A mí, con la llegada de la primavera, me gustaría escribir de lluvia, de charcos, de goterones, de chubasqueros, de borrascas, de paraguas… Tal y como está el campo, y tal y como está el patio, debería, sin duda, llover a cántaros (“es tiempo de vivir / y de soñar / y de creer / que tiene que llover a cántaros…”, cantaba Pablo Guerrero cuando no había agencias de calificación ni primas de riesgo).
Pero como no llueve (lo del viernes fue un quiero y no puedo), la primavera se presenta como un temprano anuncio del verano, con un solazo que achicharra las meninges y que invita al salmorejo.
Lo cierto es que en casa, como en otras muchas casas del sur, el gazpacho no nos abandona cuando acaba el verano, y el salmorejo, que es su versión cremosa y cordobesa, también se pasea por nuestra mesa aún en el más crudo invierno. Pero reconozco que con sol, y con calor, estos dos platos, que en realidad son uno solo, se saborean de otra manera.
La mejor receta de salmorejo, y esto es algo característico de los platos sencillos y familiares, es esa que disfrutabas de pequeño, la que hacía tu abuela o tu madre con escasa sofisticación y paciencia infinita (nada de batidora ni de Thermomix: a golpe de mortero). Ese es el salmorejo único, el que cocino en casa y no se parece a ningún otro salmorejo. El que mis hijos, cuando sean adultos (más adultos, quiero decir), celebrarán como el mejor salmorejo, aunque el que ellos elaboren sea el nuevo salmorejo único, extendiendo esa celebración, deliciosamente exclusiva, hacia el futuro… y más allá (si es que en el futuro hay salmorejo, o mejor dicho, si es que en el futuro hay algo, lo que sea…).
Hoy, bien temprano, lo he cocinado y viaja en mi mochila camino de la sierra. Una vez más he conseguido un salmorejo único:
6 tomates grandes muy maduros
Un trozo de pan duro (como media viena del día anterior)
Medio pimiento verde
1 diente de ajo
Aceite de oliva virgen extra
Sal gorda
Vinagre de Jerez
Comino molido
Pelamos los tomates y les retiramos las pipas. Mojamos bien el pan para ablandarlo y lo estrujamos con las manos para retirar todo el agua que ha empapado. Ponemos en el vaso de la batidora los tomates, el pan, el diente de ajo pelado, medio pimiento verde, una pizca de comino molido, sal gorda al gusto y como medio vaso de agua de aceite de oliva virgen extra. Se bate todo bien hasta que quede una crema suave y homogénea. Se prueba y entonces se añade el vinagre (yo lo hago en este orden para asegurarme de cuál es el grado de acidez que han aportado los tomates y obrar en consecuencia) y se corrige de sal. Vuelve a batirse y entonces, como remate propio de perfeccionistas o de neuróticos (según se mire), podemos corregirlo de pan y de aceite, e incluso añadirle una clara de huevo, para que esté más o menos espeso y cremoso.
Se toma frío, tal cual, o con una guarnición de huevo duro y jamón serrano picados (se puede adornar con un chorreón de aceite). A mí también me gusta mezclado con patatas fritas recién hechas, y hay quien lo miga con crujientes trozos de picos (la versión sevillana de los palillos de pan cordobeses).
Si le añadimos agua bien fría lo convertimos en gazpacho, y entonces lo podemos tomar en vaso, como un refresco, bien sano, en la antesala de las siestas de agosto.
Agosto… agosto… agosto… Ha sido escribir este nombre y entrar en éxtasis (no tanto por las vacaciones de verano, que también, como por la certeza de que para entonces habremos superado, mal que bien, unas cuantas de las muchas pruebas y obstáculos que el destino nos tiene reservados en este apocalíptico 2012). Suerte.