Un 3 de diciembre de 1981 el Consejo de la CEE (la actual Unión Europea) aprobaba el «Convenio relativo a la conservación de la vida silvestre y el medio natural de Europa». Es decir, el Convenio de Berna. Ese mismo jueves el diario El País revelaba un sospechoso «silencio oficial sobre una importación ilegal de 40.000 litros de herbicida tóxico». Y La Vanguardia anunciaba en su primera página que en Barcelona «no habrá restricciones de agua». Pues bien, ese mismo día, el 3 de diciembre de 1981, hace ya la friolera de más de 29 años, el que esto suscribe firmaba su primer reportaje de medio ambiente en el diario Nueva Andalucía. En aquel vespertino, de mancheta verde y sepia, con redacción central en Sevilla y perteneciente al grupo de El Correo de Andalucía, andaba yo por entonces estrenándome como colaborador (17 añitos, alumno de 1º de Periodismo en la remota –no existía el AVE– Complutense).
Aquel reportaje, a doble página central, se tituló «Brazo del Este, ejemplo de manipulación humana», y en él denunciaba, de la mano de Andalus (la asociación ecologista más activa de la época en tierras sevillanas), los intentos por desecar uno de los brazos más valiosos del Guadalquivir ante la pasividad del ICONA (tan valioso que fue declarado Paraje Natural en 1989).
Aunque en aquellos meses escribí de todo (y cuando digo de todo me refiero a eso mismo, a todo), desde aquel lejano 3 de diciembre de 1981 dejé claro que lo que yo quería escribir, que lo que a mí me gustaba escribir, que el motivo por el que quería ser periodista era… eso. ¿El qué? Pues, eso. Pero, ¿cómo llamarlo? ¿Medio Ambiente? Casi nadie en un periódico usaba esa expresión. ¿Naturaleza? Sí, pero eran más cosas además de espacios y especies. ¿Entorno? Bueno, podría valer aunque era confuso y difuso.
Yo entonces no lo sabía pero acababa de convertirme en periodista ambiental. Y tampoco sabía si había más como yo y si eso era bueno o malo para mi “carrera” (esto me recuerda a “La invasión de los ladrones de cuerpos”, una película de ciencia ficción, serie-B-años-cincuenta, que a mí me fascinaba de pequeño). O sea, acababa de convertirme en un marciano dentro de la redacción de Nueva Andalucía. Por ejemplo, cuando propuse hacer un reportaje «sobre la malvasía», mi director me dijo, con cara de suficiencia, que ese vino no se producía en Andalucía sino en las islas Canarias. Cuando me marché hasta Hornachuelos (Córdoba), combinando un tren de cercanías y la caja de un camión que había transportado cochinos, el alcalde me dijo que «era imposible, además de muy peligroso», visitar el «cementerio atómico de El Cabril» y que me conformara con fotografiar las pintadas de protesta que salpicaban el pueblo. Y cuando sugerí hacer un balance de la basura que se producía, la luz eléctrica (así se decía entonces) que se consumía y el agua que se gastaba en la Feria de Abril, me afearon la propuesta porque era «muy poco periodístico medir la celebración más importante de la ciudad usando tres elementos tan estrambóticos y reduccionistas». Y uso comillas porque tengo buena memoria.
Después, poco después (verano de 1982), alcancé la categoría de becario e inmediatamente la de auxiliar de redacción. Y al fin llegué a redactor (aunque fuera de facto, porque el contrato, y sobre todo el sueldo, decían otra cosa). Tenía 19 años y una Vespa blanca; ya escribía en El Correo de Andalucía y había conseguido poner en marcha una página semanal de medio ambiente, «Página verde», que estuve firmando hasta 1985, cuando me marché del periódico a seguir haciendo periodismo ambiental en otros escenario. Precisamente, en ese mismo año, 1985, organicé las I Jornadas Nacionales sobre Comunicación y Medio Ambiente, que inauguraron Luis Racionero y Tono Valverde en Granada y a las que asistieron una treintena de periodistas de toda España.
Y todo esto me viene a la memoria justamente hoy, 17 de abril de 2011, cuando han pasado más de 29 años de aquel 3 de diciembre de 1981 porque, al margen de las diferentes concepciones del oficio y el colectivo que puede tener cada uno de sus miembros, hay que celebrar, todos los días, la existencia de APIA (Asociación de Periodistas de Información Ambiental). Hay que celebrar, todos los días, el lugar que nuestro periodismo, el periodismo ambiental, ocupa hoy en los medios de comunicación. Hay que celebrar, todos los días, la generosidad con la que muchos y muchas periodistas han trabajado a lo largo de muchos años para dignificar este oficio. Hay que celebrar, todos los días, que el periodismo ambiental no sea sólo un periodismo de grandes medios nacionales, un periodismo de élite, un periodismo centrípeto, sino que sea un periodismo que también se ha hecho fuerte en lo local y en lo autonómico, que se ha hecho fuerte en la calle, en lo cotidiano, y que habla todas las lenguas del Estado. Hay que celebrar, en definitiva, que se haya convertido, a pesar de algunas resistencias, en un periodismo centrífugo, biodiverso y de geometría variable.
Y que conste que ninguna de estas celebraciones es una exaltación del conformismo y la inacción. A mi lo fácil siempre me ha aburrido.
En estos días dos listas de candidatos/as (amigos/as de largo recorrido, la mayoría) estamos compitiendo, en buena lid, por ocupar la Junta Directiva de APIA. Y nada hay más estimulante, en estos tiempos de crisis, que ver a una asociación movilizarse así. Hay ganas de debatir, ganas de hacer asociación, ganas de despejar el futuro. Y yo, que me he sumado con entusiasmo a una de las listas, ando por este océano electrónico celebrando y haciendo memoria (a partes iguales). Porque nuestro futuro, el de todos/as los/as periodistas ambientales, se soporta sobre nuestra memoria, sobre nuestra historia. Sobre el trabajo de los marcianos que hacíamos periodismo ambiental, sin saberlo, a comienzos de los ochenta, y los que lo hicieron en los setenta, y en los sesenta… y aún antes. Aquellos que no podían, que no podíamos, presumir de “trayectoria profesional” porque el periodismo ambiental no tenía “trayectoria profesional” (ni siquiera «trayectoria», a secas). Sólo podíamos presumir de compromiso y solidaridad, porque eso es lo que nos había llevado a defender lo que casi nadie defendía entonces, a pesar de ser un bien común. Y esos, el compromiso y la solidaridad, deben seguir siendo hoy nuestros principales activos. No nos distraigamos con otras milongas; ni con localismos catetos, ni con egos talla XXL, ni con fuegos artificiales, ni con ínfulas de prima donna, ni con el secreto de la pureza inmaculada, ni con la fórmula del movimiento perpetuo, ni con adeudos de patio de vecinos. Con el compromiso y la solidaridad es con lo único que ganamos todos/as. Seguro. Esto no es una guerra. Y si lo es… no contéis conmigo, yo ya me había declarado objetor de conciencia en aquel lejano1981.