La biodiversidad, pues, también resulta decisiva en términos psicológicos, de manera que cuando se reduce el número de perspectivas, la nómina de actores dispuestos a ser Yo en función de cómo evoluciona este teatrillo mundano, se empobrece todo, nos empobrecemos nosotros (y sufrimos) y hacemos que el mundo también se empobrezca porque buscamos ahí afuera, a golpes si es necesario, lo que sólo puede existir dentro de nosotros mismos. Sufrimos y hacemos sufrir.

“Hay auténticos expertos en echar la pelota fuera y sacudirse el muerto. En lugar de apuntar con el dedo siempre al otro, el sabio se apunta siempre a sí mismo: ¿cómo puedo ayudar en esto? Sería mejor que las flechas nos las dirigiéramos siempre a nosotros. Así haríamos diana de vez en cuando” (Pablo d´Ors).

En resumen: no seré yo quien lamente los dislates del ego como algo ajeno, porque en gran medida son los que nos mantienen vivos. Cuando me quejo, como Eliot, de la capacidad de destrucción de los importantes no me refiero a la notoriedad que todos tratamos de alimentar para ser nosotros mismos, en nuestra humana ordinariez, y ser queridos en esa simplicidad, sino a esa importancia mayúscula que algunos quieren imponer a los demás para ser reconocidos como seres extraordinarios a cuyos deseos (sean cuales sean) hay que plegarse con las correspondientes genuflexiones.

Algunos de estos importantes son fáciles de identificar por las graves consecuencias que acarrea su ego desbocado. Ahí tenemos a Putin como en su día tuvimos a Hitler. Pero ellos son sólo la punta del iceberg, los más peligrosos, los más visibles, de una extensa comunidad de importantes con los que tenemos que lidiar a diario y que en la mayoría de los casos (afortunadamente) no recurren a la violencia para pavonearse, aunque se toman su tiempo, sin escatimar en alambicados recursos, para hacernos la vida un poco más incómoda, un poco más oscura, un poco más inhumana. A esos importantes me refiero, a los que nos reclaman, desde la proximidad de lo cotidiano, que los adoremos sin rechistar puesto que son, insisto, seres extraordinarios, como también lo son sus obras. Los más inofensivos, también hay que decirlo, aunque sean de entre todos los importantes los más ridículos, son aquellos que no necesitarían recordarnos a diario lo necesarios que son en un mundo grisáceo, porque en verdad ponen algo de luz en la oscuridad, y aún así, desde ese algo que ya son quieren ser el todo, poseídos por el síndrome que Miguel Delibes llama “el del sapo gordo”, ese batracio que se infla tanto para cantar que termina ocupando toda la charca, desplazando a cualquier bicho viviente en el rico concierto nocturno. Cuando en Sevilla se celebraban los fastos de la Expo92 circulaba el chascarrillo que aseguraba que al entrar en un photomaton y depositar las monedas la máquina preguntaba: “¿Quiere las fotos solo o con Rojas Marcos?” Efectivamente, Alejandro Rojas Marcos era el alcalde de la ciudad en aquel fastuoso periodo, y posiblemente estaba poseído, como tantos otros políticos, por este síndrome que hoy sigue adornando a muchos importantes.

También cabe señalar, con algo de compasión, a los importantes que cultivan la estupidez (tal y como la definió el economista Carlo María Cipolla), es decir, individuos que en su avidez de notoriedad mayúscula no dudan en “ocasionar pérdidas a otra persona, o a un grupo, sin que ellos ganen nada o incluso salgan perdiendo”. Es una sencilla regla de coste y beneficio, en la que “el indefenso sale perdiendo mientras los otros ganan, el inteligente sale ganando al mismo tiempo que los otros también ganan, el bandido se beneficia en la medida en la que los demás pierden, pero el estúpido es el único que consigue que todos, incluido él mismo, pierdan”. De estos importantes también he sufrido a unos cuantos y sin duda, insisto, mueven más a la compasión que al enfado.

De toda esta fauna habla David Trueba en “Queridos niños” cuando hace un retrato, tan ácido como fiel, de nuestra clase política y mediática, de nuestra sociedad sometida al capricho de los importantes. Si esta hubiera sido mi única lectura en las pasadas (y pequeñas) vacaciones, y aún admitiendo que la novela contiene elevadas dosis del mejor humor, hubiera perdido toda esperanza en la supervivencia de nuestra especie, consumida por los importantes y sus delirios de grandeza. Pero, como lector caótico que soy, he vuelto a leer a dos bandos, a mezclar dos libros dispares como el que combina veneno y antídoto. Cuando la realidad de Trueba se me hacía muy cruda escapaba a los cálidos brazos de Pablo d´Ors y su “Biografía de la luz”, un potente ensayo que nos desvela toda la provocación existencial que se esconde en el evangelio; sí, he escrito bien, en el evangelio cristiano. Así, he pasado la Semana Santa entre lo mundano y lo espiritual, entre el barro y la gloria, entre la soberbia y la humildad. Y, por supuesto y sobre todo, entre amigos, que sí que me son (muy) importantes aunque ellos jamás presumirían de algo así.

“Amigos nada más, el resto es selva. Caí en la cuenta de que la gente más valiosa en mi vida es la que me ha empujado a fabricar unos ideales, puede que ficticios, pero tan hermosos que da gusto jugar a que existen, apostar por ellos“ (David Trueba).

Nota al pie: La cita de Eliot la recordé hace poco en la Alhambra, cuando de la mano de Blanca Espigares recorrimos la ciudad palatina descubriendo cómo algunas de las frases que, en árabe, adornan las estancias son precisamente un elogio de la humildad, quizá porque los líderes espirituales de entonces querían conjurar así la indisimulada soberbia que se manifestaba en la decoración de estos palacios.

La distancia, en el espacio (Ucrania) o en el tiempo (Edad Media), nos coloca en una posición muy cómoda a la hora de lamentar la vanidad de los otros, y sus nefastas consecuencias, pero es que no solo hay que dolerse del orgullo criminal de Putin cuando en cualquier comunidad (laboral, vecinal, familiar, profesional) tenemos a zares (y zarinas) de bolsillo dispuestos a aniquilar a quien les lleve la contraria, a quien discuta su importancia o la menosprecie, a quien proyecte una diminuta sombra sobre su rutilante figura; es que raro es el día que no tienes que esquivar un codazo, una zancadilla, un mal gesto o una palabra subida de tono. Es que la guerra habita entre nosotros, es que el germen de la soberbia se esconde en lo cotidiano, esperando el momento de germinar. Pero, eso sí, sólo crece si lo alimentamos. El silencio es, en este caso como en tantos otros, el mejor tratamiento, el más económico y el más sencillo (bueno, para callar se requiere una cierta habilidad, pero no mucha…).

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Me gustan las partituras manuscritas, con sus tachaduras, sus notas, sus silencios… Con el pulso de lo que quiere ser pero todavía no ha sido. Con sus tiempos y sus contratiempos. Esta, por cierto, es de Beethoven.

«El sonido también ocupa espacio» (Marcel Duchamp)

No sólo el sonido ocupa espacio, también el silencio necesita expresarse y es en ese duelo, con su armonía y su caos, en donde nace la música, cualquier música. A veces el pulso es intencionado, y responde a un cierto cálculo, pero también es verdad que lo inesperado, la magia o el desorden que habita en lo cotidiano, también hace de las suyas y construye melodías imposibles (¿imposibles?)  con la sencilla (¿sencilla?) combinación que brinda el más primitivo sistema binario: sonido, silencio, sonido, silencio, sonido, silencio… La melodía puede ser la de una sinfonía endiablada o la de una conversación a media luz y a media voz. Pueden ser notas o pueden ser palabras. O risas, a las que Kant atribuía la curiosa condición de ser el único sonido, junto con la música, que produce placer sin necesidad de revestirse de un significado.

 

“ MIGUEL -Siempre he envidiado a los pintores. Ellos no necesitan las palabras…

ÁNGELA – Pero si las usas bien…, las palabras me refiero…

MIGUEL – Pero no se tocan, no huelen… Por eso son odiosos los museos. No te dejan tocar, los cuadros ya no huelen. Lo hermoso debía ser oler Las Meninas recién pintadas, ¿no?

Miguel se detiene frente a Ángela, muy cerca de ella…

MIGUEL – La historia de la literatura es la historia de la pelea para contar cosas con palabras… ¿Cómo cuentas esto, por ejemplo?

Miguel está pasando su mano por el rostro de Ángela. Muy despacio, como si fuera un pintor descubriendo los rasgos de su modelo”

(Madrid 1987 – David Trueba) 

 

Hay autores por los que siento predilección y, aún así, no estoy al tanto de su trabajo, quizá para reservarme la sorpresa, y el placer, de encontrarme, sin esperarlo, con algún texto desconocido que andaba oculto en algún rincón, esperándome.

Madrid 1987  es un guión, que no había leído, de una película, que no he visto, de un autor (David Trueba) por el que siento debilidad desde que lo descubrí en Cuatro amigos (1999). De manera inexplicable entre Saber perder (2008) y Blitz (2015) me salté este relato aparentemente sencillo, casi anecdótico, pero salpicado de minas, cargas de profundidad y llamaradas (de esas que iluminan y achicharran a un tiempo). Un guión que me llevé a la playa y que ahí, en la cresta de una duna gaditana, fui saboreando con tal placer que no pude evitar compartir ese goce íntimo. Tomé una cita del libro (la misma que encabeza este párrafo), la subí a mis redes sociales y confesé ser muy vulnerable a los relatos que dibujan romances a contratiempo, sobre todo si transcurren en Madrid (una ciudad de la que estoy, desde niño y gracias a mi padre, fatalmente enamorado).

No tardó mucho en aparecer una amiga para preguntar qué era eso de un romance-a-contratiempo, y entonces me di cuenta que la expresión la había utilizado sin pensar aunque, en realidad, no era un adjetivo caprichoso (el cerebro sabe muy bien por qué elige determinadas palabras, otra cosa es que lo confiese o que logremos que lo confiese).

«Creo en la supremacía total de la música. Sólo ella, y quizá la poesía, merecen el nombre del arte que revela lo inexplicable. Ni la literatura ni la pintura lo son» (Yasmina Reza a propósito de Hammeklavier).

Sin pretenderlo, al menos de manera consciente, había usado el contratiempo en sentido musical. Una historia de amor, o desamor, que se revela como esa irregularidad rítmica que los entendidos llaman contratiempo, ese compás que traiciona el compás y parece manifestarse contra natura, haciendo que silencios y sonidos ocupen el lugar que (aparentemente) no les corresponde. El contratiempo se posa revoltoso sobre el tiempo débil del compás y sustituye los tiempos fuertes por silencios. Y entonces, tal y como ocurre tantas veces en la vida, ese juego de contrarios, ese poner patas arriba lo que debería estar ordenado, lejos de destruir la melodía la enriquece, el tiempo adquiere otro sentido y provoca otro efecto emocional, y  si no que se lo pregunten a cualquiera que tenga un poquito de oído para el flamenco (ya que escribo cerca de Jerez adjunto ejemplo de compás, desnudo, por bulerías, con su miajita de contratiempo).

 

 

El contratiempo es una contradicción, una sorpresa, algo inesperado, fuera del orden establecido, fuera de la norma, de lo normal y de los normales. Y, sin embargo, cuando aparece, cuando lo hacemos aparecer, viene a iluminar la melodía y pide, incluso, un compromiso que va más allá de la simple audición, un compromiso que invade al resto de los sentidos, un compromiso físico y, por eso mismo, primitivo y placentero (quizá no exista un recurso que invite más al baile que este cambio en la acentuación de las pulsaciones). Eso que llaman swing necesita de unas dosis generosas de contratiempos, no digo más.

«La exactitud no es verdad» (Henri Matisse)

Así es que, ¿cómo vivir sin conducirse a contramano, a contratiempo, aunque sólo sea un poquito? ¿Cómo no escaparse de la rígida pauta sin salirse del compás? ¿Cómo no alterar el curso del tiempo? ¿Cómo no bailar cuando la fiesta parecía haberse terminado? ¿Cómo no apreciar, en definitiva, los romances, en riguroso contratiempo, de David Trueba?

El tiempo es el que manda y no es fácil hacerle frente, sortearlo para que, sin detenerse, ilumine, aunque sea de manera fugaz, nuestra existencia y nos regale una chispa de belleza. «Déjate llevar», diría el gitano de Jerez que marca el compás a contratiempo, y en esas dos palabras se resume el único sentido de tanto sinsentido.

«La belleza se resume en apreciación, concluyó. El paso del tiempo es la expresión perfecta de la fugacidad y es precisamente ese discurrir el que dota a cada etapa vital de significado. El sentido de la vida es vivir siguiendo el sentido de la vida» (Blitz – David Trueba).

Hummmm… creo que no me estoy explicando muy bien (algo ya clásico en este blog heterodoxo y algo caótico), así es que mejor os dejo con Sara Vaughan y su interpretación, salpicada de delicadísimos contratiempos, de Lullaby of Birdland

«Never in my woodland could there be words to reveal / In a phrase how I feel….»                         (Lullaby of Birdland)

 

 

 

 

 

 

 

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Frida, en su sana despreocupación, administra el batiburrillo de libros que se amontonan en la mesa del porche, los olisquea y los ignora, quizá porque todo lo que explican ella ya lo sabe (Foto: JMª Montero)

Creo que la pasión lectora que este verano se ha apoderado de mi no me visitaba desde Bachillerato, aunque, en realidad, se parece, sobre todo, al apetito literario de aquellos primeros años de Universidad, donde lo devoraba casi todo, con desigual criterio, tratando de educar mi apetito con sabores absolutamente dispares.

¿Quién dijo que escribir es difícil? A veces lo que más cuesta es no escribir, y quizá esa obligada contención, a la que me estoy entregando este verano casi como un sacerdocio, es la que explica la necesidad desmedida de leer, y leer, y leer… y releer. Si no puedo explicarme, al menos que sean otros los que se expliquen, y me lo cuenten, en silencio, al borde del mar, en el porche que mira al jardín o entre los pliegues de la almohada (bien pasada la medianoche).

El cóctel que he elegido y que, como siempre, queda bajo la atenta administración de Frida, mezcla géneros, territorios y épocas de acuerdo a un orden que no comprendo pero que seguro existe. Si leo lo que leo… por algo será. Por ejemplo, sólo leo a Llamazares en verano, ¿por qué? Mezclo la poesía clásica (Catulo, 86 a.C. – 40 a.C.) con la de última hora (Irene X, una aragonesa que no ha cumplido los 25) y con la de siempre (Benedetti, al que vuelvo buscando piedritas), pero ¿tiene algún sentido esta mezcla? Mis comisarios favoritos siguen siendo mediterráneos (Montalbano de Camilleri, Jaritos de Márkaris) o ibéricos de pata negra (los picoletos Bevilacqua y Chamorro, de Silva), pero entre medias, y de la mano de una amiga, se me ha colado un militar islandés (el coronel Keimppainen, de Paasilinna), ¿a qué viene este disparate geográfico? Me consuelo en Patti Smith (releo, emocionado, Éramos unos niños) y me acojono con la última novela de David Trueba (Blitz, cuyo comienzo no dejo de aplazar para protegerme, convencido que va a retomar el hilo a partir de uno de los pocos párrafos que me gustó de la fallida Saber perder), ¿a qué viene tanto sentimiento pegado a unas letras? Y entre medias, para enredar aún más este aparente sinsentido, picoteo en Schopenhauer (agudo aunque políticamente muy incorrecto), en Calamaro (tan excesivo y disperso en sus escritos como en sus canciones), en Gil de Biedma (para no abandonar los excesos, ni la intensidad) o en Dylan (un malafollá imprescindible cuando hay que conducir, solo y de noche, camino a no se dónde, y entonces te acuerdas de que te han regalado Bob Dylan at Budokan en CD: sí, ese mismo, el que perdiste o regalaste hace treinta años…).

Las letras de este verano me quieren decir algo, pero no tengo ni idea de qué es lo que me quieren decir… Ahí van algunas pistas cazadas con el rotulador verde:

«Bueno, ¿y qué era? Todavía no lo sé. Me atraían sus ojos, su voz, su cintura, su boca, sus manos, su risa, su cansancio, su timidez, su llanto, su franqueza, su pena, su confianza, su ternura, su sueño, su paso, sus suspiros. Pero ninguno de estos rasgos bastaba para atraerme compulsiva, totalmente. Cada atractivo se apoyaba en otro. Ella me atraía como un todo, como una suma insustituible de atractivos, acaso sustituibles. (…) Ella me daba la mano y no hacía falta más. Me alcanzaba para sentir que era bien acogido. Más que besarla, más que acostarnos juntos, más que ninguna otra cosa, ella me daba la mano y eso era amor.” (La tregua, Mario Benedetti)

«El tiempo y la naturaleza, que son sabios, nos permiten reemplazar las capas de alegría y de ilusión que nos van arrancando por capas de comprensión y serenidad, sostenidas en la intuición de que, junto a lo que va deshaciéndose por el camino, hay algo que construimos y que no puede perderse, algo que terminamos siendo y desde donde nos cabe resistir.» (Los cuerpos extraños, Lorenzo Silva)

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Libros que no me canso de leer porque me emocionan como el primer día. Es la vida. Sin más. (Foto: JMª Montero)

«Yes, I believe it’s time for us to quit
When we meet again
Introduced as friends
Please don’t let on that you knew me when
I was hungry and it was your world.
Ah, you fake just like a woman, yes, you do
You make love just like a woman, yes, you do
Then you ache just like a woman
But you break just like a little girl.» (Just like a woman, Bob Dylan)

«A qué vienes ahora,
juventud,
encanto descarado de la vida?
¿Qué te trae a la playa?
Estábamos tranquilos los mayores
y tú vienes a herirnos, reviviendo
los más temibles sueños imposibles,
tú vienes para hurgarnos las imaginaciones.»

(Himno a la juventud, Jaime Gil de Biedma)

«Al menos estoy segura de algo: yo no quiero a alguien seguro de lo que quiere. Yo quiero a alguien seguro de que me quiere. Y ya está. Que nunca deje de dudar, pero que me tenga claro. Que me tenga, claro. Y que me ame oscura.» (Grecia, Irene X)

«Hoy, frente a San Antonio, tampoco encontró ese espejo, tan sólo el de los cristales de las ventanas de los hoteles que miran a la bahía, pero lo encontrará mañana, cuando vuelva a emerger por Portinatx y se refleje en las buganvillas de toda Ibiza, que son tantas como estrellas hay esta noche en su firmamento. Seguramente, también, la mayoría se agitarán con la brisa que acompaña siempre al amanecer e incluso alguna perderá parte de sus flores, que pasarán a integrar la tierra como las estrellas que se deslizan desde hace rato por la bóveda del cielo lo hacen de la piel de éste y como los recuerdos pasan a formar parte de nuestra biografía. Es el destino de todo lo que se cae, de todo lo que se mueve, ya sea en el cielo, ya sea en la tierra. O en nuestro corazón, que también tiene estrellas y flores como esta noche de San Lorenzo«. (Las lágrimas de San Lorenzo, Julio Llamazares)

«Odio y amo. ¿Por qué es así, me preguntas? No lo sé, pero siento que es así y me atormento» (Epigrama 85 – Amor y odio, Catulo)

«El deseo trabaja como el viento. Sin esfuerzo aparente. Si encuentra las velas extendidas nos arrastrará a velocidad de vértigo. Si las puertas y contraventanas están cerradas, golpeará durante un rato en busca de las grietas o ranuras que le permitan filtrarse. El deseo asociado a un objeto de deseo nos condena a él. Pero hay otra forma de deseo, abstracta, desconcertante, que nos envuelve como un estado de ánimo. Anuncia que estamos listos para el deseo y sólo nos queda esperar, desplegadas las velas, que sople su viento. Es el deseo de desear«. (Saber perder, David Trueba)

«La luz entraba a raudales por las ventanas y bañaba sus fotografías y el poema que componíamos nosotros dos sentados por última vez. Robert muriéndose: creando silencio. Yo, destinada a vivir, prestando oído a un silencio que tardaría toda una vida en expresar«. (Éramos unos niños, Patti Smith)

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En algunos libros también se esconden anotaciones-al-margen que explican cómo, dónde y a qué hora se hicieron vivas esas letras (Foto: JMª Montero)

 

 

«Aunque la distancia no pueda con la memoria, busco el calor como las aves migratorias, porque pedir perdón de nuevo ya no sirve para nada. (…) Es que partir es morir un poco. A veces, optar entre un entorno seguro que te abriga y que te espera, y elegir la libertad desesperada de inventarse cada día es una decisión dramática. No importa la elección, es imposible no arrepentirse«. (Paracaídas &vueltas. Diarios íntimos, Andrés Calamaro).

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