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Posts Tagged ‘Gerald Durrell’

Estos pajarracos son los conocidos como «médicos de la peste negra», especialistas que, a partir del siglo XVII, se enfrentaron a esta enfermedad infecciosa con mascarillas muy vistosas aunque, sospecho, algo menos eficaces que las que hoy venden en las farmacias (por no hablar del terror que debían causar en los pacientes).

 

Casi podría afirmarse que el mayor logro de William Shakespeare no fue escribir Hamlet o los Sonetos sino, simplemente, sobrevivir a la peste”. (Shakespeare, Bill Bryson).

Días antes de que nos alcanzara la pandemia, y oliéndome la que se nos venía encima, recurrí a Gerald Durrell para contar, en este mismo blog, lo que suele ocurrir en un país latino cuando aparece un agente infeccioso. El relato del cómico besapiés (no olvidemos el humor a pesar de la tormenta) a San Spiridion, patrono de Corfú, y sus nefastas consecuencias, no dejaba lugar a dudas del relajo con el que, en estas latitudes, acostumbramos a enfrentarnos a las peores amenazas. Quizá por eso en el sur hay que dictar órdenes para conseguir lo que en el norte se obtiene con unas sencillas recomendaciones. Cuestión de carácter y civismo…

Al igual que no conviene alejarse demasiado del humor, tampoco es recomendable despreciar la memoria (aunque esta es muy frágil en situaciones de emergencia). Estos días me he concentrado (es un decir: me concentro muy mal, como casi todos los confinados) en lecturas que, sin dejar de ser rigurosas, no pierdan el tono distendido y sirvan para desdramatizar los peores acontecimientos, una actitud para la que resulta decisiva la (buena) memoria.

Shakespeare desde el humor y el rigor, al más puro estilo Bryson.

Cada noche disfruto de un buen rato de desconexión gracias al divulgador Bill Bryson, al que muchos conoceréis por su imprescindible “Una breve historia de casi todo” o su jocoso recorrido por Australia (“En las antípodas”). Todos los días antes de dormir (es un decir: estoy durmiendo fatal, como muchos confinados) Bryson me acerca a la figura de William Shakespeare con una biografía (¿o es un ensayo?) desenfadada pero repleta de valiosa información bien contrastada. Y es en ese relato donde he encontrado el infierno al que llegó el Bardo de Avon en 1564. Después de leer la larga lista de enfermedades que asolaban la Inglaterra de mediados del siglo XVI es inevitable concluir que si hoy disfrutamos de “El sueño de una noche de verano” es debido a un milagro, al igual que nuestra vida, la de hoy, la que disfrutamos los habitantes del primer mundo, es un auténtico lujo que muy pocas personas a lo largo de la historia han podido disfrutar, un lujo que hoy, si miramos a nuestro alrededor, sólo está al alcance de unos pocos privilegiados.

Bryson me hace reír, me hace pensar y me ayuda a tener conciencia en mitad de esta tormenta.

Contad vosotros mismos las enfermedades a las que William sobrevivió… sin vacuna alguna:

El mundo en el que nació Shakespeare estaba falto de personal y hacía esfuerzos por conservar el que había. En 1564, la población inglesa oscilaba entre tres y cinco millones de habitantes, muchos menos que tres siglos antes, cuando las continuas epidemias de peste empezaron a cobrarse su despiadado diezmo. El número de británicos vivos estaba en franco retroceso. Durante la década anterior, la población nacional había sufrido una merma del 6% y sólo en Londres pudo haber muerto una cuarta parte de los ciudadanos.
Pero la peste no fue más que el primero de una larga serie de azotes. Los vapuleados isleños tendrían que vérselas también con frecuentes brotes de tuberculosis, sarampión, raquitismo, escorbuto, dos clases de viruela (lisa y hemorrágica), escrófula, disentería y una vasta y amorfa colección de supuraciones y fiebres —fiebre terciana, fiebre cuartana, fiebre puerperal, fiebre de los barcos, fiebre cotidiana, fiebre maculosa—, así como con «frenesíes», «malos espíritus» y otras enfermedades de variada y desconocida índole. Por supuesto, ninguna de ellas respetaba rango o procedencia. En 1562, dos años antes de que Shakespeare naciera, la viruela casi se cobra la vida de la mismísima reina Isabel.
Incluso las afecciones menores, como unos cálculos renales, una herida infectada o un parto complicado, podían llevar rápidamente a la muerte. Además, los tratamientos eran casi tan peligrosos como las enfermedades que pretendían curar. Las víctimas eran alegremente purgadas y sangradas hasta desfallecer, protocolo poco indicado en pacientes con las defensas bajas. Era improbable, en aquella época, que un niño llegara a conocer a sus cuatro abuelos.
Muchas de las enfermedades de tintes exóticos en tiempos de Shakespeare se conocen hoy por otro nombre (su fiebre de los barcos es nuestro tifus, por ejemplo), aunque hubo algunas misteriosamente específicas de la época. Entre ellas, el «sudor inglés», que acababa de erradicarse tras una serie de brotes mortales. Le decían «el azote sin pánico», debido a su asombrosa rapidez: a menudo las víctimas enfermaban y morían en el mismo día. Afortunadamente, muchos sobrevivían y poco a poco la población fue adquiriendo una inmunidad colectiva, de tal modo que en la década de 1550 la enfermedad ya estaba erradicada. La lepra, otra de las grandes plagas medievales, también había remitido piadosamente en las últimas décadas y ya nunca regresaría en todo su vigor. Pero cuando estos terribles flagelos parecían dar un respiro a los pobladores, una nueva fiebre, llamada «el nuevo mal», arrasó el país, matando entre 1556 y 1559 a decenas de miles en sucesivas oleadas. Para empeorar aún más las cosas, estos brotes coincidieron con las desastrosas hambrunas de 1555 y 1556. Aquélla fue una época pavorosa.
No obstante, de todos los flagelos, el más tenebroso seguía siendo la peste. Aún no se habían cumplido tres meses del nacimiento de William cuando la sección de defunciones del registro parroquial de la iglesia de la Santísima Trinidad de Stratford reflejaba las ominosas palabras Hic incepit pestis (Aquí empieza la peste) junto al nombre de un niño llamado Oliver Gunne. El brote de 1564 fue brutal. En Stratford murieron al menos doscientas personas, diez veces más que lo habitual. En años libres de peste, la mortalidad infantil en Inglaterra rondaba el 16%; aquel año, alcanzó los dos tercios del total (se sabe de un vecino de los Shakespeare que perdió a sus cuatro hijos).
Casi podría afirmarse que el mayor logro de William Shakespeare no fue escribir Hamlet o los Sonetos sino, simplemente, sobrevivir a la peste”.

(Shakespeare, Bill Bryson).

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En un guiño que no se cómo interpretar (porque no creo que el azar sea tan azaroso) el cartel aparece colocado junto a la entrada de la farmacia del pueblo. Anuncia un «besamanos» (y una «presentación de niños«) al término de la misa dominical. En letra pequeña el opúsculo detalla que la imagen se expondrá en «devoto besamanos a aquellos fieles que deseen besar su bendita mano» (valga la redundancia). Seguro que he leído el cartel otros años, y seguro que a lo largo de mi vida he visto carteles similares por toda la geografía española, pero nunca había establecido una relación tan inquietante entre esta piadosa costumbre y la propagación de un virus. Fue leerlo y recordar el divertido párrafo en el que Gerald Durrell se adelanta (1956) al pánico que está originando el Covid-19, y a lo complicado que resulta frenar la propagación de un coronavirus en sociedades como la mediterránea, tan propensas al achuchón y el besuqueo. ¿Que nos mantengamos a un metro de distancia? ¿Que evitemos las fiestas multitudinarias? ¿Que se prohiban los besamanos? Ni que esto fuera la Carelia rusa, oiga (estará pensando, seguro, el autor del cartel).

Cuando volví a casa rebusqué en mi biblioteca y encontré el párrafo de mi adorado Durrell, con el cómico besapiés en la isla griega de Corfú, de nefastas consecuencias para su presumida hermana Margo.

Ahí va el relato, por si resulta de utilidad a algún epidemiólogo que quiera combatir los besamanos, los besapiés y los besos (así, en general) en esta tierra:

«La corriente nos arrastró en dirección opuesta al coche, hasta embutirnos en medio de un enorme gentío que se agolpaba en la plaza mayor del pueblo. Le pregunté qué sucedía a una anciana campesina que tenía cerca, y se volvió hacia mí radiante de orgullo.
—Es San Spiridion, kyria —explicó—. Hoy se puede entrar en la iglesia a besarle los pies.
San Spiridion era el santo patrón de la isla. Su cuerpo momificado se veneraba en la iglesia en un ataúd de plata, y una vez al año era sacado en procesión por el pueblo. Era muy milagrero, y podía conceder favores, curar enfermedades y obrar otros mil portentos si la petición le pillaba de buen ánimo. Los isleños le adoraban, y uno de cada dos hombres de la isla se llamaba Spiro en su honor. Hoy era un día especial; al parecer, se abría el ataúd y se permitía a los fieles besar los pies embabuchados de la momia, y hacerle las peticiones que quisieran. La composición del gentío mostraba cuánto le amaban los corfiotas: allí estaban las ancianas campesinas vistiendo sus mejores ropas negras, y sus maridos encorvados como olivos, con sus anchos bigotes blancos; los morenos y musculosos pescadores, tiznadas sus camisas de la oscura tinta de las sepias; y también los enfermos, los retrasados mentales, los tísicos, los inválidos, viejos que apenas podían andar y niñitos envueltos y liados como gusanos en su capullo, con sus caritas pálidas como la cera congestionadas de tanto toser. Había incluso unos cuantos pastores albaneses, mocetones bigotudos de aspecto salvaje, con el cráneo pelado y enfundados en grandes pieles de borrego. Esta sombría y variopinta cuña de humanidad avanzaba lentamente hacia la negra puerta de la iglesia, arrastrándonos consigo como pedruscos incrustados en un río de lava. Ya a Margo la habían llevado muy por delante de mí, mientras Mamá quedaba a igual distancia a mis espaldas. Yo estaba firmemente atrapado entre cinco gordas campesinas que se apretaban contra mí como almohadones despidiendo olor a sudor y ajos, y Mamá estaba empotrada sin remedio entre dos enormes pastores albaneses. Poco a poco nos hicieron subir los escalones y entrar en la iglesia.
Dentro la oscuridad era casi total, sólo interrumpida por una ristra de cirios que brillaban cual amarillos crocos a lo largo de un muro. Un sacerdote barbudo y vestido de negro, con un alto sombrero, aleteaba como un cuervo en la penumbra, canalizando al gentío en una fila que recorría el interior del templo hasta pasar por detrás del gran ataúd de plata y salir por otra puerta a la calle. El ataúd, puesto en pie, era como una crisálida de plata, y en su extremo inferior se había abierto un segmento por el que aparecían los pies del santo, envueltos en babuchas ricamente bordadas. Al llegar al ataúd cada persona se agachaba, besaba los pies y murmuraba una oración, mientras al otro extremo del sarcófago la cara negra y consumida del santo se asomaba a través de un cristal, con un gesto de aguda repugnancia. Era evidente que, quisiéramos o no, tendríamos que besarle los pies a San Spiridion. Mirando hacia atrás, yo veía a Mamá debatirse frenéticamente por acercarse a mí, pero su guardaespaldas albanés no cedía un milímetro y sus esfuerzos resultaron vanos. Al fin atrapó mi mirada y empezó a hacer muecas señalando el ataúd, mientras sacudía enérgicamente la cabeza. Esto me dejó bastante perplejo, lo mismo que a los dos albaneses, que la observaban con aprensión mal disimulada. Creo que temían que Mamá estuviera a punto de sufrir un ataque, y no sin razón, pues se había puesto roja y sus muecas eran cada vez más alarmantes. Por fin, desesperada, renunció a toda cautela y me bisbiseó sobre las cabezas de la multitud:
—Dile a Margo… que no lo bese… que bese al aire… al aire.
Me volví para transmitir a Margo el mensaje de Mamá, pero era demasiado tarde: allí estaba, agachada sobre los embabuchados pies, besándolos con un entusiasmo que encantó y sorprendió grandemente a la concurrencia. Cuando me llegó el turno obedecí las instrucciones de Mamá, besuqueando sonoramente y con considerable alarde de devoción un punto situado a unos quince centímetros por encima del pie izquierdo de la momia. De allí fui empujado y expelido por la puerta del templo a la calle, donde la gente se iba disgregando en corrillos, riendo y charlando. Margo nos aguardaba en los escalones, visiblemente satisfecha de sí misma. Al momento apareció Mamá, catapultada desde la puerta por los morenos hombros de sus pastores. Tambaleándose como un trompo bajó los escalones y se nos unió.
—Esos pastores —exclamó débilmente—. Qué modales tan zafios… salgo casi asfixiada del tufo… una mezcolanza de incienso y ajos… ¿Qué harán para oler así?
—Es igual, ya pasó —dijo Margo alegremente—. Habrá valido la pena si San Spiridion me concede lo que le he pedido.
—Un sistema muy poco higiénico —dijo Mamá—, más apropiado para sembrar enfermedades que para curarlas. Me aterra pensar lo que podríamos haber cogido si llegamos a besarle los pies.
—Pues yo se los besé —dijo Margo, sorprendida.
—¡Margo! ¡No será verdad!
—Bueno, era lo que hacían todos.
—¡Después de decirte expresamente que no lo hicieras!
—Tú no me dijiste nada de… ‘./>
Interrumpí para explicar que la advertencia de Mamá había llegado demasiado tarde.
—Después de que toda esa gente ha estado rechupeteando las babuchas, no se te ocurre nada mejor que besarlas.
—Me limité a hacer lo que hacía todo el mundo.
—Es que no comprendo qué pudo impulsarte a hacer una cosa así.
—Pues… pensé que quizá me curaría el acné.
—¡El acné! —dijo Mamá con sorna—. Date por contenta si no coges algo además del acné.
Al día siguiente Margo cayó en cama con un fuerte gripazo, y el prestigio de San Spiridion a los ojos de Mamá quedó a la altura del betún. Spiro fue despachado urgentemente al pueblo en busca de un médico, y regresó con un hombrecito esferoidal de acharolados cabellos, leve indicio de bigote y ojillos de botón tras gruesas gafas de concha.
Era el doctor Androuchelli: una persona encantadora, con incomparable estilo para sus enfermos.
—Po—po—po (1) —dijo, mientras irrumpía en la alcoba mirando a Margo con aire guasón,
¡po— po—po! Poco inteligente ha sido usted, ¿no? ¡Besarle los pies al santo!
¡Po—po—po—po—po!
Casi podría haber atrapado algunos bichos desagradables. Tiene usted suerte: es gripe. Ahora hará lo que yo le diga, o me lavo las manos. Y, por favor, no aumente mi trabajo con estupideces semejantes. Si vuelve a besar los pies de algún santo no seré yo quien venga a curarla… Po—po—po… qué ocurrencia.
Y mientras Margo languidecía en cama por espacio de tres semanas, con Androuchelli pepeándola cada dos o tres días, los demás nos acomodamos en la villa.
(1) Todavía se mantiene en algunas partes de Grecia la costumbre clásica de repetir la sílaba «po» para contrarrestar el mal de ojo y otras influencias nocivas (N. de la T.) «.

(Mi familia y otros animales, Gerald Durrell).

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En plena crisis bacteriana, mi amigo Antonio me pide un gesto de valentía. «Atrévete con una receta de pepino», me reta en Twitter, y allá voy. Esta es mi particular defensa del pepino frente a los ataques de los bárbaros del Norte (vete tu a saber de dónde ha salido la Escherechia coli). Una reivindicación del Mediterráneo más auténtico, ese que ahora vive acosado por el FMI… y los cazadores de bacterias.

TZATZIKI AL GUSTO DE SPIRO

 4 o 5 pepinos grandes + 3 o 4 yogures griegos + 2 dientes de ajo + Aceitunas negras + Cebolla morada + Aceite, vinagre, hierbabuena, sal y pimienta negra

Yo me enamoré de la cocina griega, sin haberla probado nunca, leyendo las aventuras familiares de Gerald Durrell en la isla de Corfú. Cuando pude viajar a Grecia visité, además de los consabidos monumentos, las cocinas de unos cuantos tugurios (sobre todo en El Pireo) donde, inexplicablemente (a la vista de la mugre, el bigote de las cocineras y el caos), bordaban platos como la moussaka, el satsiki o la talamosarata. Esta es mi versión particular del tzatziki, elaborado de esa manera rústica que, quiero imaginar, pudiera gustarle a Spiro, el resolutivo ayudante griego de la familia Durrell (que San Spiridion, patrono de Corfú, tenga en su gloria).

Pelamos los pepinos y los cortamos por la mitad (a lo largo). Los lavamos bien (adiós Escherechia coli, adiós). Con ayuda de una cucharilla raspamos el centro para eliminar todas las pipas. Los metemos dentro de un trapo y los machacamos bien para eliminar todo el líquido que podamos. Rallamos, a mano, la carne de los pepinos y la disponemos en un plato, eliminando, una vez más, todo el caldo. A esa ralladura (ya en el vaso de la batidora) le mezclamos los yogures y los dientes de ajo troceados. Añadimos un golpe de vinagre, un buen chorreón de aceite de oliva y una pizca de pimienta negra recién molida. Batimos bien la mezcla para que emulsione y cuando adquiera la cremosidad adecuada (podemos ir corrigiendo la proporción de yogur, pepino y aceite para lograr el punto adecuado) la guardamos en el frigorífico para que podamos servirla a la temperatura adecuada (fresquita). A la hora de servir el tzatziki podemos mezclarle hierbabuena picadita y decorarlo con aceitunas negras y un poquito de cebolla morada bien picada.

El truco: Para que quede cremoso, y no demasiado líquido, hay que dejar la carne de los pepinos lo más seca posible. El vinagre tiene que ser excelente (siempre debe ser excelente) por lo que recomiendo un buen vinagre de Jerez, de esos que llaman “de yema”. Este plato se sirve frío, y puede tomarse con cuchara, como si se tratara de una sopa fría; sobre unas tostaditas (si es que conseguimos una textura cremosa), o bien mojando en él (de nuevo en su variedad más densa) trozos de pan de pita, o tiras de vegetales crujientes como la zanahoria. Y para regarlo, ¿quién puede resistirse, frente a este plato, a tomar un buen retsina, ese vino recio en el que parece concentrarse el aroma de todos los pinares costeros que salpican las costas del Egeo?

La música: Aquí se impone el sonido griego aunque también me gusta cocinarlo con algún aire balcánico. La primera elección sería, sin duda, algún disco de Eleftheria Arvanitaki, la voz más poderosa, y dulce, del Egeo (nació y creció en El Pireo). Una segunda elección, igualmente acertada, sería la del también griego George Dalaras (imprescindibles sus colaboraciones con Goran Bregovic, que aporta el toque balcánico, en discos como Songbook).    

Si combinamos todos estos elementos (tzatziki, retsina y Eleftheria) nos transportaremos a ese paraíso con el que los bárbaros del Norte sueñan todos los días y nosotros tenemos al alcance de la mano.

 

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