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Tormenta en campos de Castilla

Ya desde la ventanilla del AVE se adivinaban las tormentas que esa misma noche iban a descargar en Madrid… (Foto: JMª Montero)

Hace unos días me sorprendió, en plena noche y en el centro de Madrid, una de esas tormentas que nos recuerdan el poder de la naturaleza y su carácter imprevisible. En el corazón mismo de la gran ciudad, allí donde todo parece estar bajo control, donde la naturaleza aparenta estar dormida o dominada, el agua, los relámpagos y los truenos se hicieron dueños del asfalto y, al menos durante unos minutos, nos devolvieron a un escenario primitivo y hermoso.

Pero luego vino la razón y entonces recordé, como siempre que cruzo una tormenta monumental, que estos aguaceros, tan característicos del clima mediterráneo, son los principales responsables de la pérdida de suelo fértil en numerosas comarcas (comarcas, todo hay que decirlo, donde la acción humana es responsable de malas prácticas agrícolas o de la pérdida de la cobertura vegetal silvestre), un fenómeno bien documentado en Andalucía. Cuando el año ha registrado lluvias moderadas y han escaseado los episodios tormentosos altamente erosivos, la pérdida de suelo no registra índices alarmantes en el sur de la península, de manera que menos del 10 % del territorio sufre pérdidas superiores a las 100 toneladas de suelo por hectárea y año (cifra a partir de la cual el fenómeno se considera grave). Sin embargo, cuando las lluvias son generosas y las tormentas frecuentes el porcentaje de territorio que pierde suelo por encima de esos índices de alarma puede superar el 20 %.

A veces, bastan unas pocas tormentas de cierta intensidad para que comarcas especialmente vulnerables, como las Alpujarras granadinas, la cuenca del Guadalhorce (Málaga) o la Sierra Sur de Sevilla registren pérdidas de suelo de hasta 300 toneladas por hectárea y año, una verdadera catástrofe ambiental difícil de reparar a corto plazo.

En Andalucía, como ocurre en otras regiones vulnerables, estos fenómenos no son percibidos como un riesgo vital ya que, al localizarse en un país desarrollado, sus efectos pueden mitigarse a través de compensaciones económicas, recursos tecnológicos o infraestructuras. Y este enmascaramiento del perjuicio originado, posible al menos a corto plazo, hace difícil la concienciación social que es el germen de cualquier actuación administrativa.

Para frenar este proceso no basta con lanzarse a repoblaciones forestales que sólo buscan incrementar el número de árboles en el menor tiempo posible. Si lo que se trata es de mejorar la cubierta vegetal de las zonas amenazadas por la erosión, señala la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), hay que actuar, sobre todo, en la restauración de aquellas funciones que tradicionalmente viene cumpliendo el bosque mediterráneo. Hay que favorecer los aprovechamientos sostenibles (como la producción de corcho o la recolecta de plantas aromáticas y medicinales) que, además, evitan la despoblación de estos territorios marginales; mejorar las condiciones que tienen estos ecosistemas para albergar a multitud de especies animales o vegetales, y favorecer, en definitiva, su capacidad para estabilizar los suelos. Mejor actuar sobre los recursos ya disponibles que olvidarse de ellos y apostar por la simple suma de nuevos territorios forestales.

Cualquier estrategia que busque conservar los suelos debería centrarse en el desarrollo de una gestión sostenible de las tierras agrícolas, de los recursos hídricos y de la ordenación del territorio.

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En Tabernas (Almería) no se trata de luchar contra la desertificación, sino de todo lo contrario: conservar la aridez.

Desentenderse de este fenómeno es desentendernos de nuestro propio futuro. Tan irrelevante nos parece el problema que incluso llegamos a confundirlo con otras circunstancias en donde no hay riesgo sino riqueza. A diferencia de lo que ocurre con la desertificación, la aridez no siempre es consecuencia de la acción humana. En Andalucía se localizan amplios territorios donde esta característica es de origen natural, por lo que, a lo largo de la historia, ha modelado ecosistemas peculiares en los que se localizan animales y vegetales perfectamente adaptados a estas condiciones extremas.. Cuando nos referimos a condiciones climáticas áridas podemos estar hablando de las que rigen desde hace cinco mil años en el Paraje Natural del Desierto de Tabernas, en Almería, y en este caso no se puede hablar de lucha contra la desertificación sino de todo lo contrario: conservación de la aridez y su biodiversidad.

 

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Una mañana de invierno en los olivares de Alcaudete (Jaén) – Foto: JMª Montero

La capacidad que tiene Paco Casero para liderar iniciativas en defensa del campo andaluz no ha mermado con la edad y mucho me temo que tampoco se verá afectada por su jubilación (administrativa). El pasado domingo un numeroso grupo de amig@s nos reunimos en Baena (Córdoba) para rendirle homenaje en esa supuesta despedida del mundo laboral. Y allí, en la almazara de los Nuñez de Prado, en vez de recapitular acerca de lo mucho que ha ido fraguando a lo largo de los años se despachó, en su línea habitual, con un puñado de nuevos proyectos en los que ya se ha embarcado. Uno de ellos busca la declaración del olivar mediterráneo como Patrimonio de la Humanidad, y ya que Paco se ha puesto en ello (no sabe la UNESCO la que se le viene encima) voy a regalarle algunos argumentos que refuerzan esta aspiración.

La arboricultura es una constante del paisaje mediterráneo, una de sus señas de identidad. El bosque primitivo se pliega a las necesidades del hombre, proporcionándole recursos básicos sin perder algunas de sus principales funciones ecológicas. Mientras que en la Europa atlántica y continental las plantas leñosas apenas representan, como media, un 10 por ciento de la superficie agrícola, en los países ribereños del Mediterráneo suman más del 40 % de los suelos cultivados. El olivo es uno de los elementos característicos de este peculiar patrimonio natural, sobre todo en comunidades como la andaluza, donde esta variedad doméstica del acebuche silvestre ocupa cerca de un millón y medio de hectáreas.

Cultivado en régimen extensivo, el olivar puede cumplir un importante papel en la  conservación de los suelos y, por tanto, en la lucha contra la desertización en un territorio, el sur de la Península Ibérica, especialmente amenazado por este proceso. Es cierto que se trata de un monte ahuecado, abierto, y que por tanto no reúne las mejores condiciones para defender el terreno de la erosión, pero aún así, su amplia copa cumple una estimable función protectora contra el impacto erosivo de las gotas de lluvia y su potente sistema radical sujeta la tierra. Es, además, una especie perfectamente adaptada al clima mediterráneo y poco exigente, capaz de resistir, en mejores condiciones que otros cultivos leñosos, la carencia casi absoluta de precipitaciones en las épocas más calurosas, al mismo tiempo que soporta heladas, afianzándose en todo tipo de suelos y colonizando altitudes superiores a los dos mil metros.

En algunos casos se llega a hablar de este cultivo como si se tratara de la cubierta vegetal natural, ya que representa una derivación del primitivo bosque mediterráneo transformado por el hombre. Aunque en numerosas comarcas se ha ido instalando sobre lo que eran primitivas masas de encina, no es menos cierto que, en sus modalidades de cultivo más tradicionales, el olivar se asemeja a una dehesa, sistema en el que se alcanza un cierto grado de equilibrio entre la explotación de los recursos y el mantenimiento de una rica biodiversidad.

Con estos argumentos, no pocos especialistas consideran que el olivar realiza muchas de las funciones del bosque mediterráneo del que procede, y representa en este sentido un grado de madurez intermedio entre las tierras de cultivo y el bosque propiamente dicho.

Los olivos tienen una menor presencia en la franja costera andaluza, mientras que en Sierra Morena llegan a ocupar más de un tercio de la superficie cultivada. También abundan en la franja subbética, desde la Sierra Sur sevillana hasta Iznalloz (Jaén), y, sobre todo, en la depresión del Guadalquivir, salpicando las campiñas cordobesa y jiennense. Esta última provincia, con más de 570.000 hectáreas dedicadas a esta leñosa, constituye la gran reserva olivarera de Andalucía.

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Olivos en las laderas donde se encajona el río Ardila, en la raya con Portugal – Foto JMª Montero

Entre la fauna que ha elegido estas explotaciones como refugio destacan las aves, de las que se calcula que unas 40 especies viven ligadas estrechamente al olivar, la mayoría migradoras procedentes de Europa o África (como zorzales, abubillas,  ruiseñores o cucos), pero también algunas sedentarias (jilgueros o rabilargos). Por los beneficios que reportan  a la agricultura, son las insectívoras, protegidas por este motivo desde 1896, las más valiosas de este catálogo, alcanzando en algunos casos densidades notables. Del petirrojo, por ejemplo, se calcula que pueden encontrarse alrededor de cuatro ejemplares por hectárea,  y cada uno de ellos llega a comerse más de dos kilos de insectos al año, actuando como el mecanismo natural más eficaz de lucha contra las plagas.

En zonas costeras este árbol también sirve de refugio al amenazado camaleón. Los pinares, en los que popularmente se suele situar a estos reptiles, constituyen un hábitat marginal, al que recurren solo en el caso de que hayan desaparecido otros soportes más adecuados como retamares, pequeñas explotaciones agrícolas de carácter familiar, huertas y cultivos leñosos. Por desgracia, en la fachada litoral este tipo de agricultura está siendo devorada por la implacable expansión urbanística.

El valor ambiental que se atribuye al olivar no es, sin embargo, un argumento válido en todos los casos. Durante sus diferentes fases de expansión territorial el olivo se ha instalado muchas veces en terrenos claramente inadecuados, sobre todo en lo que se refiere a la pendiente, sustituyendo con desventaja al monte mediterráneo tradicional. Ello ha provocado una aceleración intensa de los procesos erosivos, al igual que el uso desmedido de productos quimicos ha empobrecido la flora y fauna silvestres asociadas a este cultivo. En estos casos todas sus virtudes se ven oscurecidas, pero también se pueden ver multiplicadas cuando el olivo, en extensivo, no sólo ocupa los terrenos más propicios sino que, además, se cultiva respetando las condiciones de la agricultura ecológica.

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Penacho de sedimentos arrojados por el Guadalquivir al Atlántico. Imagen obtenida por el satélite Terra (NASA) el 13 de noviembre de 2012.

La imagen es espectacular, hermosa e inquietante, a partes iguales. El pasado 13 de noviembre el sensor MODIS del satélite Terra (NASA) captaba una descomunal pluma de sedimentos que, desde la desembocadura del Guadalquivir, se esparcia por el Golfo de Cádiz. El color de la imagen es natural y da idea del volumen de tierra que el cauce entregaba ese día al océano como consecuencia de las fuertes lluvias otoñales.

Las tímidas precipitaciones que suelen salpicar un prolongado periodo seco apenas pueden considerarse un alivio, por más que los ciudadanos las reciban como un regalo del cielo. Con frecuencia, el agua que depositan no es suficiente para equilibrar las graves carencias que sufren los suelos. En un trabajo sobre clima y sequía en España, publicado por el Instituto Nacional de Meteorología, se explica con detalle las necesidades que es necesario cubrir en estas circunstancias: «Después de un largo periodo de sequía, la recuperación de humedad de los suelos no es inmediata sino que se va haciendo de forma progresiva, dependiendo mucho del tipo de planta y carácter del suelo. Se requieren cantidades de 100 a 150 litros por metro cuadrado y periodos de 25 a 40 días o más, para la recuperación de la humedad del suelo».

Claro que, en el otro extremo de la balanza, las lluvias torrenciales plantean graves problemas, aún cuando aporten más recursos a ecosistemas y embalses. Sufrir una intensa sequía a la que bruscamente ponen fin lluvias no menos intensas es un cóctel típico del clima mediterráneo y, al mismo tiempo, una peligrosa combinación para los suelos, en los que dispara los índices de erosión.

En Andalucía alrededor de un 38 % de la superficie regional está afectada por riesgos elevados o muy elevados de erosión (el equivalente a la suma territorial de las provincias de Granada, Málaga y Córdoba), al manifestarse pérdidas de suelo superiores a las 10 toneladas por hectárea y año. En numerosos puntos estas pérdidas pueden llegar a superar las ¡¡ 300 toneladas !! y, lo que es más grave, tal cantidad de suelo fértil puede verse arrastrado al mar no en un año sino en días, como consecuencia de unas pocas tormentas como las que se están registrando estas últimas semanas.

No todas las precipitaciones tienen la misma capacidad erosiva: mientras que en áreas templadas solo un 5 % de la lluvia tiene la intensidad y energía adecuadas para provocar este tipo de daños, en zonas como Andalucía, con chaparrones propios de latitudes tropicales o subtropicales, el porcentaje de lluvias erosivas puede alcanzar el 40 %.

Cuando este tipo de aguaceros se producen tras un dilatado periodo de sequía, los daños se multiplican, porque la cubierta vegetal ha perdido buena parte de su capacidad protectora y el suelo presenta unos índices muy bajos de humedad que lo hacen más sensible al impacto de las gotas. El agua que reciben como una bendición bosques y zonas húmedas, se convierte, al mismo tiempo, en la peor enemiga de los cultivos en pendiente, zonas con escasa vegetación y tierras agrícolas en desuso.

En el caso de que las lluvias sean particularmente intensas y prolongadas los cauces terminaran por arrastrar ingentes cantidades de suelo. En el Guadalquivir, por ejemplo, la cantidad de tierra que se ha llegado a medir en la desembocadura llegaba, en algunos casos, a rondar las 20.000 toneladas por hora.

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Mi selva particular está a diez minutos de casa.

Cuando salgo de casa sólo necesito andar diez minutos (de los de verdad, no de los figurados) para estar en mitad del campo. Tomo algún viejo camino rural que me lleva a los pueblos vecinos, un sendero que se interna en un olivar o la linde de una extensa  plantación de secano, y camino sin más pretensiones que perderme durante un buen rato y olvidarme, así, del asfalto y sus habitantes.

En este cinturón agrícola que a duras penas sobrevive muy cerca del área metropolitana de Sevilla aún es posible encontrar retazos de la naturaleza que un día ocupó estas tierras. Pequeños detalles, elementos que suelen pasar desapercibidos, o a los que apenas se les presta atención y que, sin embargo, todavía desempeñan funciones imprescindibles.

Aunque fuertemente humanizado, el paisaje agrario está salpicado por pequeñas islas de naturaleza. En las franjas de terreno no cultivado todavía crecen algunos setos silvestres, que delimitan las diferentes explotaciones y las protegen de vientos y heladas. En algunos campos de labor aún se respeta la existencia de diminutos  bosquetes, pequeños grupos de árboles y arbustos en los que encuentran refugio un buen número de especies animales. Algunas (pocas, muy pocas) riberas de cauces se conservan como auténticos pasillos verdes, corredores en los que el clima se modera y las crecidas encuentran una regulación natural. Y hasta es posible encontrar caminos en los que no falta vegetación y sombra en sus márgenes. Y todos estos elementos, aunque humildes, resultan imprescindibles.

En terrenos pobres y poco profundos, las raíces de una pequeña masa de vegetación silvestre ayudan a que el subsuelo mantenga una cierta porosidad, permitiendo que el agua penetre mejor y permanezca más tiempo. Asimismo, fijan la tierra en zonas sometidas a elevados índices de erosión, sobre todo en cultivos situados en pendiente o en áreas donde las precipitaciones suelen tener carácter torrencial, ambas circunstancias muy frecuentes en numerosas comarcas agrícolas de Andalucía.

“Si hablamos de las riberas de los cauces”, me explicó hace ya algunos años Manuel Cala, especialista en temas agroambientales de Ecologistas en Acción, “este tipo de formaciones vegetales son la mejor defensa frente a crecidas e inundaciones”. Tanto las hojas y ramas de los árboles como el mantillo que cubre el suelo retienen las primeras precipitaciones y ayudan a que la tierra las absorba sin dificultad. Cuando el volumen de agua ya no puede ser retenido, «se desliza sobre el terreno a una velocidad hasta cuatro veces inferior a la que tendría en caso de estar desnudo».

En zonas agrícolas, la conservación de los setos, o la plantación intencionada de los mismos, suele tener un efecto beneficioso sobre el balance global de lluvia, algo muy valioso en territorios donde estas escasean. Las experiencias llevadas a cabo en Estados Unidos hablan de un aumento de hasta el 15 % en el volumen de las precipitaciones, y en Europa Central se han conseguido incrementos del 5 %. Pero no es esta la única forma de capturar agua mediante este recurso natural. Los setos mantienen el aire fresco y húmedo en su interior, lo cual origina una mayor cantidad de rocío nocturno, pequeñas lágrimas que, sin embargo, son vitales para mantener la fertilidad del suelo.

Al actuar de cortavientos, estos pasillos vegetales reducen la erosión eólica, facilitan la polinización, ayudan a que el riego por aspersión no se disperse, frenan el aporte de salitre en zonas costeras y limitan los efectos del granizo o la nieve sobre cultivos y animales. La Sociedad Española de Ornitología, que ha estudiado el valor de estos ecosistemas, recopiló los ensayos que se han llevado a cabo en diferentes zonas agrícolas europeas, en las que se estudió el efecto de estos elementos silvestres sobre la producción. Así, en Francia, las plantaciones de trigo en secano aumentaron su rendimiento en un 15 % cuando disponían de setos cortavientos, y el maíz alcanzó un porcentaje similar. En los Países Bajos, los frutales fueron los más beneficiados, ya que la producción de manzanas llegó a crecer hasta un 75 % y la de peras rebasó el 120 %.

En Andalucía, la existencia de estas pequeña manchas de vegetación tiene, a juicio de Manuel Cala, “un valor añadido, produce bienes directos”, ya que en ellas abundan especies que tienen algún tipo de aprovechamiento, como espárragos, collejas, vinagreras o cardillos, además de frutos silvestres (higos, moras, chumbos, madroños), plantas medicinales y aromáticas, o setas. También sirven de refugio a no pocas especies cinegéticas y a los apreciados caracoles, cuya escasez nos obliga, desde hace algunos años, a costosas importaciones.

La virulencia de algunas plagas, y el consiguiente incremento en el uso de productos químicos para combatirlas, también está relacionada, de alguna manera, con la paulatina desaparición de estos ecosistemas, en los que habitan todo tipo de predadores, desde murciélagos hasta aves insectívoras, pasando por las lechuzas y otras rapaces nocturnas.

Ya se que no es la Amazonia, pero todo esto nace, crece, se reproduce y muere… a tan solo diez minutos, andando, de mi casa.

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En el Año Internacional de los Bosques y en el Día Mundial de la Biodiversidad podemos unir ambas celebraciones viajando, sin salir de la Península Ibérica, hasta la selva del sur.

En contra de lo que algunos pudieran pensar a la vista de esos soberbios tapices vegetales que adornan amplias zonas de la Europa más fría, los bosques del centro y norte del continente cuentan con una biodiversidad relativamente baja. En ellos habitan muy pocas especies vegetales, y las funciones que desempeñan rara vez se superponen. Es decir, hay territorios forestales específicamente dedicados a la producción de madera, otros que actúan como tapiz protector del suelo; los hay que se aprovechan para el esparcimiento de la población o para brindar soporte a especies animales y vegetales.  En cambio, en los bosques mediterráneos todas estas funciones se superponen, son espacios humanizados, en los que crecen un elevadísimo número de especies, muchas de ellas endémicas, y presentan una biodiversidad muy elevada. Su gestión, por tanto, es sumamente compleja, ya que hay que conjugar los múltiples aprovechamientos con la conservación de los recursos que los hacen posibles.

Además, los terrenos forestales de países como España, Portugal, Grecia, Italia o Francia están sometidos a unas peculiares condiciones climáticas. Las sequías, que periódicamente azotan a estos territorios, unidas a los incendios estivales complican aún más la conservación de este patrimonio. La lista de amenazas se completa con la sobreexplotación a la que están sometidos algunos de estos bosques, habitualmente situados en zonas deprimidas desde el punto de vista social y económico. El fantasma de la erosión, uno de los peligros ambientales más graves del sur continental, está presente en muchos de estos territorios.

Andalucía alberga algunas de las mejores muestras de bosque mediterráneo que se conservan en todo el continente. Los encinares y alcornocales, que suman más de un millón de hectáreas, son el exponente más valioso de este tipo de ecosistemas. No menos importantes, en una región amenazada por la desertización, son las 200.000 hectáreas que ocupa el matorral mediterráneo noble, con una gran diversidad de especies y alta densidad.

El Parque Natural de los Alcornocales (Cádiz-Málaga), es uno de los mejores ejemplos que en todo el ámbito europeo se pueden encontrar de lo que es un bosque mediterráneo bien conservado, en el que la mayoría de las actividades humanas, agrícolas y ganaderas, están perfectamente integradas en el medio.

Ya en 1844, cuando las tierras del sur peninsular se convirtieron en destino predilecto de naturalistas foráneos, el científico alemán Moritz Willkomm llamó a estas  espléndidas masas forestales «la selva virgen europea», después de reconocer que se trataba del bosque más bello e interesante que habían visto sus ojos. Pero el aprecio que suscitaban fuera de nuestras fronteras no era compartido por las autoridades españolas, hasta el punto de que, en 1855, las leyes desamortizadoras de Madoz autorizaron la venta, y posterior corta, de muchos de los alcornocales que entonces se extendían por numerosas comarcas españolas.

La nefasta disposición tenía sin embargo algunas excepciones que, a larga, serían providenciales. Así, no se incluían aquellos montes poblados con quejigo y con  roble enano, precisamente dos de las especies más abundantes en los alcornocales gaditanos. En palabras de Máximo Laguna, botánico de la época, «el pigmeo salvó del hacha destructora al gigante».

El Parque Natural de los Alcornocales resulta, en sus más de 170.000 hectáreas de extensión, un espacio paradójico. A primera vista presenta una cierta uniformidad, muestra un paisaje que pudiera parecer monótono y hasta pobre al visitante. Sin embargo, la mezcla de unas peculiares condiciones geológicas y climáticas, combinadas con su estratégica posición geográfica, hacen de estos territorios un paraíso para la biodiversidad, en donde se alternan numerosos ecosistemas, algunos de ellos ciertamente peculiares y hasta exclusivos.

Parque Natural de los Alcornocales (Ventana del Visitante):

http://www.juntadeandalucia.es/medioambiente/servtc5/ventana/mostrarFicha.do;jsessionid=F855116252882DD95EB9FC7166021D0B?idEspacio=7410

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Hoy, con la llegada de la primavera, se celebra el Día Forestal Mundial, y el hashtag #forestal gana enteros en Twitter. Para celebrarlo rescato un texto que hace algún tiempo (2008) escribí para la revista «Estratos». Habla de los bosques olvidados de sureste árido español, de los bosques del desierto, una curiosa paradoja bien documentada. 

 

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Aunque hoy, a la vista de sus áridos paisajes, resulta difícil de creer, hubo un tiempo en que amplias zonas del sureste peninsular estuvieron dominadas por frondosos bosques. No fue un inesperado cambio climático el que transformó radicalmente estas tierras de Almería y Murcia, sino la acción devastadora del hombre a lo largo de los siglos. Acudiendo a yacimientos arqueológicos, archivos históricos, índices toponímicos y a la propia observación del medio natural, los hermanos Juan y Jesús García Latorre, historiador e ingeniero forestal respectivamente, han rescatado del olvido la densa vegetación que un día, no muy lejano, pobló algunas de las comarcas en las que ahora se ceba la erosión.

LOS BOSQUES DEL DESIERTO
La historia ecológica del sureste peninsular revela un sorprendente patrimonio forestal y faunístico

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José María Montero. Periodista ambiental
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En 1494, dos años después de la conquista del Reino de Granada, el viajero austriaco Jerónimo Münzer cruzaba la frontera que durante 300 años había delimitado dos sociedades bien distintas. Cristianos y musulmanes estaban separados por una amplia franja, prácticamente deshabitada, que se extendía entre Lorca (Murcia) y Vera (Almería). En el relato de su travesía, que incluye no pocas referencias a la abundante caza mayor, podemos leer: «Después de una jornada de nueve leguas por una comarca de exuberante vegetación, pero sin agua y despoblada, llegamos a Vera». Cuando los hermanos Juan y Jesús García Latorre, historiador e ingeniero forestal respectivamente, se toparon con este texto anotaron, para su correcta interpretación cinco siglos después, el siguiente comentario: «Nadie hoy, y menos un centroeuropeo, usaría la palabra exuberante para describir el raquítico matorral de la zona, una de las más áridas del sureste ibérico”.

 

La cita, aunque llamativa, es solo una muestra de las múltiples referencias históricas que ambos investigadores han manejado en sus trabajos de investigación sobre la historia ecológica de este sector de la Península. En definitiva, han sido capaces de ofrecer una nueva interpretación de algunos de estos paisajes, en los que el bosque, natural o creado por la mano del hombre, «habría sido un elemento importante hasta épocas muy recientes».

 

Lo que vio Münzer entre Lorca y Vera, aseguran los hermanos García Latorre, era una maquia de acebuches, una suerte de bosquete en el que se combinaban árboles, grandes y muy próximos entre sí, y un matorral muy alto. La combinación de estos dos elementos configuraba una vegetación densa y casi impenetrable. Espesas maquias de lentiscos, acebuches y sabinas también crecían en el Campo de Cartagena y en el Campo de Dalías.

 

Lejos de la humedad de las ramblas y de los suelos más profundos, la maquia se presentaba en forma menos densa, con los árboles muy dispersos entre el matorral. Un paisaje muy parecido al de la sabana africana. Algunos de aquellos primitivos acebuches que salpicaban estos parajes semidesérticos fueron injertados y unos pocos, destacan estos investigadores, “aún permanecen entre nosotros”. “Hemos localizado algunos de ellos”, precisan, “y son árboles impresionantes y extraños, a veces descomunales, con troncos retorcidos y aspecto de baobabs de la sabana. Centenarios, milenarios en ciertos casos, exhiben las señales de haber sido sometidos a todo tipo de manipulaciones y podas durante siglos para aprovechar sus frutos, madera y forraje”.

 

Cuando Münzer se interna en la comarca del Bajo Andarax, desde los municipios de Santa Fe de Mondújar hasta Almería capital, queda de nuevo sorprendido, en esta ocasión por un modelo de agricultura exótico, desconocido en el norte de Europa. El adjetivo que utiliza en esta parte del relato es “paraíso”. El paisaje que ahora se le presenta, describen los hermanos García Latorre, “era un extenso oasis formado por una densa y frondosa masa de palmeras y árboles frutales, bajo la que crecían, en claros y huecos entre los árboles, hortalizas, parrales, viñas, pequeños prados de alfalfa y bancales sembrados de cereal”. Un oasis artificial cuya existencia dependía de un complejo sistema hidráulico de acequias, pozos y norias. A diferencia de la agricultura que se practicaba en la Europa feudal, lo que crecía en esta zona del Bajo Andarax era fruto de una sabia combinación de horticultura y arboricultura que unía “valores utilitarios y estéticos”. Bosques silvestres y bosques humanizados componían un paisaje hoy desaparecido.

 

Esta es sólo una muestra de las numerosas evidencias que estos investigadores han ido reuniendo a lo largo de una década de trabajo, evidencias que acaban de reunirse en una publicación, Almería: hecha a mano, en la que se analizan las transformaciones ambientales que ha experimentado esta zona de la Península desde la prehistoria hasta la edad contemporánea. “Hemos podido comprobar con nuevos datos”, explica Juan García Latorre, “que efectivamente este desierto contó con una sorprendente cubierta forestal y una fauna extraordinaria hasta épocas históricas recientes”. El bosque mediterráneo en Almería, asegura, “era bastante más rico y complejo de lo que suponen botánicos y ecólogos cuando parten del estudio de la vegetación actual”.

 

Las pruebas de esta llamativa afirmación las han ido encontrando en yacimientos arqueológicos, archivos históricos o índices toponímicos. Y sobre las pistas que ofrecían estas fuentes han recorrido, palmo a palmo, este extenso territorio sureño, observando el medio natural para rescatar del olvido la densa vegetación, y la variada fauna, que un día, no muy lejano, pobló algunas de las comarcas que ahora aparecen dominadas por el desierto.

 

Ambos investigadores han podido, incluso, localizar, como en el caso de los acebuches milenarios, los restos de estos primitivos bosques. Oasis forestales “absolutamente desconocidos y, por tanto, desprovistos de cualquier protección”. Un buen ejemplo de este patrimonio oculto es el pinar del Barranco del Negro, en el corazón del Cabo de Gata, donde los árboles, adultos y jóvenes con una buena tasa de regeneración, sobreviven con tan sólo 170 mm de precipitación media anual. A este inesperado inventario se suman alcornocales en la desnuda sierra de los Filabres, a casi 1.000 metros de altitud, o centenarios quejigales en la sierra de Cabrera, en un enclave semiárido.

 

Precisamente en Cabo de Gata, un desierto volcánico con los índices de precipitación más bajos de Europa, los hermanos García Latorre han descubierto “enormes árboles milenarios, probablemente de más de 1.500 años de antigüedad en algunos casos, que se encuentran no sólo entre los más viejos de la Península Ibérica sino también de todo el Mediterráneo”. En Agua Amarga, por ejemplo, se ha localizado un soberbio olivo o acebuche injertado cuya edad se ha estimado entre 1.500 y 2.000 años, “un monumento de la época romana, pero un monumento vivo”.

 

También en las zonas serranas quedan restos espectaculares de los antiguos bosques almerienses, como el Carrascón de la Peana, una encina que crece a casi 1.500 metros de altitud, en el municipio de Serón. En su base alcanza un perímetro de 15 metros y se eleva hasta los 18 metros de altura, el equivalente a un edificio de seis plantas. “Este árbol”, detallan los investigadores, “ya aparece mencionado en un documento del siglo XVII, tiene una edad estimada de, al menos, 700 años, y posiblemente sea la encina más grande y vieja de Andalucía”.
Sobre una superficie de unos 28.000 kilómetros cuadrados, que cubre todo el sureste español, los hermanos García Latorre han examinado más de 3.000 topónimos que hacen referencia al medio natural y a la acción del hombre sobre el mismo. El alcornoque y la encina aparecen citados de forma muy abundante, circunstancia que “refleja la amplia distribución de estas especies, que iría desde las comarcas más montañosas y húmedas hasta las más áridas como el Cabo de Gata o el Campo de Cartagena”. Otros topónimos hacen referencia a los pinos, madroños, acebuches, lentiscos, coscojas, enebros y sabinas, especies, todas ellas, ya desaparecidas de estos territorios o con poblaciones que apenas son una reliquia de tiempos pasados.

 

Fue la mano del hombre la que arrasó este patrimonio forestal. La escasez de madera empieza a hacerse notar en el siglo XVIII. En julio de 1741 un inspector forestal de la marina de guerra visita la comarca de Vera inventariando los pinares, bastantes esquilmados ya. En la pequeña sierra de Almagro contó 1.600 pinos carrascos, de los que solo ha sobrevivido una pequeña mancha muy degradada en la cima; y en el valle de la Ballabona descubrió que los cultivos habían sustituido casi por completo a los pinos, de manera que solo pudo registrar la existencia de 320 pies, hoy completamente desaparecidos. A pesar de todo, todavía en 1763 el marqués de los Vélez nombraba guardas forestales para sus montes de Sanpétar, en donde lo único que han encontrado ahora estos investigadores «es un viejo pino de grandes dimensiones».
La fase final en la destrucción de los bosques almerienses se desarrolla a lo largo del siglo XIX, fenómeno que queda relatado con precisión en el Diccionario de Madoz, publicado a mediados de esa centuria. Hasta en nueve voces diferentes de esta obra, explica Andrés Sánchez Picón , profesor de Historia Económica de la Universidad de Almería, se recoge la desaparición del monte alto y bajo de la sierra de Gádor. En los casos de Dalías o Berja se habla de la destrucción reciente y completa de sus grandes encinares, y en parecidos términos se expresan los informantes de pueblos como Beires, Abla y Abrucena.

 

No se puede culpar a las peculiares condiciones climáticas de este desastre, ni tampoco, añade Sánchez Picón, se puede recurrir a rancias leyendas: «A finales del siglo XX, los habitantes de este rincón del sureste árido aluden a ambiguas y legendarias referencias históricas para explicar la deforestación provincial, y no son raras las acusaciones que hacen responsable a la construcción de la Armada Invencible de la desnudez de nuestros montes». Las causas hay que buscarlas en una sucesión, ininterrumpida desde la Edad Media, de alteraciones causadas por el hombre como consecuencia del cambio en el tipo de aprovechamientos agrícolas, la explosión demográfica, la intensa actividad minera y metalúrgica o la masiva recolección de esparto con destino a la industria papelera británica.

 

En lo que se refiere a la fauna se han hallado nuevas evidencias sobre la presencia de osos, ciervos, nutrias y corzos en las sierras de Almería hasta periodos históricos recientes. “También”, precisa García Latorre, “hemos averiguado, por fin, qué era la encebra, un équido no doméstico sobre el que encontramos referencias documentales desde la Edad Media hasta el siglo XVI. Al parecer era una especie de caballito salvaje con rayas que después de haber vivido en gran parte de España se extinguió en Almería en la época de Cervantes que, de hecho, lo cita en El Quijote”.

 

Estos son algunos de los aspectos más llamativos y curiosos de este trabajo de investigación pero, como advierten sus autores, “no constituyen su tema central”. El medio natural, en sentido estricto, no existe, sino que cuando contemplamos estos paisajes almerienses estamos viendo el producto de la interacción, durante miles de años, de la naturaleza y de las distintas civilizaciones que la han poblado, “cada una de las cuales explotó, manejó y transformó su entorno de manera peculiar y específica, y el estudio de estas interacciones es el verdadero tema central de nuestra obra”.

 

Examinando el pasado se pueden revelar algunas buenas noticias que, incluso, podrían contradecir las tesis más o menos oficiales. Una de nuestras conclusiones, destaca Juan García Latorre, “es que el medio natural de Almería no está más degradado que el de Asturias o Irlanda y que, en contra de lo que se viene afirmando desde hace mucho tiempo, el desierto y la desertización no avanzan en esta provincia, sino que, en realidad, están retrocediendo”. 

LA MINERÍA INSACIABLE

En el retroceso del bosque almeriense durante el siglo XIX jugó un papel fundamental la actividad minera, y en concreto las fábricas metalúrgicas que empleaban combustible vegetal a gran escala. Así lo habían manifestado numerosos autores aunque, hasta hace pocos años, nadie había calculado el impacto real de estas prácticas en la vegetación de comarcas concretas.
Tomando como referencia la sierra de Gádor, Andrés Sánchez Picón ofrece algunas cifras que hablan de la insaciable voracidad de los hornos de fundición que originalmente se alimentaban con especies de monte bajo como el esparto, fundamentales en una provincia que avanzaba a pasos agigantados hacia la desertización. Solo en los 13 años que van de 1823 a 1836, advierte este historiador, «se quemaron más de 660.000 toneladas de esparto», y entre 1796 y 1860 «pudieron desaparecer en esta sierra unas 50.000 hectáreas de espartal». Como contrapunto, añade, «en los 54 años del periodo comprendido entre 1861 y 1915, cuando el esparto en rama se convirtió en uno de los principales capítulos de las exportaciones almerienses hacia las fábricas de papel del Reino Unido, las expediciones de este vegetal alcanzaron un volumen total de 741.245 toneladas».

También fueron pasto de las llamas otras especies de monte alto, como las encinas. Sánchez Picón calcula que pudieron emplearse en los hornos más de medio millón de pies de este árbol, lo que equivale a una superficie afectada de unas 28.000 hectáreas. La cifra posee una magnitud aceptable, concluye, «si tenemos en cuenta que en el Atlas Forestal del siglo XVIII los funcionarios de la Marina habían anotado más de 700.000 encinas en las jurisdicciones montuosas de Roquetas, Dalías, Almócita y Canjáyar, una pequeña parte de la superficie de la sierra de Gádor». 

LA VIDA EN LA ARIDEZ

La aridez no siempre es consecuencia de la acción humana. A juicio de la bióloga Nuria Guirado, “es preciso aclarar que cuando nos referimos a condiciones climáticas áridas podemos estar hablando de las que rigen desde hace cinco mil años en el Paraje Natural del Desierto de Tabernas”. Almería participa del clima mediterráneo, y por tanto está sometida a un régimen de lluvias muy irregular, pero es que existen ecosistemas perfectamente adaptados a esta inestabilidad. “Es más”, detalla Guirado, “existen numerosos ejemplos de organismos vivos, como las retamas, cuya adaptación a estas condiciones climáticas tan particulares las convierte en auténticas islas de fertilidad, ya que protegen el suelo y facilitan la retención de nutrientes dentro del sistema”.

 

Argumentos similares defienden los hermanos García Latorre cuando hablan de “las virtudes poco conocidas de los secarrales almerienses”. El matorral, “una formación vegetal de gran belleza”, desempeña en el sureste español las mismas funciones que los bosques en otras zonas de Europa. «Posiblemente por estar tan acostumbrados a ellos”, razonan, “no se les presta la atención que merecen, llegando incluso a ser despreciados”.

 

En los áridos campos de Tabernas, por ejemplo, existe una zona donde las retamas alcanzan hasta tres y cuatro metros de altura, y llegan a desarrollar raíces de hasta cincuenta metros de profundidad. “Se ha podido comprobar”, destacan estos especialistas, “que a la sombra de las retamas se forma un microambiente especial, menos árido que el entorno circundante y más fértil gracias al nitrógeno que aportan los tallos que se van desprendiendo del matorral”. De esta manera, la retama, al crear unas condiciones muy favorables, facilita la instalación de numerosas especies vegetales que de otra forma no serían capaces de colonizar estas tierras, aumentando así la biodiversidad de la zona.

 

Un fenómeno similar se produce en las dunas de Punta Entinas, junto al municipio de Roquetas de Mar, donde las sabinas son capaces de alcanzar edades de hasta tres siglos sobre terrenos arenosos en los que escasean los nutrientes. A la sombra de esta especie se desarrollan otros muchos vegetales. En las tierras volcánicas de la sierra del Cabo de Gata se pueden encontrar hasta 70 especies diferentes de plantas en apenas 800 metros cuadrados de terreno. “¿En qué bosques de Europa existe una diversidad parecida?”, se preguntan los hermanos García Latorre. A pesar de los prejuicios que tenemos frente a las zonas áridas, concluyen, “podemos presumir de habitar en uno de los territorios con mayor diversidad vegetal de toda Europa”.

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