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De vuelta a casa, en la ruralidad menospreciada del Aljarafe, sorteando a las bellísimas oportunistas. Foto: José María Montero

No es un prólogo al uso, puede que incluso resulte algo incómodo para quien espera una loa a la jardinería periférica, pero cuando desde el Ayuntamiento de Mairena del Aljarafe (Sevilla) me pidieron que escribiera la introducción a la Guía Visual de la Biodiversidad del Parque Periurbano de la Hacienda Porzuna, al que tanto cariño tengo, pensé que era una buena oportunidad para reflexionar sobre el valor del entorno natural de nuestras ciudades, elogiar la delgada (y menospreciada) línea que separa lo urbano de lo rural y, sobre todo, defender la belleza, caótica e inesperada, que aún se conserva en estos espacios aparentemente domesticados.

Este post es un fragmento de ese prólogo. La guía completa, de distribución gratuita, la podéis descargar aquí:

PRÓLOGO: EL ASOMBRO COMO GUÍA (fragmento)

En un mundo completamente descubierto, la exploración no se detiene;

simplemente, hay que reinventarla

(Fuera del mapa, Alastair Bonnett)

Durante décadas nuestras ciudades han crecido atendiendo, como único referente, a los dictados del mercado inmobiliario. De acuerdo a estos criterios, el patrimonio rural y natural que rodea a las grandes urbes no tiene valor, son terrenos rústicos, baldíos, no urbanizables. Cercados por el asfalto y el hormigón, muchos de estos territorios han acabado convirtiéndose en basureros o escombreras, incapacitados para cumplir los servicios ambientales (ocultos y gratuitos) que nos brindaban y perdiendo hasta el humilde atractivo paisajístico que un día tuvieron.

Estos cinturones de tierras rústicas se convirtieron en los grandes suministradores de suelo urbanizable, alimentando un crecimiento difuso y desordenado que en pocos años originó un deterioro en la calidad ambiental tan grave como el que se registraba en el centro de la gran ciudad, aquel territorio que parecía tan lejano y hostil cuando comenzó la colonización de las afueras. ¿Qué ventajas obtiene el ciudadano que huye de la urbe cuando finalmente termina en otro paraje consumido por el tráfico, el asfalto y el ruido? Tan obvio resulta el sinsentido que en pocos años algunos de esos municipios, los más sensibles a las demandas vecinales, redescubren el valor de la naturaleza perdida y se lanzan a salvar las escasas parcelas de paisaje, más o menos humanizado, que habían sobrevivido al tsunami del ladrillo y el progreso mal entendido. Vuelve el aprecio al campo, aquel tesoro que a casi nadie interesaba, y aparecen así los parques periurbanos, una fórmula que salvaguarda lo que nunca debió desaparecer, una figura que señala los oasis en los que reconciliarnos con nuestro origen. ¿Acaso no somos, nosotros también, naturaleza?

Lástima que, con frecuencia, este esfuerzo bienintencionado sucumba ante el empuje de la utilidad, esa tentación, tan humana, que empobrece la diversidad inesperada y caótica que nos regala la naturaleza cuando la dejamos ser y estar a su manera. Admito que no es fácil ofrecer a los ciudadanos espacios de ocio en donde se cumplan las infinitas normas que regulan la convivencia, en donde sea posible organizar el mantenimiento de los recursos naturales y, al mismo tiempo, en donde la vegetación y la fauna puedan expresarse de manera espontánea. En la búsqueda de ese equilibrio se suele sacrificar lo asilvestrado, y así el campo se convierte en jardín o en zona verde, parcelas útiles y previsibles, cómodas, que son el triste remedo de un bosque o un soto.

También es cierto que son pocos los urbanitas, aunque sean de extrarradio, que elogian una pradera salpicada de malas hierbas, unas veredas tortuosas e irregulares, los matojos que adornan las lindes, los insectos que se atrincheran en cualquier recodo, los charcos y barrizales que deja el aguacero, la espesura del matorral que nos impide avanzar,… Pero es que a mí, quizá saturado de tanta civilidad, no me gustan los jardines donde todo obedece a un plan y lo imprevisto se considera molestia, y por eso, tal vez, la virtud que más aprecio en el parque de la Hacienda Porzuna sea precisamente su rusticidad, un margen de espontaneidad suficiente como para creernos en el campo.

El asombro no necesita de ninguna erudición. Sólo hay que saber mirar y poner en esa mirada algo de sentimiento, una cierta empatía con todo lo vivo. La belleza sería, así, el único reclamo del paraíso perdido, la llamada de un mundo que nos es propio y que, sin embargo, hemos convertido en ajeno. A diferencia de lo que ocurre con alguno de los múltiples objetos, hermosos, que los humanos somos capaces de crear, la belleza que nos sorprende en el errático vuelo de un gorrión, en el rumor vegetal que el viento provoca al agitar las hojas, en el lento discurrir del sol en un crepúsculo, en las sombras que proyecta el amanecer entre los árboles o en las caprichosas formas que las nubes dibujan en su tránsito…., lo que diferencia a todas estas sorpresas es que no necesitan de explicaciones. Podemos percibir la belleza sin saber nada a cuenta de lo que estamos contemplando. Podemos prescindir de la razón, y hasta de la memoria. Sobran las palabras (nunca mejor dicho) o hacen falta muy pocas. Algo, profundo y antiguo, nos dice que ahí habita la belleza y, a veces, también, nos advierte de su enorme fragilidad.

Pero no siempre el asombro aparece de manera espontánea, y casi me atrevería a decir que la rutina de lo urbano nos incapacita para esa mirada desnuda de juicios y prejuicios con la que acercarnos a lo natural. Es entonces cuando el conocimiento puede venir en nuestra ayuda. La guía que tengo el placer de prologar es justamente eso, una cuidada invitación al asombro, si es que nunca hemos pisado el parque de la Hacienda Porzuna; las lentes que nos ayudarán a enfocar lo que aparece borroso por desconocido, una brújula precisa con las que poder internarnos en este vergel en el que, quizá, hemos paseado distraídos, encadenados a nuestros pensamientos, pero ajenos a todo lo vivo que nos rodeaba.

Con este mapa entre las manos será más sencillo nombrar la belleza y saber de qué manera se manifiesta, en qué estación del año se decide por una señal y cuáles elige para hacerse presente en otro hito del calendario. Los sonidos, y el movimiento fugaz, también tendrán su nombre: visitantes alados, huidizos reptiles o discretos insectos. El verde, los ocres, las hojas y troncos, los tallos, las flores…, ocupan, asimismo, su lugar en este inventario, el de un paraíso cercano. Y, a modo de resumen, la combinación de elementos botánicos y faunísticos se nos revelará como una fértil y compleja comunidad, en la que podemos ser discretos espectadores o incorporarnos a ella, como una pieza más de ese entramado biológico. Tiene el parque, como deberían tener todos los parques públicos, espacios reservados a la convivencia y la celebración, lugares donde, desde el respeto y el civismo, podemos sumarnos a esa fiesta a la que siempre invita el contacto con la naturaleza.

Llevo muchos años visitando el parque de la Hacienda Porzuna y os confieso que algunas de las maravillas que atesora, esas que escasean en la ciudad, no suelen mencionarse en una guía al uso, y por eso me atrevo a sugerir que una vez identificados los árboles y arbustos, los invertebrados y las aves, los accesos y los horarios, os detengáis también en la discreta contemplación de las gotas de rocío, los hormigueros, las hojas muertas o las telas de araña. Que disfrutéis de la flora oportunista (qué acertada definición) a la que acuden orugas y mariposas; del canto de las ranas anunciando la primavera o del vuelo de los murciélagos que nos rondan, sigilosos, en el ocaso. Deteneros en el desorden y en la inutilidad de la vida, miradla como la miran los niños, sin expectativas.

Lo que sabemos con certeza de este gran universo cambiante es muy limitado. No todo obedece a un plan. Casi nada es previsible. En la naturaleza la exploración no se detiene nunca, sólo hay que reinventarla. Esta es una guía viva, como el propio escenario que describe, en la que cada visitante curioso se convierte también en autor.

Un universo tan complejo como inasible se manifiesta al lado de casa, fuera de esas cuatro paredes que nos aíslan de los otros, en los tentadores paisajes, algo domesticados pero vivos, que nos regala el parque de la Hacienda Porzuna. Ahora, además, tenemos un mapa del paraíso con el que perdernos, sin renunciar al asombro, sabiendo en dónde y con quién estamos.

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