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Posts Tagged ‘Jack Kornfield’

Let it be

Entre Octopus Garden y Across the Universe. Ahí está Let it be invitándonos a dejar que las cosas sean… como tengan que ser.

Hace algún tiempo os conté en este mismo blog mi primera visita a Portobello Road, allá por las navidades de ¿1985?, y cómo en el famoso mercadillo londinense compré el doble azul y el doble rojo de los Beatles (en riguroso vinilo, of course).

De vez en cuando, como esta tarde, los saco de sus fundas de cartón y los coloco en el tocadiscos (sí, todavía uso tocadiscos…). No hay nostalgia en este revival, más bien, al contrario, me sorprende la sintonía que algunas de esas canciones mantienen con mi presente o los guiños que en ellas encuentro tres décadas después.

Let it be siempre ha sido una de mis favoritas, y ahora, además, adquiere un sentido peculiar porque me invita a hacer lo que todos deberíamos hacer con más frecuencia: dejarlo estar.

La verdad es que, frente a algunas situaciones conflictivas o simplemente complejas, lo ideal es «soltar», pero como liberarse nunca es tan sencillo como parece una opción que también nos procura cierta tranquilidad en momentos de incertidumbre o zozobra es… dejarlo estar. Let it be, let it be… No hay soluciones milagrosas y los dogmas de poco sirven frente a las sorpresas que nos regala la vida (si estamos dispuestos a aceptarlas), así es que, con frecuencia, lo mejor es dejar que las cosas sean… como tengan que ser. Y disfrutrar de esa flexibilidad que tanto se parece al asombro, incondicional, con el que los niños viven lo cotidiano y lo extraordinario.

Pero mejor que yo lo explica Jack Kornfield, al que también he traído en más de una ocasión a este blog:

Cuando se presentan los problemas y somos capaces de soltar, simplemente soltémoslos. Pero ¡cuidado! No es tan fácil como parece. Por regla general descubrimos que estamos demasiado apegados o embrollados con la historia o el sentimiento para hacerlo. Otras veces intentaremos ‘soltar’, porque algo no nos gusta. Pero eso no es ‘soltar’, es aversión, es decir, se trata realmente de gestos de crítica y rechazo. 

Sólo cuando hay equilibrio en la mente y compasión en el corazón, se puede producir el auténtico ‘soltar’. A medida que desarrollamos habilidad en nuestras prácticas de meditación, se hace sencillamente posible soltar ciertos estados problemáticos, tan pronto como se presenten. Este ‘soltar’ no contiene disgusto alguno; se trata de una elección directa de abandonar un estado mental y centrar serenamente nuestra concentración, de un modo más hábil, en el próximo instante. Esta capacidad es fruto de la práctica. Se produce a medida que crece nuestra compostura. Se puede cultivar, pero nunca forzar.

Cuando no es posible soltar, se puede utilizar una versión más blanda de esta práctica, denominada ‘déjalo estar’. Se presente lo que se presente, ya sea dolor, miedo o conflicto, en lugar de soltar, seamos conscientes de ello, dejémoslo ir y venir. ‘Déjalo estar’. Dejarlo estar no significa escapar o eludir, sino simplemente liberar. Permite que lo que esté presente surja y pase, como las olas de un océano. Si hay llanto, llora. Si surge pena o ira, déjalas estar. 

El espíritu de ‘dejar estar’ o ‘soltar’ se expresaba con belleza en un poster, que vi hace unos años, que anunciaba meditación y yoga. Un famoso gurú indio, con el pelo gris y una larga barba flotante, permanecía exquisitamente en equilibrio sobre un solo pie, en la postura de yoga conocida como ‘el árbol’. Sólo llevaba un pequeño taparrabos. Pero lo más sorprendente es que permanecía en equilibrio… sobre una tabla de surf, encima de una gran ola. Debajo del poster, con grandes letras, decía: ‘No puedes detener las olas, pero puedes aprender surf’. De este modo podemos acoger las contradicciones de nuestra vida y soltarlas o dejarlas estar”.

(“Después del éxtasis, la colada”, Jack Kornfield)

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Afortunadamente, Frida, en su papel de bibliotecaria de jardín, pone algo de orden en el caos…

 

Tengo unos cuantos libros en la mesilla, otros tantos en la mochila de playa y alguno más extraviado en la casa serrana, y voy de uno a otro sin importarme mucho el orden. Olvido y releo. Me salto párrafos. Marco algunas líneas que me llaman la atención. Mancho las páginas de tinto o de aftersun. Abandono a la tercera página libros que acabo de comprar y vuelvo a repasar libros que he leído mil veces. Me sorprendo de cómo la vida se acerca a la literatura, ¿o es al contrario? Habito en los libros y por eso a veces me resulta difícil distinguir dónde están los límites de la realidad.

Es verano, y en verano leo de manera anárquica, porque ya bastante orden y compostura soporto durante el resto del año…

«Durante un momento hubo la posibilidad de que no fueran capaces de hacer el cambio, de verse el uno al otro de forma distinta; no recordarían cómo se produjo el cambio, ni les sería otorgada la gracia, y si eso fuese así, ¿qué estaban haciendo en aquel lugar? Al cerrar él la puerta ella volvió a verle. El perfil de su rostro y la inclinaciónde sus pómulos, una inclinación tártara maravillosa y perfecta. Ella percibió el acto de cerrar la puerta como clandestino e insensible, y supo que no había ninguna posibilidad en el mundo de que no hicieran el cambio. Ya estaba hecho» (Las lunas de Júpiter, Alice Munro)

«El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre» (Elogio de la ociosidad, Bertrand Rusell).

Si puedes sentarte en silencio después de recibir noticias difíciles; si en momentos de apuro económico puedes permanecer perfectamente en calma; si puedes ver a tus vecinos viajar a lugares fantásticos sin sentir envidia; si puedes comer cualquier cosa que pongan en tu plato y sentirte tan contento; si puedes dormir después de un día terrible sin tomar un trago ni recurrir a una píldora; si siempre estás contento, estés donde estés, probablemente eres un perro“ (Una lámpara en la oscuridad, Jack Kornfield).

La vida que murmura. La vida abierta.
La vida sonriente y siempre inquieta.
La vida que huye volviendo la cabeza,
tentadora o quizá, sólo niña traviesa.
La vida sin más. La vida ciega
que quiere ser vivida sin mayores consecuencias,
sin hacer aspavientos, sin históricas histerias,
sin dolores trascendentes ni alegrías triunfales,
ligera, sólo ligera, sencillamente bella
o lo que así solemos llamar en la tierra.
(La vida nada más, Gabriel Celaya)
 

…lo más importante que he aprendido al hacer este trabajo es que cocinar nos introduce en una red de relaciones sociales y ecológicas con las plantas, los animales, la tierra, los horticultores, los microbios que hay dentro y fuera de nuestro organismo y, por supuesto, con las personas a las que nutren y deleitan nuestros platos. Es decir, que lo más importante que he aprendido es que cocinar conecta. La cocina –sea de la clase que sea, la cotidiana o la extrema- nos sitúa en un lugar muy especial del mundo, ya que nos coloca entre el mundo natural por un lado y el mundo social por otro. El cocinero permanece firme entre la naturaleza y la cultura, dirigiendo un proceso de traducción y negociación. Tanto la naturaleza como la cultura se transforman mediante el trabajo, y descubrí que el encargado de realizar ese proceso es el cocinero” (Cocinar. Una historia natural de la transformación, Michel Pollan).

El capitán Van Donck era un hombre brutal y simple, que creía en algo, por repugnante que fuera. Era uno de ésos a los que se puede perdonar. Pero a quien Castle nunca podría perdonarle nada era a aquel suave y educado funcionario del BOSS. Los de su especie, los hombres que tienen educación suficiente para saber lo que hacen, son los que organizan el infierno, a pesar del cielo. Pensó en aquello que tan a menudo le había dicho Carson, su amigo comunista: <Nuestros peores enemigos no son los ignorantes ni los simples, por crueles que éstos sean; nuestros peores enemigos son los inteligentes y los corruptos>” (El factor humano, Graham Greene)

 
 
 
 

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Mi gata Frida

Por más empeño que pongo en su educación mi gata Frida no sabe lo que es el pasado ni tampoco tiene conciencia de lo que supone el futuro… Pobre animal, siempre instalado en el presente…

Nos venden ideales imposibles. Nos convencen de que somos casi, casi invulnerables. Algún tontaina, de esos con los que hay que bregar a diario, nos recita sus lecciones, contrastadas e infalibles, para alcanzar la felicidad (justamente las que nunca conseguimos llevar a cabo). Derrochamos el tiempo y las risas porque creemos que son inagotables, pero, de pronto, la enfermedad y la muerte asoman sus orejas en una conversación de desayuno, en una noticia inesperada o en el recuerdo de una herida que creíamos cerrada. Y entonces regresamos al único lugar en el que existimos: al aquí y al ahora (¿si no es ahora, cuándo? ¿si no es aquí, dónde?).

El sentido del humor y la religión no se llevan muy bien, exceptuando, quizá, algunas escuelas budistas en donde se evita el dogma (y sus venenos) mediante la sonrisa. Por ejemplo, yo siempre que leo a Jack Kornfield termino dándole la razón con una sonrisa:

«Si puedes sentarte en silencio después de recibir noticias difíciles; si en momentos de apuro económico puedes permanecer perfectamente en calma; si puedes ver a tus vecinos viajar a lugares fantásticos sin sentir envidia; si puedes comer cualquier cosa que pongan en tu plato y sentirte tan contento; si puedes dormir después de un día terrible sin tomar un trago ni recurrir a una píldora; si siempre estás contento, estés donde estés, probablemente eres un perro»

La vida de perro no es tan mala como la pintan, y la nuestra no es tan estupenda como creemos. Pero ni el perro ni nosotros tenemos otro momento que no sea este. Mi gata también lo sabe y por eso, en vez de pensar en lo que hará mañana, disfruta de una intrascendente siesta al lado de mi teclado…

Buenas noches

 

 

 

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noloseSoy periodista y, sin embargo, sobre multitud de cuestiones no tengo ni la más remota idea. Este contrasentido, con el que convivo desde hace décadas, no suelo confesarlo por pura vergüenza. Tened en cuenta que pertenezco a un oficio en donde la omnisciencia forma parte de los atributos básicos: las redacciones de periódicos, radios y televisiones están repletas de sabios capaces de resolver, sin despeinarse, cualquier tipo de enigma, problema o coyuntura. Y si hablamos de redes sociales… ni os cuento, ese territorio sí que está repleto de listos, gurús e influencer que se atreven a pontificar con la ridícula y soberbia rotundidad que sólo habita en los ignorantes.

He llegado a pensar que, en realidad, se trata de una virulenta enfermedad profesional. Un patógeno capaz de contagiar, en algunos casos, a otros profesionales que frecuentan nuestros territorios. Es la única explicación a la ilimitada solvencia intelectual con la que se manejan tertulianos y columnistas, sean del oficio que sean, en el momento en que adquieren dicha condición. Hoy abordan con soltura la crisis de Siria, mañana encuentran la solución al cambio climático, durante el fin de semana nos sitúan el bosón de Higgs en su justo contexto y el lunes desbrozan las claves de los mercados de renta fija en un tono claramente pedagógico.

Me coloco en el lugar adecuado. Los focos se encienden. El operador de cámara ajusta el plano y desde el control me piden que hable para ajustar el sonido. Faltan segundos para salir al aire y, una vez más, sufro ese vértigo que produce (que a algunos nos produce, quiero decir), exponer nuestros conocimientos a grandes audiencias temiendo que no aprecien el grado justo de error que puede ocultarse en nuestro discurso. ¿Creerán a pie juntillas todo lo que decimos? ¿Sabrán distinguir información de opinión? ¿Sabremos distinguirla nosotros? ¿Seremos su única fuente de información o sólo una referencia que luego enriquecerán con otros puntos de vista? ¿Estoy hablando a mis iguales o caeré en la trampa ególatra de impartir doctrina? Este, a unos segundos de salir al aire, es el peor momento para que aparezcan estas prevenciones, pero…

Lo malo del conocimiento es que lleva, inexorablemente, a la opinión, y esta nos conduce, querámoslo o no, al juicio. Y eso es muy cansado. Agotador. Uno está más o menos acostumbrado a establecer juicios caseros, de poca monta y escasa trascendencia, como éste que ando tejiendo en mi blog (seamos sinceros), pero de ahí a emitir juicios universales urbi et orbe… hay un trecho.

En la mente del experto no cabe un alfiler. No hay sitio para la sorpresa ni para el atrevimiento. Todo está perfectamente dispuesto en una amalgama de neuronas bien repletas de conocimientos, opiniones y juicios. O, lo que es peor, de prejuicios, hábitos y miedos.

La gran naturalista Rachel Carson, a la que ya he citado en este blog, no dejaba de reivindicar la manera en que los niños se enfrentan al mundo, con esa mente de principiantes en la que todo es posible porque el conocimiento aún no ha hecho de las suyas:

“El mundo de un niño es fresco, nuevo y bello, está lleno de sorpresa y excitación. Por desgracia, para la mayoría de nosotros, esta visión clara, el instinto verdadero de lo que es bello y emocionante, se empaña o incluso de pierde al llegar a la edad adulta. Si pudiera influir en el hada madrina buena que supone vela por todos los niños, le pediría el regalo de que el sentido de lo maravilloso de todos los niños del mundo fuese tan indestructible que durase toda la vida”.

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Solo sé… que no sé nada

Lo que sabemos con certeza de este gran universo cambiante es muy limitado.

Jack Kornfield, un psicólogo norteamericano que ha estudiado a fondo las claves de la psicología budista y los beneficios de la meditación, cita, a propósito de esta evidencia sobre la ignorancia (o sobre nuestros limitados conocimientos), las enseñanzas de Seung Sahn, un maestro zen coreano que señala la importancia de valorar la mente del “no sé”. A sus alumnos les invita a preguntarse: “¿Qué es el amor? ¿Qué es la conciencia? ¿De dónde viene tu vida? ¿Qué ocurrirá mañana?”. Cada vez que un estudiante le responde: “no lo sé”, Seung Sahn replica: “Bien, mantén esta mente del <no sé>. Es una mente abierta, una mente clara”.

“Piensa cómo sería que te observases a ti mismo, a una determinada situación o a las otras personas, con esa mente del <no sé>. No sé. Sin certezas. Sin opiniones fijas. Permítete desear entender de nuevo. Observa con la mente que no sabe, con apertura (…). Practica el estar en la mente <no sé> hasta que te sientas cómodo descansando en ella, hasta que lo logres al máximo y puedas reírte y decir: <No sé>”.

(El camino del corazón, Jack Kornfield)

 

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