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Posts Tagged ‘gastronomía’

El viejo muro de piedra, el suelo tapizado por la vegetación espontánea, las encinas preñadas de bellotas, los cerdos ibéricos a su aire… De esta combinación, y los justos añadidos que no presta la naturaleza, solo pueden salir alimentos que nos predisponen a la felicidad. Es el regalo de nuestras dehesas mejor conservadas. (Foto: http://www.consorciodejabugo.com/#/cerdo/la-raza/es).

Primero fue un artículo (*) de Daniel Innerarity sobre ciertas confusiones en torno al placer. Después vino una reflexión compartida con mi amiga Cristina Monge, en la Aragon Climate Week, a propósito de los sacrificios, equivocados, que se vinculan a las soluciones que planteamos frente al cambio climático, reflexiones que Cristina trasladó también a un artículo (**) muy estimulante. Y finalmente, el círculo, o los tres vértices de este triángulo, lo cerró una invitación de mi amigo Toni Delgado para que, en buena compañía, mostrara los vínculos, invisibles para gran parte de los ciudadanos, que mantiene el mejor jamón ibérico (fuente indiscutible de placer) con la biodiversidad que atesoran nuestras dehesas.

De la teoría a la prática a través del olfato y el paladar. La acción climática tiene muchas aristas y algunas son tan efectivas como placenteras. O, dicho de otra manera, agarré los artículos de Daniel y Cristina y, de la mano del Consorcio de Jabugo , me fui a pasear por las dehesas de Huelva, buscando las evidencias de sus oportunas hipótesis.

Cuando hablamos de biodiversidad es inevitable que en el imaginario colectivo aparezcan escenarios como los densos bosques tropicales o los exóticos arrecifes de coral, mientras que pocos son los que sitúan esa explosión de vida en nuestras domésticas dehesas, las selvas del sur, una parte sustancial de la riqueza natural que atesora el bosque mediterráneo. Como virtud añadida, las dehesas, al igual que ocurre con las salinas, no son obra exclusiva de la naturaleza, fenómeno que resta méritos a los humanos que conviven con junglas o atolones, sino que es una sorprendente muestra de a dónde nos puede conducir la combinación de naturaleza y acción (sensata) humana. Aprovechar no siempre es sinónimo de destruir, a veces, y esto es muy frecuente en los ecosistemas mediterráneos, aprovechar es sinónimo de construir. Cuando los humanos nos damos así la mano con la naturaleza no es que sumemos, es que multiplicamos.

Esa colaboración a contracorriente explica por qué en una dehesa es imposible separar ecología, economía y cultura (desde la arquitectura rural hasta la gastronomía). O, dicho de otra manera: el desarrollo sostenible, ese tan cacareado y tan desconocido en su correcta ejecución, ya estaba inventado, pero, como suele pasar, lo cercano, lo doméstico, lo sencillo, no despierta el asombro.

Sin la acción humana la dehesa no existiría. Sin los pastores, sin la ganadería en extensivo, sin la selvicultura tradicional, este ecosistema humanizado y biodiverso no existiría. El 18 % de nuestra Red Natura, el listado que señala lo mejor de nuestro patrimonio natural, está vinculado al pastoreo en extensivo, un aprovechamiento milenario que multiplica la biodiversidad, genera riqueza y, sobre todo, ayuda a evitar la despoblación de las zonas rurales, la mayor amenaza que sufren estos territorios.

Los números son un parco reflejo de la realidad, repleta de matices intangibles y difícilmente cuantificables, pero son un indicador que nos permite imaginar el valor de estos escenarios. En un solo metro cuadrado de dehesa bien conservada pueden localizarse hasta 135 especies de flora diferentes, y en el conjunto de un ecosistema de estas características encontramos más de 60 especies de aves nidificantes, alrededor de una veintena de mamíferos y un número similar de anfibios y reptiles. Los insectos, a los que se presta menos atención, son decisivos en las dehesas, con ejemplos como el de los escarabajos coprófagos, indispensables para generar suelo fértil.

¿Qué es lo que explica esta riqueza? Pues el mismo factor que hace que una sociedad sea próspera: la heterogeneidad, la mezcla, el mestizaje. La biodiversidad se encuentra cómoda cuando en un mismo tapiz conviven zonas arboladas, matorrales y pastizales, salpicados de nichos ecológicos que ofrecen oportunidades a la vida en sus infinitas manifestaciones (muros de piedra, cultivos, charcas temporales…).

Cuando un jamón ibérico (un 959 con el que se te saltan las lágrimas) se empaqueta de esta manera, ya se está anunciando qué es lo que atesora este alimento.

Esa es la biodiversidad evidente, la que cualquiera poniendo atención, y con la compañía adecuada, puede descubrir paseando por una dehesa. Pero, ¿y la riqueza oculta? Las especies son importantes, pero, ¿y las funciones y los servicios? En la nómina de lo que una dehesa nos aporta, a todos (no sólo a su propietario), está el paisaje, el patrimonio cultural, la protección frente a inundaciones e incendios, la regulación climática al fijar dióxido de carbono, la conservación del suelo fértil, la mejora de la calidad del aire, la recarga de los acuíferos, el mantenimiento del acervo genético (razas ganaderas autóctonas, por ejemplo), el control de algunos vectores de enfermedades, la polinización, etc. etc.

Nadie paga al agricultor, al pastor, al ganadero por estos servicios de los que se beneficia, insisto, toda la sociedad. Sería justo, entiendo, repercutirlos, como valor añadido, al precio de los alimentos que produce la dehesa (con una explicación fácil, al alcance de cualquier consumidor), una fórmula sencilla para otorgarles valor y contribuir al mantenimiento de esos oficios indispensables. Y llegados a este punto, que es a donde quería llevarme mi amigo Toni, no es difícil mostrar el mejor ejemplo: los productos derivados del cerdo ibérico, con el jamón a la cabeza de este catálogo de alimentos, de proximidad, que nos procuran felicidad.

Ningún territorio, ningún ecosistema decisivo, ningún otro hábitat de los que tenemos en la Península puede contarse mejor a través del olfato y el paladar, dos sentidos muy poderosos. Los alimentos que obtenemos de esos cerdos ibéricos que se han criado en libertad, en dehesas sanas, al ritmo que marcan las estaciones, son una extensión sensorial de esos campos, en ellos está encerrada toda la biodiversidad (la evidente y la oculta), y por eso cuando los consumimos aparece la fértil combinación de razones y emociones (a las que conducen el gusto y el olfato).

Este es el mapa del tesoro, la distribución espacial de nuestras selvas del sur, los encinares (verde oscuro) y las dehesas (verde claro) que cubren buena parte de la Península Ibérica.

La cesta de la compra, nuestra cocina doméstica, el comedor donde nos sentamos cada día en familia o entre amigos, son de las herramientas más sencillas, por cotidianas, pero al mismo tiempo de las más eficaces, a la hora de frenar la degradación ambiental, la pérdida de biodiversidad, el cambio climático. Elegir alimentos de proximidad, vinculados a hábitats de gran valor ecológico y cultural, significa frenar el despoblamiento rural, consumir productos con bajísima huella hídrica y de carbono, mantener nuestros paisajes, fijar el exceso de carbono atmosférico, defender nuestra identidad cultural y, algo tremendamente importante, alimentar nuestra felicidad.

Coincido con Daniel y con Cristina, hemos confundido las soluciones: no es el sufrimiento, la ecoangustia, la única salida a esta encrucijada ambiental. Hay multitud de soluciones que parten del placer, y comer un buen jamón ibérico es una de ellas. Sólo habría que añadir un matiz nada intrascendente, el de la justicia social que es la que permite democratizar el consumo de estos alimentos. Pero incluso admitiendo ese matiz, no nos engañemos, en las sociedades opulentas gastamos mucho más, a pesar de las injusticias (o quizá como consecuencia de ellas), en elementos prescindibles que en buenos alimentos. ¿Jamón ibérico o un móvil de última generación? ¿Caña de lomo o atracón de fast food? ¿Embutidos de bellota o unas deportivas de marca? ¿Qué nos procura más placer? ¿A dónde va nuestro dinero en un caso y en otro? ¿Quién se beneficia de un modelo de consumo y del otro?

La felicidad ibérica no es tan cara como parece y, con frecuencia, es el camino más directo a la solución de algunos de nuestros problemas.

PD: De todo esto hablé una tarde de otoño, entre amigos, en Sabores del Almacenito, donde los responsables del Consorcio de Jabugo me invitaron a explicar de qué manera la biodiversidad y el mejor jamón ibérico están hermanados hasta ese punto en el que una y otro no se explican por separado en un territorio tan hermoso como el de las mejores dehesas de la Península.

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(*) “Es posible pensar de otro modo el placer y la propiedad, como gozo compartido. Lo común es un modo de apropiación que se pone como límite el abuso. Los placeres pueden aumentar cuando se comparten de manera igualitaria. Gozar en la igualdad, la satisfacción de formar parte de una sociedad justa son formas de placer que podrían ser una alternativa positiva a su reducción individualista».

(**) “Toda la concienciación del mundo servirá para poco si no se dispone de las estructuras sociales, políticas y económicas que permitan activar las medidas de transición ecológica como lo que son: una oportunidad para el disfrute y el placer».

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Admito que cuando vuelvo del mercado se me suele ir la perola componiendo bodegones en los que reivindico la belleza de los alimentos de proximidad y su poder de evocación. Este bodegón lo dibujé en mi refugio gaditano cuando encontré, en un puesto de Sanlúcar, estas pintarrojas y se me vino a la memoria el caldillo de pintarroja (bien picante) que disfrutaba de pequeño en las tabernas de Málaga, esas en las que mi padre me aupaba al taburete (Foto: José María Montero).

cocinar nos introduce en una red de relaciones sociales y ecológicas con las plantas, los animales, la tierra, los horticultores, los microbios que hay dentro y fuera de nuestro organismo y, por supuesto, con las personas a las que nutren y deleitan nuestros platos. Es decir, que lo más importante que he aprendido es que cocinar conecta”  (Cocina. Una historia natural de la transformación, Michael Pollan)

El mejor manifiesto posible en defensa de nuestro sector primario es este: cocinar.

No hacen falta tantas palabras, sobran las alharacas y los discursos, no son necesarias las proclamas ni los golpes de pecho. Es suficiente con elegir productos de proximidad elaborados de manera sostenible, pagar por ellos un precio justo y cocinarlos con mimo para la gente a la que queremos. Y brindar con vino, de aquí cerquita, puro placer mediterráneo.

La literatura termina donde comienza la vida. La cocina es profundamente revolucionaria, quizá por eso tratan de domesticarla en concursos donde lo de menos es cocinar o donde se cocinan platos que jamás se nos ocurriría comer en casa. La cocina es poder, por eso cuando sale del domicilio y se exhibe en las pasarelas gastronómicas la ejercen, por abrumadora mayoría, hombres. En la cocina se revelan no pocas contradicciones, por eso con demasiada  frecuencia los que se pasan la vida dando lecciones sobre igualdad, justicia y alimentación sostenible llegan a sus casas a mesa puesta, y suelen ser las mujeres de su entorno (madres, esposas, hijas, abuelas…) las que les compran, les cocinan y les sirven esa comida sostenible de la que tanto hablan, escriben y pontifican. Sí, y también les friegan los platos. Son tan slow tan slow que siempre llegan a la cocina cuando todo está ya recogido.

¿Cómo obviar la estimulante conexión que existe entre la naturaleza y la cocina? Cuántos placeres me proporciona una mañana de diciembre en la Sierra Morena cordobesa, buscando setas que luego terminarán en las brasas de nuestra chimenea (Foto: José María Montero).

Desconfío de los que quieren cambiar el mundo y no saben freír un huevo. A mí no me engañan los que tienen unos dedos libres de callos, quemaduras y cicatrices, los que se visten con un mandil sospechosamente impoluto, los que compran vinagres de saldo y, sobre todo, los que en su cocina usan cuchillos penosos. Recelo de los que presumen de no saber cocinar, como si esa fuera un virtud. Me resultan un tanto cómicos los cocineros-de-un-solo-plato (la típica paella de domingo, por citar un clásico) y los que se reivindican como pinches (sin habilidades de ninguna clase) para ocupar algún espacio en este delicado proceso de transformación.

La cocina –sea de la clase que sea, la cotidiana o la extrema- nos sitúa en un lugar muy especial del mundo, ya que nos coloca entre el mundo natural por un lado y el mundo social por otro. El cocinero permanece firme entre la naturaleza y la cultura, dirigiendo un proceso de traducción y negociación. Tanto la naturaleza como la cultura se transforman mediante el trabajo, y descubrí que el encargado de realizar ese proceso es el cocinero(Cocina. Una historia natural de la transformación, Michael Pollan).

Hablar cuesta muy poco y ni siquiera es necesario ser consecuente: somos de una forma y nos explicamos de otra, vivimos de una manera y hablamos de una vida inexistente, defendemos lo que sólo existe en un discurso bienintencionado y dibujamos en el imaginario de los otros un paraíso que nos es ajeno. La cocina doméstica exige, creo, algo más de compromiso, de coherencia, de generosidad. Nadie cocinó nunca para su enemigo, pero tampoco fue capaz de engañar a sus amigos haciéndose pasar por cocinero.

Esta es la mejor manera que conozco de estar con las mujeres y los hombres de la agricultura, la ganadería y la pesca. Es el mejor manifiesto posible: el que se escribe, en silencio, todos los días, en la cocina familiar.

Da igual a dónde vaya o en dónde me soltéis, tarde o temprano terminaré cocinando… con lo que haya a mano. De izquierda a derecha y de arriba a abajo: cocinando en mitad de la nada (Shaw River, Western Australia), con un fogón de campaña y en compañía de Juan Manuel García, durante la expedición Australia-Tasmania de 2009; cocinando en mi refugio gaditano un verano cualquiera; cocinando en el velero de la expedición a la isla de Cabrera de 2016; cocinando en Los Linares (Villaviciosa de Córdoba) un mediodía de invierno cualquiera.

PD: El movimiento se demuestra… cocinando, por eso en estos días de fiesta confinada he multiplicado mi aprecio por los alimentos de proximidad. En mi encimera azul no han faltado las gambas blancas de la lonja de Isla Cristina (Huelva), la concha fina de la Caleta de Vélez (Málaga), el cordero lechal de Felipe Molina (Las Albaidas, Córdoba), el cerdo ibérico del Valle de los Pedroches (Córdoba), los garbanzos lechosos de las tierras de bujeo gaditanas y de Escacena (Huelva), las verduras de nuestro huerto y de los mayetos de Rota-Chipiona-Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), los calamares de potera  de la lonja de Sanlúcar de Barrameda, los níscalos de Sierra Morena (Villaviciosa de Córdoba), los vinagres del Condado (Huelva), Jerez y Montilla-Moriles, el AOVE de Jaén, Córdoba y Granada, la sal marina sin refinar del Algarve portugués y de la Bahía de Cádiz, el jamón y la caña de lomo de pata negra extremeña, los generosos de Contubernio (Jerez, Sanlúcar y Montilla-Moriles) y de Nevado (Villaviciosa de Córdoba), el fino de Cruz Vieja (Jerez) y los amontillados VORS de Lustau (Jerez), el palo cortado de Elías y la manzanilla Gabriela (Sanlúcar), los tintos de Forlong (El Puerto de Santa María), Entredicho (Sierra de Segura, Jaén), Lagar de la Salud (Montilla) y Cortijo Los Aguilares (Ronda, Málaga), el ron pálido Montero (Motril, Granada), los quesos y chacinas de El Bucarito (Rota), la almendras de La Almendrehesa (Chirivel, Almería), los mangos y aguacates de la costa tropical granadina, las naranjas de Palma del Río (Córdoba), los dulces de Aromas de Medina (Medina Sidonia, Cádiz) y de Estepa (Sevilla). Ah, y los pascueros que nos adornan son de savia almeriense, ojo.

Mi encimera azul es el soporte de horas y horas de cocina, y el lienzo donde los alimentos muestran su belleza oculta. Los cefalópodos, que llegaron de Cádiz, pintaba den así de hermosos (Foto: José María Montero).

Menuda despensa, menuda cocina… y seguro que me olvido de alguna delicatessen sureña.

BOLA EXTRA

El movimiento se demuestra… cocinando. No sería bonito soltar este rollo sin añadir una de las recetas en las que me he enredado esta Navidad: chuletillas de cordero rebozadas. Le prometí a Felipe Molina que contaría cómo había cocinado su estratosférico cordero lechal y por eso ofrecí los detalles en mi Facebook. No es algo que me llame la atención, porque sucede con frecuencia, pero conviene apuntar que al compartir esta receta algunas amigas, como Blanca y Ana, recordaron de inmediato a sus madres, la cocina de sus madres se encendió en la memoria y volvió a despertarse el aprecio, emocional, por un plato casero, sencillo y sabroso. Es el maravilloso poder de evocación de la cocina.

Las chuletillas de cordero lechal que le compré esta Navidad a Felipe Molina pertenecen al reducido grupo de los alimentos, de proximidad, estratosféricos. Si queréis descubrir o reconciliaros con el cordero probad estas chuletillas que vienen de animales criados con mimo, en extensivo, en armonía con la naturaleza. Aquí las tenéis en su tránsito hacia el rebozado aromático (Foto: José María Montero).

Es cierto que arriesgué bastante porque se necesita algo de atrevimiento para salir de la zona de confort a la que invitan unas chuletillas de cordero lechal de esa calidad, pero… ¿quién dijo miedo? En mi descargo diré que la receta está inspirada en una elaboración tradicional italiana, como me confirmó mi sobrino Thomas, es decir, que no estaba innovando a lo loco sino versionando con respeto.

La receta comienza comprándole este delicioso cordero cordobés, de raza Merina y criado con mucha delicadeza en extensivo, a Felipe Molina. Una vez en casa, se sacan las chuletillas del frigorífico para que se atemperen. Las secamos bien con papel de cocina y las salpimentamos ligeramente para luego espolvorearlas con una poca (muy poca) harina. Distribuimos la harina con los dedos para que cubra la carne y dejamos reposar unos 10 minutos. Ponemos el horno a 180 grados y, mientras, en un robot de cocina, o con una simple batidora, preparamos una mezcla de pan rallado de buena calidad, un pellizco de tomillo, romero y orégano, un ajo pequeño, una pizca de nuez moscada y un trozo, también pequeño (50 gramos está bien), de buen queso parmesano. Engrasamos la bandeja del horno con AOVE, pasamos las chuletas por huevo batido, las rebozamos en la mezcla que hemos molido, les ponemos un chorrito de aceite por encima y… al horno. Quince minutos por cada lado, que queden crujientes por fuera, doraditas, pero bien jugosas por dentro. Fueron el aperitivo, con sus patatas (agrias) fritas, de la comida de Nochebuena y… volaron.

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No se de dónde nacen ciertas pasiones, sólo se que me arrastran y me poseen, y que únicamente encuentro descanso cuando se hacen realidad. Así se materializó mi rape rebozado con hojas de puerro y salsa de sésamo free-style-my-way. Y a su lado una copa de manzanilla pasada (otra pasión…).

Una amiga periodista me pregunta si mi afición por la cocina es una pasión reciente o una anomalía propia de la edad (madura) con la que distraer la pérdida de otras pasiones. Y no es raro que piense una u otra cosa (o las dos a un tiempo) porque la burbuja gastronómica en la que nos hemos embarcado provoca esa brusca entrega a los fogones en individuos que jamás sintieron la llamada de la sartén; y la exaltación de la juventud a la que nos arrastran los medios (y los mediocres) nos hace creer que no hay pasiones (incluso tórridas pasiones) más allá de… ¿los cuarenta?, ¿los cincuenta? El que nunca cocinó y ahora pontifica desde fogones propios o ajenos terminará por olvidar esa fiebre cuando se embarque en la próxima calentura, la que sea, la que dicte la siguiente burbuja. Y el que nunca se entregó a una pasión no tendrá que lamentar su pérdida alabando distracciones menos volcánicas: donde no hubo, no hay.

Es más, me da a mi que quien cocina, que quienes cocinamos arrastrados por una pasión es que somos (muy) vulnerables a ese tipo de trastorno anímico (tan humano). Lo traemos de serie. No encuentro otra explicación para la curiosa manera en que, a veces (casi siempre), se me mete una receta en la cabeza… hasta poseerme. Voy conduciendo y, vaya-usted-a-saber-por-qué, en plena rotonda pienso en una vichyssoise, y la imagino con crema de coco (¿con crema de coco?), y veo con nitidez cómo se mezclan los ingredientes; de pronto aparece una cola de rape, y la troceo, y la rebozo, y la frío, y está crujiente. Los despojos del rape…, ¿qué hago con los despojos? Un fumet, hago un fumet, así es que retrocedo y comienzo con el fumet, y es entonces cuando se cuelan unos berberechos al vapor (un vapor de agua y manzanilla, líquidos que también terminarán en la marmita del caldo). Y entonces cuezo los puerros en ese caldo (después de haber pochado una cebolla con mantequilla). Y añado la crema de coco, y comienzo a enredar con las hojas (sobrantes) del puerro. Y vuelvo a retroceder (olvidé añadir un poco de guindilla al tiempo que pochaba la cebolla). Y sigo conduciendo por la ciudad, presente pero ausente, impasible ante los atascos, poseído por una vichyssoise heterodoxa de coco, rape y berberechos. Abducido. Entregado a esa pasión que, tarde o temprano, tendré que materializar, porque no es un amor platónico, no, no, es una señora pasión (muy carnal) que espera ser consumada.

Todo comenzó con unos lomos de rape que andaban rondándome la imaginación…

Juro que así nació esta receta, la primera nueva receta de estas vacaciones. Y la consumé en mi refugio gaditano en cuanto solté las maletas, me asomé al mercado y ordené la cocina. Una pasión no admite esperas.

6 puerros grandes / 1 cebolla mediana / 1 rape mediano / Una redecilla de berberechos / Una lata de crema de coco / Manzanilla / Mantequilla / Guindilla / Huevo /Harina de freir.

Limpiamos el rape y sacamos los lomos. La cabeza y la raspa van a una cacerola, cubrimos con agua, añadimos unos granos de pimienta negra, fuego medio y mantenemos el hervor (con suavidad) durante una media hora como mínimo. En una sartén amplia ponemos medio vaso de agua y una copita de manzanilla, dejamos que la mezcla hierva y en ese momento añadimos los berberechos para que se abran con el vapor. Los reservamos y el caldo que quedó en la sartén lo sumamos a la marmita del fumet de rape.

En una olla derretimos una nuez de mantequilla y pochamos una cebolla cortada en láminas y una guindilla pequeña. Añadimos los puerros también laminados. Salteamos (diez minutos) y añadimos el fumet para que las verduras cuezan en ese caldo de rape y berberechos. Cuando estén cocidas retiramos el caldo (para que no termine siendo un sopa sino más bien una crema), ponemos un poco de sal, añadimos una lata de crema de coco, mareamos un poco y batimos todo bien batido (¡vade retro Thermomix!). Ajustamos con el caldo si queremos que la vichyssoise quede más o menos densa. Reservamos en el frigorífico (la tomaremos fría, como le corresponde a una vichyssoise… aunque sea heterodoxa).

La parte alta del tallo de los puerros no va a terminar en la basura (una costumbre que me traje del refugio que mira a la Contraviesa). Quitamos las primeras hojas (las que estén más feas) y el resto las lavamos y las cortamos en tiras finas. Las salteamos con mantequilla pero no mucho, lo suficiente como para que sean comestibles pero manteniendo un toque crujiente.

Troceamos los lomos de rape en dados no muy grandes. Salpimentamos. Los vamos pasando (en este orden) por harina de freír, huevo batido y (una vez más) harina de freir. En la sartén el aceite tiene que estar a buena temperatura, es decir, fuerte, casi humeando, y ese será el momento de freir el rape hasta dejarlo dorado y crujiente.

Ya en la mesa el plato pinta bien: el rape crujiente adornando los berberechos y los tallos de puerro que flotan, a gusto, sobre la vichyssoise de coco…

¿Emplatamos? El rape en el fondo. Lo cubrimos con un cazo generoso de vichyssoise, ponemos unos pocos berberechos y unas hojas de puerro salteadas. Unas gotas de limón, quizá, y a consumar la pasión, a convertir en comestible un sueño que nació en una rotonda, en mitad de un atasco, en esa ciudad que ahora está tan lejos…

PD: Este verano me ha dado por la la cola de rape, así es que pocos días después volví a rebozar y a freir unos dados de este pescado tan inquietante como sabroso. Lo coloqué encima de unas hojas de puerro salteadas pero en vez de con una vichyssoise de coco lo alegré con una salsa de sésamo free-style, inspirada en alguna salsa de nems que me gustó no-se-muy-bien-dónde y que reiventé my-way (ajo muy picado y frito con una guindilla, mezclado con aceite de sésamo, sésamo tostado y sésamo molido, zumo de lima, salsa de soja, perejil picado… y no me acuerdo si mezclé algo más a este invento). Los más jóvenes celebraron el atrevimiento, los mayores no tanto. En la cocina también pesan las generaciones, qué le vamos a hacer…

PD2: En ambos casos, y en otros muchos más, el vino (vivo) vino de las Bodegas El Gato, las últimas bodegas que se mantienen en Rota (Cádiz), pequeñas, familiares y con toda la tradición del Marco de Jerez. Elegí una manzanilla pasada, con más de una década de reposo, y un oloroso seco de esos que aguantan el tipo con carnes y pescados. Puro #efectogaditano. Pasiones del sur.

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Córdoba

Así luce la Mezquita, pasada la medianoche, a través de una copa de oloroso (Foto: JMª Montero)

Pueden imprimir estadísticas y contar la población en cientos de miles, pero para cada hombre una ciudad consiste solamente en unas pocas calles, unas pocas casas y muy pocas personas. Si desaparecen éstas, la ciudad no existe ya, excepto como un dolor en el recuerdo….

(Graham Greene, Nuestro hombre en La Habana).

 

 

 

Nacer en un determinado lugar es una circunstancia en la que nuestra voluntad no tiene nada que decir. A veces no depende ni siquiera de nuestros padres, que se vieron sorprendidos, en su nueva condición, en un lugar inesperado. Tampoco creo que ver las primeras luces en un escenario concreto determine, sin remedio, tu carácter, o te invista de dones y virtudes sin parangón (por eso, entre otros argumentos ridículos, no entiendo los nacionalismos desmesurados). Como escribió el bueno de Graham Greene, una ciudad, incluso nuestra ciudad, apenas se compone de un puñado de elementos que enlazan (a veces de manera caprichosa) la geografía con los afectos.10431831_770345889683204_712554023_n

Quien hace unos días me regaló la posibilidad de mirar mi propia ciudad como un turista para comprobar que, efectivamente, se compone de unas pocas calles y un puñado de sentimientos fue Estíbaliz Redondo, el alma (y la sonrisa) de Al-Salmorejo, una fantástica iniciativa dedicada, desde Córdoba, a la información agroalimentaria y gastronómica… con alma.

Estíbaliz nos invitó a comernos Córdoba y lo cierto es que casi lo consigue… En algo más de dos días recorrimos los olores y los sabores más antiguos, y también los más actuales, de una ciudad (Capital Iberoamericana de la Cultura Gastronómica 2014) que, sin dejar de ser ella misma, anda reinventándose (como tantos) en mitad de la tormenta.

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Estos son los hojaldres de Manolito Aguilar, con una receta que rebasa el siglo de vida y que invita al pecado sin mesura (Foto: JMª Montero)

Volví a la Montilla de mi infancia, la que retraté en Vino Vivo. Regresé a las bodegas de Moriles en las que mi padre me dejaba mojar los labios en un medio y escupir el trago en el albero recién regado. Los vinagres de Toro Albalá, con los que casi nos desayunamos,se asomaron a nuestra nariz con tal rotundidad que ya no nos abandonaron en todo el día y, así, hasta los primorosos hojaldres de Manolito Aguilar parecían teñidos por ese olor primitivo y limpio.

Hubo rueda de salmorejos, con los amigos de La Salmoreteca, para jugar a añadirles diferentes vinagres, imaginando todo lo que podríamos sumar, previsible e imprevisible, a este plato que es, a un tiempo, crema y salsa. Hay tantos salmorejos como cordobeses/as, y por eso hace algún tiempo también os hablé del mío, uno de tantos salmorejos únicos.

Pasé por Las Camachas donde comprobé, como hago siempre, que allí sigue el mismo camarero que nos servía, hace más de cuarenta años, las comidas familiares de domingo. Y también certifiqué que las clarisas de clausura siguen cantando, bajito, tras las rejas de la capilla (sombras en la sombra), sin mostrar sorpresa alguna, ni siquiera curiosidad, por los bulliciosos visitantes que, bien mojados en fino de tinaja, asaltaron el monasterio montillano en plena siesta.

En la azotea de La Taberna del Río nos zafamos de una noche inusualmente fría envolviéndonos en los manteles de papel y calentándonos las manos con las velas que adornaban las mesas (no creo que nunca hayan recibido a unos gastrónomos tan heterodoxos). Afortunadamente, cuando ni los manteles ni las velas remediaban ya la tiritera aparecieron las botellas de un anciano Pedro Ximénez (Don PX Gran Reserva, de Toro Albalá) con el que combatir la peor de las ventiscas.

La segunda noche nos asomamos a la Judería desde la azotea de Casa Pepe, donde nos esperaba una cena en la que estuvo presente (un acierto inesperado) el fino que desde hace tiempo consumimos en casa (Tertulia, fino en rama sin filtrar, de las Bodegas Delgado de Puente Genil). Cena de la que sólo recuerdo (eso sí, con nítida intensidad) un delicadísimo corte, en crudo (tiradito), de ventresca de atún rojo de almadraba combinada con tomate rosa de Cabra (uno de los secretos de las Subbéticas cordobesas), un fugaz y discretísimo flamenquín (en lo convencional es en donde, casi siempre, se la juega un buen restaurante) y un oloroso ecológico (Piedra Luenga) de Bodegas Robles de esos que predisponen a no irse demasiado pronto a dormir.

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La Corredera a eso de las dos de la madrugada… (Foto: JMª Montero)

¿Y quién quiere dormir cuando cena a los mismos pies de la Mezquita? Una noche más, mitad cordobés mitad turista, pisé sobre mis viejos pasos para recorrer el mapa emocional de esa ciudad que es mi ciudad sin serlo ya… Hay una Córdoba de noche que no existe de día. No es sólo que la oscuridad cambie el paisaje es que de madrugada se alumbran paisajes que al sol no existen. La calleja de las Flores, la calle del Pañuelo, la calle Cabezas, el Compás de San Francisco, la Corredera, el templo romano de la calle Claudio Marcelo y, rozando ya las tres de la madrugada, la cuesta del Bailío, que en tiempos comunicó la ciudad alta, la Medina, con el barrio de la Axerquía. Y fue precisamente en el último de los 31 escalones del Bailío donde me detuve para regalarles el asombro a los forasteros que me acompañaban. Asomarse a la plaza de Capuchinos a esa hora, en silencio, cuando en la calle no queda ni un alma, es entrar en el túnel del tiempo y descender así a una Córdoba ensimismada y austera, alumbrada por faroles mortecinos que apenas dibujan la silueta de un Cristo crucificado. De ella, de esta plaza, alguien dijo, con delicada precisión, que “no es más que un rectángulo de cal y de cielo…”

Lástima que esta simplicidad, que es la que domina en muchos de los rincones de Córdoba, se haya transformado en inmovilidad. Confundir historia con parálisis o tradición con letargo, es el veneno que ha convertido a una parte (importante) de la hostelería cordobesa en museo donde los nativos, con algo de paladar y ávidos de aventura, se aburren y apenas se reconocen (otra cosa son los foráneos, pero esos sencillamente, como hacemos todos fuera de casa, celebran lo desconocido).

Se durmieron en los fogones, en la decoración, en el servicio, en las bodegas… Y uno no sabe si es mejor, al fin, consolarse en los clásicos, que a pesar del aburrimiento aún mantienen cierto respeto por la materia prima, o embarcarse en aventuras inciertas en las que hay más ruido que nueces (aunque en la factura final te cobren las nueces y el ruido a precio de caviar adornado con los compases de la 5ª de Mahler…).

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Ámbar de mejillón: el recibimiento de Blanco Enea (Foto: JMª Montero)

El atrevimiento honesto y la técnica impecable la encontramos, como despedida, en Blanco Enea, un restaurante al que deberíamos peregrinar, al menos una vez en vida, todos los cordobeses. No sólo es que dispongan de uno de los mejores recibidores que he visto en una vivienda convertida en restaurante, sino que, además, saben usarlo, y por eso los entrantes se sirvieron al sencillo sol de la plaza de San Pedro, en la que, por ejemplo, las hojas de naranjo que, sureñas, adornaban los platos de ámbar de mejillón (por citar sólo una de las delicias con las que nos estrenamos) lucían un verde tentador.

Ya en el interior disfrutamos de un salón decorado sin estridencias, donde el aire limpio que llegaba a través del balcón se agitaba, suave, gracias a un abanico de techo. Había flores frescas en el centro de la mesa, decantadores que recordaban a estilizadas vasijas fenicias y servilletas de un blanco impoluto dobladas como peinetas. Cada detalle, empezando por un servicio tan profesional que parecía de otro planeta, invita a disfrutar y… nada más, porque en Blanco Enea nada nos distrae del sencillo placer de comer y beber en buena compañía, y eso ya es mucho en los tiempos que corren.

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¿Sopa? ¿Ensalada? ¿Jardín comestible? ¿Huerto zen? (Foto: JMª Montero)

Sobre la mesa se dispusieron vegetales comestibles que no desmerecían un patio del Alcázar Viejo vestido de primavera; bogavantes adornados con el trazo rotundo — casi un grafitti— de un ajo negro de Montalbán; aceites de Baena embotellados en coloridos frascos de perfume; árboles de chocolate de los que quizá imaginó Machado cuando paseaba entre los olivares de Baeza…

Detrás de todos estos aciertos podríamos encontrar a un chef engolado, a un cocinero tímido o a un empresario calculador, y ninguna de esas posibilidades restaría, en puridad, mérito al restaurante. Pero es que cuando conoces a José María González Blanco (porque ya se ocupa él de estar a pie de plato, comentando y celebrando) sumas unos cuantos enteros, extra, a Blanco Enea. Ya escribí en algún post que desconfío de los cocineros avinagrados y, sobre todo, de aquellos que brillan como estrellas solitarias (¿trabajan en equipo o prefieren rodearse de unos agradecidos palmeros?). José María se ve que disfruta con su trabajo y lo transmite a sus invitados; sabe quién le cubre las espaldas y le ordena la casa (Dani Molina) y, para colmo, ha descubierto el vínculo invisible que une la cocina con la poesía, la música o la fotografía (y viceversa).

El cocinero no es una persona aislada, que vive y trabaja sólo para dar de comer a sus huéspedes. Un cocinero se convierte en artista cuando tiene cosas que decir a través de sus platos, como un pintor en un cuadro.”        (Joan Miró)

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Al bogavante lo acompañaba, además del brochazo de ajo negro, una copa de Predicador (Foto: JMª Montero)

 

 

José María se formó en casa de Arzak y en el laboratorio de El Bulli, y ambos escenarios, ambas personalidades (difíciles de mezclar pero no imposible), están presentes en Blanco Enea. Hacedme caso, cordobeses y forasteros, peregrinad a este rincón de la Plaza de San Pedro donde se come y se bebe por puro placer…

 

 

 

 

P.D.: Como podéis imaginar yo era el periodista marciano en la tribu que tejió Estíbaliz, compuesta, como es lógico, por comunicadores vinculados al mundo de la gastronomía. Por eso me permito ciertas disgresiones, hago gala de mi ignorancia a propósito de los procelosos mares de la alta cocina, los gastroblogs y el periodismo sensorial, me recreo en detalles intrascendentes y obvio el comentario, técnico y pormenorizado, de los platos y vinos que degustamos. De todo ello el lector inquieto encontrará cumplida información en las magníficas anotaciones que dejaron mis compañeros/as de viaje como Reme Reina, Loleta, Manuel J. Ruíz  o Andoni Sarriegi.

 

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Me coloqué entre José María (a mi derecha) y Dani, a ver si se me pegaba algo… (Foto: JMª Montero)

 

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¿Cuántos turistas pasan cada día por la puerta del Génova?

 
“A la mente del principiante se le presentan muchas posibilidades; a la del experto, pocas”
(Shunryu Suzuky, Mente Zen, Mente de Principiante)
 

Resulta llamativo (por ser benevolente en la elección del adjetivo) que en España, una potencia turística a escala planetaria, la expresión “es-un-sitio-para-turistas” sea sinónimo de negocio ramplón, local zafio o antro donde serás asaltado por una pandilla de bandoleros, de generosa patilla, dispuestos a intoxicarte, a precio abusivo, con algún comistrajo que remotamente recuerda a ciertos platos de la gastronomía local.

Es-un-sitio-para-turistas” se ha convertido en una señal de alarma y en la peor publicidad que puede recibir un restaurante. Es cierto que esta expresión se usa en otros países (aunque la carga negativa no tenga la intensidad que le ponemos en esta tierra), y no es menos cierto que algunos locales (incluso de renombre) han hecho del maltrato al turista una forma de vida, casi un arte del que llegan a regodearse orgullosos. Todo eso es verdad, pero conviene no olvidar, también, que hay turistas (muchos turistas) con un gusto excelente que jamás pisarían ciertos establecimientos, y establecimientos que jamás pisarían a los turistas.

Pero lo más curioso de la expresión es que tiene vida propia. No necesita ser pronunciada. Nadie tiene que usarla para estigmatizar un restaurante. Ella sola se posa sobre el local si este está situado en determinadas zonas y, para colmo, tras los cristales advertimos la presencia de algún forastero acodado en la barra. ¿Quién de vosotros no ha pasado cientos de veces por un restaurante situado en alguno de los enclaves más atractivos de la ciudad y ha pensado –sin haberlo probado ni haber recibido consejo alguno—que era “un-sitio-para-turistas”? A mí me ha pasado docenas de veces en docenas de ciudades, lo confieso, y por eso, quizá, hasta que la secta de Come y Comparte no me invitó al Génova (café de la antigua calle) no reparé en su existencia. En mi descargo diré que lleva poco tiempo abierto, pero estoy casi seguro que alguna neurona, en automático, lo había señalado, en mi inconsciente, como “sitio-para-turistas” y, sencillamente, no lo veía al pasar por su puerta.

El emplazamiento del Génova es muy, muy comprometido. En uno de los mejores tramos de la avenida de la Constitución (antigua calle Génova), con amplios ventanales que miran a la Catedral y a un paso de la Plaza Nueva. En el cogollo de la Sevilla más Sevilla.

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El Génova propone un escenario cosmopolita donde turistas y nativos puedan mezclarse sin prejuicios.

¿Cuántos turistas pasan cada día por la puerta del Génova? ¿Cuántos “sitios-para-turistas”, de los que están a la altura de la expresión, se ubican por los alrededores? ¿Cómo escapar a la tentación de montar un sencillo abrevadero para guiris poco exigentes? ¿Cómo atraer a la clientela española, sevillanísima, a un local con vocación cosmopolita? ¿Cómo se combina el salmorejo y el sushi sin perder la compostura?

Los promotores de este café-restaurante-bar-de-copas (que de todo tiene un poco) han resuelto estos enigmas con la única combinación que funciona en el mundo de la restauración seria: con humildad y verdad. Antonio Manuel López, Gonzalo Soto García-Junco y los hermanos Jesús y Sebastián Armesto de la Lama acaban de aterrizar en el complicado mundo de la hostelería; su actividad profesional, hasta hace bien poco, nada tenía que ver con los fogones y los manteles. Son, por tanto, principiantes, una condición que no ocultan, y hacen bien porque lejos de ser una debilidad es una fortaleza.

En el Génova no hay trampa ni cartón. Las cosas son como son, para lo bueno y para lo malo. Pero la mente del principiante, a diferencia de la del experto, se pregunta muchas veces cómo mejorar y, sobre todo, se pregunta muchísimas veces “¿y por qué no?”, y casi siempre concluye con un “vamos a intentarlo”. La rutina mata el asombro, y muchos locales situados en zonas turísticas, aún siendo honestos, sucumben a la rutina o, lo que es peor, a la soberbia (“somos los mejores y no tenemos por qué cambiar, ni experimentar, ni arriesgar…”).

La carta del Génova tiene un puntito de atrevimiento (que se agradece) y la comida que nos propusieron fue un fiel reflejo de ese carácter aventurero que se les supone a los principiantes. Y la sencillez, y las ganas de mejorar, también se pusieron de manifiesto cuando los cuatro propietarios del local decidieron compartir mesa con nosotros. Aquí nadie quiso ver los toros desde la barrera (hasta el chef se escapó de la cocina varias veces para hablar… y escuchar). En la mesa nos sentamos Ángel y Cristóbal (los inventores de Come y Comparte), Lochy, Susana, Rosa y el que esto escribe, dispuesto, una vez más, a disfrutar de comida y conversación. Estábamos en un bar-restaurante pero, sinceramente, yo antes ponerme la servilleta ya me sentía como en casa de unos amigos que me invitan a comer.

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En un plato de sushi la vista es la que prepara al paladar, la que le anuncia los placeres por llegar.

Arrancamos con un surtido de sushi, uno de mis platos favoritos porque, para mi gusto, reúne los elementos que más aprecio en la cocina: frescura, sencillez y belleza. El emplatado impecable (a la altura de un bento-box comprado en una estación nipona) y la frescura de los ingredientes intachable (en esta tierra podemos perdonar una carne regular, pero somos implacables con un pescado dudoso, y no digamos si está crudo). El wasabi, del que me declaro adicto, era de los decentes (tremendos engrudos te plantan en algunos pseudojaponeses), aunque el arroz me resultó un poco seco (o tal vez es que a mí el sushi me gusta un poquito más húmedo). El maridaje con un blanco, fresquito, de Rueda fue otro acierto (por eso perdoné, en el primer asalto, que no apareciera un buen blanco andaluz).

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Ni Botero hubiera dibujado mejores curvas con una sencilla línea de tinta de calamar.

La casualidad quiso que el segundo plato que llegó a la mesa también se contara entre mis favoritos: chipirón a la plancha. Una de esas preparaciones, sublimes, que la rutina, de la que antes hablaba, ha convertido en comistrajo en demasiados bares del sur. De nuevo me sorprendió el emplatado, esa composición artística que prepara el paladar para lo mejor, una imagen que tiene mucho de erotismo, de ver antes de tocar, de mirar antes de morder…. El alioli de tinta de calamar no sólo estaba bueno (muy bueno) sino que, además, conforme íbamos saboreando el chipirón (en el que destacaba el crujiente, preciso, de los tentáculos) iba dibujando sinuosos trazos oscuros, de geometría imposible, en un plato que así iba perdiendo su blanco inmaculado. Lo dicho: puro erotismo gastronómico.

Después de la orgía vino un bacalao confitado que me dejó un tanto indiferente, tal vez porque, a mi juicio, estaba mal situado en el orden del menú. En mi paladar aún andaban chisporroteando los fuegos artificiales del sushi y el chipirón, un mal escenario para la sutileza de un pescado que, en esa  preparación sencilla, se me desdibujó. Aún así el plato escondía una grata sorpresa en forma de guarnición (esa gran maltratada que miman en el Génova): unas verduras frescas salteadas en su punto (nada de reventarlas y dejarlas como un mal suflé).

Y de la sutileza del bacalao a la contundencia de una mini-hamburguesa de ternera (doble salto mortal sin red). ¿Quién fue el primero que aplicó el minimalismo al bocata americano por antonomasia? Las mini-hamburguesas han invadido bares y restaurantes y, como ocurre en estos casos, han provocado la aparición de no pocos engendros que se disimulan entre dos trozos de pan dulce y algo de mostaza peleona. No es el caso de la mini-hamburguesa del Génova donde la carne (de excelente calidad) se cocinó en su punto (es la tercera vez que destaco el sabio manejo del calor en los fogones de este local, así es que no volveré a insistir en esta virtud) y la mayonesa de mostaza aportaba el mordiente necesario, sin pasarse ni quedarse corto. Para no distraerme de esos dos ingredientes yo hubiera prescindido del queso de cabra y de la cebolla caramelizada (y si me apuran hasta de la mostaza), pero admito que soy un poco estajanovista en asunto de hamburguesas (no me gusta la acumulación, en múltiples capas, de todo tipo de elementos comestibles que, al final, ni siquiera puedes distinguir). Los sobrecillos, suplementarios, de mostaza y tomate afearon un poco el plato y la mesa (todo hay que decirlo).

Lástima que entre la botellas vencidas no hubiera ningún vino andaluz.

A estas alturas de la comida dejé a un lado el blanco de Rueda y pedí un poco de tinto. Lástima que apareciera esa pregunta que a Ángel le suele poner de los nervios (y a mí también): “¿Rioja o Ribera?”. En España hay cerca de 70 denominaciones de origen, de las que 6 se encuentran en Andalucía. Uno de los puntos fuertes de un local está en su carta de vinos y, sobre todo, en aquellos vinos que se pueden tomar por copas y que se elaboran cerca de casa. No tiene mucho sentido que seamos capaces de ofrecer una sofisticada e interminable selección de gin-tonics (foráneos) y la oferta de vinos se nos quede corta. Como quiera que los propietarios del Génova estaban a pie de obra tomaron nota de este inconveniente  y se comprometieron a subsanarlo (aprovecho la confianza para pedirles que, asimismo, le den un repaso a la página web del local para dejarla, como la mini-hamburguesa, en su punto).

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Y coronando el magret, en su punto, unas humildes escamas de sal…

Quien en Sevilla se atreve a comenzar una comida con un surtido de sushi no debe tener miedo a concluirla con una plato igual de arriesgado (o más). El magret de pato, siendo una preparación absolutamente deliciosa, provoca fobias encendidas por motivos varios (desde el bienestar del animal que proporciona la pechuga hasta el sabor inconfundible de esta carne, pasando por el discreto sangrado que debe presentar en su justa cocción o el dulce que casi siempre la acompaña en las guarniciones). En Sevilla lo he comido (bueno) muy, muy pocas veces y una de ellas ha sido en el Génova. Fabuloso el magret y la guarnición (mermelada de frambuesa y compota de manzana).

Con el postre (coulant de chocolate acompañado de helado de vainilla y crema inglesa) sufrí el mismo vacío existencial que con el bacalao: mi paladar aún estaba recorriendo la pechuga de pato –bendito erotismo– y se resistía a dejarse enredar por el chocolate. Aún así, una vez más tengo que destacar los elementos accesorios, los que parece que pintan poco pero que, sin embargo, son decisivos: la crema inglesa te reconcilia con la Gran Bretaña (sí, algunas recetas comestibles ha dado ese país…).

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En una discreta infusión se puede resumir lo mejor de un restaurante

Y cuando parecía que ya sólo nos restaba despedirnos (no soy cafetero) aparecieron dos de los elementos más extraños en un restaurante de esta tierra: agua con gas y una infusión de las de verdad (es decir, no una de esas que se destilan a partir de un sobrecillo de papel relleno de serrín). El rooibos con el que terminé la comida venía servido en una tetera japonesa de hierro colado y ese detalle, tan imprescindible como inusual, fue la guinda definitiva para alegrarme por los turistas, y los nativos, que recalen en este bar-restaurante de la avenida de la Constitución.

Son principiantes, y eso me gusta…

“Un niño no sabe qué cosas no son posibles, de modo que está abierto a la exploración, al descubrimiento y a la experimentación. Si nos aproximamos a las tareas creativas con esa mente de principiante, podemos ver las cosas más claramente tal como son, sin que nuestra visión quede obstaculizada por nuestros puntos de vista prefijados, por nuestros hábitos o por lo que la sabiduría convencional dice acerca de la realidad (o acerca de lo que la realidad debería ser). La mente del experto está constreñida por el pasado y no está interesada en aquello que es nuevo, que es diferente o que no está probado. Nuestra mente de experto dirá que no puede hacerse (o que no debería hacerse), mientras que nuestra mente de principiante diría: <Me pregunto si esto se puede hacer>”

(Presentación Zen, Garr Reynolds)

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Declaración de principios de panrallao: «sabores que dejen memoria…»

Cocinar es recordar. En este mismo blog expliqué hace tiempo cómo se puede cocinar de memoria, esa fórmula, casi mágica, que nos permite reconstruir, sin receta ni guía, aquellos platos de los que disfrutamos, por ejemplo, en nuestra (cada vez más lejana) infancia. Cocinar es recordar, y por eso hay que mantener vivo ese conocimiento que va saltando de generación en generación, perpetuando el cariño de los que, hace siglos, ya estaban cocinando, sin saberlo, para nosotros.

Hay lugares en donde ese respeto al pasado, a la memoria, se aprecia antes incluso de comer porque se ha incorporado al escenario, en un guiño que no pocos agradecemos. ¿Cuál fue el primer elogio que algunos comensales dedicaron a panrallao, el local de vinos y tapas donde el pasado miércoles celebramos la tercera edición de Come y Comparte? No creo que sea muy frecuente pero lo primero que nos gustó fue… el suelo. Un suelo de mosaico hidráulico que me recordaba la entrada de una de aquellas casas de pueblo en donde vivían las que en mi infancia mejor cocinaban. Un suelo que los paladines de la modernidad condenaron al olvido, por considerarlo provinciano, sin saber, quizá, que en sus orígenes se mezclan el Renacimiento italiano y el modernismo francés.

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Un suelo como éste nos traslada a otro tiempo… sin salir de panrallao.

Por segunda vez los promotores de esta gastroexperiencia (Ángel Fernández Millán –Hecho en Andalucía– y Cristóbal Bermúdez –De Tapas por Sevilla-) me habían invitado a comer, compartir y escribir (no se qué me gusta más) y, en esta ocasión, mis compañeras de mesa eran María (@losblogsdemaria, Los blogs de María), Lochy (@cocinoparati, Cocino para ti) y Shawn (@SevillaTapas, Azahar-Sevilla). Si habéis pinchado en sus blogs ya os habréis dado cuenta de que, una vez más, me tocaba ser el alien de la reunión (un periodista ambiental rodeado de expertas cocineras e intrépidas exploradoras de tapas).

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En Sevilla la mejor decoración puede ser un sencillo ventanal abierto a la calle y a la luz.

Mientras llegaban los platos seguí fijándome en otros detalles del escenario. Curioso el color de la mesa, porque precisamente el azul es un tono frío que los humanos consideramos muy poco atractivo en los alimentos (así es que, por contraste, imagino que la comida pinta apetecible encima de una mesa azul). Estupendos los amplios ventanales a la calle Divino Redentor (Nervión), que regalan esa luz natural de la que esta ciudad presume y que, inexplicablemente, nos escatiman en demasiados locales. Además, lo que se disfruta a través del cristal son unos naranjos bien cargados de frutos, paisaje que predispone a la alegría de una comida sureña (el rugido del parloteo… también, aunque ese nos roba la serenidad, qué le vamos a hacer…).

Lo primero que llegó a la mesa fue el vino y, como anuncian en su web los responsables de panrallao, a algunos nos cogió “desprevenidos”, porque si te dicen que la comida se va a acompañar con un Montilla lo último que esperas es un tinto. Cerro Encinas es un vino natural (antes los eran todos, ahora el adjetivo ya no es tan obvio) que mezcla, con delicadeza, Syrah y Monastrell a partes iguales. José Miguel Márquez, el apasionado viticultor que lo produce en tierras cordobesas, confiesa que busca en la tierra “la <memoria perdida> de los vinos de antes”. De nuevo el respeto a un tiempo pasado encima de la mesa; la memoria  emboscada en un tinto amable, sincero, del que siempre te parece que has bebido poco.

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Un vino para cada mes y también un vino para cada día. En panrallao hay carta de sobra.

En locales como panrallao no es raro encontrar una buena carta de vinos, con marcas previsibles y también algunas sorpresas (en este local, conviene destacarlo, las sorpresas son más numerosas de lo habitual y se agradece). Pero lo que no es frecuente, uno de los aciertos de panrallao, es la posibilidad de poder consumir cualquiera de esos vinos, cualquiera, por copa, a un precio razonable y en unas condiciones óptimas (las botellas abiertas están selladas al vacío).

Pero, ¿dónde está la comida? Para no lanzarse al futuro de manera atropellada, el primer plato también venía del pasado: berenjenas fritas. Un clásico, actualizado con buen criterio: corte en tiras gruesas, fritura en su punto (sin empaparruchar) y salsa de queso (inesperada). ¿Para qué usar el tenedor?

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El steak tartar es una preparación que no admite medianías y en panrallao la bordan.

Me hubiera gustado seguir comiendo con los dedos para ser fiel al origen de la siguiente tapa. El steak tartar era la comida más cómoda para los guerreros tártaros que, si hacemos caso a lo que me contaron en las estepas de Kazajistán (en donde siguen cabalgando sus descendientes), colocaban algo de carne, picada y especiada, bajo la montura, de manera que el propio calor del caballo cocinara ligeramente la mezcla y esta pudiera comerse con las manos y sin necesidad de desmontar. Sabiendo quiénes nos sentábamos a la mesa me pareció que la elección de esta tapa era una muestra de valentía y autoestima: el steak tartar no admite elaboraciones mediocres, o está muy bueno o no hay quien se lo coma. Y en esta ocasión, al menos para mi gusto, estaba muy bueno, algo en lo que resultaba decisiva la excelente alcaparra que llevaba mezclada (otro día hablaré de cómo los encurtidos más deliciosos han terminado por convertirse en corchos avinagrados) y las crujientes rebanadas de pan que lo acompañaban (Shawn y yo echamos en falta algunas rebanadas más….).

Con el pulpo tampoco conviene arriesgar en exceso. La textura y el sabor de este animal deberían ser inconfundibles pero… a veces se confunden. El pulpo braseado con salsa de ostras y rinrán, nuestro siguiente plato, quedó algo desdibujado. La salsa, y el rinrán (que los cordobeses, en su versión  serrana, llamamos mazaporra), se comieron al pulpo. Quizá fue un bache coyuntural porque Shawn me aseguró que en una visita anterior el pulpo no se dejó intimidar por la salsa. ¿O fué que tiramos de tenedor en un plato que pide cuchara y un recipiente más grande?

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Tres tapas en una: bacalao, migas y morcilla. ¿De dónde salió esta combinación?

El azar quiso que el bache se sorteara de la mejor manera posible: el siguiente plato fue, a mi juicio, el mejor de la cita. Bacalao a baja temperatura (que gran día ese en el que los cocineros descubrieron que todos los fogones pueden colocarse en la posición MIN) con morcilla y migas. Tres platos en uno. El bacalao, ahora sí, expresaba toda su inconfundible personalidad, y, además, era un lomo precioso a la vista (como para comer a ciegas… a mí que no me busquen en Dans le noir ). Las migas y la morcilla, excelentes, y, por supuesto, inesperadas (como la salsa de queso de la apertura). Una manera atrevida de conseguir que los comensales celebren un plato es proponer una combinación, bien trenzada, sobre la que no existe memoria (¿de dónde habrá salido la mezcla de esos tres ingredientes?).

Lástima que después de este subidón… viniera otro bache. A la lasaña de rabo de toro le faltaba bravura. Admitiendo que no existen toros suficientes en toda la península ibérica para abastecer las ollas de este guiso, el problema no estaba en la materia prima (si era ternera o buey… cumplió), si no en la falta de personalidad del propio guiso. Cuando en una carta lees «toro» el paladar se prepara para un golpe de carácter, para una demostración de temperamento. Suavizar esa promesa de emociones fuertes provoca un cierto desencanto. Aquí me pasó al contrario que en el bacalao con migas y morcilla: tengo muchos rabos de toro en la memoria (en el buen sentido de la expresión, por supuesto).

Siempre he desconfiado de las recetas que se anuncian con demasiadas palabras. Tiendo a pensar que la excelencia del plato (y el tamaño de la ración) es inversamente proporcional a las líneas que ocupa en la carta. Pero esta vez me equivoqué. Las galletas-de-chocolate-recién-hechas-con-chocolate-blanco-en-taza bien podrían haberse anunciado con una sola palabra, con una sola letra (con una onomatopeya, para ser exactos): Mmmmmmmm…

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Se acabó la galleta y tiramos… de pan crujiente (mojado en chocolate blanco).

Los naranjos-naranja, y los mosaicos hidráulicos, y la mesa azul, y el tinto Cerro Encinas, con todos sus colores y sus matices, se rindieron al humilde blanco y negro del postre. Mmmmmmmmmmm. Los hubo que cuando se acabó la galleta tiraron de pan, bien crujiente, para seguir mojando en el chocolate blanco. Pan con chocolate. Mmmmmmmmmmm. ¿Quién no tiene en la memoria una merienda así, sencilla, con los amigos, en la calle?

 

Comer es recordar. Y en la propia web de panrallao admiten que su objetivo es conseguir “sabores que dejen memoria”. Esa es la mejor declaración de intenciones (los baches se sortean o se reparan, las intenciones… no, o se tienen o no se tienen).

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¿Son compatibles la hostelería de calidad, la amistad y la sonrisa? Los miembros del  equipo de panrallao, con Luis sosteniendo el cazo, tienen cara de saber el secreto de ese cóctel.

Tres apuntes finales:

  • Me gustan los locales que están en manos de amigos (Miguel Bauzano, al frente del bar, y Luis Bonet, en los fogones) que no han perdido la amistad a pesar de la presión que hay que soportar en este tipo de negocios.
  • Me gustan los cocineros que sonríen, que visten de cocineros y que tienen los cuchillos a la vista. Luis es cocinero, no hay duda.
  • Una mesa en donde quedan los restos del banquete sin recoger puede expresar descuido (cuando los camareros se olvidan de los clientes) o desenfado (cuando te sientes como en casa). En panrallao hay desenfado (una virtud que en Sevilla rápidamente se confunde con el compadreo, que es otra cosa).

EPÍLOGO //Las ostras que andaban escondidas en el guiso de pulpo provocaron un recuerdo literario muy oportuno. La cocina y la memoria, que han tejido el hilo conductor de este post, mantienen un vínculo poderoso, como descubrió un  jovencísimo (9 años) Anthony Bourdain cuando, en una experiencia iniciática, se comió su primera ostra (recién pescada en la mítica cuenca de Arcachon):

“Monsieur Saint-Jour preguntó con su rudo acento girondino si alguno de nosotros quería comer otras.

Mis padres titubearon. Dudo que estuvieran dispuestos a comer de verdad una de esas pequeñas viscosidades sobre las cuáles flotábamos. Mi hermano retrocedió horrorizado.

(…) Monsieur Saint-Jour me hizo señas de que me acercara a la borda, se inclinó por encima hasta que la cabeza le hubo casi desaparecido bajo el agua y emergió sujetando en su recio puño cerrado –que más parecía zarpa—una única ostra cubierta de limo, enorme, de forma irregular. Abrió aquella cosa con un cuchillo herrumbrado de punta curva y me la alargó, mientras todos me miraban.

(…) La cogí con la mano, apoyé la concha en la boca como me había enseñado el entonces ya sonriente monsieur Saint-Jour y la engullí sorbiéndola de un bocado. Sabía a agua de mar… a salmuera… a carne… y, de alguna manera, a futuro.

Ya todo fue diferente. Todo.

No sólo sobreviví. Disfruté.

Supe que aquello era la magia apenas vislumbrada entre las tinieblas, de la cual sólo era consciente a medias. Lo hice por retorcido. Había tenido una aventura, y todas cuantas la siguieron en la vida – la comida, la larga y muchas veces estúpida búsqueda de la próxima experiencia, drogas, sexo o cualquier sensación nueva–, todas han sido fruto de aquel momento.

En ese instante aprendí algo. Visceral, instintiva, espiritualmente –de alguna manera precursora también sexualmente—aprendí algo. No había vuelta atrás. El genio saltó de la botella. Ahí empezó mi vida de cocinero, de maestro cocinero.

La comida tenía poder ”.

(Memorias de un chef, Anthony Bourdain, Editorial RBA)

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Paisaje después de la batalla… Así nos despedimos de panrallao.

 

 

 

 

P.D.: Me quedé con ganas de probar el tiramisú, así es que tendré que volver…

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Comiendo y compartiendo en La Chunga (Pilar en el centro; a su izquierda Ángel y a su derecha un servidor; detrás Carmen y Enrique; y Cristóbal disparando la cámara).

El post más leído de este blog (cerca de 3.000 visitas en los últimos doce meses) no habla de medio ambiente, ni de periodismo, ni de filosofía… habla de cocina. Cuando en diciembre de 2011 publiqué mi receta de tiramisú de piñones la encabecé con una cita que siempre resulta oportuna cuando nos referimos a una comida  en buena compañía: “Nadie cocinó nunca para su enemigo”. Por eso, hablar de comer y compartir es, casi siempre, una feliz redundancia, convertida, además y gracias a Cristóbal Bermúdez (De tapas por Sevilla) y Ángel Fernández Millán (Hecho en Andalucía), en una innovadora gastroexperiencia de la que he sido afortunado cobaya.

La idea consiste en reunir a un grupo heterogéneo de comensales, de esos que gustamos de trastear en los fogones y lucimos servilleta con desparpajo, vinculados, tan sólo, por nuestra afición (¿o es adicción?) a los escaparates virtuales, bitácoras electrónicas y redes sociales. Se nos cita en un local en el que se manifieste lo mejor de la nueva gastronomía del sur y, a partir de ahí, invitados por los organizadores, nos dejamos llevar… El único compromiso es el relato, sincero, de los hechos.

Ya digo que fui afortunado cobaya en la primera cita de este “Come y Comparte” que nos llevó, el pasado 9 de enero, hasta “La Chunga (Tapas y Platillos)”, en el número 9 de la calle Arjona, esquina con la calle Albuera, en Sevilla, muy cerca de la antigua Estación de Córdoba. Cristóbal y Ángel habían convocado, como compañeros de mesa, a Pilar Bernal (Tupersonalshopperviajero) y a Carmen González & Enrique Vargas-Machuca (Delicietas). Un grupo con el que fue un placer compartir, charlar… y comer.

LA VISTA

Fue inevitable. Pura deformación profesional. Nada más acodarme en la barra, con una copa de La Gitana, descubrí, en los estantes que son antesala de los fogones, algunos libros de cocina, dispuestos, como en mi propia casa, entre latas de tomate y paquetes de cuscús. La literatura gastronómica no es para tenerla en el salón ni en la biblioteca, y las letras (que también decoran, en citas ingeniosas, las paredes de La Chunga) son una buena manera de provocar el apetito (cualquier apetito).

La vista se paseó luego por el cuarto de baño, que es en donde naufragan  muchos locales sureños. Impecable. La cisterna funcionaba, había jabón y papel higiénico en cantidades suficientes y, sobre todo, estaba muy limpio. Sí, ya se que estos detalles serían intrascendentes en Helsinki, pero… estamos en Sevilla. ¿Si uno tiene sucio el cuarto de baño por qué vamos a suponer que tendrá limpia la cocina, o las manos, o los peroles? Hace tiempo que deje de pisar algunos sitios en donde me resulta muy difícil comer sabiendo que en algún momento tendré que pisar el cuarto de baño con los mismos reparos que el que visita un depósito de residuos tóxicos…

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En una carta, de sólo una página, hay mucha cocina (Foto: JMª Montero).

Y, por fin, examiné la carta que, a la distancia en la que un miope no distingue la ensaladilla rusa de la piña colada, ya prometía por su diseño retro. Una selección ajustada de platos en donde se combina lo clásico y lo innovador, y en la que, por fortuna, no caen en la trampa, ridícula, de describir con tres líneas de texto, alambicado y pretencioso, lo que puede revelarse en dos o tres palabras (antes de decidirse conviene hacer trabajar, sin demasiadas pistas, a la imaginación, que es otro sentido fundamental a la hora de sentarnos a comer en cualquier restaurante).

En fin, que habíamos empezado bien. Aún no habían salido los primeros platos y en el marcador ya se anotaban varios puntos a favor de La Chunga.

EL OLFATO

Posiblemente el olfato sea el sentido con más poder de evocación. La voz latina evocare, de la que nace este verbo, hace referencia a ese curioso sortilegio por el que los humanos somos capaces de colocar ante nuestra imaginación sucesos o escenarios que, en ese momento, no están al alcance de nuestros ojos, bien porque fue en otro tiempo cuando los contemplamos o, sencillamente, porque nunca pusimos sobre ellos nuestra mirada.

La evocación es, al mismo tiempo, recuerdo y descubrimiento, nostalgia y sorpresa. Causa, por ello, una notable movilización de los afectos. Requiere más del corazón que del cerebro y, por tanto, suele ser muy poderosa cuando lo que buscamos es tomar conciencia de algo, ser sensibles ante una realidad terrible o hermosa.

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El mundo siempre luce más bonito a través de una copa de Barbazul (Foto: JMª Montero).

¿Y todo este rollo a qué viene? Pues a que una vez sentados a la mesa lo primero que me pusieron por delante fue una copa de Barbazul, ese prodigioso tinto gaditano que huele a sotobosque mediterráneo y en el que mi nariz siempre descubre (o cree descubrir, que es casi lo mismo) el perfume balsámico de los pinares de Punta Candor, la sal de los corrales de San José o de San Clemente, y hasta las hierbas aromáticas que salpican el terruño de los mayetos. Todas esas evocaciones, y muchas más, viajan encerradas en la tintilla de Rota (Cádiz) que alegra este vino, una uva al borde de la desaparición, una reliquia enológica que con buen criterio han rescatado, entre otras, las bodegas Huerta de Albalá.

EL PALADAR

Sorprender a un cordobés, que hace patria con el salmorejo, es complicado, pero lo cierto es que ese fue el primer plato que nos sirvieron. Un plato de elaboración tan sencilla que… es muy difícil de elaborar. El paladar, educado en los delicados salmorejos de madres y abuelas, se rebela en cuanto la acidez o el amargor no cumplen con los cánones (casi siempre por culpa de los tomates o el aceite).

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Así lucía el salmorejo, con su huevo duro, su jamón y sus palillos de pan (que diríamos en Córdoba) – (Foto: JMª Montero).

El salmorejo de La Chunga sabe a salmorejo, y eso es mucho, muchísimo. Y el emplatado, fundamental, no busca combinaciones absurdas ni tampoco se queda corto: su poquito de huevo duro, algunas lascas de buen jamón y unos picos crujientes. Ni más, ni menos. Eso sí (llegó, por fin, el turno de las críticas… amables), la rusticidad de esta crema, que nació en las cocinas más humildes, ha sido literalmente triturada por la Thermomix, ese robot sin alma que envenena nuestras cocinas. Todos los salmorejos callejeros, absolutamente todos, tienen la aburrida textura-Thermomix, esa que lo mismo vale para una crema de tomate que para una mousse de limón. No digo yo que volvamos a la paciente elaboración de mortero, pero las batidoras menos sofisticadas ofrecen algunos matices más en la textura de un plato que no debería perder las señas de identidad de su origen. Como bien sabe el paladar, el sabor también es textura (y viceversa).

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¡ Qué sería de la vida sin perejil ! (Foto: JMª Montero).

El salmorejo fue sólo el preludio de otros platos con los que ir alimentando nuestro apetito. Los boquerones fritos nos confesaron, sin hablar, que eran frescos, que habían pasado por una fritura cabal y que gustaban del sencillo adorno de perejil (! qué sería de la vida sin perejil ¡). En la capital del pescaíto frito cada vez resulta más difícil comer un buen pescaíto frito (doble mérito para La Chunga). Además, sin que hubiera intención (¿o sí?), la friturilla compartió mesa con el salmorejo, invitando a una combinación que siempre me ha gustado (en casa el salmorejo sirve para mojar patatas, berenjenas o boquerones fritos).

La carne (secreto de cerdo ibérico) estaba bien jugosa, en su punto, sin reventarla (que diría mi amigo Iñaki, el rey de la cocina casera de Estella). Las salsas (gaucha y de ajo) deliciosas, aunque la de ajo buscaba paladares recios. Salsas en las que es difícil resistir la tentación de mojar sopas, como debe ser.

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Una minúscula pinza une todo lo que debe fusionarse en este kebab de pollo (Foto: JMª Montero).

El kebab de pollo se cocinó en un territorio incierto pero atractivo, a medio camino entre Turquía y México, en una fusión sostenida por una pinza minúscula. Y la mezcla de yogurt y cítricos, que salpicaba el interior de la tortita de trigo, me recordó ese cóctel dominicano, apto para todos los públicos, en el que se mezclan leche, naranja y lima, y cuya simple pronunciación te transporta al atardecer de una playa con cocoteros: morir soñando.

El bacalao confitado me resultó más confitado que bacalao (aquí pesa mi lusofilia, lo confieso); en las berenjenas a la parmesana volvió a manifestarse la temible Thermomix, y el rissotto me resultó un poco aburrido (aunque el parmesano, delicioso, luchó por escapar de ese aburrimiento).

Y cuando todo parecía haber llegado a su fin… aparecieron los postres. Soy un goloso al que no le gusta empalagarse y por eso busco, en ese último plato, algo más que un grosero chute de azúcar. En la carta los llaman cookies pero yo creo que, en realidad, el cremoso yogurt con frutas estaba cubierto por esas maravillosas bolachas desmigadas que adornan las tartas de las viejas pastelarias  de Oporto. Y en el goloso de chocolate (que rozaba el pecado) había grandes dosis de nostalgia porteña, quizá la de algún postre, casi olvidado, que tomé una noche de lluvia en Palermo o en San Telmo.

Conclusión: en la cocina de La Chunga, sospecho, hay muchas cocinas.

EL OÍDO

Decir que un bar de Sevilla, o de Cádiz, o de Granada es ruidoso es una perogrullada. Y, desde luego, es injusto culpar al establecimiento del alboroto, cuando los que gritamos somos los comensales. En La Chunga el nivel de decibelios, con el local a tope, está dentro del estándar sureño: a todo trapo. No ayuda la ubicación del local (cerca de una avenida muy transitada y con amplios escaparates que filtran poco el ruido exterior), pero se agradece que los camareros y cocineros (rompiendo la tradición local) no se comuniquen entre ellos como pastores tiroleses separados por un valle alpino.

Chunga bis

«A mal tiempo ríase la gente» (una de las máximas de La Chunga) – (Foto: Enrique Vargas-Machuca).

La música me gusta tanto que no puedo comer con ella, porque me distrae (si es buena) o me irrita (si es mala), y en ambos casos resta concentración al paladar. Paradójicamente sí que acostumbro a cocinar con música (y en muchas de mis recetas, de hecho, comento la música que escuché mientras las elaboraba), quizá porque la ejecución de un plato tiene una suerte de compás, de medida coreografía, y también porque la música ayuda a crear el ambiente sonoro que ciertas elaboraciones agradecen (¿se puede cocinar un tzatziki sin escuchar de fondo a Eleftheria Arvanitaki?).

En descargo de La Chunga diré que la música que sonó durante nuestra comida, como también advirtió Pilar en su blog, eran temazos de los 70-80, y uno no tiene más remedio, diga lo que diga el paladar, que rendirse ante tamaña selección.

EL TACTO

Este suele ser el gran olvidado en cualquier banquete, aunque una comida sin tacto, sobre todo fuera de casa, pierde mucho. El tacto, más allá de la piel, tiene que ver con los detalles en los que un restaurante (y su personal) se la juega.

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Geno (primera de la izquierda) se sentó a la mesa en traje de faena y con cara de estar disfrutando en la cocina (Foto: Cristóbal Bermúdez).

Todo estuvo servido con mucho tacto, y los detalles (empezando por el buen humor de todo el equipo chungo) no se descuidaron en ningún momento. Pero si tengo que destacar el detalle definitivo éste lo puso Genoveva Torres (Geno), la responsable, junto a Juanma, de La Chunga, quien salió de la cocina para saludarnos y, sorprendentemente, nos preguntó qué NO nos había gustado. Inaudito. Llevo cerca de 30 años en Sevilla y nunca me había ocurrido algo así. Al contrario, cuando en alguna ocasión he tenido que quejarme de algo, en un bar o restaurante, he sido tratado, casi siempre, como un marciano, enfrentándome, con demasiada frecuencia, a esta frase terrible: “Pues es usted el único cliente que se nos ha quejado…”.  Vaya hombre, qué mala suerte…

A Geno le conté lo que no me había gustado (y en este blog queda escrito), y gracias a su ofrecimiento, al tacto con que nos preguntó, pude salir de La Chunga sin ninguna queja, y estoy seguro de que no soy el único.

Gracias por la invitación a los organizadores, y por la hospitalidad a las chungas y chungos.

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El último detalle de Geno estaba un poco escondido (Foto: Cristóbal Bermúdez).

“El maestro Taizan Maezumi Roshi preguntó a un estudiante carpintero si la reforma del zendo se acabaría pronto. <Básicamente está hecha>, contestó el estudiante. <Sólo faltan algunos detalles>. El maestro zen enmudeció estupefacto durante un momento y después anunció: < ¡ Pero los detalles son todo ¡ >”

(La sabiduría del corazón, Jack Kornfield)

 

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