“Uno no siempre hace lo que quiere /
pero tiene el derecho de no hacer /
lo que no quiere” (Hombre preso que mira a su hijo, Mario Benedetti)
Era domingo. Aquel 11 de septiembre de 1983 era domingo, y yo debía haberme subido al rápido de medianoche con vosotros, en la estación de Plaza de Armas, en Sevilla, como siempre. Pero aquel domingo, 11 de septiembre de 1983, yo estaba en Córdoba, y mientras el rápido salía de Plaza de Armas, a ritmo de rápido, yo aún andaba sudando y vociferando en la Plaza de la Corredera. Diez años se cumplían del golpe de estado contra Allende; una década que Anguita, califa rojo, quiso conmemorar poniendo voz chilena, y uruguaya, a la amarga efeméride. Cantaban los quilapayunes que habían logrado escapar del degüello, y recitaba Benedetti, Mario Benedetti.
En la estación de Córdoba agarré el rápido y os encontré, como siempre, en la cafetería. Y me faltó tiempo para deciros que en el mismo tren, que en la misma cafetería, viajaban los quilapayunes de la Corredera, y Benedetti, porque aquel hombre maduro, de bigote cano era, sin duda, el mismísimo Benedetti. En fin, entonces teníamos veinte años, y aún creíamos en los héroes; y queríamos escribir, y ser auténticos, y puros, y eternos, como Benedetti.
¿Cuántos tintos nos soplamos en la cafetería del rápido con los chilenos? ¿Cuántos suspiros se le escaparon a Lola, convencida de estar, por fin, cara a cara, con Benedetti? ¿Cuántas fotos nos hicimos en el andén, felices por habernos encontrado?
Amanecía en Atocha y no, no nos fuimos a la pensión de los gallegos, la de Gran Vía 15.
¿A quién se le ocurrió seguir a los chilenos hasta su casa? Una casa extraña, en un lugar imposible, en donde seguimos soplando tinto y dormitando. Allí fue donde descubrimos que Benedetti, Mario Benedetti, no venía en el tren. Allí fue donde aquel hombre maduro, de bigote cano, nos confesó, con cara de asombro, que él no era Mario Benedetti.
¿De qué era el examen? ¿Nos presentamos?
Cuando un 17 de mayo de hace tres años me desayuné con la noticia de la muerte del bueno de Benedetti, de Mario Benedetti, me acordé de aquel domingo, de aquel rápido, de aquella cafetería rodante, de aquellos chilenos y su piso imposible… En fin, me acordé de aquellos años, de aquellos veinte años, en los que queríamos escribir, y ser auténticos, y puros, y eternos, como Benedetti. Y entonces te envié esta carta que hoy rescato de mi archivo y cuelgo en mi pizarra, porque en aquel tren además del falso Benedetti también viajaban nuestras ilusiones de jóvenes periodistas. Y estas eran tan auténticas que, treinta años después, siguen intactas. Y como nos las quieren robar, y como nos quieren robar también la alegría y la dignidad, prefiero escribir para defenderme, para defendernos, porque, a pesar de todo, y de todos, es la única arma que se manejar.